El demonio había matado a un cura.
Lo estaban diciendo en las noticias: un pastor había sido encontrado muerto en el jardín de la iglesia presbiteriana del Trono de Dios. Cerré la puerta y fui al sofá, donde me senté junto a mi madre. Miramos la tele en silencio. Aquello era demasiado bueno para ser verdad. Un reportero entrevistaba al sheriff Meier mientras éste describía la escena: el pastor estaba tendido boca abajo en el suelo y de la espalda le salían dos palos largos; uno era el palo de una fregona y el otro el de una bandera. Se los habían incrustado entre las costillas, justo entre los omoplatos, uno a cada lado. Me acerqué para ver la tele un poco mejor; estaba demasiado sorprendido como para ocultar mi entusiasmo.
—¿Te lo puedes creer? —preguntó mi madre—. ¡Pensaba que todo esto ya se había acabado!
—Conozco al asesino —dije en voz baja.
Todavía no había caído en la cuenta, pero no cabía duda de que lo conocía.
—¿Qué?
—Es un asesino de verdad.
—Pues claro que lo es, John. El pastor está muerto de verdad.
—No, quiero decir que no es nadie de por aquí. Hace unos años leí algo sobre una escena del crimen exactamente igual que ésta. ¿También se ha llevado las manos?
El reportero parecía estar de mal humor.
«Además de clavarle palos en la espalda —dijo—, el asesino le ha cortado las manos y la lengua.»
—¡Ja! —dije, medio riéndome.
—¡John! —dijo mi madre con tono severo—. Pero ¿cómo puedes reaccionar así?
—¡Es el Manitas! —repliqué—. Siempre hace eso con las víctimas: les corta las manos y la lengua y deja los cadáveres al aire libre con palos en la espalda. —Me quedé mirando la fotografía borrosa de la escena del crimen, negando con la cabeza, asombrado—. No tenía ni idea de que fuese un demonio.
—A lo mejor no lo es —dijo mi madre mientras se ponía en pie y llevaba el plato de la cena a la cocina. Ella había visto el primer demonio y conocía la existencia del segundo, pero seguía siendo muy reacia a hablar sobre ellos.
—Pues claro que es un demonio. Crowley era un demonio, Forman era otro demonio que había venido a buscarlo y ahora ha venido otro más a por él.
Mi madre se quedó callada un momento.
—Es imposible que sepas eso —dijo por fin.
Aún no le había hablado del día que llamé a Nadie. Solamente serviría para que se interpusiera en mi camino intentando protegerme.
—¿Tienes idea de las probabilidades que existen de que haya tres asesinos en serie en un pueblo como éste y de que no guarden ninguna relación entre ellos? —pregunté y la seguí hasta el salón—. ¿Y por qué narices querría el Manitas, cuyos ataques se han producido todos en Georgia, aparecer de pronto en el condado de Clayton, Dakota del Norte, sin ningún motivo en particular, justo dos meses después de la desaparición del último demonio?
—Porque este pueblo está maldito —dijo categóricamente y volvió al salón.
—Pensaba que no creías en nada sobrenatural.
—No me refiero a que esté maldito literalmente —dijo volviéndose hacia mí—. Quiero decir que… No sé lo que quiero decir. John, ¡son demonios! ¡O algo igual de malo! No sé… No sé si nos podremos quedar mucho más tiempo.
—No podemos marcharnos —dije rápidamente. Demasiado rápido.
Mi madre me miró un instante y después me señaló furiosa con el dedo.
—Oh, no —dijo—. No, no, no, no, no. No vas a perseguir a éste como hiciste con Bill Crowley. Ni hablar. Y no vas a jugar a ser un superhéroe ni a arriesgar la vida como si fueras idiota.
—Mamá, no soy idiota.
—Pues para ser un genio haces algunas cosas que son tremendamente estúpidas. Crowley trató de matarte. Forman casi lo consigue y además casi se lleva por delante también a Brooke. Y a Curt. Esto no es un juego.
—No me había dado cuenta de que la vida de Curt te preocupase tanto.
—No quiero que muera —chilló—, sólo que no forme parte de nuestra vida. Sí, es un imbécil arrogante, pero no puedes matarlo sin más.
—Entonces menos mal que no lo hice —dije. Me estaba enfadando.
—Sí. Pero por culpa de tu obsesión con estos… lo que sean… casi lo mata otro. ¿Cuántos tienen que morir antes de que te des por vencido?
—¿Y cuántos morirán si me doy por vencido? —pregunté.
