7

El coche de Marci era mucho más nuevo que el mío, aunque eso tampoco quería decir mucho. De camino al Friendly Burger, pasamos por su casa para recoger algo. La puerta estaba abierta, como la vez anterior, y los mellizos de cuatro años seguían allí y, según pude ver, aún llevaban la misma ropa. Cuando entramos, Marci les sonrió y alborotó el pelo del niño.

—Hola, colega —dijo—. ¿Está mamá en el jardín?

—¿Ya se ha acabado el cole? —preguntó la niña.

—Sí —dijo Marci tendiéndole las manos—. ¿No te parece alucinante?

—Mami está en el jardín —dijo el niño.

—¿Por qué es tan corto tu cole? —preguntó la niña.

—Porque ya lo sabemos todo —respondió Marci y nos llevó a todos a la cocina. Era vieja, como el resto de la casa, y la mesa estaba pegajosa de mermelada, supongo que del desayuno de los mellizos.

—Mami está en el jardín —repitió el niño.

—Gracias, Jaden, ya te he oído.

—¿De verdad lo sabes todo? —preguntó la niña—. ¿Sabes cuántas estrellas hay?

Marci se volvió hacia los niños y se agachó para poder mirarlos a los ojos.

—Cuatro billones tropecientas cinco mil seiscientas veintitrés. ¿Queréis ver los dibujos animados?

—¡Sí! —gritaron.

Marci los llevó pasillo abajo y oí cómo encendía el televisor. Un momento después, volvía a la cocina sonriente; se dirigió al fregadero.

—Me acuerdo de cuando yo era así de feliz.

Cogió un trapo húmedo, se acercó a la mesa y se puso a frotar la mermelada. Yo me volví para mirar el frigorífico: estaba cubierto de calendarios, folletos, dibujos hechos con lápices de colores, letras magnéticas y un montón de cosas más. Uno de los imanes era una salpicadura de agua, con un pez de goma que flotaba sobre un chorro. Me volví hacia Marci y vi que se había inclinado sobre la mesa y tenía las manos apoyadas; me estaba observando. Volví a apartar la mirada, esta vez en dirección a la ventana, y de pronto me sentí como un idiota. ¿Por qué no dejaba de apartar la mirada? Seguramente ella pensaba que era un auténtico imbécil. De pronto me vino la respuesta a la cabeza: eran mis normas, que intentaban evitar que le mirase el pecho a Marci. Estaba tan acostumbrado a actuar así que ni siquiera me daba cuenta de que lo hacía; por eso debía prestarle atención a ella, no a mis normas. Me obligué a mirarla y vi que se había erguido y estaba apoyada contra la encimera, con los brazos cruzados.

—Eres diferente —dijo—. ¿Lo sabías?

—Lo siento.

Enarcó una ceja.

—Hagas lo que hagas, no lo sientas. —Cogió un monedero que había en la encimera y lo levantó—. ¿Tienes hambre?

—No mucha.

—No, yo tampoco. —Dio un paso adelante, retiró una silla de la mesa y se sentó. Tenía la mirada perdida; un instante después, sacudió la cabeza—. ¿No te parece increíble?

—¿Te refieres al Manitas o a los suicidios?

—A cualquiera de las dos cosas. A todo. ¿Qué nos está pasando? —Me miró tan intensamente que me obligó a devolverle la mirada—. ¿Te has enterado de que los Clark se han ido de Clayton?

Los Clark vivían al lado de Max, en el vecindario llamado Los Jardines. Nueve meses antes, el padre de Max había muerto delante de su casa, cuando el señor Crowley lo partió por la mitad. Yo estaba allí, escondido, y había dudado durante un segundo de más como para poder salvarlo. Me deshice de aquel pensamiento y la miré con aire inocente.

—¿Se han mudado?

—Aún no han vendido la casa, pero ya se han ido. Hace tres días. Dijeron que querían marcharse antes de que empezase el curso, para que sus hijos pudiesen empezar el año en algún lugar seguro. —Cerró los ojos—. Quince muertes en un año; diecisiete si cuentas los suicidios. —Abrió los ojos y me miró—. ¿Te parece muy extraño que sepa la cifra exacta? Llevar la cuenta de algo así no es muy normal que digamos…

De hecho, eran diecinueve, porque el señor Crowley había matado a dos vagabundos de los que nadie sabía nada y había escondido los cadáveres tan bien que no los habían encontrado. Uno de ellos estaba en el lago y yo lo sabía; seguramente el otro también estaba allí. Era posible que hubiese más, pues me había costado casi dos meses seguir la pista de las muertes hasta llegar a Crowley y quién sabe qué había hecho antes de que yo lo descubriese.

