El cadáver del alcalde llegó a la funeraria el primer día de clase, a primera hora, justo cuando yo me preparaba para salir. Los muertos tienen su propio horario: siempre se descomponen a la misma velocidad, sin importar de quién se trate ni de lo importante que sea ni de cuánto tiempo necesite el FBI para estudiar las pruebas. Llevaba muerto una semana y, si la familia quería hacer el funeral con el ataúd abierto, no disponíamos de mucho tiempo para embalsamar el cuerpo. Cuando un cadáver aparecía a esas horas, quería decir que los forenses habían pasado la noche acabando la autopsia, haciendo las comprobaciones finales, limpiándolo y poniendo los puntos sobre las íes en el papeleo. Sólo faltaba un día para el funeral. Quedaba muy poco tiempo.
Me quedé en la cocina engullendo el desayuno hasta que por fin el forense se marchó y bajé las escaleras como un rayo. Mi madre se estaba lavando y yo me acerqué a ella como si nada.
—¿Qué crees que vas a hacer?
—Ayudar.
—En horas de clase, no —dijo y negó con la cabeza—. Tienes que marcharte dentro de unos minutos.
—Entonces tengo unos minutos. Deja que te ayude a empezar.
Mi madre hizo una pausa, me miró y suspiró.
—¿Te has comido los cereales?
—Sí.
—¿Y has lavado el bol?
—Sí —mentí. No lo había hecho, pero ella no se iba a enterar hasta que ya fuese demasiado tarde.
—Entonces lávate las manos —dijo y se volvió hacia el lavamanos—. Lo último que el alcalde Robinson necesita es que le metas salvado de trigo y pasas en la cavidad torácica.
Me hice un hueco junto a ella y me lavé con entusiasmo; después me puse un delantal, una mascarilla y un par de guantes estériles de látex. Abrimos la bolsa donde estaba el cuerpo y la retiramos, y del cadáver salió un potente tufillo a los limpiadores y desinfectantes de la autopsia.
—Esperemos que el ventilador no nos deje tirados —dije.
—Margaret está de camino —dijo mi madre.
—Puedo quedarme hasta que llegue —sugerí, pero ella negó con la cabeza y miró el reloj.
—Puedes quedarte cuatro minutos, pero después te vas al instituto.
—Oliendo a cadáver.
Mi madre olisqueó el aire y se rió.
—Olerás a detergente y la mayoría de personas no relacionan ese olor con un cadáver. Diles que has limpiado el baño esta mañana.
—Seguro que eso causa buena impresión.
—Sólo a los que saben lo que vale un hombre trabajador —dijo mi madre—. A las chicas les encantará.
Quité las vendas de las muñecas, tendí la mano para agarrar el bote de desinfectante y me quedé paralizado, con el brazo suspendido en el aire. Había algo en la muñeca que me había llamado la atención.
Retrocedí hacia la mesa y me incliné para mirar la herida más de cerca. Al primer cadáver le habían amputado las manos con un corte limpio —sin marcas de dientes ni de movimiento de la cuchilla, sin causar daños importantes en los tejidos—, pero la muñeca izquierda del alcalde era diferente. En lugar de ser una pared limpia e indescifrable de carne y hueso, estaba en peores condiciones que las anteriores. De acuerdo, era un corte limpio, directo, pero por detrás había otro corte que atravesaba la carne y caía en diagonal del pedazo grande de hueso, en el lado exterior. Parecía como si el demonio hubiese intentado cercenar la mano, hubiese fallado y lo hubiese vuelto a intentar con un segundo golpe de cuchillo.
¿Qué significaba eso?
Yo suponía que utilizaba garras como las del señor Crowley, y a él los huesos nunca le habían supuesto un obstáculo, pues con ellas podía atravesarlo todo. Le había visto clavarlas en el asfalto como si fuese arcilla. ¿Eran las garras de este demonio menos afiladas, era más débil o acaso utilizaba algo totalmente diferente? Quizá no fuese una garra ni nada parecido, sino un hacha. Pero eso no tenía sentido: con un hacha debería haber cortado la muñeca sin problema y tampoco podría haber hecho las heridas de la espalda.
