9

Esa semana fui a casa de Marci todos los días; allí intercambiamos teorías y repasamos todas y cada una de las pruebas que recordábamos. Al principio nos sentábamos en la cocina, pero a Marci le ponía nerviosa tener a los pequeños tan cerca y nos fuimos con la charla sobre asesinos en serie y cadáveres descuartizados a la calle.

—Y los palos, ¿qué? Eso tiene que querer decir algo, ¿no?

Era sábado y aún estábamos lejos de resolver nada.

—Se trata de un mensaje —respondí—, pero eso no nos sirve de mucho. La mayoría de las veces, cuando un asesino en serie deja un mensaje de ese tipo, suele ser el típico: «Estoy aquí y no me vais a atrapar.»

—Aunque sea únicamente para llamar la atención —dijo Marci—, el hecho de que desee hacerlo es una pista bastante buena, ¿no?

—Claro que sí.

No sé si Marci era psicóloga por naturaleza o si la cuestión era más bien que ella no era una sociópata como yo, pero aquello se le daba cada vez mejor. La sociopatía se define como la falta de empatía: somos incapaces de identificarnos con otras personas, cosa que significa que en realidad tampoco las comprendemos. Ella no tenía ese impedimento y por eso encontraba vínculos que a mí no se me hubiesen ocurrido jamás.

—Los palos son como banderas —dijo pensando en voz alta—, para asegurarse de que la gente ve el cadáver. De hecho, uno de los que le clavó al alcalde era en realidad el palo de una bandera.

—Pero había arrancado la bandera —apunté—. Si se supone que son banderas, ¿por qué la había desmontado?

—Era una bandera estadounidense; a lo mejor odia Estados Unidos. O puede que ame el país y no quiere que se asocie la bandera con los asesinatos.

—Los asesinatos en serie no son asesinatos —dije, pronunciando las palabras antes de poder evitar que se me escaparan. Era una manía personal mía, y por la cara de sorpresa de Marci, supe que me había malinterpretado—. Me refiero a que sí es un asesinato, pero no sólo eso. Es como decir que… hackear un ordenador es robar. Lo es, pero posee sus propios motivos y métodos y eso lo convierte en un tipo distinto de robo, hasta el punto que es necesario considerarlo de forma diferente.

—Me parece una distinción un poco extraña. Matar a alguien es asesinato. Y ya está.

—Así es —repetí—, pero es un tipo de asesinato muy específico que hay que estudiar de forma diferente. —Todavía me miraba con una expresión extraña, así que intenté cambiar de tema—. Mira, no importa; volvamos a la bandera. Dices que la asesina ama el país y no quiere que se asocie éste con… matar.

Marci me observó en silencio un momento más antes de volver a hablar.

—Podría ser una protesta contra la guerra.

—El condado de Clayton me parece un lugar extraño para una protesta contra la guerra.

—Ya, estoy pensando en voz alta. Pero los palos sí que hacen las veces de bandera y estoy buscando por qué arrancó la de verdad. A lo mejor sólo le interesan los palos; puede que no quiera que haya nada que nos distraiga de ellos.

—No lo creo —dije recordando la imagen que había visto en las noticias—. Cuando mató al alcalde, colgó unos plásticos de los palos, como si estuviese creando sus propias banderas.

—¿Te recordaban a algo?

—De hecho, parecían alas. Pero era un palo de bandera y ella colgó la suya propia.

—Entonces, está sustituyendo a América.

—O eliminándola de la ecuación.

—¿Eliminándola?

—Bueno, puede que no del todo —dije—, pero por lo menos de la escena del crimen. Vamos a ver qué te parece esto: el o la Manitas siempre clava palos en la espalda de las víctimas porque así es como envía su mensaje. En esta ocasión, como estaba en el ayuntamiento, el único palo que encontró era el de una bandera, pero no quería que ésta interfiriese en su mensaje: es decir, no tiene que ver con América, sino con otra cosa. Así que tuvo que deshacerse de la bandera para que la gente no lo malinterpretase.

—Tiene sentido —dijo Marci—, pero implica que seguramente el mensaje es algo más que un mero «estoy aquí».

