22

—¡Ese hombre debe de haberse alelado! —masculló Frensic una semana más tarde.

«A mi entender no existen razones de peso que autoricen la rescisión de ese acuerdo».

Pero, al entender de Frensic, sí las había.

—¡Ese desgraciado no puede pretender que me presente en Corkadale y les obligue a publicar la novela de un cadáver!

Sin embargo, a juzgar por el tono de la misiva, era evidente que Piper pretendía exactamente eso.

Con los meses, Frensic había llegado a recibir cuatro fotocopias y borradores corregidos de la novela de Piper, mantenida prudentemente bajo llave en un archivador.

Si Piper estaba empeñado en perder el tiempo trabajando en aquel dichoso libro hasta eliminar el último de los ingredientes que había hecho de Deteneos una novela mínimamente legible, adelante.

Frensic no se sentía en la obligación de peregrinar por las editoriales tratando de vender sus majaderías. Sin embargo, la amenaza de pasar a tratar directamente con Corkadale era, por decirlo de una manera suave, harina de otro costal.

Piper estaba muerto y enterrado, y le habían pagado muy bien por ello.

Todos los meses, Frensic se encargaba de que los beneficios de la venta de Deteneos fueran a parar a la cuenta 478776, y se quedaba maravillado ante la ineficacia sin parangón del departamento de Hacienda americano, pues no parecía importarles que uno de sus contribuyentes estuviera presuntamente muerto.

Probablemente Piper pagaba sus impuestos sin demora, o puede que Baby Hutchmeyer se hubiera encargado de hacer algún complicado arreglo contable para que blanquearan el dinero de los derechos de autor.

De todos modos, aquello no era asunto suyo. Se limitaba a quedarse con su comisión y a que se les pagara el resto.

Sin embargo, sí fue asunto suyo cuando Piper le amenazó con recurrir a Corkadale o a cualquier otro agente. Había que rescindir aquel acuerdo sin contemplaciones.

Frensic dio la vuelta a la carta y estudió el matasellos del sobre.

Procedía de un lugar llamado Bibliópolis, Alabama. «Justo el disparatado lugar que tenía que elegir Piper», pensó desesperanzado, mientras cavilaba la respuesta. O si debía responder incluso. Quizá lo mejor fuera ignorar la amenaza. De lo que estaba seguro era de que no tenía la menor intención de dejar consignada sobre papel ni una sola palabra que luego pudieran utilizar en cualquier tribunal para demostrar que estaba al corriente de que Piper estaba vivo.

«La próxima vez es capaz de pedirme que vaya a verle para discutir del asunto. Pues ya puede ir esperando».

Frensic ya estaba harto de perseguir a autores fantasma.

En cambio, la señorita Bogden no había renunciado ni muchos menos a la persecución del hombre que le había pedido que se casara con ella.

Después de la espantosa conversación telefónica que había mantenido con Geoffrey Corkadale lloró un poco, se arregló la cara y reanudó su trabajo como de costumbre.

Durante varias semanas vivió con la esperanza de que volvería a telefonearla o de que, de pronto, aparecería otro ramo de rosas rojas, pero acabó por perder la confianza por completo. Sólo el solitario con diamante que refulgía en su dedo la mantenía animada —eso y la necesidad de seguir con la farsa de que el compromiso seguía en pie ante el personal—. Con ese fin se inventó también largos fines de semana en compañía de su novio y mil razones por las que se había pospuesto la boda.

Con todo, a medida que las semanas se iban convirtiendo en meses, la desilusión de Cynthia se fue traduciendo en determinación. Le habían tomado el pelo y, si bien que le tomaran el pelo era en ciertos aspectos mejor que si no se lo hubieran tomado en absoluto, quedar como una boba delante de todo el personal la sacaba de sus casillas.

La señorita Bogden decidió volcar todo su esfuerzo en la búsqueda de su prometido. A pesar de que su desaparición demostraba que no la quería, las quinientas libras que se había gastado en el anillo indicaban que alguna cosa pretendía. Una vez más, el buen sentido para los negocios de la señorita Bogden le decía que los favores corporales que había otorgado a su amante aquella noche difícilmente podían justificar el gasto que suponía el anillo de compromiso.

Sólo un loco habría tenido un gesto tan quijotesco, y su orgullo se negaba a aceptar la idea de que el único hombre que le había hecho proposiciones desde su divorcio estuviera mal de la cabeza.

No, tenía que haber otra razón, y a medida que pasaba revista a todo lo ocurrido durante aquellas espléndidas veinticuatro horas, se fue percatando más claramente de que el tema principal había sido la novela Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.

En primer lugar, su prometido se había hecho pasar por Geoffrey Corkadale; en segundo lugar, había mencionado la cuestión del mecanografiado con demasiada frecuencia como para que pudiera ser tomado como una coincidencia y, en tercero, estaba lo del code d’amour. Y ese code d’amour era el número de teléfono que le habían dado para cualquier duda mientras mecanografiaba la novela.

Cynthia Bogden marcó el número pero nadie le respondió, y cuando volvió a intentarlo una semana después, habían cortado la línea. Buscó el nombre de Piper en el listín, pero no encontró a ninguno con el número 20357. Fue entonces cuando llamó a Información Telefónica y solicitó la dirección y el nombre que correspondía a aquel número, pero se negaron a facilitarle la información.

Al verse vencida en ese frente, resolvió atacar por otro. De acuerdo con las instrucciones, había remitido el texto mecanografiado a Cadwalladine & Dimkins, Abogados, y devuelto el manuscrito al Lloyds Bank. La señorita Bodgen telefoneó al señor Cadwalladine y se quedó pasmada al ver que no parecía recordar haber recibido la copia mecanografiada.

—Es posible —le dijo—, pero mucho me temo que nos encargamos de demasiados asuntos como para…

La señorita Bogden le presionó hasta que por fin le dijo que por motivos ético-profesionales no podía divulgar información confidencial. Sin embargo, la señorita Bogden no se dio por satisfecha con aquella respuesta. A cada contrariedad se redoblaba su empeño, espoleado por las preguntas sarcásticas de sus chicas. Su cabeza trabajaba sin prisa pero sin pausa.

Siguió el hilo que la conducía del banco a su servicio de mecanografiado, de ahí al señor Cadwalladine y de éste a Corkadale, Editores.