—Es hora de que te marches.
—Sí —dije distraídamente mientras cogía al muerto por el hombro para darle la vuelta—. Tengo que mirar una cosa.
—Tienes que ir a clase —dijo y me apretó suavemente sobre el hombro—. Hemos hecho un trato.
—Pero mírale la muñeca —repliqué señalándola.
—Sí, sale en el informe de Ron —dijo con calma y apartándome de la mesa.
—¿Dice con qué se lo hizo?
—Ve al instituto —repitió.
—Pero ¡tengo que saberlo! —grité y sacudí el brazo con violencia para que me soltase.
Respiraba trabajosamente y estaba apretando los dientes. Ella se echó atrás con los ojos entrecerrados y retrocedí en la dirección opuesta, como si me apartase de una descarga eléctrica.
«¿De dónde ha salido eso?»
Respiré hondo.
—Lo siento. —Llevaba semanas sin tener ningún tipo de arrebato de ira, ya fuese físico o de cualquier otro tipo—. Ya me voy.
Mi madre recuperó la compostura y asintió.
—¿Qué decimos?
Me detuve. Había pasado algún tiempo desde la última vez que nos habíamos tomado la molestia de hacer aquel ejercicio, pero era otro rito que solíamos practicar: un mantra que repetíamos siempre que yo salía de casa para ayudarme a recordar las normas. No quería tener que volver a eso.
Pero era mejor que la alternativa.
—Hoy sonreiré todo el día y tendré buenos pensamientos acerca de todas las personas con las que hable.
Mi madre lo repitió conmigo. Me dio miedo, y creo que a ella también, darme cuenta de lo rápidamente que ambos recuperamos la misma medida de precaución.
Me quité el delantal y la mascarilla, tiré los guantes y, de camino a la calle, me lavé las manos en el baño.
A posteriori, el hecho de pararme delante de casa de Brooke de camino al instituto fue una completa estupidez. Desde que me había sacado el carnet el año anterior, la había llevado y traído del instituto todos los días; la veía, hablaba con ella y olía la limpia y suave fragancia que la acompañaba a todas partes. Esos viajes en coche tenían mucho valor para mí y, en aquel momento, la costumbre y un potente autoengaño hicieron que el primer día de clase volviese a las andadas. Ya sé que ella no me hablaba, pero aun así necesitaba ir al instituto de algún modo, ¿no? Nadie había cancelado el acuerdo de forma oficial, así que técnicamente seguía en pie. Y que la llevase en coche no significaba que tuviese que hablar conmigo. Aunque, con el tiempo, seguro que volvíamos a hablarnos: al principio no sería más que una charla sin importancia; entonces iríamos hablando más y más cada día, hasta que todo volviese a ser como siempre.
Esperé tres minutos junto a la acera delante de su casa, intentando armarme de valor para llamar a la puerta —antes siempre salía ella primero—, pero era una estupidez. Sabía que incluso el mero hecho de acercarme a su casa era una tontería; lo sabía antes de hacerlo, pero… bueno, de todos modos valía la pena intentarlo. Puse primera y me alejé de allí.
Dos manzanas más allá pasé por delante de Brooke, que estaba esperando en la parada del autobús. Ella no me saludó y yo pasé de largo sin reducir la velocidad.
Nunca me había gustado ir al instituto. Me gustaba aprender, pero el ambiente de aprendizaje en el que yo disfrutaba era muy específico. Aulas ruidosas con suelos de baldosas amarillas, fluorescentes y varios cientos de críos que me consideraban un friqui; no es en absoluto de extrañar que ninguno de esos elementos formase parte del ambiente que yo prefería. Dame una buena biblioteca, una conexión a Internet y algo de televisión educativa y podía sentarme a «aprender» durante horas siempre y cuando disfrutase del tema en cuestión. Me atrevería a decir que sabía más sobre asesinos en serie y perfiles criminales que prácticamente cualquier otra persona de Clayton, incluyendo al equipo del FBI que había acudido a investigar los crímenes del Manitas. Pero también era realista y reconocía que la educación organizada era un mal necesario. Cuando creciese, quería hacerme funerario de verdad y eso significaba que necesitaba ir a la universidad y que antes tenía que asistir a las clases del instituto. Si conseguía aguantar sólo dos años más de pupitres rotos, camarillas y espíritu escolar, habría superado la prueba.
