10

El miércoles por la mañana, cuatro días más tarde, encontraron muerto al señor Coleman; le habían cortado las manos y la lengua. Aquello me pilló por sorpresa: no había nada en los anteriores crímenes ni en nuestro perfil que me hiciera pensar que la próxima víctima pudiese ser alguien como el señor Coleman. Las dos primeras eran hombres de mayor edad, de cincuenta y pico o sesenta y pocos, con familias y empleo y una buena reputación dentro de la comunidad. Coleman tenía treinta y pico años, y además de ser soltero era un paria. Todo el mundo lo odiaba.

No me extraña que de vez en cuando asesinen a una persona de esas que la mayoría de la gente odia, pero los asesinos en serie escogen a sus víctimas según métodos totalmente diferentes. ¿Qué fue lo que puso a aquel tipo en el punto de mira del Manitas?

—¿Vas a casa de Marci otra vez?

Era miércoles por la noche, y mi madre y yo estábamos cenando. Sin apartar la vista de la comida, respondí sin ganas de hablar.

—Sí.

—¿Habéis hecho algún plan divertido?

—No, nada en particular.

—Sabes que también podríais venir aquí, ¿verdad? —dijo mi madre removiendo la comida con el tenedor—. A mí no me molesta.

—Sí —dije.

No tenía ninguna intención de llevar a Marci a casa, pero era más fácil decir que sí y después no hacerlo.

—Lo digo en serio. No hace falta que estéis siempre en su casa. Tenemos juegos de mesa y películas, y si quieres yo podría hacer palomitas o algo así…

—No, gracias —respondí sin levantar la mirada—. Ya estamos bien en la suya.

Comí otro bocado; cuanto antes terminase, antes me podría marchar.

—Oh, ya lo supongo —dijo mi madre—. Seguro que es una casa fantástica; y conozco a su madre: es una mujer muy agradable. Obviamente, su padre también es muy amable.

Me encogí de hombros, sin comprometerme a nada.

—Sí.

Nos quedamos en silencio durante un minuto y empecé a pensar que ya era libre; pero entonces eché un vistazo a mi madre y vi que seguía sin probar bocado. Eso no era bueno: significaba que estaba pensando y eso quería decir que iba a hablar. Después de una larga pausa, susurró:

—Siento que aquí no haya ningún padre.

«No, por favor… No.»

—Mamá, te agradecería que ni siquiera empezásemos esta conversación.

—John, ojalá tuvieses un buen padre. Pienso todos los días en ello e intento ser la mejor madre que…

—Mi padre es perfecto. Sobre todo porque no está aquí.

—No tienes ni idea de lo que me duele oírte decir eso.

—¿Por qué? Vamos, mamá, tú le odias aún más que yo.

—Eso no significa que me alegre de que no esté —dijo—. No significa que me alegre de que las cosas saliesen tal y como fueron. Sí, vale, era un mal padre y un mal marido y todo lo hacía mal, pero eso no te hace más fácil crecer sin un padre. No tienes un hombre que te sirva de modelo, ninguna influencia masculina positiva.

—Espera, ¿estás diciendo que voy a casa de Marci porque busco un hombre que me sirva de modelo?

—El agente Jensen es un buen hombre y en casa no tienes ninguno.

—Y Marci es prácticamente una modelo y en casa tampoco tenemos ninguna. A lo mejor si sales a comprar un papá nuevo, podrías pillar un par de tías buenas en otro pasillo del supermercado. Las podríamos colocar por ahí como si fueran lámparas y animarían un poco la casa.

—No te estoy hablando de eso.

—Mamá, tengo una amiga. Eso es todo. Siempre me estás pidiendo que salga y conozca a gente, pero en cuanto te hago caso te pones a psicoanalizarme.

—No te estoy…

—Y luego te preguntas por qué no traigo a Marci a casa —continué—. Cuando nos hayamos comido todas las palomitas y saquemos los juegos que llevan años cogiendo polvo en el armario de la colada le dirás que solamente salgo con ella porque no tengo padre. Fabuloso.

Mi madre se quedó callada, con los ojos entrecerrados.

