—¿Qué tal con Marci?
—Bien.
Era la mañana siguiente y yo trataba de desayunar en paz. Mi madre, por su parte, estaba ejerciendo de madre.
—¿Qué hicisteis?
—Salimos —respondí—. No fue nada.
Cosa que era cierta: no fue nada. Montamos un rato en bici, lo que supongo que estuvo bastante bien, aunque es difícil mantener una conversación cuando las dos personas están en un camino para bicicletas a siete metros de distancia el uno del otro. A mí me parecía bien porque hablar con la gente se me da fatal, pero es probable que Marci se aburriese como una ostra.
—Bueno, ¿cómo que nada? —dijo mi madre. Estaba de pie en el pasillo con un mechón de pelo enrollado alrededor de las tenacillas de rizar mientras yo comía cereales en la cocina—. Nunca habías quedado con ella, eso tiene que contar como algo.
—No se puede decir que haya quedado con muchas otras.
—Más a mi favor. Vi que te llevaste la bicicleta en lugar del coche, ¿fuisteis en bici a algún sitio?
—La verdad es que ni me subí. La llevé del manillar hasta casa de Marci y la dejé en el porche.
—No te hagas el listillo.
—Y entonces —continué—, como no tenía coche, tuve que llevarla a cuestas a todas partes.
Mi madre sonrió.
—Bueno, al menos no fue una pérdida de tiempo.
—¿Qué?
—¿Qué quieres decir con «qué»? ¿Crees que no sé distinguir a una tía buena?
—Me gustaría no tener que oír a mi madre decir cosas así.
Volvió a esconderse detrás de la esquina y entró en el baño; yo suspiré aliviado y me metí una cucharada de cereales en la boca. Un momento después volvió a emerger con otro mechón enrollado en la tenacilla. Entorné los ojos con desesperación.
—Mamá, en serio, ¿cómo tiene ese cacharro un cable tan largo? Creía que la cocina iba a ser un lugar seguro donde desayunar tranquilamente.
—Lo he enchufado en el pasillo —dijo—. Llega justo hasta la cocina y hasta el baño, y puedo moverme de un lado a otro.
—Me parece maravilloso.
—Así que fuisteis a montar en bici. ¿Por el pueblo? ¿Por los senderos del bosque?
—Sí. Fuimos hasta casa de Forman.
Hizo una mueca con ojos entrecerrados, las cejas enarcadas y las fosas de la nariz bien abiertas. Era su cara de «sorpresa negativa» con un toque de confusión.
—¿De verdad?
—Pues claro que no. Pero la cara que has puesto hace que esta conversación casi haya valido la pena.
—John…
—No ha valido la pena, pero casi.
—Entonces fuisteis al lago —dijo siguiendo con lo suyo. Aquella mañana se había levantado de un humor muy tenaz—. Hace un tiempo maravilloso para ir al lago. ¿Os bañasteis?
—Sí, desnudos.
—¿Podrás contestar a una pregunta sencilla sin esa actitud?
Volvió a desaparecer detrás de la esquina. Creía que iba a disponer de un momento de descanso, pero continuó hablando a gritos desde el baño.
—Puede que te resulte sorprendente, pero hay hijos, y algunos de ellos son adolescentes como tú, que mantienen conversaciones abiertas y sinceras con sus madres.
—Me resulta muy difícil de creer que haya otros adolescentes igual que yo. —Me acabé los cereales y me puse en pie—. También me resulta ligeramente aterrador.
Volvió a aparecer por la esquina, después de colocar las tenacillas en otro mechón. Su expresión ya no era tan pícara.
—Lo siento, no quería hablar de nada que te resultase incómodo.
Pasé por su lado y entré en el salón.
—Por fin estamos de acuerdo en algo. ¿Por qué no paramos de hablar ahora mismo?
Encendí el televisor. Seguramente aún estaba a tiempo de ver casi todo el noticiario de la mañana.
—Venga, John —dijo—. Sólo te estoy preguntando qué tal fue la cita. Quiero formar parte de tu vida.
No tuve en cuenta el comentario y cambié de canal.
—El cable llega aquí mejor que a la cocina, podemos seguir hablando.
—Podemos continuar, pero también podemos parar. Se llama «libre albedrío».
—¿Sabes?, empezaba a gustarme el hecho de que no tuviésemos que ver las noticias durante todas las comidas.