—Aquí estáis —dijo la madre de Marci al tiempo que abría la puerta mosquitera y salía al porche, detrás de donde estábamos nosotros. Marci y yo estábamos sentados con los pies en los escalones y su madre dejó un plato de pan con mantequilla entre los dos, en el suelo—. No lo acabo de sacar del horno ni nada por el estilo, pero he pensado que a lo mejor os apetecía comer algo.

La madre de Marci era grande —no gorda, sólo grande— y tenía las manos curtidas y llenas de callos porque constantemente estaba haciendo cosas en el jardín. Era bastante agradable, pero era obvio que Marci había sacado la hermosura de alguna otra parte.

—Gracias —dijo Marci con una amplia sonrisa. Parecía agradecer la interrupción, aunque yo no estaba seguro del todo. Cogió un pedazo de pan—. El pan de mi madre es genial, John; te va a encantar. Tiene… ¿cuántos? ¿Cinco tipos de cereal integral?

—Seis —precisó su madre—. He añadido otro más.

Cogí un trozo y lo levanté para inspeccionarlo. Parecía un bloque de comida para pájaros.

—Vaya —dije—, no sabía que se podían meter tantos cereales en una hogaza de pan.

—No quiero interrumpiros —dijo su madre, antes de abrir la puerta y volver adentro—. Solamente quería traeros un tentempié. ¡Que os divirtáis!

—Que os divirtáis —dijo Marci entre risas—. Cree que estamos aquí fuera hablando de nuestros grupos favoritos o algo así.

Tendí la mano hacia ella con el pedazo de pan.

—¿De verdad os coméis esto?

Ella se rió.

—Por supuesto, ¿qué quieres que hagamos con él si no?

—Colgarlo de un árbol y dar de comer a todos los pájaros del vecindario.

—Es muy saludable —dijo con un tono de voz que significaba que sabía exactamente lo tonta que sonaba esta palabra, pero después le dio otro mordisco. Era obvio que a ella le gustaba.

Le di un bocado: era áspero y correoso. Intenté decir algo, pero estaba tardando tanto en masticarlo que era incapaz de formar ninguna palabra.

—Mi madre lleva años perfeccionando la receta —dijo Marci—. Tendrías que haberlo probado al principio; eso sí que era para uso industrial.

Finalmente conseguí tragar y agité la cabeza con incredulidad.

—Madre mía, es como una barrita de cereales con mantequilla.

—Nosotros lo comemos a todas horas —dijo Marci—, ya nos parece totalmente normal. El resto de los panes nos parecen demasiado ligeros: el pan de molde del supermercado parece un pañuelo de papel en comparación con éste.

—Algunas marcas lo son, da igual con qué las compares. Si me permites darle la vuelta a la metáfora, en comparación con el pan de molde esto es como titanio.

—Eso es un símil, no una metáfora. Lo puedes saber porque hay un «como».

—Y esto en realidad es material de construcción, no comida. Lo puedes saber porque lleva pulpa de madera.

—Pobrecito —dijo Marci frunciendo el ceño exageradamente—. La pulpa de madera es buena para la salud; te hará crecer pelo en el pecho.

—¿Y cuánto tiempo llevas comiendo esto? —pregunté—. Qué horror…

Marci se echó a reír.

—¡Calla ya!

Oí el rugido del motor de un coche cada vez más cerca y miré hacia la calle justo a tiempo para ver al padre de Marci aparcar el coche patrulla delante de la casa. Dejé el pan en el plato y traté de parecer inocente; los policías no me daban miedo —de hecho, me caían bastante bien—, pero nunca había conocido a uno en su propia casa. Lo último que me hacía falta es que se volviese loco y me dijese que dejara de corromper a su hija.

—Hola, papá —saludó Marci después de tragar otro bocado de pan.

—Hola, nena —respondió el agente Jensen mientras salía del coche y cerraba la puerta—. Saludos también para el venerable John Cleaver, es todo un honor.

—Hola —dije y lo saludé con la mano, sin saber qué más debía hacer.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó. Se había detenido a unos metros de nosotros y había colocado los brazos en jarra. Parecía estar bastante alegre.