Aparqué en la parte de atrás y me dirigí al instituto. Aún estábamos a finales de agosto y, aunque hacía calor, ya empezaba a refrescar. Grupos dispersos de chicos y chicas se gritaban alegremente los unos a los otros, apoyados en los coches o caminando distraídamente hacia los diferentes edificios del instituto, que tenía tres: el principal, el edificio técnico (que, pese a su nombre, albergaba muy poca tecnología) y el gimnasio. Vi a un par de novatos avanzando aturdidos, intimidados por el primer día en un instituto de verdad; seguramente no podían ni leer el horario de clases.
—Eh, John —dijo Marci, que estaba apoyada en una de las macetas de flores que había sobre el césped del lateral del edificio. Rachel, su mejor amiga, estaba con ella—. ¿Qué tal te va?
Me detuve. Después de la cita en bicicleta no había vuelto a saber nada de ella, así que asumí que había perdido el interés. Sin embargo, ahí estaba: el primer día de clase y ella estaba pasando de todo el que cruzaba aquel pedazo de césped para hablar conmigo.
—Bien —contesté—. Nada me motiva a salir de la cama tanto como el primer día de clase.
—Ufff —dijo Marci—, es como si fuera lunes.
—Es que es lunes.
—No, me refiero a la madre de todos los lunes. Es como esa sensación deprimente de «Oh, no, el fin de semana se ha terminado de verdad», pero multiplicada por mil. —De pronto sonrió con aire travieso—. Hemos apostado quién será el primero que falta a una clase.
—¿De todo el instituto? —pregunté—. Me juego algo a que algunos ni aparecen.
—Eso es lo que yo le he dicho —añadió Rachel.
—¿Qué tienes primero? —preguntó Marci.
Miré el horario a pesar de que lo había memorizado.
—Ciencias sociales, con Verner.
Marci sonrió.
—Genial, nosotras también. Pues éstas son las normas: fijaos en todos los que estén en la primera clase, elegid a alguien y los observaremos durante el resto del día. El primero que se largue es el ganador.
—Querrás decir que el que haya apostado por el primero que se escaquee gana —corrigió Rachel.
—Eso es discutible —dijo Marci y se puso en pie—. Vamos a pillar sitios al fondo de la clase para poder ver bien a todos los concursantes.
Rachel también se levantó y juntas caminaron hacia la puerta más cercana del edificio principal. Nunca había entrado acompañado al instituto, excepto con Max, pero él casi ni contaba. Sólo era mi amigo porque yo no tenía a nadie más y viceversa. Además, llevaba semanas sin verlo y ahora yo estaba con dos chicas muy monas.
Marci y Rachel saludaron, sonrieron y charlaron con una docena de personas en los pasillos, y yo me quedé detrás de ellas como una sombra: sin esconderme pero sin meterme en sus conversaciones. Parecía que todo el mundo las conocía y que ellas conocían a casi todos. Supongo que eso es lo que significa «popular» y no debería haberme sorprendido por ello, pero el caso es que así fue. Yo era capaz de pasarme toda una semana sin hablar con ni una sola persona del instituto, o sin hablar con nadie en general. Sin embargo, Marci era todo lo contrario, hasta un punto que para mí era inimaginable. Daba un poco de rabia, pero sobre todo era agotador. Ser un marginado era mucho más fácil.
El aula del señor Verner estaba igual que siempre; creo que no había colgado ni un solo póster nuevo desde los noventa o quizá antes, cosa que me parecía rara en un profesor de ciencias sociales. ¿No debería estar más al día con la actualidad? La puerta estaba al fondo de la clase y Marci fue directa hacia la pared opuesta para tomar el asiento de la esquina de atrás. Rachel se sentó delante de ella, así que, después de vacilar un momento, me senté junto a Marci, en la última fila. Es difícil explicar por qué me sentía tan raro; no era porque Marci fuese popular o guapa, aunque no cabe duda de que sí lo era. Era más bien porque nunca había pasado el rato con alguien. Me sentía como si me estuviera olvidando de algo, como si tuviera que hacer o decir algo y no supiera el qué. No se me ocurría nada, así que me senté.