—Para eso tenemos a la policía.
—El Manitas lleva matando al menos cinco años; ahora que sabemos que es un demonio, seguramente lleve siglos haciéndolo. Si la policía es tan alucinante, ¿por qué no han conseguido detenerlo?
—No vas a ir a por él —dijo mi madre con firmeza.
—La policía no tiene ni idea de cómo enfrentarse a un demonio —dije esforzándome por mantener la calma—. No tienen ni idea de con quién se las están viendo. Pero yo sí. Ya he eliminado a dos y si me encargo de éste puedo salvar… no sé: cientos de vidas, quizá. Puede que miles. ¿Crees que matará a un par de personas y después se marchará para siempre? Así es como viven estas cosas, mamá. Va a matar, matar y matar hasta que no queden víctimas.
—Él. Esa persona —dijo mi madre. Me obligó a mirarla a los ojos.
—¿Qué?
—Te has referido a él como a una cosa —dijo ejerciendo su autoridad—. Sabes que no te lo permito.
Cerré los ojos y respiré hondo. Uno de los sellos distintivos de los sociópatas, y en particular de los asesinos en serie, es que dejan de pensar en las personas como personas y los ven únicamente como objetos. Yo, cuando me despistaba o cuando estaba demasiado emocionado o excitado, llamaba «eso» a las personas. Y mis normas no me lo permitían.
Pero es que las normas estaban pensadas para humanos.
—Es un demonio —dije—. No es una persona, no es humano. No puedo deshumanizarlo si no es humano.
—Se trata de un ser viviente, de alguien que piensa —dijo mi madre—. Humano o demonio o lo que sea. No sabes qué es él, pero sí sabes quién eres tú y tú debes seguir tus normas.
Mis normas. Tenía razón.
—Lo siento —dije. Estaba algo más calmado—. Él. O ella —añadí al instante—. En este caso podría ser una mujer.
—¿Por qué dices eso?
«Porque la voz del teléfono era la de una mujer.»
—Por nada. Sólo digo que no lo sabemos con seguridad. —Fingí cara de indignación—. ¿Insinúas que todos los psicópatas son hombres? ¿O que todos los hombres son psicópatas?
—No estoy de humor para bromas —dijo y apagó el televisor—. Me voy a la cama; se acabaron las noticias, se acabaron los asesinos. Ya hablaremos de esto por la mañana.
Volví resentido a la cocina y me preparé un bol de cereales mientras mi madre se preparaba para irse a dormir. Yo raramente me acostaba antes de las dos de la madrugada, así que aún tenía un montón de tiempo para evaluar la situación.
Ya había leído cosas sobre el Manitas. Era un asesino muy poco ortodoxo de Macon, Georgia, o al menos allí es donde encontraron a la primera y la tercera víctimas que se le conocen. Viajaba por todo Georgia y mataba aproximadamente cada nueve meses; todas las escenas del crimen eran iguales que la nueva situación a la que nos enfrentábamos en Clayton. Mataba a las víctimas en un lugar a cubierto, normalmente en su lugar de trabajo o en casa, a solas, y allí les cortaba las manos y la lengua. Entonces llevaba el cuerpo afuera, les clavaba los palos y desaparecía. Aún no habían encontrado pruebas reales de quién podía ser el asesino, aunque pudieron averiguar algunas cosas analizando los crímenes. En primer lugar, todo el mundo asumió que se trataba de un hombre basándose en dos detalles: la fuerza física necesaria para cortar las manos, llevar los cadáveres afuera y clavarles los palos en la espalda, y, por otro lado, por el mero hecho de que casi todos los asesinos en serie son hombres. Nada de eso representaba una prueba consistente, pero la confección de perfiles criminales tiene más de arte que de ciencia. Simplemente cogieron la información que tenían y se quedaron con las respuestas que más sentido tenían.
Lo que también sabían de él es que era muy limpio: siempre dejaba los lugares donde se producían las muertes llenos de plásticos y bolsas de basura; habían encontrado hasta chubasqueros, de esos de usar y tirar. No se trataba de alguien dispuesto a mancharse de sangre y la falta de muestras útiles de sangre en el exterior demostraban que se le daba muy bien permanecer limpio. Esa afición por la pulcritud y el uso de palos de fregonas y escobas para la espalda de las víctimas le granjeó el mote de los medios del Manitas. Bueno, eso y el hecho de que les cortaba las manos a las víctimas.
