Nueve meses más tarde, En busca de la infancia perdida de Frederick Frensic, publicado por Corkadale, a tres libras noventa peniques, aparecía en Gran Bretaña.
La edición americana corría a cargo de Hutchmeyer Press.
Frensic había tenido que ejercer presión directa en ambas direcciones y no consiguió que Geoffrey aceptara el libro hasta que le amenazó con delatarle.
Sonia se había dejado ablandar por su sentido de la lealtad y, en cuanto a Hutchmeyer, no había hecho ninguna falta que le apremiara. Le había bastado con oír el sonido de una voz femenina que le era muy familiar a través del auricular del teléfono.
Y así fue como se enviaron los ejemplares de prensa con el nombre de Frensic en la portada y en la solapa. Al dorso una pequeña nota biográfica explicaba que había sido agente literario. Ya no lo era.
A pesar de que su nombre subsistía todavía en la puerta de su oficina de Lanyard Lañe, su despacho estaba vacío y Frensic se había mudado de Glass Walk a una casa de campo de Sussex sin teléfono.
Allí, a salvo de la señorita Bogden, se había convertido en el amanuense de Piper.
Día tras día mecanografiaba los manuscritos que éste le mandaba y noche tras noche, medio escondido en un rincón del pub del pueblo, ahogaba sus penas.
Sus amistades de Londres rara vez le veían y, por necesidad, de tarde en tarde iba a visitar a Geoffrey y almorzaba con él.
Por regla general, se pasaba el día sentado ante la máquina de escribir, cultivaba su jardín y daba largos paseos sumido en melancólicas cavilaciones.
Pero no es que anduviera siempre deprimido. Conservaba aquel espíritu inquebrantable que le obligaba a enfrentarse a su problemática situación y trataba de ponerle remedio. Pero no se le ocurría nada. La imaginación se le había quedado aletargada desde aquella terrible experiencia, y el sufrimiento diario de la pesada prosa de Piper no hacía más que enquistar el asunto.
Destilada de tal variedad de fuentes, actuaba directamente sobre los nervios de Frensic y lo sumía en un terrible estado de desorientación: apenas acababa de reconocer una frase de Mann, cuando lanzaba un pedazo de Faulkner, seguido de un mot de Proust o una rebanada de Middlemarch.
Después de un párrafo semejante, Frensic se levantaba, salía al jardín mareado y trataba de rehuir todas aquellas asociaciones cortando el césped.
Por la noche, antes de acostarse, intentaba extirpar el recuerdo de Bibliópolis leyendo una página o dos de El viento entre las cañas, soñando con poder solazarse en un barco como el Water Rat. Cualquier cosa con tal de huir de la tortura a la que estaba sometido.
Era domingo y toda la prensa llevaría las reseñas de En busca.
Muy a su pesar, Frensic se sintió arrastrado hasta la tiendecilla del pueblo y se compró el Sunday Times y el Observer.
Se los compró los dos, pero no pudo resistir la tentación de leer lo peor antes de llegar a casa. Era lo mejor que podía hacer para poner fin a aquella agonía de una vez por todas.
De pie en medio de la calle, Frensic abrió el suplemento literario del Times y buscó la página de novedades. Ahí estaba: encabezando la lista.
Frensic tuvo que apoyarse en el pilar de un portalón antes de leer la reseña y, a medida que iba avanzando en la lectura, sintió que su mundo volvía a ponerse patas arriba.
A Linda Gormley le había encantado el libro y le dedicaba dos columnas de alabanzas. Lo definía como «el análisis más sincero y original de los traumas de adolescencia que he leído en mucho tiempo».
Frensic se quedó mirando las palabras boquiabierto, incapaz de darles crédito.
Luego hojeó el Observer. Tres cuartos de lo mismo: «Por tratarse de una ópera prima no sólo tiene frescura, sino que hace gala de una profunda intuición a la hora de analizar las relaciones familiares…, una obra maestra…».
Frensic se apresuró a cerrar el periódico. ¿Una obra maestra?
