Era domingo y yo iba camino de misa.
No soy una persona religiosa, aunque tampoco creo que esté en contra de la religión. La verdad es que no pienso mucho en ello. Nunca he ido a la iglesia porque mis padres no iban; y cuando escogí la palabra «demonio» para describir los monstruos que había visto, sinceramente, ni siquiera me di cuenta de que su origen era religioso. La utilicé porque David Berkowitz, el Hijo de Sam, la utilizó en una carta que escribió a la policía. Que «demonio» fuese una palabra chula no significaba que el Manitas fuese un ángel caído ni ninguna tontería por el estilo.
Así que no, no iba camino de la iglesia para asistir a una reunión de feligreses en la que se canta y se reza, o lo que sea que hagan. Iba a un edificio que era una iglesia porque ahí es donde pasan el rato los pastores; y lo hacía en domingo porque supuse que ése era el mejor día para encontrar a uno. En concreto, iba a la iglesia católica de Santa María para hablar con el padre Erikson, a quien todos los noticiarios consideraban el mejor amigo del pastor Olsen. La iglesia de Santa María y la iglesia presbiteriana del Trono de Dios colaboraban constantemente en cosas como comedores sociales y proyectos de servicio a la comunidad, así que imagino que no era una idea descabellada. Un amigo de la víctima era la mejor pista que había tenido en dos meses, así que me pareció oportuno ir a hacerle algunas preguntas.
El aparcamiento estaba lleno; dejé el coche al otro lado de la calle y me quedé esperando dentro hasta que empezó a salir gente: niñas con vestidos con estampados de flores y hombres con camisa blanca y corbata. Había más gente de la que me había imaginado. Me quedé sentado tranquilamente mientras ellos iban sin prisa a sus coches y observé sus rostros con atención. Hablaban y reían. Sonreían o fruncían el ceño. Parpadeaban al salir a la luz y miraban el mundo mientras reflexionaban con aire triste. ¿De qué eran culpables? ¿Hasta dónde podían llegar si se los presionaba?
Para mí todo el mundo era sospechoso: desde el más viejo al más joven. Cualquiera de ellos podía ser un demonio.
Uno a uno, se subieron a los coches y se marcharon. Yo salí del mío, crucé la calle y entré en la iglesia sin hacer caso de las sonrisas de un grupo de señoras mayores con las que me crucé en el vestíbulo. El padre Erikson estaba en la capilla, recorriendo los bancos y ordenando un montoncito de misales de color rojo.
—Hola —dijo al verme. Sonrió—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Eh… —Nunca había hecho nada parecido y no sabía muy bien qué decir. No podía enseñarle una placa y empezar a hacer preguntas—. ¿Tiene un momento?
Ladeó la cabeza, me miró y dejó el misal que tenía en la mano.
—Por supuesto. ¿Qué problema tienes?
Caminó hacia mí y vi que fruncía el ceño ligeramente; tenía la frente arrugada y los ojos entrecerrados. Aquélla era cara de «estoy preocupado por ti».
Negué con la cabeza.
—No, no, no se trata de eso. No tengo ningún problema religioso ni nada por el estilo. Sólo que…
Realmente no había pensado lo suficiente la situación. ¿Por qué iba a contestar las preguntas de un chaval raruno sobre su amigo muerto? Necesitaba inventarme algo rápidamente. Estaba a punto de llegar hasta donde yo estaba parado.
—Hola —dije—. Estoy haciendo prácticas con el periódico y… —Lo miré a los ojos y se me escapó una pregunta sin poder siquiera evitarlo—. ¿Cree usted en los demonios?
Se detuvo de pronto y sonrió, sorprendido.
—¿Demonios?
—Sí, demonios de verdad. Es un tema católico, ¿verdad?
—Bueno, sí —dijo lentamente—. La Biblia habla de demonios y espíritus malignos, pero no se trata de una parte muy importante de nuestra fe. Le enseñamos a la gente cómo vivir con rectitud y hacer buenas obras, y con algo de suerte nunca tenemos que preocuparnos de los demonios.
—¿Y si no tenemos suerte?
Estudió mi expresión, la suya había cambiado: interesado, pero con preocupación en lugar de altruismo.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, ¿no cree que es importante? —pregunté—. Si los demonios existen y pueden atacar a las personas y hacer cosas, como en la Biblia, entonces, ¿no deberíamos tenerlo en cuenta? Creo que ustedes deberían hablar más del tema.
Volvió a sonreír y señaló un banco.
—Permíteme una pregunta —dijo mientras se sentaba. Yo hice lo mismo, al otro lado del pasillo—. No eres de mi congregación, ¿verdad?
—No.
—¿Acudes a alguna de las iglesias de Clayton?
—La verdad es que no.