Mi madre calló repentinamente: las imágenes del noticiario habían captado toda su atención. Lo mismo me acababa de ocurrir a mí; ambos miramos el televisor fijamente.
—Es el ayuntamiento.
—Sí.
Había una reportera en el ayuntamiento de Clayton, hablando mientras miraba la cámara fijamente. Detrás de ella pululaban varios policías armados y con los nervios a flor de piel. Al fondo, aparcada delante de la escalinata del edificio, se veía una ambulancia con las luces encendidas; a unos pasos había un enjambre de miembros del personal sanitario, que se apiñaban alrededor de algo que había en el suelo. Entre ellos alcancé a ver a Ron, el forense. Alguien había muerto.
—Sube el volumen —dijo mi madre en voz baja.
«Nos acompaña el sheriff Meier —dijo la reportera, y el cámara abrió el plano e hizo una panorámica para mostrar al sheriff, rígido, a la izquierda de la chica—. Sheriff Meier, ¿qué puede decirnos sobre el ataque que ha sufrido el alcalde?»
Mi madre ahogó un grito.
—El alcalde…
«Al parecer se produjo anoche —comenzó el sheriff. Parecía cansado y supongo que ya llevaba varias horas en pie—. En ese momento, los únicos que estaban en el edificio eran el alcalde y uno de sus asesores, y ambos fueron atacados; el asesor recibió un golpe en la cabeza, pero no sufrió más heridas. Ya está va camino del hospital.»
«El Manitas generalmente ataca a sus víctimas en su hogar —dijo la reportera—, ¿tienen idea de por qué ha atacado al alcalde aquí, en su oficina?»
La pregunta irritó al sheriff, que puso la cara de enfadado que tantas veces utilizaba con la prensa.
«Es cierto que este caso guarda una similitud muy grande con los asesinatos del Manitas, pero queremos hacer hincapié en que de momento la conexión no es más que una conjetura. Estamos investigando todas las pruebas de las que disponemos y si se trata del verdadero Manitas y no de un imitador, actuaremos de acuerdo con ello.»
—Además —añadí hablándole a la pantalla—, el Manitas mata a gente en casa y en el trabajo: una vez mató a un agente de policía en el coche. La reportera no tiene ni idea de lo que dice.
Mi madre negó con la cabeza.
—No puedo creer que esto esté ocurriendo. El alcalde…
Di un silbido.
—Está loca de remate.
—¿La reportera?
—No, la… el demonio.
—Entonces, que Dios nos ayude.
Mi madre se levantó y volvió al baño.
La reportera asintió con solemnidad.
«Muchas gracias por haber hablado con nosotros.»
«De nada —dijo el sheriff con aire impaciente; se dio media vuelta y regresó hacia la escena del crimen. La reportera se volvió hacia la cámara y el plano se cerró hasta que su rostro ocupó toda la imagen—. También queremos comentar que el ayuntamiento y el juzgado adyacente estarán cerrados durante todo el día, mientras la policía y los investigadores buscan pruebas. A algunos empleados del condado se les ha dado el día de fiesta y otros están siendo interrogados, pero de momento no hay pistas consistentes sobre el nuevo asesino del condado de Clayton. Carrie Walsh, Five Live News.»
—¿Han cerrado el ayuntamiento? —preguntó mi madre. Estaba de pie detrás de mí, rizándose otro mechón—. Hoy tenemos una reunión allí.
—Pues ya no —dije.
—Entonces, ¿para qué me estoy rizando el pelo?
—Porque si paras ahora que lo tienes a medias, parecerás una idiota.
—Era una pregunta retórica, John. —Volvió a entrar en el baño y desde allí voceó—: ¿Qué le está pasando a este pueblo?
—Hay un demonio que…
—¡Ya lo sé! —gritó y regresó al salón—. Ya sé que es un demonio, ¿vale? Lo sé, lo reconozco y me aterra. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Cómo vamos a seguir así, sin más? ¿Cómo podemos quedarnos aquí y… hacer nuestro trabajo? Por el amor de… Me siento como los que especulan durante la guerra: enriqueciéndome mientras los demás mueren.
—No se supone que debemos seguir adelante sin más —dije—. Se supone que debemos impedir que siga ocurriendo.
—¡De eso nada! —dijo levantando la voz—. De eso se encarga la policía y tú no eres uno de ellos: no tienes entrenamiento ni armas y tampoco tienes… edad suficiente ni para votar.
