En su piso de Hampstead, Frensic estaba sumergido en su baño matutino y hacía girar el grifo del agua caliente con el dedo gordo del pie a fin de mantener el agua a una temperatura constante.
Una noche de sueño reparador había ayudado a subsanar los estragos causados por la pasión de Cynthia Bogden y no tenía ninguna prisa por llegar al despacho. Tenía cosas en que pensar. Estaba muy bien que se felicitara por su astucia al descubrir al verdadero autor de Deteneos y hacerlo renunciar a todos los derechos sobre el libro, pero todavía tenía problemas a los que enfrentarse.
El primero era la existencia de Piper y su irregular exigencia de que le pagaran por una novela que no había escrito. A primera vista parecía un problema menor. Frensic podía depositar los dos millones de dólares, menos la comisión de Corkadale y la suya, en la cuenta 478776 del First National Bank de Nueva York.
Por lo pronto, se le antojaba lo más prudente: pagar a Piper y librarse así de aquel tunante. Por otra parte, aquello significaba doblegarse al chantaje, y los chantajistas tenían cierta tendencia a repetir sus exigencias. Si cedía en aquella ocasión, tendría que ceder una y otra vez, y, además, si transfería aquella suma a Nueva York, tendría que dar explicaciones a Sonia y confesarle que Piper no estaba muerto. Si se lo olía siquiera, saldría disparada tras él como un gato escaldado. Claro que siempre podía eludir la cuestión y decirle que el cliente del señor Cadwalladine había dado instrucciones para que los derechos de autor se saldaran de aquel modo.
Pero más allá de todos aquellos problemas técnicos, acechaba la sospecha de que Piper no había tramado aquel fraude por propia iniciativa. Los diez años de recurrente búsqueda de una infancia perdida eran prueba suficiente de que Piper carecía de imaginación, y la de la persona que había urdido aquel tortuoso plan era portentosa.
Las sospechas de Frensic se centraban en la señora Baby Hutchmeyer.
Si Piper, que presuntamente había muerto con ella, seguía con vida, existían poderosas razones para creer que Baby Hutchmeyer había sobrevivido también.
Frensic trató de analizar la psicología de la esposa de Hutchmeyer. Haber soportado cuarenta años de matrimonio con aquel monstruo apuntaba hacia una naturaleza masoquista o una resistencia fuera de lo común. Y, después, quemar hasta los cimientos una mansión enorme, hacer volar en pedazos el crucero y hundir el yate, todo ello propiedad de su marido, en cuestión de veinte minutos…
No cabía duda de que aquella mujer no estaba en su sano juicio y de que no se podía confiar en ella. Podía resucitar en cualquier momento y arrastrar con ella al infeliz de Piper fuera de aquella sepultura temporal.
A Frensic le asaltó la idea de lo que podía ocurrir después de aquel grave momento.
A Hutchmeyer le entraría la fiebre del litigio y empezaría a demandar a todo el mundo a diestro y siniestro. Piper iría de un tribunal a otro y saldría a la luz toda la historia de la sustitución del auténtico autor.
Frensic salió de la bañera y se secó para alejar de sí el fantasma de Piper en el estrado de los testigos.
Y mientras se vestía, el problema se fue complicando más y más.
Aunque Baby Hutchmeyer no se sintiera tentada por la auto exhumación, tenía todos los números para que la descubriera uno de esos reporteros entrometidos que a aquellas alturas ya debían de estar siguiendo su rastro como sabuesos.
¿Y qué demonios iba a ocurrir si Piper confesaba la verdad?
Frensic trató de imaginarse las consecuencias de semejante revelación mientras se preparaba un café cuando, de pronto, el manuscrito le vino a la memoria. El manuscrito de puño y letra de Piper. O, cuando menos, su fotocopia. Ahí estaba la solución. Siempre podía negar la declaración de Piper de que no había escrito Deteneos y presentar la fotocopia del manuscrito como prueba. Aunque la psicótica de Baby decidiera corroborar la declaración de Piper nadie le creería.