El secreto que rodeaba todo aquel asunto la tenía muy intrigada. Un autor con el que sólo se podía contactar por teléfono, un abogado…

Con menos olfato que Frensic, pero con tanta o mayor perseverancia, la señorita Bogden siguió las pistas hasta donde pudo y una noche, ya tarde, comprendió los verdaderos motivos que justificaban la negativa del señor Cadwalladine a revelarle adonde había sido enviado el manuscrito mecanografiado. Porque no podía olvidar que Corkadale había publicado el libro. Tenía que haber alguien entre Cadwalladine y Corkadale, y ese alguien no podía ser otro que un agente literario.

Esa noche, Cynthia Bogden permaneció despierta en la cama consciente de su descubrimiento. Acababa de encontrar el eslabón perdido de la cadena.

A la mañana siguiente, se levantó temprano y se presentó en el despacho a las ocho y media. A las nueve telefoneó a Corkadale y pidió que le pusieran con el editor que se había encargado de Deteneos. El editor no estaba. Volvió a llamar a las diez. Todavía no había llegado. No pudo hablar con él hasta las once menos cuarto, de modo que tuvo tiempo suficiente para madurar su estrategia. Iría directamente al grano.

—Verá usted, dirijo un servicio de mecanografía —le explicó—, y acabo de mecanografiar una novela para una amiga que desea enviarla a un buen agente literario, así que me preguntaba si…

—Mucho me temo que no le puedo aconsejar en esta clase de asunto —se excusó el señor Tate.

—Sí, naturalmente, lo comprendo —dijo la señorita Bogden con dulzura—, pero como publicaron esa maravillosa novela Deteneos, oh, hombres, ante la virgen y mi amiga desearía mandar la suya al mismo agente, le agradecería enormemente que…

Y, ablandado a base de halagos, el señor Tate cedió.

—¿Frensic & Futtle de Lanyard Lañe? —repitió.

—Bueno, ahora sólo Frensic —dijo el señor Tate—. La señorita Futtle ya no está.

Ni tampoco la señorita Bogden.

Había colgado y ya estaba marcando el número de Información Telefónica.

Al cabo de unos minutos tenía el número de Frensic.

Su intuición le decía que estaba ya muy cerca. Permaneció un rato sentada, sondeando las profundidades del solitario en busca de inspiración. Podía llamar o…, la negativa del señor Cadwalladine a decirle dónde había ido a parar el manuscrito acabó por convencerla.

Se levantó del despacho, pidió a la «chica» más antigua de la empresa que ocupara su puesto el resto del día, se dirigió a la estación en coche y cogió el tren de las 11 para Londres.

Dos horas después, recorría Lanyard Lañe hasta el número 36 y subía por las escaleras hasta el despacho de Frensic.

Afortunadamente para él, Frensic se encontraba almorzando con un nuevo y prometedor autor en el restaurante italiano de la esquina cuando la señorita Bogden llegó.

A las dos y cuarto salieron para regresar al despacho. Y estaban ya subiendo la escalera cuando Frensic se detuvo en el primer rellano.

—Vaya subiendo —le dijo—. Enseguida estaré con usted.

Frensic entró en el lavabo y cerró la puerta con pestillo. El autor prometedor subió el segundo tramo de escalones. Cuando hubo terminado, Frensic salió, pero una voz le hizo pararse en seco.

—¿Es usted el señor Frensic? —preguntaba.

—¿Yo? —dijo el joven autor prometedor con una carcajada—. No, yo he venido por un libro. El señor Frensic está abajo, pero subirá de un momento a otro.

Pero Frensic no lo hizo. Bajó como una exhalación hasta la planta baja y salió a la calle. Aquella espantosa mujer le había encontrado. ¿Qué demonios iba a hacer ahora? Regresó al restaurante italiano y se sentó en un rincón. ¿Cómo demonios habría conseguido localizarle? Si ese Cachoinsoportablewalladine…

Qué importaba el cómo. Lo importante era hacer algo para ponerle remedio. No se podía pasar el día entero sentado en el restaurante y tenía tanto coraje para enfrentarse a ella como para echarse a volar. ¿Volar? La palabra cobró un nuevo significado para él. Si no regresaba a su despacho, el joven autor prometedor… ¡Al cuerno con los jóvenes autores prometedores! Había pedido a aquella terrible mujer que se casara con él y… Frensic llamó al camarero.

—Una hoja de papel, por favor.

Frensic garabateó una nota de disculpa para el autor diciendo que se había encontrado indispuesto de pronto y se la entregó al camarero junto con un billete de cinco libras para que se encargara de hacerla llegar a su destino.

Cuando el camarero se disponía a salir, Frensic se fue también y paró un taxi.

—Glass Walk, Hampstead —dijo al subir.

Aunque lo de marcharse a su casa no iba a servirle de nada. Los poderes de sabueso de la señorita Bogden no tardarían en conducirla hasta allí. De acuerdo, pues no abriría la puerta. Pero ¿y entonces qué? Una mujer de la perseverancia de la señorita Bogden, una mujer de cuarenta y cinco años que, sin escatimar esfuerzos, había seguido el rastro de su presa durante meses… Una mujer así le aterrorizaba. Ahora ya nada la detendría.

Cuando llegó a su piso había sucumbido presa del pánico, así que entró y cerró la puerta a cal y canto, con llave y pestillo.

Una vez dentro, se dirigió a su estudio y, sentado, trató de pensar en algo. Pero le interrumpió el teléfono y lo cogió mecánicamente.

—Frensic al habla —dijo.

—Cynthia al habla —dijo aquella voz de mampostería.

Frensic colgó de inmediato.

Al cabo de un momento, para impedir que volviera a telefonearle, descolgó y marcó el número de Geoffrey.

—Geoffrey, querido amigo… —dijo, en cuanto se puso Corkadale—, me estaba preguntando si…

Pero Geoffrey no le dejó terminar.

—Llevo toda la tarde intentado localizarte —le reprochó—. Acabo de recibir el más increíble de los manuscritos. No te lo vas a creer, pero hay un lunático que vive en un lugar que, agárrate, se llama Bibliópolis… ¿Te lo imaginas? Bibliópolis, Alabama… Bueno, el caso es que me anuncia, así, como si nada, que es nuestro difunto Peter Piper y nos insta a tener la amabilidad de, cito, «cumplir con las obligaciones que se especifican en mi contrato», fin de la cita, y publicar su novela En busca de la infancia perdida. Vaya, es increíble y la firma…

—Geoffrey, querido —dijo Frensic con una ternura que actuaba como profiláctico frente a los encantos femeninos de la señorita Bogden y que, al mismo tiempo, ayudaba a preparar a Geoffrey para lo peor—, me preguntaba si podrías hacerme un favor…

Frensic estuvo hablando sin parar durante cinco minutos y luego colgó.

