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Cuando asesinan a alguien, los detalles del caso se mantienen en secreto para no estorbar la investigación; así sucedió con el pastor Olsen: sabíamos dónde había muerto y cómo estaba el cadáver, pero la policía no difundió ningún dato más. Aparte de los investigadores, nadie tuvo permiso para ver la escena del crimen y nadie que no fuese el patólogo forense pudo ver el cadáver… Excepto los funerarios. Así fue como cinco días después del asesinato, cuando ya había analizado cien veces la información que daban en las noticias, cuando se me habían acabado las pistas y estaba desesperado por conseguir algo más de información, el FBI me trajo el cadáver a casa.

Tengo el mejor trabajo del mundo.

Mi madre y Margaret, su hermana gemela, eran copropietarias de la funeraria y yo las ayudaba con los funerales y el mantenimiento en general desde que tenía siete años. Fue mi padre quien me enseñó las herramientas para embalsamar; lo hizo antes de desaparecer y desde aquel momento se convirtió en mi pasión. Mi hermana ayudaba en la oficina haciendo el papeleo y contestando las llamadas; los muertos le daban mala espina o al menos eso decía ella, pero yo no comprendía que eso fuese posible. Los cadáveres están tranquilos y en silencio: totalmente quietos, totalmente inofensivos. Un cuerpo nunca se va a mover, no se reirá de ti y no te juzgará. Un muerto no te va a chillar, a pegar ni a abandonar. Lejos de los zombis y la basura que se ve en la tele, un cadáver es, de hecho, el amigo ideal. La mascota perfecta. Me siento más cómodo entre ellos que con gente de verdad.

Ron, el forense del condado, trajo los restos mortales del pastor en su gran furgoneta oficial, escoltado por un par de policías. Yo me quedé arriba hasta que se marcharon, mirando por la ventana mientras abrían las puertas de la furgoneta, sacaban la camilla tapada, soltaban las ruedas y la empujaban para hacerla entrar por la puerta trasera. Los policías recorrían el aparcamiento sin ton ni son; miraban el cielo, el bosque de detrás de casa o las grietas del asfalto que pisaban. Era mediados de agosto y las grietas estaban llenas de hormigas que correteaban de un lado a otro haciendo misteriosos y urgentes recados. Uno de los policías se agachó para mirarlas de cerca y después se puso en pie y arrastró el pie entre aquel hervidero. El enjambre se dispersó, volvió a formar y siguió con la vida como si nada. El policía se alejó distraídamente, pensando en cualquier otra cosa.

Cuando Ron se marchó, bajé y me reuní con mi madre y con Margaret en la sala de embalsamamiento. Me lavé las manos y me puse un delantal quirúrgico y unos guantes.

—Hola, John —dijo Margaret. Con la mascarilla puesta mi madre y ella eran casi imposibles de distinguir.

La sala estaba envejecida; tenía azulejos de un azul turquesa desvaído, pero estaba limpia y bien iluminada, y el ventilador del techo estaba prácticamente nuevo. El equipamiento ya era antiguo pero todavía estaba en servicio; las ruedas de los carros y las mesas estaban bien engrasadas y no chirriaban.

La nuestra era la única funeraria de la zona y hacíamos negocio de la muerte de nuestros amigos y vecinos. Admito que es una forma diferente de ganarse la vida, pero no tiene nada de morboso. El funeral es el último hurra del cuerpo antes de ser enterrado para siempre; la oportunidad que se le da a la familia de reunirse y recordar las mejores partes de la vida que han compartido. A mí me enseñaron a respetar a los muertos, a tratarlos como invitados de honor y a pensar en la muerte como una ocasión para celebrar la vida. No sé si me convencía todo eso, pero sé que embalsamar me gustaba más que prácticamente cualquier otra cosa del mundo. Se trataba de un tiempo que podía compartir con otra persona, aunque no la conociese, de forma más profunda y personal que con los vivos. No era de extrañar, entonces, que hubiese soñado tantas veces con embalsamar a Brooke.