—Hay un puñado de versos que hablan de demonios —dijo— y decenas de miles que hablan sobre Dios. Así que, si Dios es real y puede ayudar a las personas y actuar, como en la Biblia, entonces, ¿no deberíamos tener eso más en cuenta que a los demonios?
Enarqué las cejas.
—Ahora ya entiendo por qué la gente no quiere hablar con curas.
—Touché! —dijo y se rió—. Vale, admito que he jugado un poco fuerte, pero de todos modos: touché.
—¿Dice algo la Biblia sobre qué aspecto tienen los demonios? —pregunté.
—Así que solamente quieres hablar de demonios —contestó y asintió—. Bueno, pues hablaremos de demonios. Bien, la Biblia nos enseña que son ángeles caídos que fueron expulsados del cielo junto con Satanás. Por lo tanto podemos suponer que un demonio podría tener exactamente el mismo aspecto que nosotros: no son más que gente normal y corriente que tomó decisiones muy, muy equivocadas.
—Entonces, nada de cuernos ni horcas ni nada por el estilo, ¿no?
Se echó a reír.
—No que yo sepa.
—Quería…
Hice una pausa. Había roto el hielo y quería preguntarle por el pastor Olsen para averiguar si sabía alguna cosa que me ayudase a encontrar al demonio. Pero lo que estaba diciendo me parecía un poco raro: algo me había puesto la mosca detrás de la oreja. Se lo tenía que preguntar.
—¿Cómo puede creer en demonios y no preocuparse por ellos? Es como saber que fuera hay un lobo que te quiere matar y que ese detalle no te importe. No tiene sentido.
—Es porque también creo en Dios y estoy convencido de que es más fuerte.
—Dios no protegió al pastor Olsen.
Hizo una pausa y me observó con atención.
—Todos los días ocurren cosas malas —dijo lentamente—. A todas horas, todos los minutos del día. Hoy han venido doscientas personas de mi congregación y sé que a cada uno de ellos le van a pasar cosas malas. La estadística dice que este mes uno de esos doscientos tendrá un accidente de tráfico; cinco de ellos perderán el empleo antes de que acabe el año, puede que más si el aserradero sigue perdiendo dinero. La mitad tendrá cáncer en un momento dado de la vida. Y aun así, consciente de todo eso, esta mañana les di un sermón sobre la esperanza y les dejé salir por aquella puerta a enfrentarse al mundo.
—¿Cómo puede eso servir de ayuda? Si quiere hablar de estadística, durante el último año hemos tenido tres asesinos en serie en el pueblo. Al ritmo que llevan, puede estar prácticamente seguro de que matarán a alguien de su congregación. Está prácticamente garantizado. ¿Qué dirá su familia? «El cura podría haberlo salvado, pero en lugar de eso nos dio un sermón sobre la esperanza. Gracias a Dios.»
—Soy cura, no policía. Cada uno tiene un trabajo distinto y ayuda con lo que puede. Veamos, en cuestión de asesinos en serie, yo no sé ni el abecé ni sabría cómo seguirle la pista a un criminal. Sin embargo, soy muy buen maestro y muy buen líder, y la mejor manera que tengo de servir a esta comunidad es ciñéndome a ese papel. —Cambió de postura y se inclinó hacia delante—. ¿Tienes idea de cuánto ha aumentado la cantidad de gente que viene a esta iglesia durante el último año? ¿Sabes cuántas personas más dan a los pobres o se hacen voluntarios? Las pruebas por las que pasamos unen a las personas. Los asesinos vienen y van, pero la comunidad siempre estará aquí y la gente siempre necesitará comer y una casa donde vivir y un trabajo y alguien en quien confiar. Como tú dices, ahí fuera hay un lobo, pero algunos son cazadores y otros somos pastores. La única forma de mantener al rebaño a salvo es trabajando juntos.
Se recostó en el banco y juntó las manos sobre el regazo.
—Intuyo que tú estás entre los cazadores.
De pronto lo miré y me puse nervioso.
—No pasa nada por eso —continuó—. Necesitamos cazadores. Necesitamos alguien que nos proteja. Pero también necesitamos a todos los demás. No hay nadie que pueda hacerlo todo sin ayuda.
Nos quedamos un minuto sentados en silencio. No tenía ni idea de qué más decir. Estaba confundido, completamente perdido. No se me ocurría nada.
—Estoy intentando cazarlo —dije— para un artículo del periódico, como le he dicho antes. Y necesito su ayuda. Usted era amigo del pastor Olsen. ¿Sabe algo que pueda ayudar a atrapar al asesino? Cualquier cosa.
Farfulló y se le enredaron las palabras.
—Yo… no estoy seguro de…
—Cualquier cosa que sepa será de ayuda —añadí rápidamente—. Qué hizo ese día, por qué estaba en la iglesia por la noche, si había recibido alguna amenaza por teléfono o alguna visita… El Manitas viene de Georgia, ¿tenía el pastor Olsen algún vínculo con esa zona? Tiene que haber algo que podamos utilizar para encontrar al que le hizo eso.
