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El teléfono sonó cuatro veces antes de que lo cogiesen.

—¿Sí?

Una mujer. Perfecto.

—Hola —dije, hablando con claridad. Había envuelto el auricular con un jersey para disimular la voz y por eso quería asegurarme de que me entendiese—. ¿Hablo con Julie Andelin?

—Discúlpeme, ¿con quién hablo?

Sonreí. «Sin rodeos.» Algunas se enrollaban como una persiana y no me daban la oportunidad de decir ni pío. Había aprendido que muchas madres eran así: solas en casa todo el día, ansiosas por hablar, desesperadas por mantener una conversación con cualquiera que tuviese más de tres años. La última a la que había llamado creyó que yo era del AMPA y me habló sin parar durante casi un minuto, hasta que chillé algo impactante y conseguí que me prestase atención. Pero ésta me estaba siguiendo el juego.

De todos modos, no cabe duda de que lo que tenía que decirle ya era lo suficientemente impactante.

—Hoy he visto a tu hijo. —Pausa—. Siempre está muy contento.

Silencio.

«¿Cómo reaccionará?»

—¿Qué quieres?

Una vez más, sin rodeos. Puede que un pelín demasiado práctica. «¿Tiene miedo? ¿No se lo está tomando con demasiada calma? Será mejor que siga hablando.»

—Te encantará saber que el pequeño Jordan ha ido directo a casa desde la guardería. Ha pasado por delante de la droguería, ha bajado la calle hasta la vieja casa de color rojizo, allí ha doblado la esquina y ha pasado junto a los apartamentos para ir directamente a casa a verte. Siempre que cruza la calle mira a ambos lados y nunca habla con extraños.

—¿Quién eres?

Respiraba con más fuerza; estaba más asustada, más enfadada. No se me daba bien interpretar los sentimientos de las personas por teléfono, pero la señora Andelin había tenido el detalle de contestar la llamada en el salón, así que podía verla a través de la ventana. Miró hacia fuera; entrecerró los ojos, escudriñó la oscuridad y después cerró las cortinas de un tirón. Sonreí. Escuché el aire entrar y salir de su nariz, entrar y salir, entrar y salir.

—¿Quién eres? —dijo. Exigía una respuesta.

Aquel miedo era real. No fingía: estaba legítimamente aterrorizada por su hijo. «¿Significa eso que es inocente o una excelente mentirosa?»

Julie Andelin llevaba casi quince años trabajando en el banco, prácticamente toda su vida adulta; sin embargo, la semana anterior había dejado su empleo. Eso en sí mismo no daba pie a sospechas: la gente deja el trabajo todo el tiempo y lo único que eso significa es que querían uno nuevo. Sin embargo, yo no podía permitirme pasar por alto ni la pista más insignificante. No sabía qué podían hacer los demonios, pero había visto al menos uno que podía matar a una persona y tomar su lugar. ¿Quién dice que éste no podía hacer lo mismo? Puede que Julie Andelin se hubiese aburrido del banco, pero a lo mejor —quién sabe— estaba muerta y algo o alguien que no podía mantener sus mismas rutinas la había reemplazado. Desde cierto punto de vista, un cambio repentino de estilo de vida podía ser altamente sospechoso.

—¿Qué quieres de mi hijo?

Parecía muy sincera, igual que el resto de madres con las que había hablado en los dos últimos meses. «Sesenta y tres días, y nada.» Sabía que pronto iba a venir un demonio, porque yo mismo la había llamado. De hecho, la llamé por teléfono, a su número de móvil. Se llamaba Nadie. Le dije que había matado a sus amigos, los cuales habían tenido al pueblo atemorizado durante suficiente tiempo, y que iba a ocuparme del resto de demonios. Tenía pensado derrotar a todos ellos así: uno a uno, hasta que al final todos estuviésemos a salvo. Nadie más seguiría viviendo con miedo.

—¡Déjanos en paz! —chilló Julie.

Bajé la voz un poco:

—Tengo la llave de tu casa. —No era cierto, pero sonaba fantástico cuando se lo decías a alguien por teléfono—. Me encanta cómo has decorado la habitación de Jordan.