—El pastor Elijah Olsen —dijo Margaret mientras leía el fajo de papeles que Ron nos había dejado. La bolsa descansaba tranquilamente sobre la mesa, aún sin abrir—. Fallecido hace seis días, más o menos. Autopsia completa; órganos en la bolsa; le faltan las manos y la lengua. Herida de bala en la espalda, agujero de salida en el pecho; heridas de arma blanca en la espalda. El resto es todo normal, suponiendo que Ron haya hecho bien su parte.

Dejó los documentos encima de un mostrador y soltó una pequeña carcajada sin el menor atisbo de humor.

Nadie se movió.

—Me estoy hartando de todo esto, la verdad —dijo mi madre con la mirada fija en la bolsa—. ¿Puede alguien morir de causas naturales de vez en cuando, por favor?

—Piénsalo así —dijo Margaret con las manos apoyadas en las caderas—. Con lo del asesino de Clayton compramos un ventilador nuevo y después de lo de Clark Forman cambiamos el ordenador de la oficina. Si el Manitas se queda el tiempo suficiente, podremos renovar el equipo de música de la capilla.

Mi madre se echó a reír secamente y sacudió la cabeza.

—En ese caso, espero que nunca podamos pagar un equipo de música nuevo.

Yo estaba tan ansioso por empezar como ellas parecían estar vacilando.

—Que empiece el espectáculo.

—Espero que el ventilador no nos deje tirados —dijo Margaret.

Era una vieja frase de cuando teníamos un ventilador mucho peor y los productos tenían un olor más penetrante, pero ya se había convertido en una tradición. No empezábamos hasta que Margaret lo decía. Los tres asentimos y nos pusimos manos a la obra.

Bajé la cremallera de la bolsa, la abrí y dejé el hombre muerto que había en el interior al descubierto. En un caso normal solíamos recibir el cadáver alrededor de un día después de su muerte, vestido y rígido por culpa del rígor mortis, éste solamente duraba un día o dos y las víctimas de asesinato que habían pasado por una autopsia nos llegaban ya flexibles, lavadas y separadas por piezas. Este cadáver tenía el pecho marcado por una gigantesca «Y» por donde el forense lo había abierto para sacarlo todo y volverlo a coser después sin darse mucha maña. Los órganos que había extirpado y examinado estaban dentro del cuerpo, en una bolsa hermética. Los brazos acababan en un par de muñones allí donde el asesino había cortado las manos y el forense los había vendado ligeramente para contener la hemorragia; los cadáveres no sangran mucho porque el corazón ya no crea presión para que la sangre circule, pero de todos modos ésta puede salir por las heridas y en aquel caso era más higiénico transportar el cuerpo de ese modo.

Mi madre y yo levantamos el cuerpo mientras Margaret sacaba la bolsa de debajo. Lo habíamos hecho tantas veces que trabajábamos sin hablar; cada uno de nosotros sabía qué había que hacer y qué tareas le correspondían: mi madre le cubrió la pelvis con un trapo esterilizado, Margaret empezó a descoser los puntos del vientre para sacar la bolsa de los órganos y yo le retiré las vendas de las muñecas.

Lo que solía ser cada una de las muñecas se había convertido en un corte transversal perfecto de carne, hueso y tendón; pasé la punta de un dedo enguantado por uno de esos cortes, tratando de imaginar con qué se podría haber hecho. Lo primero que me vino a la cabeza fue un mordisco: el señor Crowley podía distender la mandíbula y le salían docenas de afiladísimos y largos dientes. Era totalmente factible que Nadie, nuestra nueva criatura demoníaca, pudiese hacer lo mismo. Pero en la muñeca no había ni una sola marca de dientes: ninguna señal vertical de algo que hubiese desgarrado la carne ni una línea horizontal donde se hubiesen encontrado las dos hileras de dientes. El muñón era demasiado limpio. Pero ¿qué otra cosa podía ser?

El señor Crowley también podía convertir las manos en feroces garras que podían cortarlo prácticamente todo; no era difícil darse cuenta de que una zarpa como aquélla podría haber hecho ese corte. Un tajo hecho con un único movimiento que había separado carne, hueso y tendones de un solo golpe; tenía sentido. Si había esgrimido una garra con tanta potencia para hacer un corte tan limpio como aquél, eso también demostraba una vez más que el asesino era fuerte. Lo archivé en mis notas mentales y ayudé a mi madre a lavar el cadáver.