—¿Estás saliendo con ella?

—¿Qué?

—Que si es oficial.

—No, no salgo con ella. Somos… amigos, y ya está.

—¿Y cómo tengo que enterarme de estas cosas si te niegas a hablar conmigo?

—Estamos hablando, ¿verdad?

—Bueno, la verdad es que al menos yo lo estoy intentando. Tú estás gritando.

—No estoy gritando.

—Háblame de Marci.

—¿Sabes qué?, que ni siquiera llamo a su puerta —dije mientras me recostaba contra la silla y me cruzaba de brazos—. Me quedo sentado fuera de su casa y miro por las ventanas mientras me hago cortes con una cuchilla.

—Ya estamos otra vez —dijo sacudiendo la cabeza—. Tan pronto como te pido que me hables abiertamente sobre tu vida te pones a inventarte cualquier mentira ridícula que ya sabes que no me voy a tragar. Suponía que alguien con tanta experiencia en terapia sería un poco más sutil a la hora de poner en práctica sus tácticas de despiste.

—Mamá, pupa. ¿Por qué sacas ahora lo de la terapia? Adelante, dime también cuánto dinero te costó, si es que van por ahí los tiros.

—No se trata de dinero, sino de tu vida.

—No, esto va de que tú te metas en mi vida. Va sobre tu dinero y tus expectativas, y sobre que tú eres una metomentodo y sobre todo lo demás. Siempre tú.

Me dio una fuerte bofetada. La miré sorprendido.

—No vuelvas a decir eso nunca.

Me escocía la cara; la tenía caliente y roja. Ella nunca me había pegado; mi padre sí, por supuesto, pero lo hacía con todo el mundo. Por eso se divorciaron. Pero mi madre era diferente: dura como el acero por dentro, aunque esto nunca llegaba al plano físico. Nunca se ponía violenta. La miré sin ninguna expresión en el rostro y ella me devolvió la mirada con los ojos bien abiertos y la boca fruncida. Estaba decidida, resuelta y tan sorprendida como yo.

La mejilla me palpitaba de dolor, pero no levanté la mano para tocármela; simplemente me quedé mirando a mi madre fijamente. Nos quedamos así, sentados en silencio, durante toda una eternidad, hasta que al final volvió a hablar en voz baja:

—Cuando eras más pequeño tenía pesadillas todas las noches sobre mi bebé: solo, pequeño y lejos de su mami. Solía ir a ver cómo estabas tres veces cada noche, a veces incluso cuatro, y te veía acurrucado debajo de la manta: una chispa de calor en una habitación fría y vacía. Algunas noches venías a nuestra cama, pero un día dejaste de hacerlo y me llamabas desde tu habitación; y después también dejaste de hacerlo y… ya no hiciste nada más. Ya no me necesitabas ni tampoco hablabas conmigo, y un día me di cuenta de que ya no era tu mami. —Sus ojos se movieron casi de forma imperceptible. Ya no me miraba la cara, sino que se había perdido en algún punto fantasma detrás de mí—. Yo solía ser April; solía ser «cariño». Ahora ya no sé qué soy.

Me levanté con calma, llevé los platos a la encimera de la cocina y tiré los restos de comida que no habíamos terminado a la basura. Me quedé allí un momento, mirando a la pared.

—Siento haberte dado una bofetada —susurró.

Estiré la mano hacia la encimera, hacia los cuchillos que había junto al fregadero y saqué del bloque uno largo, de cocina. Mi madre ahogó un grito detrás de mí. Era el mismo cuchillo con el que la había amenazado hacía casi un año. Me di media vuelta, me acerqué hasta la mesa y lo posé suavemente delante de ella.

—Acuérdate de esto la próxima vez que dudes de mí —dije—. De los dos, yo fui el que se reprimió cuando la discusión se puso violenta.

Salí por la puerta y me marché en el coche.

—Hola, John —dijo la madre de Marci al abrir la puerta—. ¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Tu profesor ha muerto —dijo tirando de mí hacia dentro—; estoy segura de que te sientes mal por ello.

—Era un pederasta y miraba a su hija como si fuese un caramelo. En mi opinión, ha recibido su merecido.