Con una rapidez sorprendente, preparó dos maletas, pidió un taxi por teléfono, dejó una nota para el lechero en la que cancelaba sus dos pintas de leche diarias, cogió el talonario, el pasaporte y un maletín que contenía las copias de todos los manuscritos de Piper y, media hora después, carreteaba todas sus pertenencias hasta el interior de la casa de Geoffrey Corkadale.

Dejó atrás su piso de Glass Walk cerrado, de modo que cuando llegó Cynthia Bogden y llamó al timbre nadie le abrió la puerta.

Frensic se encontraba ya aposentado en el gabinete de Geoffrey Corkadale y bebía a sorbos una generosa copa de coñac mientras involucraba a su anfitrión en un plan para engañar a Hutchmeyer. Geoffrey le miraba con ojos desorbitados.

—¿Me estás diciendo que mentiste deliberadamente a Hutchmeyer y a mí, y le dijiste que ese chalado de Piper había escrito el libro? —le dijo.

—No tuve alternativa —se excusó Frensic, con desaliento—. De no haber actuado así, no habría cerrado el trato. Hutchmeyer se habría retirado y ¿qué habría sido de nosotros?

—Para empezar, no nos encontraríamos en esta desagradable situación. Esto tenlo por seguro.

—Pero ya no estarías en el negocio —le recordó Frensic—. Deteneos fue tu salvación. Te ha ido muy bien con ese libro y, además, te he mandado otros. Ahora Corkadale es un nombre que goza de consideración.

—Bueno, supongo que tienes razón —admitió Geoffrey, más tranquilo—. Pero es un nombre que va a apestar si sale a la luz que ese Piper sigue con vida y que no escribió…

—Pero es que no va a salir a la luz —le aseguró Frensic—. Te lo prometo.

Geoffrey lo miró con desconfianza.

—Tú y tus promesas… —dijo.

—Tendrás que confiar en mí —le repitió Frensic.

—¿Confiar en ti? ¿Después de esto? Puedes estar seguro de que si hay algo que no voy a hacer es…

—No te queda otro remedio. ¿Recuerdas ese contrato que firmaste? ¿El que decía que habías pagado cincuenta mil libras por adelantado por Deteneos?

—Lo rompiste —le dijo Geoffrey—. Lo vi con mis propios ojos.

Frensic asintió.

—Pero Hutchmeyer no —le hizo notar Frensic—. Lo tiene fotocopiado. De modo que, si todo este asunto llegara a los tribunales, lo pasarías bastante mal tratando de explicar por qué firmaste dos contratos con el mismo autor por el mismo libro. Y no creo que suene muy bien, Geoffrey, nada bien.

Geoffrey se daba perfecta cuenta. Se sentó.

—¿Y qué quieres que haga? —le preguntó.

—Que me proporciones una cama para esta noche —le dijo—. Mañana por la mañana iré a la embajada americana y pediré un visado.

—Pero no entiendo por qué tienes que pasar la noche aquí —dijo Geoffrey.

—Si la vieras lo comprenderías —le dijo Frensic, hablando de hombre a hombre.

Geoffrey le sirvió otro coñac.

—Se lo tendré que decir a Sven —dijo—. Es de un celoso obsesivo. A propósito, ¿quién es entonces el verdadero autor de Deteneos?

Frensic meneó la cabeza.

—Eso ya no te lo puedo decir. Hay cosas que es mejor que no sepas. Digamos que el desaparecido Peter Piper.

—¿El desaparecido? —dijo Geoffrey con un escalofrío—. Curiosa expresión para referirse a los vivos.

—También es curiosa para referirse a los muertos —observó Frensic—. Parece dar a entender que podrían volver a aparecer. Mejor tarde que nunca.

—Me encantaría compartir tu optimismo —dijo Geoffrey.

A la mañana siguiente, después de un sueño agitado en una cama ajena, Frensic se dirigió a la embajada americana y pidió un visado, pasó por el banco y compró un billete de ida y vuelta hasta Florida. Esa misma noche partió de Heathrow. Pasó la travesía sumido en un estado de embotamiento etílico y, al día siguiente, cogió el avión Miami-Atlanta acalorado, enfermo y lleno de malos presagios.

Para retrasar un poco los acontecimientos, la noche siguiente se alojó en un hotel y estudió el mapa de Alabama.

A pesar de que era un mapa muy detallado, no consiguió dar con Bibliópolis. Incluso preguntó al recepcionista, pero éste no había oído nunca hablar de ese lugar.

—Lo mejor será que vaya hasta Selma y pregunte allí —le aconsejó.

Frensic cogió el autobús de línea hasta Selma y fue a informarse a la estafeta de Correos.

—Está en el interior, unas tierras apartadas junto a la carretera, al otro lado del Mississippi —le dijeron—. Tierras pantanosas junto al río Ptomaine. Coja la carretera 80 y, a ciento cincuenta kilómetros, tome el desvío en dirección norte. ¿Es usted de Nueva Inglaterra?

—De la Vieja Inglaterra —dijo Frensic—. ¿Por qué lo pregunta?

—Verá, es que en esos parajes no suelen ser muy simpáticos con los forasteros del norte. Los llaman cerdos yankis. Todavía viven en el pasado.

—El hombre al que voy a visitar también —dijo Frensic, y salió a alquilar un coche.

La empleada de los coches de alquiler acentuó sus temores.

—Cuando pase por el Sendero Sangriento, es mejor que se ande con cuidado —le aconsejó.

—¿Sendero Sangriento? —preguntó Frensic con inquietud.

—Así es como llaman a la carretera 80 hasta Meridian. En esa carretera han muerto montones de gente.

—¿Y no hay una ruta más directa para llegar a Bibliópolis?

—Acortaría si atravesara el bosque, pero podría perderse. El Sendero Sangriento es el mejor camino.

Frensic vacilaba.

—¿Y supongo que no podría contratar a un chófer? —aventuró.

—Ahora ya es demasiado tarde —le dijo la empleada—. El sábado por la tarde, a estas horas, todo el mundo ha vuelto a su casa, y como mañana es domingo…

Frensic salió de la oficina y se dirigió con el coche a un motel. No iba a conducir hasta Bibliópolis por el Sendero Sangriento al anochecer. Se marcharía por la mañana.