Frensic suspiró aliviado. Acababa de encontrar la solución al dilema.
Después de desayunar, subió la cuesta a pie hasta la estación del metro y, de un humor estupendo, cogió un tren. Era un tipo listo y hacía falta mucho más que un Piper y una Baby Hutchmeyer ocultos para tomarle el pelo.
Al llegar a Lanyard Lañe se encontró con que el despacho estaba cerrado con llave. Le pareció extraño. Sonia Futtle ya tenía que haber regresado el día anterior de su entrevista con Bernie el castor.
Abrió la puerta y entró. Ni rastro de Sonia.
Se dirigió a su escritorio y allí, separado del resto del correo, vio un sobre. Iba dirigido a él y reconoció la letra de Sonia. Contenía una carta larguísima que empezaba con «Mi queridísimo Frenzy» y terminaba con «Tu Sonia, que te quiere». Entre ambas muestras de afecto, Sonia se engañaba con un torrente de sentimentalismo nauseabundo y le explicaba que Hutchmeyer le había pedido que se casara con él y por qué había aceptado.
Frensic estaba aturdido. Y pensar que hacía apenas una semana aquella chica había llorado como una Magdalena por Piper…
Frensic cogió su cajita de rapé y su pañuelo de lunares rojos y dio gracias a Dios por estar todavía soltero. Las mujeres y su manera de hacer las cosas le superaban por completo.
Y superaban también a Geoffrey Corkadale, que se encontraba todavía sumido en un estado de agitación nerviosa ante la perspectiva de una amenaza de demanda por difamación del profesor Facit contra el autor, editor e impresor de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen cuando, de pronto, recibió una llamada de la señorita Bogden.
—¿Que hizo qué? —le preguntó con una mezcla de total incredulidad y repugnancia—. ¡Y deje de llamarme cariño! ¡No la conozco de nada!
—Pero Geoffrey, cielito —insistía la señorita Bogden—, te mostraste tan apasionado, tan viril…
—¡En absoluto! —protestó Geoffrey—. Se ha equivocado de número. ¿Cómo puede decirme esas cosas?
La señorita Bogden podía y lo hizo. Con todo lujo de detalles.
A Geoffrey Corkadale se le heló la sangre.
—¡Basta! —le atajó—. No me cabe en la cabeza qué demonios puede haber ocurrido, pero si realmente cree, aunque sólo sea por un momento, que anteayer pasé la noche entre sus dichosos brazos… ¡Cielo santo!… es que está usted mal de la sesera.
—¡Y supongo que tampoco me pediste que me casara contigo —chilló la señorita Bogden—, ni me compraste un anillo de compromiso y…!
Geoffrey colgó el teléfono sin miramientos para acabar con todo aquel catálogo de espantosas descripciones. La situación ya era de por sí lo suficientemente desesperada en el ámbito legal como para que encima tuviera que hacer frente a una mujer demente que afirmaba que le había pedido en matrimonio.
Así pues, para atajar de raíz que se reanudaran las acusaciones de la señorita Bogden, salió del despacho y se dirigió hacia el bufete de sus abogados con objeto de que prepararan su posible defensa en una demanda por difamación. Estos le resultaron especialmente de poca ayuda.
—La difamación del profesor Facit no parece haber sido accidental —le dijeron—. Es evidente que ese tal Piper se propuso deliberadamente acabar con la reputación del profesor. No hay otra explicación. En nuestra opinión, el autor es indudablemente culpable.
—Pero es que resulta que está muerto… —objetó Geoffrey.
—En ese caso, todo parece indicar que tendrá que sufragar todos los gastos de la demanda y, francamente, nuestro consejo es que llegue a un acuerdo amistoso.