—Merecía que lo despidiesen y alguna cosa peor —dijo, con un tono de voz severo—, pero no morir.

«¿No lo merecía?» La pornografía conduce a la violencia —así es exactamente como empezó Ted Bundy— y un pederasta en un puesto de autoridad desde el que podía controlar a menores como el trabajo que tenía el señor Coleman no era más que un criminal en ciernes. Llevaba años trabajando en el instituto, así que era muy probable que saliesen historias de alumnos y antiguos alumnos sobre ofrecimientos ilícitos, abusos y puede incluso que violación. Y si nada de esto había sucedido aún, hubiese sido una mera cuestión de tiempo. ¿Qué tenía de malo cortar el problema de raíz?

Por lógico o ilógico que pareciese, en aquel momento no quería discutir sobre aquel tema. Tenía que analizar las últimas pruebas y para eso necesitaba a Marci.

—Tiene razón —mentí—, nadie se merece eso. ¿Está Marci?

—Está arriba, en su habitación —dijo la señora Jensen—. Me alegro mucho de que hayas venido; a lo mejor tú consigues que se anime un poco.

«¿Animarla? —pensé mientras seguía a la señora Jensen escaleras arriba—. Por muy molesta que esté la madre por la muerte del profesor, ¿por qué iba a estarlo Marci? Ella odiaba al señor Coleman.»

Nos detuvimos frente a una estrecha puerta que estaba cerrada y la señora Jensen llamó suavemente con los nudillos.

—Marci, cariño.

—Quiero estar sola un rato —respondió ésta con la voz quebrada y suave. Había estado llorando.

«Así que está molesta. Las personas con empatía son extrañas.»

—Ha venido John. ¿Quieres hablar con él?

Hubo una pausa y después se oyó cómo movía cosas al otro lado de la puerta.

—Vale —dijo por fin. Abrió la puerta frotándose el ojo con la palma de la mano. Tenía la ropa arrugada y los ojos rojos. Me vio y soltó una risa incómoda—. Siento tener un aspecto tan horrible.

—No, estás bien así —respondí.

—Entra. —Se echó a un lado y señaló la habitación—. Siento que esté tan desordenada.

—Deja la puerta abierta —dijo la señora Jensen con aire severo antes de darse media vuelta y bajar las escaleras.

Entré en la habitación, que efectivamente estaba hecha un desastre, y me senté en la silla del escritorio. Marci se sentó en la cama, que acababa de hacer a toda prisa; cruzó las piernas y se peinó la melena con los dedos.

—En serio, estás bien.

—Bien; entonces, a la mierda con esto. Dejó de toquetearse el pelo y se echó hacia atrás, tumbada en la cama con las piernas aún cruzadas.

—Esto es lo peor.

—Sí —dije mirando toda la habitación. Estaba llena de pósteres, fotos y adornos; algunos eran nuevos, pero otros parecían bastante viejos. No es que hubiese decorado la habitación: la había atacado—. Tu madre me ha dicho lo mismo, pero no pensaba que tú te lo fueses a tomar tan mal.

Soltó una risa hueca.

—¿Pensabas que no me lo iba a tomar mal? ¡Lo han matado por mi culpa!

—¿Qué?

—Esto jamás hubiese ocurrido de no ser por mí. Yo lo denuncié, yo lo puse a la vista de todos, yo lo convertí en un objetivo. Es como si yo misma hubiese apretado el gatillo.

—Eso es ridículo —dije.

Se echó a llorar de nuevo.

—No tienes ni idea de lo que es sentirse responsable de algo así.

Pues sí que lo sabía; de lo que no tenía ni idea era de cómo sentirse mal a causa de ello.

—Escúchame —dije—: si fuese culpa tuya, le habrías hecho un favor al mundo. Pero no eres responsable de nada porque no lo han matado como castigo, así que denunciarlo no conduce directamente a su muerte. Nada de lo que se sabe de la Manitas indica que esté castigando a alguien; las dos primeras víctimas eran totalmente inocentes.

—¿Y cómo es posible que esto no sea un castigo? —preguntó—. ¿No te has enterado de lo de los ojos?