A la mañana siguiente, se levantó temprano y emprendió la marcha.

El sol resplandecía en un cielo sin nubes y era un día alegre y bonito.

Pero Frensic no se sentía así. Aquella firmeza desesperada con la que había abandonado Londres se había ido diluyendo y a cada kilómetro que se adentraba en el oeste iba desvaneciéndose más y más.

El bosque cercaba prácticamente la carretera y, cuando alcanzó el indicador descolorido en el que se leía BIBLIÓPOLIS 25 KILÓMETROS, ya casi se había hecho a la idea de dar media vuelta. Pero una pizca de rapé y la perspectiva de lo que podía ocurrir si Piper seguía adelante con su campaña de resurrección literaria le devolvieron el coraje que necesitaba.

Frensic giró hacia la derecha y se desvió siguiendo el camino de tierra que se adentraba en el bosque, procurando no mirar hacia el agua negruzca ni los árboles estrangulados por la parra silvestre.

Y, al igual que Piper tantos meses atrás, sintió un tremendo alivio cuando divisó las praderas y las vacas que pacían entre pastos frondosos. Sin embargo, las cabañas abandonadas le deprimieron y la visión fugaz del río a lo lejos, de aguas embarradas y bordeado de árboles coronados de negro, no ayudó a subirle la moral.

Ptomaine se le antojó un nombre de lo más adecuado.

Por fin, la carretera se desvió hacia la izquierda en pendiente y Frensic divisó Bibliópolis al otro lado del cauce. Unas tierras apartadas junto a la carretera, le había dicho la chica de Selma, pero era evidente que no las había visto. Además, la carretera terminaba al llegar al río.

El pueblecito se arracimaba alrededor de una plaza y tenía el aspecto antiguo propio de una población que no había sufrido demasiados cambios desde el siglo XIX.

Por lo demás, el transbordador que se le estaba aproximando con un anciano a bordo que tiraba del cable era de tiempos remotos. Frensic pensó que acababa de comprender por qué se decía que Bibliópolis se encontraba en el interior, junto al río. La laguna Estigia, debía de ser.

Frensic subió el coche al transbordador con cuidado y se apeó.

—Estoy buscando a un hombre que se llama Piper —dijo al barquero.

El hombre asintió.

—Ya lo suponía —le dijo—. Vienen de todos los rincones para oírle predicar. Y si no es por él es por la reverenda Baby, allí en la iglesia.

—¿Predicar? —dijo Frensic—. ¿Que el señor Piper se dedica a predicar?

—Y que lo diga. A predicar y también a enseñar la buena palabra.

Frensic enarcó las cejas. Piper haciendo de predicador era toda una novedad para él.

—¿Dónde puedo encontrarle? —le preguntó.

—En Pellagra.

—¿Que tiene pelagra? —preguntó Frensic, esperanzado.

—En Pellagra —repitió el anciano—, la casa.

El anciano le indicó con un movimiento de cabeza el enorme caserón con frontispicio de estilizadas columnas blancas.

—Eso es Pellagra. Era la casa de los Stope, pero ya están todos muertos.

—No me sorprende —dijo Frensic mientras su brújula intelectual vacilaba entre la avitaminosis, los partidarios del control de natalidad, los juicios amañados y el condado de Yoknapatawpha.

Después de dar un dólar al anciano, condujo por un camino hasta llegar a una cerca abierta.

A uno de los lados, un cartel con enormes caracteres en cursiva anunciaba la ESCUELA DE CALIGRAFÍA PIPER, mientras que en el otro un dedo grabado señalaba hacia la IGLESIA DE LA GRAN PESQUISA.

Frensic frenó y se quedó mirando fijamente aquel dedazo. ¿La iglesia de la Gran Pesquisa? La Iglesia de… No cabía duda de que había llegado a su destino. Pero ¿qué clase de obsesión religiosa debía de estar padeciendo Piper?

Siguió adelante y aparcó el coche junto a otros automóviles alineados frente a aquel enorme edificio blanco cuyos balcones de hierro forjado en el primer piso parecían querer alcanzar las columnas de la fachada.

Frensic se apeó del coche y subió los escalones que le separaban de la puerta principal. Estaba abierta. Frensic se asomó al vestíbulo. En la puerta que quedaba a su izquierda se podía leer SCRIPTORIUM y, de la habitación que quedaba a su derecha, le llegaba el sonido monótono de una voz obstinada.

Frensic dio unos pasos por el suelo de mármol y aguzó el oído. Era inconfundible. Era la voz de Piper, pero su característico titubeo había desaparecido para dar paso a una nueva intensidad estridente. Y no sólo la voz le resultaba familiar, sino también las palabras que pronunciaba.

—No debemos —y aquel «debemos» daba por supuesto de una manera explícita una voluntad firme e inquebrantable así como una rectitud moral— dejarnos engañar por la presunta ingenuidad que con tanta frecuencia atribuyen críticos poco perspicaces a la presentación de Little Nell. El sentimiento, y no el sentimentalismo tal como debemos comprenderlo es instructivo…

Frensic se alejó de la puerta de un respingo. Ahora ya sabía cuál era el credo de la Iglesia de la Gran Pesquisa. Piper estaba leyendo en voz alta el ensayo de la doctora Louth sobre «Cómo enfocar el estudio de El almacén de antigüedades». Si hasta su religión era derivativa. Frensic vio una silla y fue a sentarse presa de una cólera galopante.

—Ese infeliz carente de originalidad… —masculló, y aprovechó para maldecir a la doctora Louth y meterla en el mismo saco. El apoteosis de aquel espanto de mujer, la causa de todos sus problemas, se estaba desarrollando allí mismo, en el corazón del Protestantismo.

La cólera de Frensic se convirtió en furia. ¡Protestantismo! ¡Bibliópilis y la Biblia!

Y en lugar de aquella magnífica prosa, Piper se dedicaba a propagar el estilo carente de gracia de aquella mujer, su sintaxis farragosa y confusa, su puritanismo árido y sus condenas del placer y de las alegrías de la lectura. ¡Y todo eso en boca de un hombre que ni siquiera habría sido capaz de escribir nada bueno aunque su alma dependiera de ello!