Marci tenía la vista fija en la pared, con el codo apoyado en la mesa y el puño delante de la boca. Soplaba entre los dedos con la cara flácida y los ojos húmedos.

Cogí una silla y me senté delante de ella.

—Saberse la cantidad exacta de personas que han muerto no es nada raro —dije—. Yo también la sé. Seguramente podría darte los nombres y todo.

Marci se rió, pero de manera corta y forzada.

—A veces me pregunto cómo debe de ser crecer en un lugar donde la gente tiene otros temas sobre los que hablar. El tiempo, el fútbol americano, películas. ¿Sabes a qué me refiero?

—Aquí también tenemos todo eso —dije—, pero son temas demasiado aburridos.

—Supongo que tienes razón. Pero solíamos vivir así, ¿sabes? Da igual si era aburrido o no.

Había llegado el momento de hacer algo; de decir algo, de involucrarme en la conversación. Durante la primera cita apenas abrí la boca y cuando salía con Brooke no era demasiado activo: ella lo planeaba todo, lo hacía todo y lo decía prácticamente todo. Yo simplemente me dejaba llevar. Y con Marci ahora estaba haciendo lo mismo. Tenía que actuar, tenía que ser. Debía dar un paso en firme y ser una persona de verdad.

Pero…

¿Qué podía decir? Su hermanito había dicho que los chicos la visitaban constantemente. ¿De qué hablaban ellos? ¿De deportes? ¿Le decían lo guapa que era? No podía cogerla de la mano ni mirarla a los ojos ni nada por el estilo; si quería entrar en acción, debía dejar de actuar tal como yo creía que lo hacían los demás y empezar a comportarme como si fuera yo mismo. Era a mí a quien había invitado a su cocina: a John Cleaver. Y sin embargo, ¿cuánto sabía ella de John Cleaver?

¿Era posible que le interesasen las mismas cosas que a John Cleaver?

Estiré las manos sobre la mesa, sobre la madera. No tenía a nadie más con quien hablar: mi madre se negaba a discutir sobre los asesinatos y Brooke simplemente no me dirigía la palabra, punto. Estaba desesperado por comentarlo con alguien, pero si se lo contaba todo a Marci, o bien ganaba una confidente o cortaba de raíz una amistad floreciente. Pensándolo bien, ¿de qué me servía tener una amiga con la que no podía hablar? Quería ser yo mismo, así que decidí probar suerte.

—Tu padre te ha contado lo mío, ¿verdad?

Ella levantó la mirada.

—¿Qué?

—Nadie sabe lo que hice en aquella casa; la verdad es que casi nadie sabe que yo estaba allí, pero tu padre sí y te lo ha contado, ¿verdad?

Ella asintió.

—Salvaste a toda esa gente. Y atacaste al agente Forman.

—¿Y aun así me pediste una cita?

—De hecho, te la pedí por eso.

Me detuve un instante antes de seguir hablando.

—¿Qué más te contó?

—¿Sobre ti?

—Sobre lo que sea. Sobre Forman, el Manitas o el asesino de Clayton. ¿Te habla de otros casos?

—Él… —Hizo una pausa—. Le hago preguntas sobre su trabajo; en realidad, bastantes. Me parece fascinante, pero no me ha contado casi nada sobre los asesinos. Sobre la casa de Forman y lo que él hacía allí sí me habló: de lo que te hizo a ti y a las chicas. Quería que yo supiese lo que estaba ocurriendo, para que estuviese preparada por si acaso me pasaba algo a mí.

—¿Y lo estás?

Hizo otra pausa, esta vez más larga.

—Creo que sí —dijo—. Sé algo de defensa personal y llevo un espray. Sé a qué partes de Clayton no debo ir y cuáles son seguras, pero… acaban de matar al alcalde dentro del ayuntamiento, así que no tengo claro que todavía queden lugares seguros aquí.

—Forman me raptó en la comisaría de policía. Sacó la pistola, le dio una paliza a Stephanie y nos abdujo a los dos allí mismo. No hubo testigos ni posibilidad de que alguien nos ayudase ni nada.

—Eso es terrible —dijo. Me miró y se le suavizó la mirada.

—Sí, fue horrible —convine con ella—; pero ahí no acabó la cosa. Aguantamos dos días más y al final ganamos. Y no fue por llevar un espray ni gracias a mantenerse lejos de determinados lugares peligrosos. Fue porque yo sabía lo que estaba pasando, cómo pensaba él y qué estaba haciendo. Sabía lo que él quería y volví todo eso en su contra.