—¿Los ojos? —Eso era nuevo.

—Mierda, aún no lo han hecho público.

—¿Es algo que te ha dicho tu padre? —pregunté inclinándome hacia delante—. ¿Qué es?

La palabra «ojos» me puso la mosca detrás de la oreja; intenté recordar por qué pero no conseguía dar con ello.

—Esta noche, no, John. Ya no puedo con esto.

—Pero ¡es importante! Si la forma de matar ha cambiado, tenemos otra pista. O eso o bien el asesino está empeorando. Si sabes algo nuevo, tienes que decírmelo.

—¿Es que no te importa nada? —preguntó Marci después de incorporarse—. Anoche murió una persona y ¡fue culpa mía!

—Claro que me importa —dije—. Si no fuese así no estaría intentando evitar que siguiese matando.

—No hablo de ella —dijo con ojos suplicantes—. Hablo de mí.

Empezó a sollozar de nuevo, se dejó caer sobre la cama y se acurrucó de costado.

Yo sabía que debía decir algo, pero ¿el qué? Ya me sentía suficientemente raro hablando con Marci cuando estaba contenta y, ahora que estaba triste, no tenía ni idea de qué hacer.

Ojos… ojos… Lo tenía en la punta de la lengua.

«Charles Albright, el ladrón de ojos.» De pronto me quedé parado, sorprendido por haberlo recordado de forma tan repentina. Unos días antes había hablado de Albright con Marci y con su padre. Había hablado del robo de ojos con un hombre que ya tenía buenos motivos para odiar al señor Coleman; unos días después éste aparece muerto y con los ojos dañados o desaparecidos. ¿Se trataba únicamente de una coincidencia?

¿O es que el agente Jensen era el Manitas?

Era obvio que no era el ladrón de ojos en persona, porque Charles Albright estaba en la cárcel, feliz haciendo dibujos de ojos en las paredes de la celda, pero no obstante podía tratarse de una insinuación o una pista. Quizá fuese un mensaje para mí: «He matado al hombre del que hablaste de la forma que tú mencionaste. Ahora tienes que saber que soy yo.» ¿Acaso se estaba cansando de esperar a que lo averiguase yo mismo? ¿Había pensado en dar un paso más para hacer que yo entrase en acción?

Pero esto no encajaba. Si el oficial Jensen era un demonio y me quería muerto, ¿por qué no me mataba directamente? ¿Y cómo se había convertido en un demonio? Incluso si Nadie carecía de sexo y era capaz de cambiar de forma y asumir la identidad de un hombre con la misma facilidad que tomaba la de una mujer, ¿por qué iba a escoger al señor Jensen? Marci y yo ni siquiera habíamos cruzado una palabra cuando murió la primera víctima… Me detuve de nuevo y sentí náuseas. No habíamos hablado antes del primer asesinato pero sí justo después, concretamente porque su padre le había contado cosas sobre mí. ¿Era posible que hubiese estado orquestando todo esto para juntarnos y preparando cuidadosamente los crímenes por algún motivo que sólo él o ella conocía? ¿Qué podía estar planeando Nadie?

La idea tenía múltiples agujeros: sí, si el agente Jensen fuese humano tendría un buen motivo para odiar al señor Coleman, ya que éste acosaba a su hija; pero si un demonio se estuviese haciendo pasar por él, no lo odiaría. No tendría motivos para variar su patrón y matar a Coleman cuando los ojos de cualquier otra víctima le serían igual de útiles. Había demasiadas piezas que no encajaban en absoluto…

Y sin embargo había otras que encajaban prácticamente demasiado bien. El padre de Marci nos juntó. Él le había contado el secreto de los ojos de Coleman sabiendo que ella me lo diría a mí. El padre de Marci.

Marci.

Volví a mirarla. Estaba hecha un ovillo sobre la cama, sollozando. ¿Era ella o no? Si Nadie era capaz de cambiar de forma, entonces podía ser cualquier persona: Marci, su padre, incluso mi propia madre. Y si Marci era un demonio, eso explicaba por qué se había comportado tan amablemente conmigo. Ella era una chica popular, inteligente y guapa que, hasta hacía tres semanas, ni siquiera había reparado en mí. ¿Qué planeaba? ¿Qué quería? Si lo que buscaba era matarme, ¿por qué no lo hacía ahora, cuando tenía la oportunidad? ¿Por qué se tumbaba y fingía que estaba llorando?