Frensic lo comprobó. Las palabras seguían allí, pero más abajo todavía era peor: «Si puede afirmarse que una novela es una gran obra de genio…».
Frensic tuvo que agarrarse al pilar. Se sentía desfallecer. Estaban aclamando En busca de la infancia perdida.
Subió tambaleándose calle arriba vencido por la sensación de derrota. Su olfato, aquel olfato infalible, le había traicionado. Piper estaba en lo cierto desde siempre. O eso o la epidemia de La novela moral se había extendido hasta terminar con los días de la novela como pasatiempo para dar paso a la religión de la literatura. La gente ya no leía por placer.
Si les gustaba En busca no había otra explicación. La lectura de ese libro no producía una pizca de gozo.
Frensic había mecanografiado el manuscrito trabajosamente (ésa era la palabra adecuada), página espantosa tras página espantosa, y había visto emanar de todas ellas una autocompasión lastimera y una vanidad de una arrogancia que le ponía enfermo.
Y ahora resultaba que aquel detestable vómito de palabras era lo que los críticos llamaban originalidad, frescura y obra de un genio. ¡Genio!
Frensic escupió al pronunciar la palabra. Había perdido todo su significado.
Y mientras subía la cuesta con paso cansino, de pronto cayó en la cuenta del verdadero alcance del éxito del libro.
Tendría que ir por la vida marcado por el estigma de ser famoso como autor de un libro que no había escrito. Sus amigos le felicitarían…
Por un espantoso momento, Frensic llegó a plantearse la posibilidad del suicidio, pero su sentido de la ironía acabó por salvarle el pellejo. Ahora ya sabía cómo se debía de haber sentido Piper cuando Frensic le endilgó Deteneos. «Le había estallado su propia bomba en las narices», le vino a la memoria, y no tuvo más remedio que reconocer la venganza absoluta de Piper.
Cuando cayó en la cuenta, Frensic se detuvo. Le habían hecho quedar en ridículo, y aunque el mundo entero le tuviera por un genio, un día se sabría la verdad y se convertiría en hazmerreír de todos.
Era la misma amenaza que había utilizado contra la doctora Louth y ahora se volvía contra él. La furia de Frensic ante semejante perspectiva espoleó su espíritu inquebrantable y lo puso en marcha.
De pie en la calle, rodeado de setos, comprendió dónde estaba la escapatoria. Les pagaría con la misma moneda. Con toda la experiencia acumulada gracias a los miles y miles de novelas comerciales de éxito que había vendido, no le costaría mucho esfuerzo inventarse la trama de una historia que contuviera todos y cada uno de los elementos que Piper y su mentora, la doctora Louth, más detestaban.
Habría sexo, violencia, sentimentalismo y romance…, y todo ello sin una pizca de profundidad. Sería una historia trepidante, hija de Deteneos, y en la solapa aparecería el nombre de Peter Piper en negrilla. No, eso sería una equivocación. Piper no era más que un peón en aquella partida. Tras él se ocultaba una enemiga de la literatura mucho más temible: la doctora Louth.
Frensic apresuró el paso y cruzó precipitadamente el puente de madera que conducía a su casa de campo.
Sentado frente a la máquina de escribir, preparó una hoja de papel. Ante todo, le haría falta un título. Los dedos aporrearon las teclas y aparecieron las palabras:
UNA NOVELA INMORAL, de la
DRA. SYDNEY LOUTH
CAPÍTULO PRIMERO
Frensic siguió escribiendo mientras la cabeza le hervía con la lucidez de antaño.
Incorporaría aquel estilo suyo tan característico carente de gracia. Y sus ideas.
Sería un grotesco pastiche de todo cuanto había escrito hasta entonces y contaría una historia tan nauseabunda y detestable que constituiría la negación misma de todos y cada uno de los preceptos de La novela moral. Pondría a aquella bruja boca abajo y la sacudiría hasta que le castañetearan los dientes. Y ella no podría hacer nada por impedírselo. En su calidad de agente, Frensic tenía las espaldas cubiertas. Lo único que podía herirle era la verdad, y ella no estaba en situación de contarla.
