Al día siguiente se celebró el funeral del alcalde. Empezó con un velatorio a las cinco de la tarde y la funeraria estaba abarrotada. Mi madre, Margaret y Lauren habían pasado todo el día acabando el embalsamamiento, coordinándose con el cementerio y corriendo por todo el pueblo, de la floristería al ayuntamiento y de allí a la imprenta para recoger los programas. Cuando llegué de clase a las tres, me metieron en el meollo: me hicieron pasar la aspiradora en la capilla, sacar las alfombras buenas para la entrada y asegurarme de que todo se encontraba en perfecto estado. La policía también estaba allí y había acordonado la zona como nunca había visto antes; en la capilla había habido un buen montón de cadáveres víctimas de muertes violentas, pero aquél era nuestro primer funcionario del gobierno asesinado. El agente Jensen me saludó y yo le devolví el saludo. Me pregunté si sabría que Marci y yo habíamos faltado a clase durante todo el primer día del curso.
A las cuatro y media, con la capilla lista y el cuerpo preparado para ser visto, mi madre, Margaret y yo subimos arriba a cambiarnos de ropa. Yo tenía una camisa blanca que me ponía para los funerales con una corbata negra fina y una chaqueta negra de traje. Guardaba la corbata con el nudo hecho colgando de una percha dentro del armario, porque nunca recordaba cómo se ataba; metí la cabeza por dentro y me la apreté alrededor del cuello.
Aún quedaban algunos minutos antes de que me necesitasen abajo, así que me acerqué a la ventana. Al otro lado de la calle, puede que a unos treinta metros, estaba la casa de los Crowley. Allí estaba el Buick blanco en el que había encontrado muerto al doctor Neblin; el viejo cobertizo hasta el que arrastré su cuerpo; la marca en la calzada de las garras del señor Crowley. Al final conseguí impedirle que siguiera matando, pero había tardado mucho; demasiadas personas habían muerto ya. Y ahora teníamos otro demonio que estaba matando a más gente sin que yo supiese apenas nada sobre él o ella.
Una nube cruzó el cielo y lo oscureció lo suficiente para que yo pudiera ver mi reflejo en el cristal de la ventana, tenue y fantasmal. Me puse la corbata bien recta y bajé.
Los velatorios son algo extraño: a las familias les gusta ver a sus difuntos por última vez, así que los funerarios pasamos horas trabajando con maquillaje, masilla y cuerda, intentando que un saco de carne muerta se parezca lo máximo posible a una persona. Los cadáveres, sobre todo cuando llevan muertos una semana como aquél, sencillamente no tienen el mismo aspecto que antes; no porque se les esté pudriendo la carne ni nada parecido, sino que los motivos son mucho más sutiles y menos radicales. Los músculos están flácidos, ni siquiera cuentan con la presión arterial para moldearlos, así que la cara tiene una forma diferente: más demacrada, sin la expresión que tenía en vida. La mandíbula se abre, así que tenemos que cerrarla usando unos ganchos y un alambre. Los ojos se arrugan y encogen, por eso rellenamos la cavidad con algodón, para que los párpados se vean curvados con naturalidad. A falta de sangre que le aporte color, la piel palidece, de modo que mezclamos el formaldehído con tintes y pintamos el rostro con maquillaje y colorete. Trabajamos a partir de fotos y hacemos todo lo posible para que aquello se aproxime no a un muerto cualquiera, sino al tuyo; no a cualquier padre, sino al tuyo, tu madre, tu hermana, tu tía. Entonces lo vestimos en el traje de tu difunto padre como si fuera un peluche gigante y lo tumbamos en un ataúd para que tú pases por delante y te sientas incómodo y violento.
Los velatorios incomodan a la gente, porque para la mayoría se trata del único contacto que tienen con la muerte y no saben cómo gestionarlo. Se quedan ahí, de pie, en silencio, y puede que salgan con lo tranquilo que parece el muerto o lo mucho que se parece a sí mismo. Nunca es cierto: jamás se parece a sí mismo. Ese alguien ya no existe, y eso que queda, vestido de traje y dentro del ataúd, podría ser cualquier cosa: quizá un extraño o incluso un árbol. De hecho, tarde o temprano lo será. Los amigos y familiares tienen la mirada perdida y se preguntan por qué aquella cosa sin vida no les proporciona ningún consuelo; y después se alejan lentamente y hablan sobre cuánto tiempo ha pasado, cómo están los niños y sobre si no te parecen fantásticos estos zapatos.