—Después tengo clase con el señor Coleman —dijo Marci—. Qué horror. ¿Sabes la cantidad de veces que ha intentado mirarme el escote?
—Pues ponte otra cosa —replicó Rachel—. Con esa camisa ni siquiera yo puedo mirarte a la cara.
—Es un profesor —dijo Marci—. Es asqueroso.
—Deberías denunciarlo —apunté mientras le miraba furtivamente el pecho antes de fijar la vista en otra parte.
Había abandonado las normas que no me permitían mirar a las chicas, pero las tenía tan interiorizadas que ni siquiera me había dado cuenta de qué camiseta llevaba puesta, porque de manera inconsciente estaba evitando mirarla. Era estrecha y sin mangas, de color negro, igual que su melena; tenía un estampado de hojas verdes y rizadas que le resaltaba las curvas a la perfección. La verdad es que era una chica preciosa…
Y de pronto me sorprendí pensando en Brooke. Qué raro.
—El año pasado estuve a punto de hacerlo —continuó Marci, pero cuando entré en la oficina del orientador, él también me dio un repaso, así que me di por vencida. Naturalmente, me gusta recibir algo de atención, pero no deja de sorprenderme lo descaradas que son algunas personas.
Dos chicas entraron hablando en el aula sin reparar en nosotros. Miré fijamente el rostro de Marci: tenía los ojos del mismo color verde que las hojas de parra.
—No deberías darte por vencida —dije—. Tenemos…
No sabía qué decir ni cómo: «Tenemos la responsabilidad de impedir a la gente que haga cosas malas.» ¿Por qué me resultaba tan difícil decirlo? Las personas con las que hablaba estaban todas muy satisfechas consigo mismas. ¿Había sido siempre así o es que yo no me había dado cuenta de ello?
—¿Qué tenemos? —preguntó Marci.
—Tenemos…
¿De verdad querían hablar de aquel tema? La mayoría de la gente no se interesaba en absoluto por las cosas que yo hacía y por lo general yo no me daba cuenta de ello hasta que ya había soltado algo insultante, aburrido o controvertido. Miré a nuestro alrededor. «Piensa, John —me dije—. Busca algo de lo que hablar. Hablar es fácil: la gente lo hace todos los días.» Miré a las dos personas que acababan de entrar, Kristen y Ashley, y las señalé.
—Tenemos a nuestras primeras concursantes —dije—. ¿Creéis que alguna de las dos podría ser la primera en saltarse las clases?
Marci me miraba por el rabillo del ojo y pasó por alto la pregunta. ¿En qué debía de estar pensando?
Rachel se echó a reír y negó con la cabeza.
—Kristen no será la primera ni de coña —dijo—. Las que lo aprueban todo con sobresalientes no faltan a clase.
—Anda que no, faltan continuamente —replicó Marci—. Te recuerdo que en el último año de colegio saqué sobresaliente y hacía novillos en mates al menos una vez a la semana. —Sonrió de oreja a oreja, burlonamente—. Eso representa un índice de novillos del veinte por ciento.
—Pero Kristen no es una estudiante de sobresaliente cualquiera —dijo Rachel—. Se ha matriculado en todas las asignaturas que dan puntos para la universidad y además es la editora del periódico del instituto. El primer día de clase no faltará a ninguna.
—Lo hará si contamos las reuniones del periódico —apunté.
—No ir a una actividad normal del insti para asistir a otra extraordinaria no cuenta como novillos —dijo Marci—. Kirsten no será la primera y tampoco creo que lo vaya a ser Ashley. No es que sea precisamente una empollona, pero no tiene ni un gramo de rebeldía. Lo que buscamos es una mujer verdaderamente salvaje.