—Da igual si soy joven o viejo: soy el único que sabe de qué va esto.
—Tiene que haber alguien más —dijo mientras se abalanzaba hacia mí y me cogía del brazo—. Si de verdad son reales y de verdad existen ahí fuera, tiene que haber más gente que sepa de ellos. Quizá podamos hablar con esas personas.
—¿Con quién? ¿Con un atajo de friquis de Internet de los que hablan sobre conspiraciones?
—No —dijo. Miró el suelo y se frotó la boca con la mano, mientras con la otra aún me sujetaba el brazo bien fuerte—. No hablo de otros civiles, sino de gente entrenada. Gente del gobierno. Tienen que saberlo, ¿no? Seguramente hay un departamento del gobierno diseñado justo para esto, algún grupo secreto del que nadie ha oído hablar…
—Y si nadie ha oído hablar de ellos, ¿cómo vamos a encontrarlos? ¿Qué les decimos? ¿Qué te parece si llamamos a la policía ahora mismo y les decimos que queremos hablar con la Unidad Especial Anti-Demonios? Nadie nos creería.
—No tenemos que buscarlos. Hacemos un informe oficial y ellos nos buscarán a nosotros.
—Ya informamos a la policía cuando murió Crowley, ¿te acuerdas? Eso nos puso en contacto con el FBI y, a su vez, con Forman, que resultó ser otro demonio. La última vez que me fié de alguien del FBI acabé bebiéndome mi propia orina dentro de un agujero en un sótano. Estamos solos.
Negó con la cabeza.
—No digas eso. No te voy a permitir que lo hagas.
—Entonces, ¿qué? ¿Vas a pasar del tema mientras todo el mundo se muere a tu alrededor?
—John, ¿qué crees que vas a hacer? —exigió con los brazos en jarra—. ¿Qué? Ayúdame a entenderlo.
—Eso es lo que quiero: entender.
—Quieres matarlos.
—Si hace falta, sí. Pero primero debemos entenderlos. ¿Es que no tienes la más mínima curiosidad? ¿Ni un poco? ¿No quieres saber quiénes son y por qué están aquí y por qué matan a todo el mundo? ¿Por qué os habéis empeñado todos en cerrar los ojos y no ver lo que está pasando?
—La vida es demasiado corta —dijo; cruzó los brazos y se apoyó en la pared—. Es demasiado valiosa. Tenemos que vivir en este mundo, pero no hace falta que nos regodeemos en él. No tenemos que llenar nuestras vidas con toda esta oscuridad.
—Alguien tiene que hacerlo —repliqué—. Alguien tiene que soportar el golpe y ocuparse de la oscuridad, porque, de otro modo, siempre estará ahí.
Me lanzó una mirada fiera.
—Pero ese alguien no tiene por qué ser mi hijo. —Me miró un instante con los ojos húmedos por las lágrimas—. Eres todo lo que me queda.
Se dio media vuelta y entró en el baño, y durante un momento me quedé mirando el espacio vacío donde ella estaba antes. Yo no era todo lo que le quedaba, aunque sí era el único que seguía en casa, eso sí. Mi padre se había largado hacía ocho años y ella y mi hermana Lauren apenas se hablaban. Pero tenía a Margaret y a… Bueno, debía de tener a más gente, ¿no? Y las cosas con Lauren estaban mejor que en muchos años, así que eso ya era algo.
¿Verdad?
Volví a concentrarme en el televisor. El noticiario pasaba a publicidad, pero la última imagen fue un plano rápido del césped de los juzgados que seguramente habían tomado aquella misma mañana, cuando encontraron el cadáver del alcalde. Se veía un bulto indistinto sobre la hierba que supuestamente era el cuerpo; de su espalda salían dos palos largos, como los del pastor. En los palos se habían enredado —o quizá los habían colgado ahí— un par de plásticos bastante anchos y rotos que ondeaban con la brisa y estaban salpicados de sangre sucia y roja. La corriente los agitaba como si fueran un par de alas artificiales, y entonces la pantalla fundió a negro.