«¿Seguiría tan contento si supiese que estábamos hablando del Manitas?»

—Estamos hablando del Manitas —le contestó Marci.

—Muy bien —dijo él.

«Bueno, supongo que ya tengo la respuesta.»

—Estamos llevando a cabo nuestra propia investigación —dijo Marci y soltó un largo y falso suspiro—. Un pequeño perfil criminal; ya sabes, nada importante.

El padre se echó a reír.

—Vaya, pues John es el que sabe de esas cosas. Demasiada experiencia personal con psicópatas, ¿eh, chaval?

Estoy seguro de que no pretendía ser grosero con aquel comentario: él no sabía que yo también era un psicópata.

Cruzó los brazos.

—¿Qué habéis averiguado?

Marci me lanzó una mirada fugaz y se volvió hacia su padre.

—¿Trabajas mucho con los que hacen los perfiles de este caso?

—En absoluto. Apenas tengo relación con el caso del Manitas, solamente me toca de refilón.

—Bueno —dijo ella—, tenemos algunas cosas que quizá quieras contarles. —Me volvió a mirar rápidamente. ¿Por qué no dejaba de hacerlo?—. Por ejemplo, sabemos que matar hace que ella se enfade.

«Por eso no dejaba de mirarme: le acaba de decir justo aquello que yo quería mantener en secreto.» Me mantuve impasible. ¿Lo había contado porque no confiaba en mí o simplemente porque no entendía mis motivos para mantenerlo en secreto? Tampoco es que pudiese contarle mi plan: que podíamos encontrar a la asesina nosotros mismos y que, después, yo mismo iría a por ella. Tener a la policía y al FBI corriendo de un lado a otro y siguiendo las mismas pistas me iba a dificultar mucho las cosas.

—¿Ella? —preguntó el agente Jensen—. ¿Creéis que se trata de una mujer?

«Oh, no, lo va a confesar todo.»

—Sí, eso también —asintió Marci—. Estamos bastante seguros de que lo es.

—Una mujer que se enfada cuando mata, pero sigue haciéndolo igualmente —dijo él—. Interesante. —Sonrió ligeramente, sólo con las comisuras de la boca y volvió a hablar—: ¿Y qué habéis deducido respecto de las manos?

La sonrisa quería decir algo; significaba que sabía algo. Tenían alguna prueba sobre las manos que aún no habían revelado o, más probablemente, acababa de llegar. Si fuese un secreto, no lo habría ni mencionado. Sin embargo, ¿iba a compartirlo con nosotros? Tenía que formular mis preguntas con mucho cuidado.

Pero ¿qué podía decir cuando la única respuesta verdadera era «la asesina es un demonio que utiliza las manos y lenguas que roba para algún fin sobrenatural que aún desconocemos»?

Hablé lentamente y con precaución.

—La asesina les quita las manos y la lengua con mucho cuidado, de manera prácticamente quirúrgica. Seguramente lo hace después del ataque de rabia que se produce después de matar, porque es obvio que cuando lo hace está muy tranquila. Corta las manos con un hacha pequeña, con un único golpe para cada una, y la lengua con… alguna especie de bisturí, creo.

—¿Y qué hace él, o ella, lo que prefieras, con todo eso?

—Casi todos los asesinos en serie guardan recuerdos de sus asesinatos —dije procurando inventarme una mentira plausible—, porque les gusta rememorarlos. Meses después, pueden sacar una joya o un carnet de conducir y revivir el crimen. Los trozos de cuerpos no duran tanto, especialmente los tejidos más blandos como la lengua; así que, estadísticamente hablando, es más probable que se los vaya a comer.

—Qué asco… —dijo Marci.

Estaba seguro de que no era el caso. Si el demonio simplemente buscaba comida, no tendría necesidad de andarse con tanto cuidado. Tenía que existir alguna otra intención, pero si le daba al agente Jensen una respuesta falsa, le estaba ofreciendo la oportunidad de corregirme y la reacción humana normal sería aprovecharla y mostrar así lo que sabía. Tenía esperanzas de que eso funcionase.