Por un momento, Frensic tuvo la impresión de encontrarse en el meollo de una gran conspiración contra la vida. Pero todo eso no eran más que paranoias. No había habido ningún propósito consciente en las circunstancias que habían desembocado en aquel fervor misionero de Piper. Sólo se había producido un accidente de mutación literaria que había hecho que Frensic dejara de ser un novelista en cierne para convertirse en agente literario de éxito y, por intervención de La novela moral, había conseguido mutilar el escaso talento para la escritura que Piper quizá había poseído.

Y ahora, como víctima de una infección de muerte literaria, se dedicaba a contagiar su enfermedad.

Cuando la voz monótona se quedó muda y los feligreses empezaron a salir con expresión compungida de gran espiritualidad moral para dirigirse hacia sus automóviles, Frensic estaba ya de un humor de perros.

Atravesó el vestíbulo y entró en la iglesia de la Gran Pesquisa. Piper estaba guardando el libro en su sitio con toda la reverencia del sacerdote que sostiene la hostia entre sus manos. Frensic se detuvo en el umbral y esperó. Había recorrido un camino muy largo pensando en ese momento. Piper cerró el armario y se volvió.

La expresión de reverencia se había esfumado de su cara.

—¿Usted? —dijo con un hilillo de voz.

—¿Y quién iba a ser? —dijo Frensic a voz en grito, para exorcizar la atmósfera de santidad que se respiraba en aquel lugar—. ¿O acaso esperabas a Conrad?

Piper palideció.

—¿Qué quiere?

—¿Que qué quiero? —se enfureció, tomando asiento en uno de los bancos antes de tomar una pizca de rapé—. Poner fin a este dichoso jueguecito del escondite.

Frensic se frotó la nariz con un pañuelo rojo. Piper vaciló y luego se encaminó hacia la puerta.

—Aquí no podemos hablar —musitó.

—¿Y por qué no? —dijo Frensic—. Me parece un lugar tan bueno como cualquier otro.

—Usted no lo comprendería —suspiró Piper antes de salir.

Frensic se sonó groseramente y luego le siguió.

—Para ser un repugnante chantajista de tres al cuarto estás cargado de pretensiones —dijo cuando estaban en el vestíbulo—, y todos esos disparates sobre El almacén de antigüedades…

—No son disparates —protestó Piper—, y no me llame chantajista. Usted lo empezó todo. Ésa es la pura verdad.

—¿La pura verdad? —soltó Frensic con una horrible carcajada—. Si quieres saber la pura verdad la vas a oír. Para eso he venido.

Frensic miró hacia la puerta en que estaba escrito SCRIPTORIUM.

—¿Qué hay ahí?

—Es donde enseño a escribir.

Frensic se le quedó mirando con ojos como platos y volvió a echarse a reír.

—Me tomas el pelo —dijo antes de abrir la puerta.

Toda la sala estaba abarrotada de pupitres, cada cual con su tintero y sus plumas y todos inclinados en la misma dirección. De las paredes pendían muestras enmarcadas de caligrafía y, delante de los pupitres, estaba la pizarra.

Frensic echó un vistazo a su alrededor.

—Encantador. Conque el Scriptorium. Y supongo que también debe de haber un Plagiarium.

—¿Un qué? —preguntó Piper.

—Una sala especial para los plagios. ¿O es que todo el proceso se cuece aquí dentro? Bueno, no hay nada como no quedarse a medio camino. ¿Y cómo lo haces? ¿Das a cada alumno un éxito de ventas que cambiar y luego lo fusilas como si fuera tuyo?

—Viniendo de usted me parece un sarcasmo de mal gusto —dijo Piper—. Yo escribo en mi estudio. Aquí sólo enseño a mis alumnos a escribir.

—¿Cómo? ¿Les enseñas a escribir? —rio. Frensic cogió uno de los tinteros y lo agitó. Aquella masa espesa se movía con lentitud—. Sigues con la tinta evaporada, por lo que veo.

—Se consigue una mayor densidad-dijo Piper, pero Frensic ya había dejado el tintero en su sitio y estaba junto a la puerta.

—¿Y dónde tienes el estudio? —le preguntó.

Piper le acompañó hasta el primer piso con paso cansino y abrió otra puerta. Frensic entró. Las paredes estaban cubiertas de estanterías y había un escritorio enorme colocado frente a una ventana desde la que se divisaba el camino que conducía al río.

Frensic estudió los títulos de los libros. Estaban encuadernados en piel. Dickens, Conrad, James…

El Antiguo Testamento —comentó, alargando el brazo para alcanzar Middlemarch.

Piper se lo arrebató con brusquedad y lo devolvió a su sitio.

—¿El modelo de este año quizá? —le preguntó Frensic.

—Un mundo, todo un universo que está más allá de su pobre imaginación —replicó Piper con enfado.

Frensic se encogió de hombros.

Había un patetismo en la crispación de Piper que estaba socavando su firmeza. Hizo un gran esfuerzo por mostrarse grosero.

—Tienes aquí una chocita de lo más acogedor —le atacó Frensic, sentándose y colocando los pies encima del escritorio.

A su espalda, el rostro de Piper perdió el color ante la magnitud del sacrilegio.

—Conservador de museo, falsificador de novelas de otros, una pizca de chantaje… ¿Y qué hay del sexo? —Frensic vaciló, pero acabó por hacerse con un abrecartas para proteger su integridad. Iba a poner el dedo en aquella llaga y era imposible predecir cómo iba a reaccionar—. ¿Te tiras a la difunta señora Hutchmeyer?

Oyó un silbido a su espalda y se dio la vuelta sin levantarse de la silla.

Piper le estaba mirando fijamente con el rostro crispado y los ojos empequeñecidos por el odio. Frensic agarró con más fuerza el abrecartas. Estaba asustado, pero tenía que hacerlo. Había ido demasiado lejos para echarse atrás.

—No es asunto mío, diría yo —prosiguió, mientras Piper le fulminaba con la mirada—, pero me parece que tu fuerte es la necrofilia. Primero robas a autores ya muertos, luego me das un sablazo de dos millones de dólares, y lo que hagas con la difunta señora Hutchmeyer…

—No se atreva a decirlo —le amenazó Piper, con una voz furiosa y chillona.

—¿Y por qué no? —dijo Frensic—. No hay nada como confesarse para dejar el alma inmaculada.

—No es cierto —dijo Piper.

Respiraba con dificultad. Frensic le dedicó una sonrisa cínica.

—¿Qué no es cierto? La verdad siempre triunfa, ya lo dice el proverbio. Por eso estoy aquí.

Frensic se levantó con actitud amenazadora y Piper se acobardó.