—¿Qué me dices de un hombre salvaje? —pregunté mientras miraba a la gente que iba entrando en el aula. Entre ellos estaba Rob Anders, a quien yo consideraba un abusón aunque en realidad no lo era: simplemente sabía lo suficiente sobre mí como para tenerme miedo, pero no tanto como para usar el conocimiento de manera inteligente. Me odiaba, pero, como la mayoría de chavales del instituto, era incapaz de hacerme daño. Es cierto que las palabras no hieren tanto como los puños, pero Rob era demasiado gallina para llevarlo a esos extremos. Si alguien llegaba a averiguar que yo había matado a dos personas, las cosas que él sospechaba sobre mí le garantizarían unos cuantos segundos de fama de «yo ya lo decía», pero de momento no pasaba de ser un chico enfadado. Incluso en aquel momento, en que podía acercarse a provocarme, no lo hizo; seguramente se sentía intimidado por Marci, la verdad. Nadie que estuviera en sus cabales querría parecer un auténtico imbécil delante de ella.
A través de la puerta alcancé a ver a Max caminando por el pasillo, que estaba atestado de gente. Seguía siendo bajo y rechoncho, y aún llevaba gafas, pero parecía diferente. Tenía la cabeza gacha y el ceño fruncido. Y en cuestión de un segundo, desapareció.
—¿Estás pensando en Rob? —preguntó Marci al ver que yo miraba hacia la puerta, donde estaba él. Reflexionó un instante y negó con la cabeza—. El puñetazo que te dio el curso pasado en la hoguera fue la mayor locura que ha hecho en la vida y me han dicho que la negrera de su madre lo ha tenido todo el verano trabajando como castigo. Hoy se portará mejor que nunca para demostrar que ha cambiado. Necesitamos a otra persona.
—Hola, chicos. —Brad Nielson se dejó caer sobre el asiento que yo tenía delante, junto a Rachel—. ¿Qué tal?
Lo conocía mejor cuando éramos críos, aunque hacía años que no íbamos juntos. Era un tipo bastante agradable, pero de pronto me sorprendí a mí mismo odiándolo con todas mis fuerzas, de forma prácticamente violenta. ¿Quién se creía que era para invadir mi grupo y hablar así a mis chicas?
Respiré hondo y me obligué a tranquilizarme. Ése era exactamente el motivo por el cual había dejado de estar con gente: no quería pensar cosas como ésa. Había pasado de nervioso a celoso en un abrir y cerrar de ojos. Él no había hecho nada más que sentarse en una silla y yo me había puesto rojo de ira. ¿Por qué era incapaz de mantener una relación personal normal sin considerar a toda persona que conocía como una posesión o un competidor? Respiré hondo, conté lentamente hasta diez mientras él hablaba y lo puse todo de mi parte para calmarme.
—¿Os habéis enterado de lo de Allison? —Tenía el rostro serio y las chicas se acercaron a él con el ceño fruncido.
—¿Allison Hill? —preguntó Marci.
—Sí —dijo Brad y me miró—. ¿No habéis oído nada?
—No —respondí—. ¿Qué ha pasado?
—Se ha suicidado —dijo Brad, antes de tragar saliva—. La han encontrado esta mañana con las muñecas abiertas, igual que Jenny Zeller.
Rachel se tapó la boca y abrió los ojos como platos. Marci se quedó boquiabierta.
—¿En serio? —dijo—. Pero ¿de qué va esto?
—Lo he oído por la radio justo cuando llegaba al instituto —afirmó Brad.
—¡Pero si me llamó anoche! —dijo Rachel, con los ojos a punto de derramar una lágrima—. Me llamó cinco veces y ¡pensé que estaba siendo pesada! ¡No tenía ni idea!
Otro suicidio. Miré a mi alrededor, dentro del aula, y por primera vez reparé en las expresiones de preocupación del resto de los alumnos: los ceños fruncidos, los gestos torcidos de la boca, los ojos húmedos. Todo el mundo estaba hablando de lo mismo.
Por lo que yo sabía, Allison Hill era una chica bastante normal. No tenía millones de amigos, pero sí más que Jenny Zeller. Cantaba en el coro y estaba en el equipo de baile, tenía unos buenos padres y un trabajo en la librería. Unas semanas antes le había comprado un libro sobre Herb Mullin.