Geoffrey Corkadale salió del bufete de abogados desesperado. Y todo aquello por culpa del puñetero Frensic. Tendría que haberlo pensado antes y no haber hecho tratos con un agente literario que ya se había visto involucrado en una demanda por difamación de consecuencias catastróficas. Frensic tenía una tendencia a la difamación. No había otra explicación.
Cogió un taxi a Lanyard Lañe. Iba a soltarle en la cara lo que pensaba de él.
Pero Frensic mostraba una amabilidad poco corriente en él.
—Mi querido Geoffrey, qué agradable sorpresa —le saludó.
—No he venido hasta aquí para intercambiar cumplidos —le dijo Geoffrey—. He venido a decirte que me has metido en el lío más épico…
Frensic alzó una mano.
—¿Te refieres al profesor Facit? Oh, yo no me preocuparía demasiado…
—¿Preocuparme demasiado? Tengo todo el derecho a preocuparme, y, en cuanto a lo de demasiado, con la bancarrota a la vuelta de la esquina, ¿cuánto es demasiado?
—He estado investigando por mi cuenta —dijo Frensic—. En Oxford.
—¿Ah, sí? —dijo Geoffrey—. ¿Así que es verdad que ha hecho todas esas cosas tan horribles? ¿Lo de aquel desagradable pequinés, por ejemplo?
—Lo que quiero decir —prosiguió Frensic, pontificando— es que nadie ha oído hablar jamás de ningún profesor Facit. He hecho averiguaciones en casas de huéspedes y en la biblioteca de la universidad y no hay rastro de ningún profesor Facit que pidiera un carnet para utilizar la biblioteca. Y, en cuanto a su declaración según la cual vivió algún tiempo de en Frytville Street, no se ajusta a la verdad.
—¡Dios mío! —exclamó Geoffrey—, pero entonces, si nadie ha oído hablar de él…
—Todo parece indicar que los señores Ridely, Coverup, Makeweight y Jones han ido demasiado lejos esta vez en su papel de picapleitos carroñeros y han caído en su propia trampa.
—Mi querido amigo, eso bien se merece una celebración —le felicitó Geoffrey—. ¿De modo que fuiste hasta allí en persona y averiguaste todo eso…?
Frensic era la modestia personificada.
—Verás, yo conocía a Piper muy bien. Al fin y al cabo, llevaba años mandándome sus escritos —dijo, mientras bajaban por la escalera— y no es la clase de persona capaz de difamar a alguien deliberadamente.
—Pero yo creía haber entendido que Deteneos era su primer libro —dijo Geoffrey.
Frensic se arrepintió de haber cometido aquel desliz.
—Su primer libro de verdad —recalcó—. Lo demás no eran más que…, bueno, derivaciones sin importancia. En todo caso, nada vendible.
Y, paseando, se dirigieron a Wheeler’s a almorzar.
—Hablando de Oxford —dijo Geoffrey—. Esta mañana he recibido una llamada increíble de una lunática, una tal Bogden.
—¿En serio? —dijo Frensic, que acababa de tirarse el martini por la pechera—. ¿Y qué quería?
—Estaba empeñada en que le había pedido que se casara conmigo. Ha sido realmente atroz.
—De eso estoy seguro —convino Frensic, apurando la copa para pedir otra—. La verdad, hay mujeres capaces de cualquier cosa con tal de…
—Por lo que he entendido, el que había sido capaz de cualquier cosa era yo. Me ha dicho que le había comprado mi anillo de compromiso.
—Espero que la hayas mandado al cuerno —le dijo Frensic—. Y, a propósito de bodas, tengo una noticia que darte: Sonia Futtle va a casarse con Hutchmeyer.
—¿Que va a casarse con Hutchmeyer? —dijo Geoffrey—. ¡Pero si ese hombre acaba de perder a su esposa! Por lo menos, podría tener la decencia de esperar un poco antes de volver a ponerse la soga al cuello.
—Una metáfora muy adecuada —comentó Frensic con una sonrisa, antes de levantar la copa.