—Es la única explicación que tiene precedentes importantes —dije—. Jeffrey Dahmer, Ed Gein, Albert Fish; los que se llevan partes del cuerpo normalmente son caníbales. Normalmente. Hay algunos de los que no sabemos demasiado, como Charles Albright; en su caso nadie llegó a averiguar qué hacía con las partes del cuerpo que se llevaba.

—¿Qué les robaba? —preguntó Marci.

—Los ojos.

—Sabía que no tenía que haberlo preguntado.

El agente Jensen había dejado de sonreír, pero tampoco fruncía el ceño. Tenía una expresión neutra, con las comisuras de la boca hacia abajo. No estaba enfadado, sino… siendo profesional. Sin darme cuenta, me había metido en el modo conferencia y él estaba a punto de morder el anzuelo.

—¿Crees que se come las manos y la lengua? —preguntó.

—Me parece probable —dije y lo observé con atención.

—¿Y si te digo que no es así?

«¡Perfecto!» Era tal como yo creía: habían hallado nuevas pruebas. Tener una amiga relacionada con la policía era alucinante.

—¿Qué han averiguado? —pregunté.

Bajó la voz.

—Esta mañana hemos recibido una llamada: dos excursionistas han encontrado una hoguera junto al lago; el fuego aún ardía. Llegaron justo a tiempo de oír que alguien echaba a correr entre los árboles en dirección a la carretera. Unos segundos después, oyeron el motor de un coche y cómo se alejaba. No les pareció raro hasta que notaron que del fuego venía olor a carne, y la tocaron con un palo. —Bajó la mirada a la acera—. Era una de las manos del alcalde.

«No —pensé—, eso no tiene ningún sentido. Debe de guardar las manos por algún motivo especial. ¿De qué sirve guardarlas y después destruirlas a las primeras de cambio?»

—Entonces las estaba cocinando para comérselas —dijo Marci—, lo que John decía.

—Si le gusta la carne muy, muy, muy hecha, sí —respondió su padre—. No las tenía en una parrilla ni ensartadas en un palo: estaban dentro del fuego, debajo de los troncos.

Mis años de piromanía me habían enseñado que la zona del centro, debajo de los troncos, era la parte más caliente de una hoguera. Ahí era desde donde absorbía oxígeno nuevo y quemaba como una caldera. Cualquier cosa en aquel punto quedaba calcinada.

Pero ¿por qué? ¿De qué le servía al demonio quemar las manos? ¿Para destruir pruebas? ¿Acaso había alguien a punto de descubrirla? Pero si era capaz de absorberlas o desintegrarlas igual que hacía Crowley, entonces no necesitaría quemarlas. No me lo podía creer. Tenía que ser otra cosa: esas manos no tenían nada que ver, eran de otro ataque que no estaba relacionado.

—Es imposible que hayan identificado las manos con tanta rapidez —dije—. Las huellas dactilares estarán ilegibles y no han tenido tiempo de hacer una prueba de ADN.

El agente Jensen me sonrió de manera forzada, levantó la mano y se dio un golpecito con el dedo en el hueso de la muñeca.

—Éste es el hueso pisiforme. El golpe que cortó la muñeca izquierda del alcalde (seguramente con un hacha pequeña, tal como habéis dicho) rebotó primero en este hueso; el segundo impacto lo cortó ligeramente y dejó una marca muy característica. Los huesos que recuperamos del fuego encajan a la perfección.

—¿Y los excursionistas vieron al asesino? —preguntó Marci.

—No vieron nada —dijo negando con la cabeza—. Ni siquiera una silueta ni una prenda de color a través de los árboles. Y mucho menos algo que confirme el sexo masculino o femenino. Me temo que vuestra teoría de que es una mujer sigue siendo únicamente una hipótesis.

—¿Y el coche? —preguntó ella.

—Tampoco vieron nada; pero aún estamos interrogando a toda persona que encontremos que haya estado hoy junto al lago. Alguien podría haberlo visto, así que quizá consigamos una descripción.