—¡Basta! ¡Basta! ¡No quiero saber más! ¡Váyase y déjeme en paz!

Frensic negó con la cabeza.

—¿Para que me envíes otro manuscrito diciéndome que lo venda? De eso nada. Eso ya se acabó. Te vas a enterar de la verdad aunque tenga que metértela por la fuerza…

Piper se tapó los oídos con las manos.

—¡No! —gritó—. ¡No le pienso escuchar!

Frensic se metió la mano en el bolsillo y sacó la carta de la doctora Louth.

—No tienes por qué escucharme. Lee esto.

Frensic le arrojó la carta de malos modos y Piper la cogió.

Frensic volvió a sentarse. La crisis había terminado. Ya no tenía miedo. Tal vez Piper estuviera loco, pero padecía una locura autodestructiva que no suponía ninguna amenaza para Frensic. Le estuvo observando mientras leía la carta con renacida lástima. Frente a él tenía a la negación del ser en persona, al autor arquetípico para quien sólo las palabras tenían entidad, alguien que además no sabía escribir.

Al terminar la carta, Piper alzó la vista.

—¿Qué significa? —le preguntó.

—Lo que no dice —repuso Frensic—: que la gran doctora Louth es la autora de Deteneos. Eso es lo que significa.

Piper volvió a mirar la carta.

—Pero si aquí dice que no lo escribió…

Frensic sonrió.

—Exactamente. ¿Y por qué razón iba a tener que escribir algo así? ¿Te has hecho esta pregunta? ¿Por qué negar algo que nunca nadie había imaginado siquiera?

—No entiendo nada —se rindió Piper—. No tiene sentido.

—Lo tiene si tomas en cuenta que la estaban chantajeando —le dijo Frensic.

—¿Chantajeando? ¿Pero quién?

Frensic tomó una pizca de rapé.

—Tú. Tú me amenazaste, así que yo la amenacé a ella.

—Pero…

Piper hacía lo imposible por seguir aquella secuencia incomprensible. Estaba más allá de su filosofía simplona.

—Tú me amenazaste con descubrirme y yo me limité a transmitir el mensaje —prosiguió Frensic—. La doctora Sydney Louth ha pagado dos millones de dólares para impedir que se desvelara su identidad como autora de Deteneos. Ese es el precio de su sagrada reputación.

Piper tenía los ojos vidriosos.

—No le creo —musitó.

—Pues no me creas —dijo Frensic—. Puedes creerte lo que te dé la gana. Lo único que tienes que hacer es resucitar, decirle a Hutchmeyer que todavía sigues vivito y coleando y los medios de comunicación ya se encargarán del resto. Todo saldrá a la luz. Mi papel, tu papel, toda la dichosa historia y, para terminar, tu doctora Louth con su reputación como crítica por los suelos. Esa bruja se convertirá en el hazmerreír del mundo de las letras. Pero bueno, para ti será la cárcel. Y supongo que yo estaré en la ruina pero, por lo menos, ya no tendré que afrontar la misión imposible de publicar tu En busca de la infancia podrida. Eso ya será un consuelo.

Piper se dejó caer en una silla.

—¿Y bien? —dijo Frensic.

Piper meneaba la cabeza. Frensic le cogió la carta y se volvió hacia las ventanas. Había tratado al pobre infeliz de farsante. Ya no habría más amenazas ni manuscritos. Piper estaba acabado. Había llegado la hora de marcharse.

Frensic se quedó mirando el río de aguas turbias y, al fondo, el bosque. Era un paisaje singular que le era ajeno, peligrosamente exuberante y muy alejado de aquel pequeño mundo tan acogedor que había ido a proteger.

Frensic cruzó el umbral y bajó por la amplia escalinata hasta el vestíbulo. Lo único que tenía que hacer era llegar a casa lo antes posible.

Sin embargo, tras subir al coche de alquiler y dirigirse al transbordador, se encontró con el pontón al otro lado del río sin nadie que pudiera hacerlo cruzar. Frensic tocó la campana, pero nadie acudió, así que permaneció bajo aquel tórrido sol y esperó.

Había una extraña quietud en el aire, rota únicamente por el rumor de las aguas del río embarrado que lamía la ribera a sus pies. Frensic volvió a subirse al coche y puso rumbo a la plaza, pero allí tampoco encontró a nadie.

Sombras oscuras bajo los tejados de zinc de las fachadas de las tiendas que hacían las veces de toldos; la iglesia pintada de blanco, un banco de madera al pie de la estatua de la plaza, ventanas vacías.

El reloj del juzgado marcaba las doce. Seguramente, la gente debía de estar almorzando, pero se respiraba una desolación anormal que le inquietaba, y, al otro lado del río, el bosque, aquella maraña salvaje de árboles y maleza, parecía acercar la línea del horizonte sobre la que nacía el cielo de un azul límpido.

Frensic dio una vuelta por la plaza y regresó al coche. Tal vez si volvía a probar con el transbordador…

Sin embargo el pontón seguía en la otra ribera y cuando Frensic trató de tirar del cable, no se movió ni un ápice. Volvió a tocar la campana. No había eco y su inquietud se acrecentó.

Por fin, tras dejar el coche en la carretera, echó a andar siguiendo el sendero que bordeaba el río. Esperaría a que pasara la hora del almuerzo y luego probaría de nuevo.

Después de pasar bajo robles perennes coronados de musgo negro, el sendero desembocaba en el cementerio y Frensic permaneció un rato mirando las lápidas y dio media vuelta.

Si se dirigía hacia el oeste tal vez acabara por encontrar una carretera que le condujera fuera de la ciudad desde aquella ribera hasta desembocar en la carretera 80. Sendero Sangriento se le antojaba un nombre casi alegre. Sin embargo, en el coche no tenía ningún mapa, así que después de probar varias carreteras secundarias que terminaban en callejones sin salida o desembocaban en caminos poco apetecibles que se adentraban en el bosque, Frensic volvió sobre sus pasos.

Tal vez el transbordador ya funcionara. Frensic consultó su reloj. Eran las dos del mediodía y la gente ya debía de haber salido de sus casas.

Y así era. Al regresar a la plazuela, un grupo de hombres enjutos, que se encontraban de pie en la acera frente al juzgado, cruzaron la calle.

Frensic se detuvo y les miró con desasosiego a través del parabrisas. Los hombres enjutos llevaban pistoleras prendidas del cinturón y el más enjuto de todos lucía una estrella en la pechera. Fue éste el que se acercó al coche y se agachó frente a la ventanilla. Frensic se quedó mirando sus dientes amarillentos.