La casa de Brooke estaba a dos puertas de la mía: un chalé de dos plantas que tenía la misma distribución básica que el resto de casas del vecindario a excepción, claro, de la mía, que no era más que un apartamento encima de la funeraria. Yo estaba sentado en el coche, aparcado de manera inocua junto a la acera, haciendo una relación mental de las estancias de la casa de Brooke. Tenía el porche de delante, con la puerta en el centro; ésta se abría a un largo pasillo que se extendía hacia la parte trasera. A la izquierda estaba el salón, pequeño pero acogedor, con una gran ventana; a la derecha había un comedor que daba por detrás a la cocina; ésta, a su vez, tenía una gran puerta corredera de cristal que llevaba al jardín trasero. La esquina de atrás, a la izquierda, estaba ocupada por un baño y una gran despensa.
El piso de arriba no lo conocía tan bien, pues nunca había subido; pero había estado en la casa de los Crowley y por eso podía hacerme una idea de dónde estaba cada cosa. Del largo pasillo central salían unas escaleras que subían arriba, donde estaba la habitación principal —supongo que sería la de sus padres—, que quedaba en la esquina de la derecha, en la parte de delante. Desde el coche veía las ventanas: cortinas de encaje blanco y un par de adornos de cortesía. Al otro lado del pasillo y más cerca de donde yo estaba, había una habitación más pequeña que debía de ser de su hermano Ethan. La de la esquina de la izquierda de la parte trasera era la de Brooke, que tenía amplias vistas del bosque. De eso estaba seguro, porque solía sentarme oculto por la oscuridad de los árboles a observarla por la ventana. Pero ya estaba curado de eso.
Bueno, obviamente, no del todo.
No sé por qué estaba vigilando la casa. No es que necesitara compañía, porque si quisiera hacer algo podía llamar a mi amigo Max. No estaba mirando a través de las ventanas ni la estaba acosando. Simplemente estaba… pensando en ella. Me preguntaba si ella alguna vez pensaba en mí.
Era finales de agosto y corría suficiente brisa como para que el calor no fuera agobiante. Tenía la ventanilla bajada y el brazo fuera; sentía cómo se me estaba cociendo al sol. En algún lugar se oía el motor de una máquina cortacésped. Estaba mirando la casa de Brooke con la mente en blanco. El mundo estaba hueco como una campana.
Unos minutos más tarde el motor del cortacésped se paró y uno o dos minutos después Brooke apareció empujándolo desde el jardín de atrás. Lo colocó en una esquina del césped de delante de la casa, se agachó para agarrar la cuerda de arranque y tiró de ella hacia atrás y hacia arriba. La máquina se puso en marcha con un rugido y ella la empujó; iba dejando una estela larga y recta en la hierba. Era muy diferente de Marci: más alta y delgada; tenía menos curvas, pero era más… como una sílfide. Qué palabra tan estúpida. Brooke era larga, elegante y esbelta. Tenía el pelo dorado y aquel día se lo había recogido en una coleta alta que le colgaba por debajo de los hombros. Se movía con sencillez y mucha gracia.
Llegó a la otra punta del césped y dio media vuelta, y al empezar a cortar la segunda hilera, se iba acercando a mí. Me recosté en el asiento para que no me viese, pero tenía la mirada fija en la hierba. Cuando se volvió para regresar hacia el otro extremo, salí del coche y caminé lentamente hacia ella. Al llegar al camino de entrada, me detuve. Llegó al otro lado y le dio la vuelta al cortacésped para dar otra pasada, pero me vio e hizo una pausa. Apagó el motor y se sacó un auricular de la oreja.
—Eh, John.
—Hola.
Nos quedamos allí, en silencio. Quería decirle muchísimas cosas, pero… en realidad no había nada que pudiese decir. No porque no tuviese las palabras para hacerlo, sino porque no estaban en ningún orden en particular; cualquier cosa que lograse pronunciar sería una sarta de palabras aleatorias: comida casa zapato, mi no suelo sujetando. Por todas partes. Cielo. El lenguaje se desmoronaba, no sólo para mí, sino para todo el mundo, desde aquel momento hasta el albor de los tiempos.
¿Cómo era posible que las personas hablasen entre sí?
Al final, habló ella.
—¿Qué tal te va?
—Bien.
De nuevo, silencio.
Volvió a agacharse para tirar de la cuerda, pero se lo impedí.
—¿Crees que…? —Ni siquiera sabía lo que le quería preguntar.