Me observaba con la barbilla apoyada en la palma de la mano.

—¿Sabes?, realmente eres diferente.

Había captado su atención y ella estaba pensando en lo que yo había dicho.

—¿Te acuerdas de lo que has dicho esta mañana sobre el señor Coleman? —pregunté inclinándome hacia delante.

—Jesús, menudo pervertido.

—Dices que te diste por vencida. Él hizo algo malo y tú ibas a pararle los pies, pero al final abandonaste.

—Bueno, seamos serios. Tampoco puedo hacer que arresten a todos los que me miran.

—No te estoy acusando de nada —dije levantando la mano para calmarla—. Admito que si yo tuviera tu aspecto, creo que la atención que recibiría me volvería loco. No sé cómo te las apañas. —Cuando dije esto ella sonrió un poco, pero yo seguí hablando—. Lo que quiero decir es que lo que sucede con los asesinos que vienen aquí es lo mismo; a mayor escala, pero es la misma situación. Cuando ocurre algo malo, tienes la opción de intentar hacer algo al respecto o puedes dejarlo pasar; y si intentas hacer algo, normalmente la cosa se pone peor antes de mejorar. Eso es lo que te pasó a ti y lo que me ocurrió a mí con Forman.

Había llegado el momento de mostrarle quién era yo en realidad.

—¿Sabes por qué fui a la comisaría aquella noche?

—No.

—Estaba ayudando a Forman a seguir la pista al asesino, aunque al final resultó que era él. Estaba… ya sé que suena extraño porque sólo tengo dieciséis años, pero estaba comentando el caso conmigo, discutiendo algunas ideas para averiguar si yo sabía algo.

Enarcó una ceja.

—¿En serio?

—Yo estaba allí cuando el asesino de Clayton atacó a mis vecinos. Es decir, todo el mundo sabe que yo estaba allí, pero lo estaba de verdad, metido en todo el meollo. Y no porque viviera al otro lado de la calle y aquella noche oyera un ruido. Estaba allí porque llevaba meses estudiando al asesino de Clayton, intentando averiguar quién era, a quién atacaba y por qué. Una vez tuve respuesta a todas esas preguntas, creí que también podría buscar la manera de impedirle que siguiera matando. De hecho, la encontré. Salvé a Kay Crowley y estuve a punto de salvar al doctor Neblin.

—Y también al señor Crowley —apuntó ella.

Ella no sabía que el señor Crowley era el asesino: de hecho, nadie lo sabía. Asentí y seguí con lo mío; no pasaba nada por estirar los límites de la verdad un poquito.

—Sí, casi lo salvo también. Y Forman lo sabía; sabía todo lo que yo había hecho para localizar al asesino de Clayton. Así que cuando el segundo asesino empezó a abandonar cadáveres por todo el pueblo, Forman me pidió ayuda para localizarlo. Después resultó que el asesino era él y que solamente intentaba averiguar si yo representaba una amenaza importante o no. Cuando se dio cuenta de que estaba a punto de resolverlo todo, de que estaba cerquísima de relacionarlo con él, me encerró para que no pudiese hacerle nada.

Esto no era del todo cierto, pero era lo máximo que me atrevía a revelarle en aquel momento. Los demonios podían seguir siendo un secreto.

—Estás de broma —dijo ella entre risas, pero yo negué con la cabeza. Dejó de reír, me miró y frunció el ceño—. ¿Hablas en serio?

—Sí.

—No tenía ni idea. —Se recostó en la silla con la mirada fija en la mesa y después me miró a mí—. Pero ¿quién eres? ¿Una especie de genio de la investigación?

—De eso se trata —respondí—. Cualquiera puede hacerlo, lo único es que nadie lo intenta. Lo dejan para la policía o el FBI, pero si prestas atención y sigues el caso, puedes encontrar todas las pistas. Podemos… —No podía confesarle que mi plan era ir yo mismo a por el asesino, así que tomé el camino más seguro—. Podemos contarle a la policía todo lo que encontremos y ayudarles a detener al asesino.

Ya está; se lo había contado todo. Le había dicho quién era yo: John el cazador de dragones. Una de dos: acababa de despertarle el interés o se alejaba de mí por completo. La observé y esperé a ver qué decía.

Ella también me estudió. Me recorrió con la mirada, como buscando algo.

—Hablas en serio —dijo.

Ni siquiera asentí; me limité a devolverle la mirada y a esperar. Después de un momento que se me hizo muy largo, se encogió de hombros.

—Entonces, ¿qué tenemos que hacer?

—¿Estás segura de que quieres hacerlo?

Asintió.