Me metí una cucharada de cereales en la boca. La policía y el FBI llevaban años a la caza del Manitas y estaban haciendo una faena bastante decente, supongo, aunque yo sabía que no lo iban a atrapar porque se basaban en supuestos erróneos: concretamente, que era humano. Muy a pesar de lo que dijese mi madre, estaba seguro de que aquello era un demonio y de que lo más probable es que fuese un demonio hembra. Había hablado con ella por teléfono, no me fastidies; creo que sé distinguir entre un hombre y una mujer. Y con eso todo se podía explicar de maneras totalmente diferentes.
En primer lugar, la fuerza: todos los demonios habían demostrado tener una serie de extraños poderes sobrenaturales, y que el Manitas tuviese una fuerza superior a la media tenía sentido, independientemente de su sexo. Las asesinas en serie eran extremadamente poco comunes, pero existían; nada indicaba que no pudiese haber demonios hembra también. ¿Por qué no? Suponiendo que tuvieran distinción entre sexos, seguramente tenían representantes de ambos grupos.
En cuanto a la limpieza, el detallismo indica… ¿qué? ¿Que el demonio era un neurótico? ¿Prudente? ¿Que le daba miedo la sangre? Si pudiese utilizar el ordenador podría consultar alguno de los sitios web sobre perfiles criminales que me solía gustar leer, pero mi madre lo tenía en su habitación y no me atrevía a hacer este tipo de búsquedas con ella. El demonio nos estaba diciendo muchas más cosas, sólo hacía falta saber qué significaba todo: cosas como por qué exponía a las víctimas en la calle y por qué les clavaba palos en la espalda. Todo eso eran mensajes que nos enviaba a los demás. De hecho, podían ser directamente para mí, ya que había venido a Clayton a buscarme a mí. Pero ¿qué decían esos mensajes? Llevaba años estudiando a los asesinos en serie, era una afición que rayaba con la obsesión, pero la mayoría de mis conocimientos se reducían a trivialidades del tipo quién era el asesino, cuál era su modus operandi y cosas así. Sabía el motivo por el cual un asesino hacía lo que hacía, pero únicamente después de que el hecho se hubiese producido. Desconocía los pasos que habían llevado a la policía a descifrar toda esa información. Tenía que estudiar más y eso significaba que necesitaba Internet o una biblioteca. Y no dispondría de ninguna de las dos cosas hasta la mañana.
Me acabé los cereales y miré el reloj: las diez y media. Faltaban muchas horas para la mañana.
Había otro asunto en el que definitivamente tenía ventaja sobre la policía y para el que no necesitaba sus estudios: los órganos y extremidades robados. La mayoría de los asesinos en serie guardaban recuerdos de sus crímenes porque les gustaba revivirlos o, en algunos casos, porque simplemente querían comérselos; pero los demonios eran diferentes. El señor Crowley, el asesino de Clayton, robaba partes del cuerpo de las víctimas porque las usaba para regenerar su propio cuerpo, órganos y extremidades que empezaban a fallar. El Manitas —¿o la Manitas?— podía estar haciendo lo mismo o cualquier otra cosa que fuese igual de sobrenatural. ¿Qué se podía hacer con unas manos? ¿Y qué me dices de las lenguas? ¿Qué representaban? Me miré fijamente las manos buscando alguna pista. Quizá fuese capaz de absorber sus huellas dactilares o su identidad o algo parecido. Ya era suficientemente difícil esbozar un perfil de un asesino normal que se rigiese por normas humanas, así que para un demonio que las infringía necesitaba más información antes de afirmar cualquier cosa de forma categórica. Necesitaba ver al demonio en acción.
Hasta entonces, los dos demonios que había conocido eran completamente diferentes: hacían cosas distintas de modos diversos y de acuerdo a una serie de motivos, pero sí guardaban una similitud. Forman había dicho que los demonios —o lo que quiera que fuesen— se definían por aquello de lo que carecían: rostro, vida, emociones, identidad. Como con los asesinos en serie, la forma en que actuaban y reaccionaban se podía relacionar con los agujeros que tenían en la vida y que los convertían en quienes eran. Entonces, ¿qué le faltaba a Nadie?
Sonó el teléfono, alto y estridente en mitad de aquel silencio. Lo cogí de la encimera y miré la identificación de la llamada: Jensen. Lo llevé al otro lado del pasillo y se lo pasé a mi madre, que estaba en el baño, desmaquillándose con agua y jabón. Sonó de nuevo.