—John… Siento… siento lo que dije. Pero sigue siendo cierto. Eres… quiero decir que… No sé qué es lo que quiero decir. —Suspiró—. Ya lo hemos hablado, ¿no? No puedo olvidarlo todo, sin más. No puedo mirarte a los ojos y ver la persona que solía ver. Lo que he visto… —Negó con la cabeza—. No sé lo que vi. Vi más de lo que me hubiese gustado.
Se preparó para tirar de la cuerda, pero la paré una vez más.
—Espera.
Ella cerró los ojos.
—¿Te ha llamado Marci para quedar?
Asentí.
—¿Cómo lo sabes?
—Me pidió permiso. Como si yo tuviera derecho a impedírselo: tú no eres mi… nada. Me refiero a que solamente salimos un par de veces, ¿no?
—¿Le dijiste que me llamara para salir?
Soltó la cuerda y se irguió.
—No le dije que no lo hiciera.
—Pensaba que tenías miedo de mí. Pensaba que la habrías advertido o algo.
Negó con la cabeza.
—Por favor, John, no pienses que te odio. Eres un buen amigo. Me salvaste la vida, puede que más de una vez. Pero ahora, cada vez que te veo le veo a él y veo el humo y entonces veo la manera en que tú… —Calló y por la forma en que se le quebró la voz me di cuenta de que intentaba no llorar; tenía la mirada baja, evitaba la mía—. Veo la manera en que me miraste. Tu expresión cuando le pediste el cuchillo. Ya no tengo miedo, pero… —Miró el cielo—. No sé. Creo que es porque vi a otra persona, había alguien detrás de tu cara, como si te hubieses quitado una máscara. Seguías siendo tú, pero no eras tú. Y no creo que esa persona me vaya a hacer daño ni a Marci ni a nadie más, pero… supongo que lo que pasa es que no sé nada de esa persona. Nada en absoluto. Eso es lo que más me asusta: que podría haber dos personas tan diferentes y que una de ellas fuese tan secreta.
La miré: ojos azules y luminosos, más claros que el cielo; mejillas húmedas de lágrimas como gotas de lluvia. Quería secárselas, quería echar a correr, abrazarla y pegarle y chillar y desaparecer. Quería fundirme y convertirme en un charco viscoso como Crowley y Forman: desaparecer para siempre como una gota de nada. Quería negarlo todo, decirle que estaba loca, actuar con normalidad y convencerla de que yo era exactamente igual que los demás. Debería haberme quedado en el coche. Debería haberme quedado en casa.
Se agachó para coger la cuerda pero yo di un paso adelante y tendí la mano con desesperación.
—¿Podemos hablar?
—¿Sobre qué?
—Sobre…
«¿Sobre qué?»
No tenía nada qué decir. No tenía aficiones ni intereses ni una vida, más que aquélla que no podía compartir con nadie más y que era lo único en que pensaba.
—Creo que Forman era un demonio.
—¿Un qué?
—Sé que lo era —dije mientras daba otro paso adelante—. Y también lo era el asesino de Clayton.
Nadie sabía que se trataba del señor Crowley.
—Y creo que el nuevo también lo es.
—¿Un demonio? —dijo Brooke—. ¿Como un demonio con cuernos y cola y todo eso?
—Creo que eso es un diablo y que los demonios son igual que nosotros.
—¿De qué hablas?
—Eso no es lo que importa. Quiero decir que no es un demonio de verdad, técnicamente no. Pero es algún tipo de… como un monstruo, como un monstruo de verdad. Como los de las películas o algo así.
Me miraba fijamente, boquiabierta y con el ceño fruncido por la preocupación.
—John, ¿estás bien?
No debería haber dicho nada; normalmente era mucho más espabilado, mucho más cauteloso. ¿Por qué había pensado que ella sabría de qué estaba hablando?
—¿Viste algo cuando estábamos en aquella casa con Forman? —pregunté—. ¿Notaste algo extraño?
«¿Por qué sigo hablando?»
—John, los monstruos no existen. —Parecía preocupada—. ¿Quieres sentarte?
—No, estoy bien. Escucha: estoy bien, olvídalo, ¿vale? —Sentí como si me ahogara—. Oye, ha sido un cuento chino, ¿sabes? No era más que… una broma. —Di un paso atrás—. Nos vemos.
Me di media vuelta y me apresuré hacia mi casa.
—John, espera.
No hice caso y ni me volví ni frené ni respiré hasta que llegué a casa, entré y cerré la puerta con llave.