—John, mi padre es policía. Si quieres asustarme, tendrás que esforzarte mucho.

—Acepto el reto —dije, y ella sonrió con recelo—. Pongámonos manos a la obra. La cuestión principal a la hora de hacer un perfil criminal es la siguiente: ¿qué hizo la asesina que no necesitaba hacer?

—¿La asesina?

—Creo que el Manitas podría ser una mujer.

—¿Por qué?

—Es una corazonada.

Ella sonrió con cierta presunción.

—Empiezo a pensar que esto no es ni mucho menos tan científico como me quieres hacer creer.

—Los perfiles criminales tienen muy poco de científico —admití—. Son conjeturas con una buena base lógica y palos de ciego.

—¿Y funciona?

—Siempre —contesté—. ¿Qué tal si…? Vale, te voy a dar un ejemplo: el asesino de los caminos, de San Francisco. Mató a un puñado de personas, hombres y mujeres, en mitad del bosque. Estuvo haciéndolo durante todo un año hasta que por fin lo atraparon. Las pruebas forenses mostraban que todos los ataques eran rápidos, cosa que normalmente indica que el asesino no quiere que lo vea nadie; pero esto tenía lugar en mitad de la nada, sin ni un alma en kilómetros a la redonda. La persona que hizo el perfil del caso decidió que el único motivo para actuar de una manera tan veloz cuando no había peligro de que lo descubrieran era que el asesino se avergonzaba de algo y no quería que las víctimas se percatasen de ello.

—Así que pensó que el asesino tenía una gran cicatriz que lo afeaba o algo así —dijo Marci— y la policía empezó a buscar gente con estos rasgos. ¿De verdad sirvió de algo?

Sonreí.

—Es incluso mejor que eso. Verás: aunque en el bosque no había testigos, sí los había allí donde empezaban las rutas de senderismo y en los aparcamientos, y nunca nadie mencionó haber visto a una persona con un defecto físico. Así que el especialista supuso que se trataba de algo que nadie podía ver pero que le hacía sentir incómodo y rechazado. Le dijo a la policía que buscase a un tartamudo.

—¿Dedujo todo eso sólo por la velocidad de los ataques?

—Bueno, obviamente, hay más detalles; sólo estoy parafraseando. Pero tu reacción es bastante típica: hasta la policía se rió de él. Y después detuvieron al tipo y resulta que tartamudeaba muchísimo.

Marci sacudió la cabeza, boquiabierta.

—Es flipante.

—Flipante y una locura, e increíblemente preciso —dije—. Eso si sabes lo que haces.

—Así que el asesino de los senderos hizo algo que no necesitaba hacer —asintió Marci— y encontrar el motivo de ello les proporcionó una pista muy valiosa sobre él.

—Exacto —dije. Lo había entendido mucho más rápido que Max.

—Vale. Creo que lo he pillado. Pero ¿qué te hace pensar que el Manitas es una mujer?

—Porque… De momento olvidémonos de si es un hombre o una mujer y volvamos a mi pregunta: ¿qué hizo que no necesitaba hacer?

—Les cortó las manos.

—Correcto.

—Y eso significa que… ¿odia las manos? —Se echó a reír—. ¡Esto de los perfiles es imposible!

«Es aún más difícil si tienes en cuenta que el asesino es un demonio —pensé—. Aún no sé qué hace con las manos y las lenguas que se lleva.»

—La verdad es que no tengo ninguna idea válida para lo de las manos —admití—. Podría ser cualquier cosa, así que empecemos por otra parte.

—¿Como qué?

—Como… Bueno, las heridas son todas muy limpias. Las manos y la lengua han sido extirpadas con mucho cuidado. ¿Qué podría significar eso?

—Que es una persona muy limpia. Los plásticos que coloca son para eso, ¿no? —Sonrió con picardía—. Al final resultará que sí es una mujer.

—Muy graciosa —dije—, pero es posible. La atención que presta a la limpieza también indica su edad: los asesinos jóvenes son más chapuceros, más impulsivos, mientras que los de mayor edad tienden a ser más meticulosos.

—Entonces es un adulto, posiblemente una mujer —afirmó Marci—, que planifica las cosas por adelantado y es muy cuidadosa. Eso encaja a la perfección, porque atacó al alcalde en el ayuntamiento en lugar de en su casa, donde el sistema de seguridad es mucho mejor.

—¿Cómo lo sabes?

—Por algo que dijo mi padre. —Sonrió—. Vaya, esto de los perfiles funciona de verdad.

—Te lo dije.

—Entonces lo lógico sería —continuó— que la asesina llevase a cuestas una bolsa bastante grande, llena de cosas.