—¿Se llama usted Frensic? —le preguntó.

Frensic asintió.

—El juez quiere verle —le anunció—. Así que acompáñeme sin chistar si no…

Frensic le acompañó sin chistar y subió las escaleras del juzgado con el grupito de hombres cortándole la retirada. En el interior se respiraba un aire fresco de penumbra. Frensic titubeó, pero el hombre alto le indicó una puerta.

—El juez está en su despacho —le dijo—. Puede usted pasar.

Frensic entró. Al otro lado de un escritorio enorme estaba Baby Hutchmeyer. Llevaba una toga negra que le llegaba hasta los tobillos y su cara, de aquel liso tan poco natural, presentaba una palidez sumamente desagradable.

Frensic la miró fijamente: no le cabía ninguna duda sobre su identidad.

—¿Señora Hutchmeyer…? —dijo—. ¿La difunta señora Hutchmeyer?

—Juez Hutchmeyer para usted —repuso Baby—. Y déjese de difuntos si no quiere terminar como difunto señor Frensic en un abrir y cerrar de ojos.

Frensic tragó saliva y echó una ojeada por encima del hombro. El sheriff estaba de pie, apoyado contra la puerta, y la pistola que pendía de su cinturón resplandecía llamativamente.

—¿Puedo preguntarle qué significa todo esto? —le preguntó después de un intervalo de silencio muy significativo—. Traerme hasta aquí de este modo y…

La juez miró al sheriff.

—¿Cuáles son los cargos hasta ahora? —le preguntó.

—Proferir insultos y amenazas —dijo el sheriff—, estar en posesión de un arma de fuego sin licencia, llevar la rueda de recambio rellena de heroína, chantaje. Dígame lo que quiera, juez, y seguro que también está en la lista.

Frensic buscó una silla a tientas.

—¿Heroína? —dijo con voz ahogada—. ¿Qué quiere decir con eso de heroína? No llevo ni una pizca.

—¿Es eso lo que cree? —dijo Baby—. Herb, muéstraselo, ¿quieres?

El sheriff asintió a su espalda.

—Su coche se encuentra en el garaje y ahora mismo lo están desmontando —le explicó—. Si quiere pruebas se lo puedo mostrar.

Pero a Frensic no le hacía falta ninguna prueba. Sentado, aturdido en la silla, miraba la cara pálida de Baby.

—¿Qué quiere de mí? —le preguntó por fin.

—Justicia —dijo Baby sin más.

—Justicia —musitó Frensic—. Y habla usted de justicia…

—¿Desea usted hacer una declaración ahora mismo o prefiere reservarse su defensa hasta el juicio de mañana? —le preguntó Baby.

Frensic volvió a echar un vistazo por encima del hombro.

—Deseo hacer una declaración ahora mismo. Pero en privado —precisó.

Baby se dirigió al sheriff con un movimiento de cabeza.

—Espera fuera, Herb —le pidió—. Pero no te vayas muy lejos. Si hubiera algún problema aquí dentro…

—Aquí dentro no habrá problemas de ninguna clase —se apresuró a decir Frensic—. Eso se lo puedo garantizar.

Baby barrió a Herb y las garantías de Frensic con un ademán. En cuanto la puerta se cerró, Frensic sacó el pañuelo y se lo pasó por la cara.

—Muy bien —dijo Baby—, de modo que quiere hacer una declaración…

Frensic se echó hacia adelante.

Tenía ganas de decirle «No puede hacerme esto», pero aquella frase tan manida y corriente en tantos de sus autores no le pareció apropiada. Se lo podía hacer. Se encontraba en Bibliópolis y Bibliópolis no figuraba en los mapas de la civilización.

—¿Qué quiere de mí? —le preguntó con desaliento.

La juez Baby hizo girar su sillón y se recostó.

—Viniendo de usted, señor Frensic, es una pregunta muy interesante —le dijo—. Se presenta en este pueblecito, profiere insultos y amenazas contra uno de nuestros ciudadanos ¿y ahora me pregunta qué quiero de usted?

—Yo no he proferido insultos ni amenazas —se defendió Frensic—. He venido para decirle a Piper que dejara de mandarme manuscritos. Y si alguien ha proferido amenazas, ha sido él, no yo.

Baby meneó la cabeza.

—Si en eso se basa su defensa, ya le puedo advertir de antemano que nadie en Bibliópolis le va a creer. El señor Piper es el ciudadano más pacífico y antiviolento que hay por estos pagos.

—Es muy posible que por estos pagos sea así —dijo Frensic—, pero en Londres…

—Ahora no está en Londres —le recordó Baby—. Está en mi despacho temblando como un sabueso que mea huesos de melocotón.

Frensic estudió aquella sonrisa y se le antojó desagradable.

—Usted también temblaría si le estuvieran acusando de llevar la rueda de recambio rellena de heroína —le dijo.

Baby asintió.

—En eso tiene razón —reconoció Baby—. Le podría condenar a cadena perpetua sólo por eso. Y si añadimos los insultos y amenazas, estar en posesión de armas de fuego y el chantaje, sería cadena perpetua y noventa y nueve años. Será mejor que tenga en cuenta eso antes de decir nada.

Frensic lo tuvo en cuenta y descubrió que temblaba más si cabe que antes.

Los sabuesos meando huesos de melocotón no eran un símil apropiado.

—No lo dirá en serio… —dijo con voz quebrada.

Baby sonrió.

—Será mejor que se lo tome en serio. El alcaide de la penitenciaría es el diácono de mi Iglesia, así que no tendría que cumplir los noventa y nueve años. La cadena perpetua no se prolongaría más de tres meses y no sobreviviría al encarcelamiento. Tienen serpientes y demás para conseguir una muerte por causas naturales. ¿Ha visitado ya nuestro pequeño cementerio?

Frensic asintió.

—Pues le tenemos elegido un rinconcillo —le dijo Baby—. Pero sin lápida. Nada de nombrecitos como Frensic. Sólo un pequeño montículo y así nadie se enterará. Elija usted.

—¿Qué? —preguntó Frensic, en cuanto recuperó el habla.

—Cadena perpetua más noventa y nueve años o hacer lo que le pida.

—Creo que haré lo que me pida —cedió Frensic, que no veía por ninguna parte que aquello fuera una elección.

—De acuerdo —dijo Baby—. Primero tendrá que hacer una confesión completa.