—El agente Jensen —dije y lo dejé sobre el lavamanos—. Seguramente tendrá que ver con el caso.
Mientras mi madre contestaba, yo volví al salón.
—¿Sí? ¡Oh! —Parecía sorprendida—. Vaya, hola, Marci. Creía que sería tu padre.
¿Una llamada de Marci Jensen? Marci era una de las tías más buenas del instituto. Hasta mi amigo Max, que saldría con la pata de una silla si ésta se lo pidiera, albergaba un amor imposible por ella. Pero yo debía de haber hablado con ella unas tres veces en toda mi vida; ¿por qué llamaba a casa a las diez y media de la noche?
—No te preocupes —dijo mi madre—, estamos los dos despiertos. Está aquí mismo, te lo paso.
Salió del baño con una de esas exasperantes sonrisas maternales y me pasó el teléfono.
—Es para ti.
Me llevé el teléfono al oído.
—¿Sí?
—Hola, John. Soy Marci Jensen.
Sonaba… ayyy, no tenía ni idea de cómo sonaba. Las caras las leía como un auténtico experto, pero las voces siempre me despistaban.
—Sí, ya lo he visto —respondí. Pausa. ¿Qué debía decir?
—Siento llamarte tan tarde —dijo ella—. He estado… bueno, llevo queriendo llamar durante todo el día, pero no lo he hecho.
—Oh.
¿Por qué quería llamarme?
—Bueno, no sé si esto lo puedo decir o no, pero mi padre me ha hablado de ti. Me refiero a que me ha contado lo que hiciste. Salvar a esa gente.
Gracias al «silencio protector» que hizo que mi nombre no saliese en las noticias, su padre era una de las poquísimas personas que sabía lo que de verdad había ocurrido. Bueno, al menos las partes en las que no había demonios. Cuando escapamos de la casa de la tortura que Forman tenía en mitad del bosque, él fue el primer agente en llegar al lugar.
—No fue para tanto —dije—. Bueno, sí lo es porque están todos a salvo, pero en realidad yo no hice nada. Quiero decir que no actué solo. Brooke también estaba; ella me ayudó a sacar a algunas de las mujeres.
—Yaaaaaa —dijo Marci alargando la vocal y la palabra unos cuantos segundos de más. Hizo una pausa brevísima y añadió—: Me han dicho que ya no salís…
—No —respondí algo sorprendido—. «¿Es esto lo que me parece que es?» Bueno, la verdad es que hace un par de meses que no quedamos.
—Ya. Ojalá me hubiese enterado antes —dijo ella—. El caso es que he pensado que si no estás saliendo con nadie más, quizá podríamos quedar un día.
—Yo… —¿Qué era eso, una observación o una invitación? ¿Me había pedido una cita o tenía que pedírsela yo a ella? No tenía ni idea de qué hacer. Después de una pausa, continué—: Claro. No estaría nada mal.
—Genial. Tengo el resto de la semana ocupada, ¿qué te parece dentro de una semana? El lunes por la tarde.
La imagen de Marci atada me cruzó la mente durante un instante, pero la aparté al momento. «No pienses en eso.»
—Sí, supongo que no tendré…
—Genial —repitió—. Podemos ir al lago. ¿Tienes bici?
—Sí.
—Muy bien. ¿Quedamos en mi casa? Está bastante cerca del desvío y podemos ir desde allí.
—Vale.
—¿A las tres?
—Vale.
—Bien, fantástico. Me alegro de haberte llamado de una vez.
—Yo… yo también.
—Muy bien, nos vemos. Adiós.
—Adiós.
Ella colgó y yo le di al botón de finalizar la llamada. Mi madre seguía allí, de pie, observándome. Siempre estaba insistiéndome para que intentase ser más sociable y al mismo tiempo parecía tener pánico por lo todo lo que yo pudiese hacer.
—¿Te acaban de pedir una cita?
—Eso parece.
Me miró un momento más, asintió y se dio media vuelta para volver al baño.
—Ve con cuidado —dijo desde allí—. Y no te olvides de seguir las normas.
Fruncí el ceño. ¿Por qué quería Marci salir conmigo? Aquél no era el mejor momento: tenía que atrapar a un demonio y una cita con ella era una complicación que no me hacía ninguna falta. Por otro lado, era gracioso: de pronto había dos personas en el pueblo que querían matarme. El Manitas y también Max en cuanto se enterase de que tenía una cita con Marci. Me eché a reír, pero el sonido fue débil y vacío.
El juego está en marcha.