Me habían encargado quedarme junto a la puerta con los programas del funeral, repartirlos y indicar de vez en cuando dónde estaba el baño. Yo era una tabla informativa, cortés y contenta de ser útil. Al final dejé los programas encima de una silla y me retiré a la oficina a observar al lúgubre cortejo a través de un resquicio de la puerta entornada. Alguien se las arregló para encontrarme y preguntarme por el servicio; le indiqué dónde estaba y cerré la puerta del todo.
A las seis acabó el velatorio y salí para ayudar a conducir a todo el mundo hacia la capilla para la celebración del funeral. Normalmente también empujaba el féretro desde el sitio que ocupaba en la antecámara hasta el lugar de honor delante del facistol, pero aquel día la policía se ocupó de esa tarea. El sheriff Meier y el agente Jensen, con los uniformes limpios y planchados, precedían una larga procesión de familiares con el alcalde muerto a la cabeza. Yo observaba desde el fondo. Marci estaba sentada sola, en el otro extremo; miraba el desfile con ojos oscuros.
Mi madre apareció a mi lado.
—¿Dónde has estado? —susurró.
—Arriba —mentí.
—Te he buscado arriba.
—Fuera.
—Necesito que me ayudes, John. Esto es un trabajo, ¿sabes? Con esto pagamos las facturas y tenemos que hacerlo bien.
—¿Hay alguien que no tenga el programa? —pregunté.
—No se trata de eso…
—Todos tienen uno, así que mi parte está hecha.
Mi madre me miró con furia, pero la familia estaba acabando de sentarse y tenía que dar comienzo a la ceremonia. Me dejó allí y caminó hacia la cabecera de la sala; yo sabía que estaba poniendo su cara amable y ensayada de funeraria: comprensiva y profesional, seria y tranquila. Me di media vuelta para marcharme, pero oí otro susurro que me hizo volver atrás.
—¿Podemos escondernos en algún lugar hasta que esto acabe?
Me volví y vi que Marci estaba en silencio detrás de mí. Llevaba un vestido ceñido y unos tacones que la hacían parecer casi tan alta como yo.
—Odio los funerales —dijo—. Sólo he venido para acompañar a mi padre, pero se ha sentado delante con Meier.
—Ven —susurré y la llevé al pasillo, hacia la oficina. Si mi madre no me había encontrado antes, seguramente seguía siendo el mejor escondite—. Por aquí.
Sujeté la puerta para que pasara, la seguí y le ofrecí la silla buena, que estaba al otro lado del escritorio. Cerré la puerta y me senté enfrente de ella.
—Entonces —dijo mirando a su alrededor—, aquí es donde trabajas.
—Sip. Aunque en la oficina no hago mucho, es más que nada en la parte de atrás. Limpio los baños, paso la aspiradora… Embalsamo alcaldes.
—Ajjj —dijo—. Una cosa es verlos en las noticias, pero eso de acercarse y tocarlos no está hecho para mí.
—Disponemos de una semana.
—¿Tenéis los cadáveres durante una semana?
—No, me refiero a que disponemos de una semana antes de que se produzca la siguiente muerte. Los otros ataques se han producido en un intervalo de dos semanas: uno en domingo y el siguiente en lunes. Así que el número tres será dentro de una semana, siempre que se mantenga el patrón. Nos queda una semana para resolver el caso.
Marci hizo una mueca.
—¿Cómo? ¿Tú y yo? Pero si no sabemos nada, al menos que sea importante.
—¿Qué me dices de la bolsa y el hacha pequeña? Averiguamos ese par de cosas.
—La policía ya lo sabía —dijo Marci—. Se lo pregunté a mi padre. A lo mejor si hago las preguntas adecuadas consigo sacarle algo más.
—¡Ja! —me reí, y una ligera sonrisa apareció en mi rostro—. La hija de un policía y el hijo de una funeraria: adolescentes luchando contra el crimen. Parece una serie de poca monta.
—Lo sé.
Estiró los brazos y echó el pecho hacia delante, y yo aparté la mirada por instinto. Miré el archivador y me levanté rápidamente.