Margaret se llevó la bolsa de órganos a una mesa lateral y se dispuso a limpiarlos uno a uno y llenarlos de formaldehído. Eso le iba a llevar unas cuantas horas. Mi madre y yo limpiamos el cuerpo, arreglamos la cara para el velatorio y bombeamos los conservantes por lo que quedaba del sistema circulatorio. El embalsamamiento arterial de un cadáver en aquel estado normalmente suponía muchísima complicación, porque los vasos sanguíneos tenían tantas perforaciones que la bomba no podía hacer su trabajo. En lugar de fluir por todo el cuerpo, el líquido embalsamador se acumulaba en la cavidad pectoral y salía por las heridas. Afortunadamente (o no, si se lo preguntabas a mi madre), durante el año anterior habíamos recibido tantos cuerpos mutilados que habíamos desarrollado un remedio bastante sencillo: vaselina. Gastábamos un bote entero, pero si ponías una buena capa encima de las heridas y después las envolvías con esparadrapo, conseguías taponar la mayoría de los agujeros. Cuando acabamos de lavar las extremidades, la cabeza y el pecho, mi madre sacó un bote nuevo de vaselina y nos pusimos a sellar las heridas.

Había muchas heridas que sellar.

Primero de todo, las muñecas, claro, que recibieron una buena capa de la sustancia cerosa. Después me puse con la herida que supuestamente le había provocado la muerte: una gran herida de bala encima del corazón que debía de tener la pareja en la espalda, aunque seguramente era más pequeña. Yo era bastante generoso con la vaselina y llené el agujero de delante hasta que rebosó. Cuando acabé, le abrí la boca y le di una capa a la lengua —o al pequeño bulto donde solía estar— con otro espléndido pegote. Si el corte de las muñecas era limpio, el de la lengua era impecable: se la habían extirpado de forma prácticamente quirúrgica, con un cuidado excepcional y gran atención al más mínimo detalle. ¿Otra garra más pequeña, quizá, o una herramienta del tipo de un bisturí? Fuera lo que fuese, debía de estar afilado como una navaja y debía de tener una hoja larga y una punta muy fina con la que hacer un trabajo de tal precisión.

Fue justamente esa precisión tan asombrosa lo que me hizo pensar. Ya sabíamos que el demonio era extremadamente prudente, que llevaba lonas y chubasqueros y Dios sabe qué para evitar mancharse de sangre. Eso sugería una asesina muy meticulosa, una teoría que la extracción quirúrgica de la lengua ponía de relieve. Veía algo de mi propia precaución reflejada en ella, y eso significaba que iba a ser muy difícil seguirle la pista. Pero supuse que ahí había algo más en juego: algo que encajaba con el resto del ataque y al mismo tiempo no lo hacía. Le empecé a dar vueltas a este asunto y seguí trabajando.

Mientras yo cubría las heridas externas, mi madre extendió una gruesa capa de vaselina por todo el interior de la cavidad torácica, de arriba abajo. Tenía que meter todo el brazo dentro para asegurarse de llegar a todas partes; durante las autopsias el forense serraba el esternón para abrir el pecho, así que en realidad bastaba con apartar las costillas y trabajar en el interior. Pero mi madre odiaba hacer eso y, por lo tanto, dejó las costillas donde estaban y se dedicó a sortearlas.

—Bueno, la parte de dentro ya está —dijo un momento después.

Asentí.

—Yo tengo la parte delantera lista. ¿Le damos la vuelta?

Dejamos los botes de vaselina y nos pusimos a la izquierda del cadáver. Yo lo cogí por el hombro, mi madre por debajo de las caderas, lo giramos primero sobre el costado y después lo colocamos boca abajo. Mi madre soltó un grito ahogado y los dos nos quedamos mirando.

—Me parece que vamos a necesitar más vaselina.

Tenía la espalda llena de agujeros que debían de ser heridas de arma blanca: algunas eran largas y otras irregulares, pero todas eran profundas y mortíferas. Cualquiera de ellas le podría haber provocado la muerte. Los dos agujeros donde le había insertado los palos se distinguían sin problema, porque eran algo más anchos y redondos que el resto, pero la policía no había hablado de ninguna otra herida en la espalda. Rocé una de ellas con el dedo intentando adivinar qué la habría causado: ¿una uña o la garra entera? Rápidamente recorrí todo el cuerpo con la mirada, buscando un patrón, pero no parecía que lo hubiese.