—No me refería a que fueses un cazador de verdad —dijo Erikson—. Quería decir que es obvio que te preocupas y estás ansioso por ayudar y, sinceramente, me parece maravilloso, pero… eres un chaval. No hagas nada peligroso.
—Oh, no se preocupe —dije y sentí que una mentira brotaba con total facilidad—. Esto es sólo en plan periodístico. Me dan un crédito en el instituto. Cualquier cosa que me diga irá directamente al periódico y serán ellos los que hagan el seguimiento.
Me observó sin decir nada.
—Se lo juro —afirmé—. No voy a hacer nada peligroso.
—Dame tu número de teléfono —dijo finalmente—. Si se me ocurre algo, te llamaré.
Marci Jensen vivía en una vieja casa de color amarillo en el centro de Clayton, a tan sólo una manzana de la calle Main. Éste era el barrio más antiguo y todo era muy alto: las casas tenían empinados tejados a dos aguas y los viejos árboles estiraban las ramas incluso más allá. Las aceras estaban oscurecidas y agrietadas, y se combaban formando picos irregulares allí donde las raíces empujaban el pavimento. Aparcado junto a la acera, había un coche de policía. Apoyé la bicicleta contra la valla baja de hierro forjado y caminé hasta la puerta de Marci pasando por entre dos estrechas franjas de jardín lleno de maleza y hierba amarillenta que seguramente no veía mucho el sol. Parecía una casita del bosque, un lugar donde la vida se abría paso por todas partes, poco a poco, hasta que formaba parte de todo.
El porche estaba envejecido y gastado por las inclemencias del tiempo, y, al otro lado de una puerta mosquitera que estaba cerrada con un pequeño pasador destartalado, la puerta de entrada estaba abierta. Llamé con los nudillos.
Dentro se oyeron unos pasos ruidosos y un crío desaliñado de unos doce años salió al recibidor desde una de las habitaciones laterales. El sonido de un televisor flotaba desde el fondo de la casa. Abrí la boca para decir algo, pero él se dio media vuelta y gritó: «Marci, ¡te vienen a buscar!» Antes de terminar de chillar la frase ya había desaparecido en algún rincón de la casa.
Otro grito respondió desde arriba, indistinto y femenino, acompañado de un vago repiqueteo de puertas y escaleras. Un par de niños más pequeños, un niño y una niña que parecían mellizos, me echaron un vistazo desde otra puerta. Calculé que debían de tener cuatro o cinco años.
—Hola —dije.
—Hola —contestó la niña. El niño asomó la nariz.
—He venido a ver a Marci —dije para explicar mi presencia.
—No eres el mismo que vino el sábado —dijo el niño.
—Claro que no —dijo la niña—. Marci tiene muchos novios. Tiene más que yo y yo tengo cinco.
Enarqué las cejas.
—¿Cinco novios?
—Tyson y Logan y Ethan y un niño del autobús que no conozco.
—Eso hacen cuatro —dije con una sonrisa.
—Yo tengo cuatro años —intervino el niño rápidamente y sacó cuatro dedos para que los viera.
—Y papá —dijo la niña—. Es mi otro novio. Y el sheriff Meier. ¿Eso hace cinco?
—Casi —asentí.
Se oyó un estruendo de pasos por la escalera y Marci llegó al recibidor. Llevaba unos vaqueros cortados, de esos tan, tan cortos que mi madre dice que son como de Samantha Fox, y una camisa de manga corta de franela. Llevaba la larga y negra cabellera recogida en una coleta alta que botaba un poquito al caminar. Sonrió y se acercó a mí con los pulgares metidos en los bolsillos y, de pronto, la casa que unos segundos antes me parecía oscura y vieja me resultó «cómoda» y «rústica». Era la forma en que se movía, su porte. Hacía que todo lo que la rodeaba tuviese mejor aspecto.
—Uau —dije.
—¿Te gusta? —preguntó mientras abría los brazos y se miraba la ropa—. Compré los pantalones por Internet. ¿Cuánto crees que me costaron?
—No hay nadie en el mundo que juzgue el valor de la ropa peor que yo —dije negando con la cabeza—. No vale la pena ni que lo intente.
—Venga, atrévete —dijo y abrió la puerta y salió al porche.
—Más de cinco dólares y menos de quinientos.
Ella se echó a reír.
—Vale, creo que tacharemos el valor de la ropa de la lista de posibles temas de conversación.
—Sólo se me da mal el valor económico. El aspecto sí sé apreciarlo.