Colgó y yo pulsé el botón de fin de llamada del móvil. No estaba seguro de quién era el que estaba usando: la cantidad de cosas que la gente deja caer al suelo en los cines es sorprendente. Ya lo había utilizado para hacer cinco llamadas, así que probablemente había llegado el momento de deshacerme de él. Me marché de allí y atajé por un aparcamiento mientras abría el teléfono para sacarle la batería y la tarjeta SIM; tiré cada uno en un cubo de basura diferente, limpié los guantes y me escurrí por entre las tablas de una valla. Tenía la bicicleta a media manzana de allí, escondida detrás de un contenedor de basura. Busqué en la lista que tenía en la cabeza y taché el nombre de Julie Andelin. No había duda de que era una madre de verdad y no una impostora demoníaca; de todos modos, se trataba de una apuesta difícil y mi consuelo era que no había empleado mucho tiempo en aquel caso. Había «acechado» a su hijo durante cinco minutos, pero no necesitaba más tiempo para saber qué decir. Dile a una madre algo tan asqueroso como «A tu niña le sienta muy bien el azul» y el instinto maternal entrará en acción al instante: se convencerá de lo peor sin que tú tengas que esforzarte más. Ni siquiera importa si su hija no ha llevado ropa azul en la vida. En cuanto consigues que reaccionen con un miedo tan intenso y sincero, das con la respuesta que buscabas y pasas a la siguiente mujer que guarda un secreto.

Empezaba a darme cuenta de que todo el mundo tenía secretos, aunque después de sesenta y tres días aún no había encontrado justo el que andaba buscando.

Saqué la bici de su escondite, guardé los guantes en el bolsillo y me eché a la calle. Era tarde, pero también era agosto y el aire de la noche era cálido. Pronto iba a empezar el curso y los nervios ya se me estaban haciendo insoportables. ¿Dónde estaba Nadie? ¿Por qué no había hecho nada todavía? Encontrar a un asesino es fácil: además de todas las pruebas físicas que uno deja tras de sí, como huellas dactilares y ADN, también hay montañas de pruebas psicológicas. ¿Por qué has matado a esta persona en lugar de a aquella otra? ¿Por qué lo hiciste aquí en vez de allí y por qué ahora y no antes o más tarde? ¿Qué arma utilizaste, si es que usaste alguna, y cómo? Si juntas toda esa información, obtienes un perfil psicológico, una especie de retrato impresionista que te puede conducir directamente al asesino. Si Nadie matase a alguien, podría localizarla.

Sí, encontrar a un asesino es fácil. Encontrar a alguien antes de que mate es prácticamente imposible. Y lo peor de todo eso es que, de acuerdo con esa premisa, yo era mucho más fácil de encontrar que el demonio. Había matado a dos personas: Bill Crowley y Clark Forman, ambos demonios con forma humana, así que si ella sabía dónde buscar y le dedicaba tiempo, podría encontrarme con mucha más facilidad que yo a ella. Cada día me notaba más tenso, más desesperado. Nadie podía estar a la vuelta de la esquina.

Tenía que encontrarla antes que ella a mí.

Pedaleé hacia casa, tomando nota en silencio de los hogares que ya había descartado: «Ésa tiene un lío con alguien. Ésa es alcohólica. Aquélla resulta que tiene una deuda enorme por culpa del juego: póquer por internet. Que yo sepa, aún no le ha dicho a su familia que sus ahorros han desaparecido.» Había empezado a vigilar a gente, a rebuscar en la basura, a ver quién estaba fuera hasta tarde, quién se veía con quién y quién tenía algo que esconder. Para mi sorpresa, casi todo el mundo tenía algo que esconder. Era como si toda la población estuviera infectada de corrupción, como si se estuviera destrozando a sí misma antes de que los demonios tuvieran tiempo de hacerlo ellos mismos. ¿Merece la gente así ser salvada? Más concretamente: ¿quieren esas personas que las salven? Si realmente tenían esa voluntad de autodestrucción, el demonio iba a serles de más ayuda que yo, pues les proporcionaba una buena ventaja en la meta de la completa autodestrucción. Toda una localidad, todo un mundo que se rajaba una enorme muñeca común y se desangraba mientras el universo ni siquiera nos prestaba atención.