—¿Por qué?

Yo no había incluido una bolsa en ninguna parte del análisis.

—Porque necesita un montón de cosas. Una mujer no va a ninguna parte sin su bolso y menos una tan organizada como ésta; así que ha de tener una bolsa llena de plásticos, una pistola, una sierra de arco y lo que quiera que utilice. Vamos, un montón de cosas.

—Eso… —callé un instante—. Tienes razón, son muchas cosas. No se me había ocurrido. «Porque estaba convencido de que el demonio utilizaba sus propias garras para matar y eso condicionaba el resto de mis teorías. Es muy posible que utilice un arma normal y corriente, como Forman, lo que significa que tiene que llevarla a cuestas. Pero entonces, ¿qué tipo de arma podría causar las heridas de las muñecas?» —Asentí—. Eres buena.

Marci miró hacia arriba con una expresión burlona.

—Esto es lo último que quiero que se me dé bien.

—La cuestión es que no corta las manos con una sierra —dije—, pues ésta dañaría los tejidos de forma muy característica y en este caso no fue así.

—Ahora me toca a mí preguntar cómo sabes eso.

Me detuve en seco. En las noticias nadie había mencionado que los tejidos de las muñecas no estuviesen dañados; yo lo sabía porque lo había visto en la funeraria y se suponía que lo que yo hacía allí era un secreto. ¿Cuánto debía contarle?

Marci me miraba directamente, sin acusarme de nada, solamente con curiosidad. Estaba siendo totalmente abierta y sincera, y yo debía aprender a hacer lo mismo.

—Ayudo a mi madre con el trabajo de la funeraria —dije—. Ayudé a embalsamar al pastor Olsen.

—¡No me fastidies! —Se revolvió en la silla—. Pero ¿eso no es totalmente… puaj?

—¿Puaj?

—Es la terminología técnica para «oh dios mío qué asco» —dijo—. No tenía ni idea de que la ayudaras.

—Créeme: hay muchísimas cosas que no sabes de mí. Pero pensemos en las heridas de las muñecas. ¿Tienes idea de qué podría haberlas provocado?

—¿No hay marcas de sierra? —preguntó.

—Nop.

—¿Un cuchillo?

—Es un tajo, sólo un golpe —respondí—. Con un cuchillo sería imposible asestar el golpe que necesitas para cortarlas así. Quizá con un machete sí.

—O con un hacha —dijo dándose golpecitos en la barbilla con los dedos—. O una pala.

—El hacha y el machete seguramente son demasiado grandes para ocultarlos, por no hablar de la pala. Aunque pensemos a lo grande y le demos a la asesina un talego para llevar sus cosas, cargar con algo lo suficientemente voluminoso para hacer cortes como ésos sería un problema.

Siempre volvía a las garras: tenían que ser el arma. Ninguna otra cosa tenía sentido. Pero hablarle a Marci sobre los demonios sería dar otro paso de gigante y todavía no me atrevía.

—¿Qué me dices de un hacha pequeña? —preguntó. Yo levanté la mirada, sorprendido por la idea, y ella siguió hablando—: El mango de un hacha pequeña no es tan largo como el de una normal, así que no puedes golpear con la misma fuerza, pero quizá se pueda cortar una muñeca con ella. —La miré y ella sonrió, nerviosa—. ¿No? ¿A lo mejor? Yo no sé cómo se corta el hueso de la muñeca. —Seguí mirándola fijamente—. Mira, esto lo has empezado tú, no me mires así.

—No —dije rápidamente—, no; no te miro raro, para nada. Creo que es una idea brillante.

—Gracias.

—Quiero decir que no es brillante…

—¿Qué?

—Me refiero a que no lo había tenido en cuenta, aunque debería haberlo pensado. Un hacha pequeña. No me puedo creer que no se me haya ocurrido.

—Esta conversación me gustaba más cuando yo era brillante.

—¿Qué? —pregunté con una sonrisa—. ¿Ahora resulta que eres una especie de genio de la investigación?

—Eh —dijo arrastrando la palabra—, esto es fácil. —Me guiñó el ojo—. Sígueme el juego, chaval; juntos atraparemos a este psicópata.

—Vaya —dije ladeando la cabeza—. Eso… ¿qué era? ¿Un vaquero o un gánster de cine negro?

Me lanzó el trapo húmedo a la cara.

—Eso era una brillante investigadora criminal. Que además tiene hambre.

—La comprendo perfectamente —repliqué—. ¿Quiere la investigadora ir a comer algo?

—Sí —dijo Marci sonriendo—, yo diría que sí.