—¿Confesión? —dijo Frensic—. ¿Qué clase de confesión?

—Que es usted el autor de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen y que se la endilgó al señor Piper, engañó a Hutch e instigó a la señorita Futtle a prender fuego a la casa y…

—¡No! —gritó Frensic—. ¡Eso nunca! Prefiero…

Pero se contuvo. No prefería nada. Había algo en el rostro de Baby que se lo decía.

—No veo por qué tengo que confesar todas esas cosas —se quejó.

Baby se tranquilizó.

—Le manchó usted el buen nombre, así que ahora se lo va a devolver inmaculado.

—¿Su buen nombre? —dijo Frensic.

—Al ponerlo en la portada de esa novela repugnante —le aclaró Baby.

—Hasta que ocurrió esto no tenía nombre de ninguna clase —dijo Frensic—. No había publicado nunca nada, así que, ahora que está muerto, menos todavía.

—Oh, sí, claro que sí —dijo Baby, echándose hacia adelante—. Le va a prestar su nombre. Por ejemplo: En busca de la infancia perdida de Frederick Frensic.

Frensic se la quedó mirando sin dar crédito. Aquella mujer estaba más loca que una cabra.

—¿En busca una novela mía? —dijo—. Usted no lo entiende. He estado intentando endilgar el dichoso librito a todos los editores de Londres y nadie quiere saber nada de él. Se cae de las manos.

Baby sonrió. Una sonrisa de lo más desagradable.

—Eso es problema suyo. Va a publicar ese libro y todos los que escriba en el futuro con su nombre. O eso o trabajos forzados.

Baby echó un vistazo por la ventana cargado de intención y oteó el horizonte de árboles y el cielo límpido.

Frensic, siguiendo su mirada, pudo contemplar un futuro espantoso y una muerte prematura. Tendría que seguirle la corriente.

—De acuerdo —aceptó—. Haré cuanto esté en mi mano.

—Le conviene hacer mucho más que eso. Hará exactamente lo que yo le diga.

Baby cogió una hoja de papel de un cajón y se la entregó junto con un bolígrafo.

—Y, ahora, escriba —le ordenó.

Frensic se acercó arrastrando la silla y empezó a escribir con mano temblorosa.

Cuando hubo terminado había confesado haber evadido impuestos en Gran Bretaña pagando dos millones de dólares más derechos de autor a la cuenta número 478776 del First National Bank de Nueva York y haber incitado a su socia, señorita Futtle de soltera, a prender fuego a la residencia Hutchmeyer.

La declaración era tal batiburrillo de cosas que había hecho y cosas que no, que de haberse visto sometido al interrogatorio de un abogado competente nunca habría conseguido salir indemne.

Baby la leyó, firmó como testigo y llamó a Herb para que firmara también.

—Más la vale cumplir con esto al pie de la letra —le advirtió cuando el sheriff hubo salido de su despacho—. En cuanto abra la boca o intente eludir su obligación de publicar una sola de las novelas del señor Piper, este documento irá directamente a Hutchmeyer, la compañía de seguros, el FBI y el Departamento de Hacienda, y esa sonrisita que le baila en los labios se le borrará de sopetón.

Pero Frensic no estaba sonriendo. Era un tic que acababa de contraer.

—Porque si cree que podrá salir de ésta acudiendo a las autoridades para que vengan a buscarme a Bibliópolis, ya se lo puede ir quitando de la cabeza. Aquí tengo muchos amigos y, si yo lo digo, nadie abrirá la boca. ¿Lo ha entendido?

Frensic asintió.

—Creo que sí —dijo.

Baby se puso en pie y se quitó la toga.

—Bueno, en caso de que no sea así, le vamos a redimir —le dijo.

Y salieron al vestíbulo, donde el grupito de hombres enjutos les estaba esperando.

—Tenemos a otro converso, chicos —les anunció—. Nos veremos en la iglesia.

Frensic ocupó el primer banco de la pequeña iglesia de los Siervos del Señor.

Ante él, una Baby radiante y serena oficiaba la ceremonia. No cabía ni un alfiler y Frensic compartía el libro de himnos con Herb, que estaba sentado a su lado. Entonaron «He telefoneado al cielo», «Rock de los siglos» y «Reunámonos junto al río», y con la ayuda de Herb que le propinaba codazos, Frensic cantó con tanto entusiasmo como los demás.

Para terminar, Baby pronunció un virulento sermón en torno a la sentencia: «Guárdate de los glotones, borrachines y amigos de editores y otros pecadores» con la mirada fija en Frensic, y todos los feligreses entonaron el «En Bibliópolis te queremos».

Había llegado la hora de redimir a Frensic. Dio unos pasos temblorosos al frente y se arrodilló.

Era muy posible que las serpientes ya no infestaran Bibliópolis, pero Frensic se sentía paralizado. Por encima de su cabeza, el rostro de Baby resplandecía radiante. Había vuelto a triunfar.

—Jura por nuestro Señor que cumplirás con lo pactado —le dijo.

Y Frensic lo juró.

Y seguía jurando y perjurando una hora después, sentado en el interior de su coche mientras el transbordador cruzaba el río.

Frensic desvió los ojos hacia Pellagra. En el primer piso, las luces estaban encendidas. Piper debía de estar trabajando en alguna espantosa novela que Frensic tendría que vender firmada de su puño y letra.

Salió disparado del transbordador y el coche de alquiler avanzó a sacudidas por el camino sin asfaltar, al tiempo que los faros arrancaban destellos a las aguas oscuras que resplandecían al pie de los árboles entrelazados. Al lado de Bibliópolis, aquel paisaje hosco no representaba ninguna amenaza para él. Era un mundo natural plagado de peligros naturales y Frensic se sentía con fuerzas para hacerle frente.

Con Baby Hutchmeyer no había tenido la oportunidad de hacer frente a nada.

Frensic volvió a perjurar.

Piper estaba sentado en silencio frente a su escritorio del estudio de Pellagra.

Pero no estaba escribiendo. Tenía entre sus manos la declaración que había escrito Frensic por la cual se comprometía a publicar En busca de la infancia perdida, aunque tuviera que pagarla de su propio bolsillo. Por fin le iban a publicar. Qué importaba que el nombre que apareciera en portada fuera el de Frensic. Un día, el mundo sabría la verdad.

O, mejor todavía, quizá sería siempre un interrogante.

A fin de cuentas, ¿quién sabía quién era Shakespeare o quién había escrito Hamlet?

Nadie.