«No. —Negué con la cabeza—. No puedo pensar así. Debo seguir adelante.»

«Tengo que encontrar al demonio y pararle los pies.»

La cuestión es que la tarea es mucho más difícil de lo que parece. Sherlock Holmes resumió las bases de la investigación en una simple frase: cuando te deshaces de lo imposible, todo lo que queda, por improbable que sea, debe ser la verdad. Un consejo genial, Sherlock; tú nunca tuviste que localizar a un demonio. Yo he visto dos y he hablado con otra, y todo lo que ellos hicieron era imposible. Los he visto arrancarse los órganos, ponerse en pie de un salto después de recibir una docena de tiros, asimilar extremidades de otras personas e incluso sentir las emociones de otras personas. He visto cómo le robaban la identidad, la cara y la vida entera a otros. Que yo supiese, podían hacer absolutamente cualquier cosa: ¿cómo iba a resolver aquello? Si Nadie tuviese el detalle de matar a alguien de una maldita vez y dejar de fastidiar, entonces tendría algo con lo que guiarme.

Casi había llegado a casa, pero me detuve en mitad de la manzana para mirar una casa alta de color beis. La de Brooke. Habíamos tenido dos citas; ambas acabaron con la aparición de un cadáver y ella empezaba a… ¿gustarme de verdad? Ni siquiera sabía si eso era posible. Un tiempo antes me habían diagnosticado una sociopatía: un trastorno psicológico que significaba, entre otras cosas, que era incapaz de sentir empatía. No podía conectar con Brooke, no de verdad. ¿Me gustaba su compañía? Sí. ¿Soñaba con ella por las noches? También. Pero los sueños eran terribles y mi compañía aún peor. Así pues, me parecía bien que me estuviera evitando. No fue una ruptura porque nunca estuvimos «juntos», pero sí era el equivalente platónico de eso, se llame como se llame. En realidad no hay forma posible de malinterpretar un «me das miedo y no quiero volver a verte».

Supongo que comprendía su punto de vista. Al fin y al cabo, la amenacé con un cuchillo: eso es algo difícil de superar por muy buenos que fuesen mis motivos para hacerlo. Sálvale la vida a una chica poniéndola primero en peligro y tendrá el tiempo justo de darte las gracias antes de decir adiós.

Aún con todo lo anterior, nada de eso me impedía frenar al pasar por delante de su casa o de pararme —como aquella noche— y preguntarme qué estaría haciendo ella. Me había dejado; tampoco era para tanto: era algo que todo el mundo hacía. En realidad, la única persona que verdaderamente me importaba era Nadie. Y la iba a matar.

Bien por mí.

Me alejé de la acera y seguí hasta dos casas más allá, hasta la funeraria del final de la calle. El edificio era más o menos grande y tenía una capilla, unas oficinas y en la parte trasera había una sala para embalsamar. Yo vivía arriba, con mi madre, en un pequeño apartamento. La funeraria era el negocio familiar, aunque eso de que yo embalsamaba era un secreto. Malo para el negocio. ¿Dejarías que un chaval de dieciséis años embalsamase a tu abuela? Los demás tampoco.

Dejé la bicicleta tirada junto a la pared del aparcamiento y abrí la puerta del lateral de la casa. Allí había unas pequeñas escaleras con dos salidas: una puerta a su pie que daba a la funeraria y otra arriba que llevaba al apartamento. La bombilla se había fundido, así que arrastré los pies escaleras arriba a oscuras. La tele estaba encendida y eso significaba que mi madre seguía despierta. Cerré los ojos y me los froté, cansado. No quería hablar con ella. Me quedé de pie un momento, en silencio, preparándome; entonces oí algo en la tele que me llamó la atención:

«… encontrado muerto…»

Sonreí y abrí la puerta de golpe. Un nuevo asesinato: Nadie había matado a alguien por fin. Después de sesenta y tres días, por fin empezaba todo.

«Día uno.»