«No, esto no puede ser. No cuadra con nada de lo que creía saber sobre el asesino. ¿Por qué necesita un demonio quemar pruebas? ¿Para qué iba una asesina a guardar las manos con tanto cuidado para luego destruirlas? ¿Qué indica eso: más rabia o más control? ¿Planifica más o menos de lo que creíamos? No tiene ningún sentido.»

—¿Y la lengua? —pregunté—. ¿La han encontrado?

Asintió.

—Además de las manos había una especie de masa calcinada que seguramente era carne y podría tratarse de la lengua, pero aún no tenemos modo de confirmarlo. Lo tienen los federales; ya veremos qué averiguan.

La lengua también. «Así que se trata del mismo asesino.» Me rebané los sesos buscando una explicación, pero fue en vano. ¿Qué era lo que se me estaba escapando? Necesitábamos otra víctima y, si queríamos encontrar la siguiente pieza del rompecabezas, tenía que ser pronto.

—John, ¿te encuentras bien?

Levanté la mirada y vi a Marci, que me miraba con el rostro distorsionado por el ceño fruncido. Estaba preocupada. ¿Tan mal aspecto tenía yo?

—Seguramente es un poco aprensivo —dijo su padre, pero Marci soltó una risotada burlona.

—John es la persona menos aprensiva del mundo —respondió ella—. Es a mí a quien le dan asco las cosas; a él sólo le molesta que… que se escapen los malos, supongo. —Me miró a los ojos—. No lo vamos a conseguir, ¿verdad?

—¿El qué? —preguntó su padre.

—Queríamos predecir la siguiente víctima —dijo—, para que intentaseis avisarla; pero solamente quedan unos días y tus pruebas lo cambian todo. Tendremos que volver a empezar.

Yo estaba molesto por haberme equivocado y ella creía que estaba preocupado por la víctima que no íbamos a poder salvar. Yo estaba desesperado por que hubiese otro asesinato y ella sólo pensaba cosas positivas de mí.

Igual que Brooke, hasta que supo la verdad.

Yo era un asesino. Cuando llamé a Nadie, sabía que ella iba a matar a más gente, y estaba dispuesto a aceptarlo porque era la única forma de localizarla. Yo seguía el rastro de cuerpos como si fuesen huellas de sangre, y cuando llegaba al final, producía otro cadáver más. Ya había matado a dos hombres —dos demonios—, pero tras de mí había dejado una estela de muchos más muertos. ¿Cuántos habían sido asesinados para que yo pudiese fingir ser un salvador?

¿Era acaso un salvador o simplemente un asesino más?

—¿Te encuentras bien? —preguntó el agente Jensen.

Levanté la mirada, me encogí de hombros y asentí.

—Sí, no pasa nada.

—Seguramente es culpa del pan de mamá —dijo Marci riéndose con muy poco entusiasmo—. El de hoy tiene seis cereales.

—Seis —dijo y soltó un silbido—. No me extraña que tengas esa cara: yo no tolero más de cuatro, pero ni te atrevas a decirle que te lo he confesado.

Subió las escaleras del porche pasando entre los dos y se dirigió hacia la puerta. Ya la estaba abriendo cuando Marci lo llamó.

—Eh, papá.

—Dime, nena.

Marci me lanzó otra mirada breve, pero diferente de las anteriores; ésas habían sido de vergüenza, pues sabía que iba a revelar nuestro secreto. Pero ésta era más inquisitiva, más… inquieta. Volvió a mirar a su padre.

—¿Has avanzado algo con lo del profesor? Aquello que te conté.

—¿Lo del señor Coleman?

—Sí, el que me… mira como un viejo verde.

«Así que al final se lo ha contado a alguien. Bien hecho.»

—Claro que sí, cielo. Pensaba que te habrías enterado.

—¿De qué?

La miró a ella y después a mí, como si se sorprendiese de que no supiésemos nada. La mirada del agente Jensen se oscureció.

—El subdirector echó un vistazo en su aula después de que yo le comunicase lo preocupada que estabas —dijo—, y resulta que el ordenador del señor Coleman estaba repleto de pornografía, casi toda con menores de edad. Chicas y chicos. Lo han despedido esta misma mañana.