¿Por qué se suicidaba la gente normal?
—No lo entiendo —dije.
—Ya —acordó Brad—, es una locura.
—El índice de suicidios aumenta en periodos de grandes traumas —empecé— y durante el último año hemos tenido muchos. Pero ¿por qué adolescentes? No se encuentran entre el grupo de población que puede constituir un objetivo para ninguno de los tres asesinos, así que no creo que teman por su propia seguridad. Y tampoco creo que ninguna de las dos tuviera ningún tipo de vínculo con el resto de las víctimas. ¿Se conocían entre sí?
Nadie contestó y yo mismo me di una patada mental en el culo. Una vez más, ahí estaba yo soltando un rollo sobre los aspectos técnicos de un crimen y haciendo que todos pensasen que era un friki. Levanté la mirada y suspiré con alivio. Rachel no me estaba haciendo ningún caso, demasiado absorta en sus lloros como para escucharme, y Brad escuchaba solamente a medias, por educación, mientras intentaba consolarla. Cuando me callé se volvió hacia Rachel y se concentró en ella.
Pero ahí estaba Marci, mirándome con la misma expresión de antes: no me juzgaba ni tampoco me observaba, sólo… me miraba. Estaba pensando.
Brad y Rachel hablaban en susurros, perdidos en una conversación privada y lacrimógena. A nuestro alrededor la clase se dividía en una docena de conversaciones susurradas y urgentes; los chicos se esforzaban desesperadamente en gestionar sus emociones. Los observé sin comprender, sin saber cómo reaccionar. No estaba triste por Allison, sino… confundido. Enfadado. «¿Por qué me preocupo por estos idiotas si ése es el valor que le dan a su propia vida?» Me dije a mí mismo que no debía pensar de esa manera, pero era difícil concentrarse en cualquier otra cosa.
Marci sacó una libreta, buscó una página en blanco y se puso a escribir. Cuando acabó, se irguió en la silla y me sonrió: era una sonrisa falsa que intentaba ser traviesa, pero seguía teniendo la mirada triste.
—Ya he hecho mi predicción —dijo. Arrancó la página y la dobló con cuidado en cuatro—. ¿Estás listo?
—No lo he pensado mucho.
—No importa —dijo ella y me pasó la nota—. Podemos formar un equipo.
Cogí el papel y lo desplegué.
JOHN CLEAVER
Miré a Marci y enarqué las cejas.
—¿Tú crees? —pregunté.
—Sí —contestó—. Y en lo que respecta a tu candidata, sé de buena tinta que una chica que se llama Marci Jensen hoy no se ve capaz de aguantar ni un minuto más en el instituto. —Se le vidriaron los ojos con la más mínima insinuación de una lágrima, pero parpadeó y ésta desapareció—. Escógela a ella y, ¿quién sabe?, a lo mejor tenemos suerte y ganamos los dos. —Volvió a sonreír, esta vez más convencida, aunque seguía sin conseguir encubrir su tristeza—. Es totalmente factible.
Miré el aula: lloros, alumnos confusos y un profesor que brillaba por su ausencia. Habían pasado cinco minutos de la hora de comienzo y, después de que se supiera la noticia sobre Allison, no tenía pinta de que se fuesen a dar muchas clases. Volví a mirar a Marci.
—¿Adónde quieres ir?
—Fuera —dijo y cerró los ojos—. Fuera y lejos.
Las ventanas del aula eran opacas y borrosas, pues estaban hechas de algún tipo de plástico antediluviano que se había vuelto amarillento con los años, hasta que casi no era ni traslúcido. Al otro lado, el cielo parecía viejo y avinagrado, como un ojo ictérico.
Los demonios no nos hacían falta. Prácticamente ni siquiera importaba a cuántos matasen, porque ya lo hacíamos nosotros mismos como un perrito obediente. ¿Es que aquello no tenía fin? Y al final, ¿quedaría alguien con vida?
Y estaban allí porque yo los había llamado.
Cogí la mochila y me puse en pie.
—Vámonos de aquí.