—Espera un momento —dije mientras me acercaba al archivador y abría el cajón de arriba—. Creo que el hijo de la funeraria podría tener un as en la manga.
—¿Qué quieres decir?
—No pude ayudar a embalsamar al alcalde —dije rebuscando entre las carpetas—, pero la documentación está aquí dentro. Mientras tenemos el cuerpo, los archivos del estado siguen aquí.
—¿Y qué hay en los papeles?
—Una lista completa de todas las heridas —dije. Cerré el cajón y seguí con el de abajo—. Madre mía, no tengo ni idea de cómo archiva Lauren las cosas. —Encontré el nombre del alcalde en una de las carpetas y la saqué—. Aquí está. Quizá no quieras mirar.
—¿Por qué no iba… ¡La hostia!
Abrí la carpeta sobre el escritorio y a la vista quedó un fajo de fotos de la autopsia que estaba sujeto al montón de papeles con un clip. Marci apartó la mirada farfullando y sintiendo náuseas, y yo eché un vistazo a los documentos.
—El primer cadáver tenía heridas que la policía no reveló a los medios —dije—. En la espalda había docenas, escondidas bajo la camisa de la víctima para que nadie pudiese verlas.
—No me puedo creer que trabajes aquí —dijo mirando la pared. Se estaba agarrando a la silla para mantenerse de pie.
—Te acostumbras —dije y di un golpecito con el dedo a una hoja rosa de papel de carboncillo—. Aquí está. Herida de bala en la cabeza… ambas manos cortadas… lengua extirpada… dos heridas en la espalda producidas por sendos palos… treinta y siete heridas de arma blanca en la espalda. Vaya. —Respiré lenta y profundamente—. Treinta y siete.
—Voy a vomitar.
—No te preocupes —dije y cerré la carpeta—, ya la guardo.
—Eso no me sirve de nada.
—Seguro que sí —dije metiendo la carpeta en el cajón para después cerrarlo—. Ya está: no hay fotos ni nada. Ya puedes darte la vuelta.
Marci se volvió a regañadientes.
—¿Sabes?, podría haber vivido toda la vida sin ver esas fotos.
—Si no resolvemos esto a tiempo, habrá muchas más como ésas.
—No me lo recuerdes. —Se recostó en la silla y miró el techo—. Treinta y siete veces. ¿Quién apuñala a un tipo treinta y siete veces?
—Ésa es exactamente la cuestión —dije—. Ella no tenía por qué hacerlo y eso significa que es un dato importante. Así pues, ¿quién apuñala a un tipo treinta y siete veces?
—Alguien que está verdaderamente… —Marci cerró los ojos— enfadada. Tanto que no podía dejar de asestarle puñaladas, incluso después de que la víctima muriese.
—Ya estaba muerto cuando empezó —corregí—. Le disparó en la cabeza.
—Entonces está muy, muy enfadada, tanto que apuñala un cadáver. Yo he estado así un par de veces.
—¿De verdad?
Abrió los ojos y me fulminó con la mirada.
—No, en realidad no; pero a veces te gustaría poder… dar rienda suelta a tus frustraciones, ¿sabes? Lo único que quieres es machacar algo.
—Pues me cuidaré mucho de hacerte enfadar.
—Tenemos un saco de arena en el sótano —dijo—. Te aseguro que gracias a él he podido borrar de mi memoria más de una cita desastrosa.
—Así pues, tenemos a un asesino que está dando rienda suelta a su ira —afirmé—. Pero eso debería indicar que los ataques son rabiosos: un asunto violento e impulsivo. Esta mujer ataca con mucha calma, habiendo planeado todo por adelantado con mucho cuidado. Entra, dispara, coloca los plásticos y, cuando ha terminado, se pone a dar puñaladas. Además, las manos y la lengua están extirpadas con mucha precisión: eso no sugiere furia en lo más mínimo.
Marci volvió a mirar el techo mientras se quedaba sentada en silencio. No parecía tener ganas de seguir con aquello; no había venido para eso y seguramente había un millón de cosas de las que prefería hablar. Me puse a pensar en qué podía decir para recuperar la excitación que había mostrado el día anterior cuando de pronto volvió a hablar.
—¿Crees que las víctimas la ven antes de que las ataque?
—No lo sé —contesté—. Supongo que es posible que sí.