Sus preocupaciones habían terminado. Acababa de caer en la cuenta de que, al casarse con Hutchmeyer, Sonia había actuado con más astucia de lo que creía. Estaba a punto de dejar al enemigo fuera de combate. Un Hutchmeyer bígamo ya no constituía ninguna amenaza y, por lo demás, cualquier hombre capaz de encontrar a Sonia físicamente atractiva tenía que estar idiota, y un Hutch idiota se negaría a creer que su nueva esposa había participado en una conspiración para engañarle. Lo único que le quedaba por hacer era implicar a Piper desde el punto de vista económico.
Así pues, después de un almuerzo estupendo, Frensic regresó a Lanyard Lañe y de allí se dirigió al banco. Previa deducción del diez por ciento de Corkadale y de su comisión, Frensic transfirió un millón cuatrocientos mil dólares a la cuenta número 478776 del First National Bank de Nueva York. Ya había cumplido con su parte del contrato.
Frensic cogió un taxi para regresar a su casa. Era un hombre rico y feliz.
Y Hutchmeyer también. La decisión fulminante de Sonia de aceptar su proposición igualmente fulminante le había cogido por sorpresa.
Aquellos muslos que le habían tenido embelesado durante tantos años por fin iban a ser suyos. Aquel cuerpo generoso se ajustaba perfectamente a sus gustos. No tenía cicatriz alguna, ni presentaba tampoco ninguna de las modificaciones quirúrgicas que, en el caso de Baby, habían servido para recordarle su infidelidad y la falsedad de su relación. Con Sonia podría comportarse tal como era. Ya no tendría ninguna necesidad de afirmarse meando en el lavabo noche tras noche, ni demostrar su virilidad importunando a desconocidas en Roma, París y Las Vegas. Podría entregarse a la felicidad doméstica junto a una mujer que tenía energía suficiente para los dos.
Contrajeron matrimonio en Cannes y aquella misma noche, tendido sobre su espalda entre aquel par de muslos poderosos, Hutchmeyer alzó la vista para contemplar sus senos y supo que aquella vez iba de verdad.
Sonia sonrió a aquel rostro satisfecho, y es que se sentía satisfecha también: por fin era una mujer casada. Y casada con un hombre rico.
La noche siguiente, Hutchmeyer lo celebró tirando por la ventana cuarenta de los grandes en Montecarlo y luego, en memoria de la buena fortuna que les había unido, alquiló un yate gigantesco con un experimentado piloto y una tripulación competente y zarparon de crucero por el Egeo.
Visitaron las ruinas de la antigua Grecia y, con mayor provecho, tantearon un negocio relacionado con petroleros, que habían bajado de precio. Y, por fin, regresaron a Nueva York en avión para asistir al estreno de la película Deteneos.
Y allí, en la oscuridad y engalanada de diamantes, Sonia se derrumbó y rompió en sollozos.
A su lado, Hutchmeyer la comprendía: era una película sumamente conmovedora, con actores originales y de moda en los papeles de Gwendolen y Anthony, y parecía una amalgama de Horizontes lejanos, El crepúsculo de los dioses. Garganta profunda y Tom Jones.
La crítica se entusiasmó bajo la tutela económica de MacMordie. La película resultó enormemente taquillera y hasta se habló de un musical en Broadway, con María Callas en el papel estelar.
Para mantener la escalada de ventas, Hutchmeyer consultó el ordenador y pidió que se hiciera una portada nueva para el libro, de modo que la gente que ya lo había comprado se encontró comprándolo repetido.
Después del musical, no cabía duda de que habría quien lo tendría por triplicado.
Las ventas del Club de Lectores fueron enormes y la edición encuadernada en piel, conmemorativa de Baby Hutchmeyer con impresión en caracteres de oro, se agotó en una semana.