—Pero lo que importa es el precio —dijo mientras caminaba hacia la entrada y se quedaba de pie junto a una bicicleta que había junto a la casa—: cualquiera puede comprar ropa bonita, pero la que la encontró a un precio increíble fui yo. Bueno —se detuvo y posó echando la cadera hacia el lado—, también hago que parezca mucho más bonita. ¿Estás listo?
—Sí, tengo la bici ahí fuera. ¿Vamos al lago?
—Si no te importa, sí —dijo mientras sacaba la bici a la calle—. Ya sé que encontramos un cadáver allí y todo eso, pero es que hace muy buen tiempo y quiero salir en bicicleta todo lo que pueda antes de que empiece el instituto. Además, por lo visto, últimamente los muertos aparecen sólo en las iglesias, así que estaremos a salvo.
«Vaya —pensé—, habla de las muertes con mucha más naturalidad de lo que esperaba. Debe de ser por tener un poli en la familia.»
—Me parece bien.
Me subí a la bici y la dejé ir por delante, avanzando hacia la carretera. Pedaleé un poco para alcanzarla.
—No sabía que te gustase montar en bici.
—No en plan carreras ni nada, pero me encanta ir en bici. Y también caminar por el monte. Me parece increíble la suerte que tenemos de vivir aquí.
Estuve a punto de echarme a reír.
—¿Lo dices en serio? ¿En Clayton?
—Me encanta Clayton. Hay un lago, un bosque, kilómetros y kilómetros de senderos y carreteras; si pudiésemos solucionar el tema de la esperanza de vida, estaríamos en el paraíso.
—Supongo que tienes razón —dije, y la seguí cuando giró hacia la carretera del lago.
Montábamos tranquilamente, casi sin pedalear y yo levanté la cabeza para mirar el cielo. El sol brillaba, hacía calor y el aire olía a hierba cortada. Normalmente utilizaba la bicicleta para ir a los sitios: a la escuela o a la biblioteca o al almacén incendiado que había fuera del pueblo. Nunca montaba por diversión.
Llegamos a la carretera que llevaba al lago, que pasaba por delante de un taller mecánico y se dirigía hacia la frondosa orilla, que estaba más allá. Marci se adelantó, puso la marcha más larga y pedaleó de pie para coger más velocidad. Yo me esforcé por no quedarme atrás y el viento me rozó la cara como una cortina fresca. Marci era muy rápida y mientras miraba cómo movía las piernas arriba y abajo me di cuenta de que seguramente ella estaba mucho más en forma que yo. También me percaté de que quedarme un poco rezagado tampoco era tan terrible.
Solía tener normas acerca de mirar a las chicas: simplemente, nunca me había permitido hacerlo. He vivido media vida temiendo constantemente mis propios pensamientos o mi lado más oscuro, que acechaba en mi interior, ansioso por aferrarse a cualquier migaja que yo le diese para dominarme por completo. Soñaba con matar a mis amigos y familiares; fantaseaba día y noche con atrapar, atar y torturar a la gente con la que me cruzaba por la calle. Incluso había fantaseado con embalsamar a Marci. Había algo dentro de mí que anhelaba sangre y dolor, y no porque eso fuese lo que le gustaba, sino porque nada más lo satisfacía. No sentía emociones normales como la gente común; las cosas como el amor y la gentileza eran conceptos ajenos a mí, mientras que sentimientos más duros como el odio y el miedo y la envidia estaban demasiado cerca de la superficie. Si deseaba una experiencia emocional potente y vibrante, la violencia era básicamente la única forma de conseguirla, y por eso permitirme el lujo de sentirme unido a una chica era, obviamente, una idea pésima.
Brooke alcanzó a ver fugazmente ese lado de mí cuando estuvimos encerrados en casa de Forman, unos meses antes. No le hice daño, pero ella lo sabía. Llevábamos desde entonces sin hablar.
La cuestión era que, dado que ya era un verdadero cazador de demonios, todo se había vuelto diferente. Mi parte oscura tenía una válvula de escape y por la noche mis sueños se habían convertido en las heroicas hazañas de John el Conquistador, donde daba muerte a todos los seres lúgubres del mundo; y si disfrutaba de la caza un poco más de lo necesario, bueno, tenía derecho a hacerlo. No hacía daño a nadie más que a los demonios y la cuestión era hacerles daño. Aquel cambio había venido acompañado del abandono de muchas de las normas, lo que me permitía por primera vez disfrutar de la vida: hablar con la gente, cazar un demonio, mirar a las chicas. Era libre.
Lentamente y con cuidado solté el manillar y abrí los brazos. Marci se volvió, me vio e hizo lo mismo; los dos empezamos a lanzar gritos de euforia al aire mientras volábamos por la carretera. Cerré los ojos y sentí el viento en la cara, afilado y excitante: había peligro en el aire. El pueblo desapareció a nuestras espaldas, la naturaleza se alzó ante nosotros; la carretera nos llevaba de cabeza hacia ninguna parte.