«También lo es que se pueda volver invisible o cambiar de apariencia, o cualquier otra cosa sobrenatural que la ayude a esconderse de sus presas.»
Intentar hacer un perfil de un demonio se estaba convirtiendo en algo cada vez más complicado.
—Estaba acordándome de que una vez vino a mi casa un chico que, por algún motivo, estaba completamente furioso. Lo siento, es otra historia sobre una cita desastrosa. El chico estaba tan enloquecido que ni siquiera salí con él; me aterrorizó. Cancelé la cita allí mismo, en el porche de casa.
—Cosa que seguramente sólo sirvió para que se enfadase aún más.
—Obvio —dijo ella—, pero no podía volverse loco y chillarme con el coche patrulla de mi padre aparcado a menos de diez metros, así que se marchó. Pero a lo que voy es que si alguien se acercase a las víctimas con cara de estar lo suficientemente enfadados como para apuñalarlas treinta y siete veces, éstas saldrían corriendo despavoridas. Sin embargo, ninguna lo hizo.
—Tienes razón —confirmé repasando mentalmente las noticias—. Nadie oyó gritos, no se encontraron pruebas de forcejeos ni peleas y ninguno de los cadáveres tenía heridas que se pudiesen haber producido defendiéndose. Tenga el aspecto que tenga la asesina, está claro que no da miedo.
—Ni parece enfadada.
—Puede que ni siquiera lo esté: quizá estemos malinterpretando las puñaladas totalmente.
—¿Se te ocurre otra razón?
—Bueno, ¿y si es un mensaje? —pregunté—. Deja los cadáveres a la intemperie, donde cualquiera los puede encontrar, así que está claro que intenta decir algo. Puede que las heridas de arma blanca formen parte del mensaje.
—Pero estaban tapadas —dijo Marci y se inclinó hacia delante. Se estaba emocionando otra vez—. Has dicho que la camisa escondía las heridas. Como orgullosa poseedora del certificado de economía doméstica puedo asegurarte que treinta y siete cortes en la espalda de una camisa la destrozarían por completo. Con eso no podrías esconder nada en absoluto. Esta mujer les quita la camisa, les apuñala hasta el pasaporte y después los vuelve a vestir.
—Así que, en cualquier caso —dije—, intenta esconder las heridas en lugar de mostrarlas.
—Muy bien. Tenemos una asesina que empieza estando tranquila y después se enfada. Lo que hemos de hacer es averiguar qué han hecho las víctimas para hacerla enfadar, y seguramente sea algo bastante sencillo, porque los dos lo consiguieron.
Con ese comentario, otra pieza del rompecabezas encajó. Miré a Marci.
—El único factor común de ambas situaciones es ella. La asesina se enfada a sí misma.
«Forman dijo que los demonios se definen según aquello de lo que carecen —pensé—. Ella mata porque trata de rellenar un agujero en la mente o en el corazón, y de algún modo éste la llena de rabia.»
—¿Por qué iba a hacerse enfadar a sí misma?
—No lo hace adrede —dije—: es el resultado de alguna otra cosa. Está tranquila, entonces mata y pierde los estribos.
—Y entonces intenta esconderlo con la camisa —prosiguió Marci mientras asentía lentamente—. Todo encaja, pero ¿qué significa?
—Significa que no quiere matar. Seguramente odia hacerlo, pero no es capaz de evitarlo. Se promete a sí misma que no lo volverá a hacer jamás y después va y lo repite. Y entonces se le va la olla.
—Esto es… —Marci hizo otra mueca—. Es realmente repugnante.
—Y muy guay al mismo tiempo. Es un detalle que estoy seguro de que la policía aún no conoce.
—Se lo diré a mi padre en cuanto acabe el funeral.
—No —dije—, todavía no. Es una pieza fundamental, pero aún no nos lleva a nadie en concreto. —Su cara era de preocupación, así que tendí las manos hacia ella para reconfortarla—. ¿Por qué no esperamos hasta que tengamos algo más sustancioso? No tiene sentido que nos precipitemos cuando estamos tan cerca.
Marci parecía inquieta.
—¿Crees que estamos muy cerca?
—Mucho. Quizá lo suficiente como para predecir la próxima víctima.
—Y si somos capaces de adivinar de quién se trata —dijo Marci sonriendo por primera vez en toda la tarde—, podemos avisarle.