Deteneos iba dejando huella por todo el país. Las mujeres y ancianas abandonaban el retiro de clubs de bridge y salones de belleza para engatusar a jóvenes mozos y llevárselos a la cama. El índice de vasectomías cayó en picado y, para terminar de coronar el éxito de Hutchmeyer, Sonia anunció que estaba embarazada.
En Bibliópolis, Alabama, las cosas también habían cambiado.
El funeral por las víctimas de la sesión serpenteril fuera de programa se celebró entre los robles perennes que bordeaban el río Ptomaine.
En total fueron siete, pero sólo dos por mordedura de serpiente: tres habían muerto aplastados en la estampida hacia la puerta. El reverendo Gideon había sucumbido víctima de un paro cardíaco y la señora Mathervitie del tremendo susto que se había llevado al despertar de su desmayo y descubrir a Baby de pie, en el pulpito, a pecho descubierto.
Baby había salido de aquella epidemia devastadora con una reputación envidiable, que debía tanto a la perfección de sus senos como a su inmunidad, una combinación irresistible. Bibliópolis no había presenciado nunca una demostración de fe tan absoluta y, ante la ausencia del reverendo Gideon, se ofreció el ministerio a Baby. Baby aceptó agradecida. Con ello pondría fin al pillaje sexual de Piper, y además acababa de descubrir su vocación.
Desde el pulpito podría condenar los pecados de la carne con una delectación que la congraciaría con las mujeres y excitaría a los hombres; por otra parte, después de haberse pasado gran parte de su vida en compañía de Hutchmeyer, podía hablar del infierno con conocimiento de causa. Pero lo más importante de todo era que tenía libertad para ser lo que quedaba de ella.
Y así, mientras bajaban los ataúdes a la fosa, la reverenda Hutchmeyer animó a la congregación a que entonara «Reunámonos junto al río» y la reducida población de Bibliópolis inclinó sus cabezas y alzó la voz.
Hasta las serpientes, que no dejaron de silbar mientras se vaciaba el saco en el Ptomaine, salieron beneficiadas. Baby había abolido las sesiones de serpientes en un largo sermón sobre Eva y la Manzana, en el que recordó que eran criaturas de Satán. Los parientes de los difuntos no podían por menos que darle la razón.
Y luego estaba el problema de Piper. Al abrazar la fe, Baby se sintió en deuda con el hombre que la había guiado hasta ella de un modo tan fortuito.
Con el anticipo por los derechos de autor de Deteneos, Baby restauró Pellagra hasta devolverle su gloria prebélica e instaló allí a Piper para que pudiera seguir trabajando en su tercera versión, Post scriptum a una infancia perdida.
Los días dieron paso a las semanas y con ellas llegaron los meses, y Piper seguía escribiendo con constancia hasta recuperar la rutina de la vida que había llevado en la casa de huéspedes Gleneagle.
Por las tardes, daba largos paseos por la ribera del Ptomaine y dedicaba las noches a la lectura de fragmentos de La novela moral y de los grandes clásicos que ensalzaba.
Con tal cantidad de dinero a su disposición, Piper los había encargado todos y abarrotaban las estanterías de su estudio de Pellagra, como iconos de aquella religión literaria a la que había consagrado su vida.
Jane Austen, Conrad, George Eliot, Dickens, Henry James, Lawrence, Mann…, todos estaban allí para animarle en su tarea.
Su sola tristeza era que la única mujer a la que podría querer jamás se había vuelto sexualmente inaccesible. Baby le había dejado bien claro que, siendo predicadora, ya no podía acostarse con él.
—Tendrás que sublimar tu amor —le dijo.
Piper trató de sublimarlo, pero su deseo era tan poderoso como su ambición por llegar a convertirse en un gran novelista.
—Es inútil —se rindió—, no puedo dejar de pensar en ti. Eres tan bella, tan pura, tan…, tan…
—Lo que pasa es que tienes demasiado tiempo libre —dijo Baby—. Si tuvieras alguna otra cosa que hacer…
—¿Como por ejemplo?