Frensic dejó de escribir y se quedó pensativo mirando a la nada. No tenía ninguna necesidad de inventarse una historia. La verdad era mucho más mortífera. Contaría la historia de la Gran Pesquisa con pelos y señales. Su nombre se arrastraría por el fango, pero con el éxito de En busca ya lo había hecho, y además tenía una cuenta pendiente que saldar con la literatura inglesa. ¡Al cuerno con la literatura inglesa!
Tenía una cuenta pendiente con Grub Street y con todos aquellos escritores sin pretensiones que escribían para ganarse la vida. ¿La vida? La ambigüedad del término le paralizó por un momento. Escribían para ganarse la vida y sobre la vida.
Frensic arrancó la página de la máquina de escribir y empezó de nuevo.
Lo titularía LA GRAN PESQUISA. UNA HISTORIA REAL, de Frederick Frensic.
La vida se merecía la verdad, y también una historia, y estaba dispuesto a concederle ambas cosas. Dedicaría el libro a Grub Street. Tenía un agradable timbre añejo a lo siglo XVIII. Sintió cosquillas en la nariz. Sabía que acababa de empezar un libro que se vendería. Y si se empeñaban en demandarle, adelante. La publicaría y al cuerno con todo.
En Bibliópolis la publicación de su gran obra no hizo ninguna mella en Piper.
Había perdido la fe. La había abandonado tras la visita de Frensic y la revelación de que la doctora Sydney Louth era la autora de Deteneos.
Asimilar la verdad requirió su tiempo y había seguido escribiendo y reescribiendo durante meses y meses de una manera casi automática.
Sin embargo, en el fondo, sabía que Frensic no le había mentido. Hasta había escrito una carta a la doctora Louth sin obtener respuesta.
Piper cerró las puertas de la Iglesia de la Gran Tradición. Únicamente la Escuela de Caligrafía siguió funcionando, y con ella, la doctrina de la logosofía. La era de las grandes novelas había tocado a su fin. Lo único que podía hacer era perpetuar su memoria en un manuscrito.
Y así, mientras Baby predicaba la necesidad de seguir los pasos de Jesucristo, Piper abrazó los valores tradicionales en todos los aspectos.
Había abolido ya las estilográficas y sus pupilos escribían con plumas de ave. Eran más naturales que los plumines. Había que cortarlas y, como herramientas originales del oficio, se erigían en recordatorio de aquella edad de oro en la que los libros se escribían a mano y en la que ser copista representaba pertenecer a una casta honorable.
Aquel domingo por la mañana, sentado en el Scriptorium, Piper mojó la pluma de ave en el tintero de tinta eterna evaporada y empezó a escribir:
«El apellido de mi padre era Pirrip y mi nombre de pila Philip, así que mi torpe lengua infantil no podía fundirlos en nada más largo o explícito que Piper…». Se detuvo. No era cierto. Tendría que haber sido Pip. Pero, después de un leve titubeo, volvió a mojar la pluma en el tintero y siguió escribiendo.
Al fin y al cabo, dentro de mil años, ¿a quién demonios le iba a importar quién había escrito Grandes esperanzas? Sólo a unos pocos eruditos que todavía sabrían leer el inglés. Únicamente los manuscritos de pergamino de Piper, encuadernados en la más gruesa de las pieles, repletos de los perfectos jeroglíficos de su caligrafía y de caracteres de oro, resistirían el paso del tiempo y se exhibirían en los museos del mundo entero como testimonio mudo de su dedicación a la literatura y a su oficio.
Y en cuanto hubiera terminado con Dickens, empezaría con Henry James y volvería a escribir sus novelas a mano. Tenía por delante toda una vida de trabajo consagrada a la copistería de la gran tradición con tinta eterna evaporada Higgins.
El nombre de Piper sería literalmente inmortal, a pesar de los pesares…