La camiseta se le había arrugado y recogido alrededor de la cintura, y parte del talle había quedado a la vista; veía su piel lisa y rosácea, el suave bulto de la cadera, la silueta embriagadora de los senos y el trasero a través de la ropa ceñida.

Podía matarla allí mismo: atacarla yo primero, antes de que se diese cuenta de que había averiguado su secreto. Y después de eso, con un poco de tiempo y las herramientas adecuadas podría desentrañar todos sus secretos. Podía abrirla y encontrar el demonio en su interior. Por fin lo entendía todo.

Me temblaban las manos al compás del cuerpo sollozante de Marci.

«Levántate y sal de aquí.»

Me revolví en la silla, lo suficiente como para ver un poco más de su espalda desnuda. Y entonces, sin decidirlo de forma consciente, me vi alejándome, volviéndole la espalda. Eran mis normas sobre mirar a las chicas. Me volví hacia la pared, respirando con dificultad, y me concentré en las chinchetas y arrugas que había en la esquina de un viejo póster.

No debía estar allí. Estaba actuando como un paranoico, viendo demonios por todas partes. Representaba una amenaza para mí mismo y para Marci, y tenía que marcharme.

Me levanté.

—Tengo que irme.

Marci se dio media vuelta.

—John, no te vayas, por favor. Lo siento. Es que estoy hecha polvo…

—No. Debo irme.

Di un paso en dirección a la puerta al tiempo que Marci se levantaba. La camiseta cayó alrededor de su cuerpo y el deseo de quedarme se acrecentó y se convirtió en un géiser a punto de explotar con violencia. Me obligué a desviar la mirada una vez más; todo lo que había pensado aquella noche era una estupidez, una paranoia. Estaba perdiendo el control.

—Debo irme.

—¿Por qué?

Había algo en su voz, pero tenía la mente demasiado confusa como para saber leerlo. ¿Estaba triste? ¿Confundida? ¿Arrepentida? ¿Contenta? ¿Enfadada? Yo estaba a punto de destruir nuestra amistad: iba a abandonarla en un momento de necesidad.

Le estaba salvando la vida.

—Lo siento —dije, pero mi voz sonó tenaz y robótica.

Intenté buscar una excusa, cualquier cosa que me hiciese parecer menos cruel, menos sospechoso, menos vacío. No se me ocurrió nada. Coloqué la mano en el quicio de la puerta y conseguí salir con una despedida.

—No me odies.

Fue lo único que conseguí decir.

Recorrí el pasillo, bajé las escaleras y salí por la puerta sin hacer caso de la confusa despedida de la señora Jensen. Tenía que pensar y allí no podía hacerlo; no podía arriesgarme más todavía. Aunque tampoco podía dejarlo: había pasado algo con los ojos del señor Coleman y necesitaba saber qué significaba eso. Tenía que terminar el rompecabezas y detener al demonio, pero ¿cómo? No podía contárselo a mi madre ni a Brooke y, después de lo que había pasado, quizá no pudiese volver a hablar con Marci. Supuse que siempre me quedaría Max, pero él no era lo que yo necesitaba: no era más que otro chaval bobalicón con visión de túnel. Nos enfrentábamos a un demonio real, no a un asesino corriente; y tratar el asunto como si fuera normal no me había llevado a ninguna parte. O bien la muerte del señor Coleman no tenía ningún sentido, o bien tenía todo el sentido del mundo, sólo que teniendo en cuenta una serie de factores que yo no había considerado. Hasta aquel momento se me habían escapado porque estaba lanzando ideas y discutiéndolas con personas que no reconocían la existencia de lo sobrenatural, pero eso tenía que cambiar. Había llegado el momento de visitar a la única persona que quedaba con quien podía hablar de demonios.

Había llegado la hora de volver a visitar al padre Erikson.