Baby observó la preciosa caligrafía que llenaba la página.
—Como por ejemplo enseñar a escribir a la gente —le propuso.
—Pero si ni siquiera yo sé estribir… —se quejó Piper.
Era uno de eso días en que se compadecía de sí mismo.
—¡Claro que sabes! Fíjate en cómo haces las efes y en ese rabillo encantador de las y griegas. Si tú no eres capaz de enseñar a escribir a la gente no veo quién podría.
—Ah, quieres decir «escribir» —dijo Piper—. Supongo que eso sí lo sabría hacer. ¿Pero quién querría que le enseñara?
—Montones de gente. Te sorprendería. Cuando era niña, había escuelas de caligrafía prácticamente en todos los pueblos. Por lo menos harías algo útil.
—¿Útil? —dijo Piper con cierta melancolía—. Pero si lo único que quiero es…
—Escribir —se apresuró a decir Baby, anticipándose a sus insinuaciones sexuales—. De esa manera podrías combinar lo artístico con lo didáctico. Podrías dar clases por las tardes y así te distraerías.
—Pero si ya estoy distraído. Pensando en ti. Te amo…
—Todos tenemos que amarnos los unos a los otros —dijo Baby, a modo de sentencia antes de marcharse.
Al cabo de una semana, la Escuela de Caligrafía ya había abierto sus puertas y, en lugar de pasarse las tardes enteras inmerso en sus cavilaciones junto a las aguas indolentes del Ptomaine, Piper se ponía frente a sus alumnos y les enseñaba a escribir con una letra preciosa. Casi todo eran niños, pero enseguida empezaron a llegar los adultos, que se sentaban pluma en mano con sus tinteros de Higgins de tinta eterna evaporada, mirando atentamente mientras Piper les explicaba que la ligadura diagonal requería un trazo vertical y que los bigotillos sinuosos estaban fuera de lugar.
Su reputación fue en aumento a medida que transcurrían los meses, y con ella llegó la teoría. Piper exponía la doctrina de la palabra hecha perfección ante visitantes que acudían de lugares tan lejanos como Selma y Meridian. La llamaba Logosofía y no cesaba de ganar adeptos. Era como si el proceso que lo había llevado al fracaso como novelista se hubiera invertido en su caligrafía. En aquellos días pasados en que vivía obsesionado con la gran novela, la teoría había precedido a la práctica hasta apoderarse de ella.
Piper había evitado todo cuanto La novela moral condenaba.
Con la caligrafía, en cambio, Piper se había convertido en teórico y practicante.
Pero su antigua obsesión por ver su novela impresa no había remitido y seguía mandando regularmente a Frensic cada nueva versión expurgada de Deteneos que daba por terminada.
Al principio las enviaba a Nueva York para que, desde allí, las hicieran llegar a Lanyard Lañe, pero, a medida que fueron pasando los meses, la seguridad que le infundía aquella nueva vida fue creciendo y con ella el descuido, hasta que acabó por enviar los manuscritos directamente. Cada mes recibía Books Se Bookmen y el Times Literary Supplement, y repasaba las listas de novedades de ficción hasta el desaliento. En busca de la infancia perdida no aparecía nunca.
Por fin, una noche de luna llena, ya muy tarde, decidió hacer una nueva tentativa y cogió la pluma para escribir a Frensic.
Era una carta contundente en la que iba directamente al grano. Si Frensic & Futtle, como agentes literarios de su obra, no estaban dispuestos a garantizar que se publicara su novela, se vería obligado a solicitar a otro agente literario que se encargara de su trabajo.
«En realidad, me estoy planteando seriamente la posibilidad de mandar mi manuscrito directamente a Corkadale», escribió. «Como bien recordarán, firmé un contrato con ellos para la publicación de mi segunda novela y, a mi entender, no existen razones de peso que autoricen la rescisión de ese acuerdo».
Atentamente, Peter Piper.