Los agujeros eran recortados y desordenados, y estaban mojados de sangre oscura y morada, como si fueran cardenales líquidos. Alguien se había ensañado con aquella espalda con una ferocidad bestial, hasta el punto que parecía carne picada. El método limpio y sistemático del asesino no indicaba de ningún modo que también pudiese hacer algo así.

—¿Qué ha hecho? —susurró mi madre.

Incluso seis días después de que se produjese el ataque y en una habitación esterilizada, el espectáculo era brutal. Margaret dejó lo que estaba haciendo y también se acercó a echar un vistazo. Mi madre me dirigió una mirada con las cejas enarcadas, como en una pregunta silenciosa.

—Madre mía —dijo Margaret mientras tocaba el cuerpo con cuidado—. ¿Esto lo mencionaron en las noticias?

—Ni una palabra —contesté—. Y tampoco recuerdo nada parecido en ninguno de los asesinatos anteriores del Manitas.

—Parece como si lo hubiese apuñalado treinta veces —dijo Margaret—, puede que cuarenta.

—¿Qué quiere decir? —exigió mi madre, que todavía me estaba mirando.

—¿Que qué quiere decir?

—Tú eres el experto, ¿no? —Me resultaba difícil interpretar el tono de voz: enfado, curiosidad y desesperación, todo al mismo tiempo. No distinguía contra quién estaba dirigiendo esa ira—. Tú eres el que estudia todas estas cosas, ¿qué quiere decir?

Volví a contemplar el cadáver.

—Lo primero que significa es que la policía lo ha mantenido en secreto; en parte para que nadie se espante, pero sobre todo porque es una marca. Es como… una firma, de la que nadie sabe nada a excepción del asesino. Así pueden saber si se trata de un asesinato del verdadero Manitas o de un imitador. También puede servir para autentificar cartas que se reciban en la policía o en los medios: si la carta habla de algo que no se ha revelado todavía, saben que es genuina, que es del asesino real.

—¿Y eso ocurre muy a menudo? —preguntó Margaret.

—Más de lo que te puedas imaginar. A muchos asesinos en serie les gusta involucrarse en sus propias investigaciones.

—Pero ¿qué nos dice del asesino? —preguntó mi madre. Todavía me observaba con una mirada afilada y penetrante—. ¿Qué nos dice de… la persona que hizo esto?

La miré un instante y después volví a fijarme en el cadáver. «¿Me está preguntando por el demonio?»

—Significa que está enfadada por alguna cosa —dije.

—¿Enfadada? —preguntó Margaret.

—O enfadado —dije rápidamente—. Él o ella lo hace todo premeditadamente y es muy meticulosa con todo lo que hace. Pero después de muerto y después de haber hecho todo lo que tiene que hacer, se ensaña con él, como una loca. —Toqué la espalda una vez más—. Esto es rabia pura. Sea lo que sea lo que quiere la asesina, cualesquiera que sean las necesidades que cubre cuando mata, la base de todo eso es la ira.

—¿Ira contra qué?

—No lo sé —respondí lentamente—. ¿Pastores? ¿Hombres? ¿Nosotros?

—¿Nosotros? —preguntó mi madre.

La miré. «¿Es esto lo que quiere saber? ¿Si el demonio busca venganza?» Escogí lo que iba a decir con mucho cuidado.

—Quienquiera que haya hecho esto ha cruzado medio país para hacerlo. Hombre o mujer, es una persona muy motivada y muy cuidadosa y furiosa. Pero a falta de más pruebas, lo único que nos dice es que… pronto las tendremos. Seguramente, será muy pronto.

Volvimos a mirar el cuerpo, la sangre coagulada que brillaba bajo la resplandeciente luz de la sala. Ya tenía más piezas del rompecabezas y una idea más completa de cómo mataba ese demonio, y eso era bueno. Pero incluso mientras averiguaba más sobre el «cómo», empecé a dudar sobre lo que sabía del auténtico «por qué».

Y eso no era para nada bueno.