20

Frensic estaba en la librería Blackwell.

Medio escondido entre hileras de obras de crítica literaria inglesa, estaba de pie con un ejemplar de La gran pesquisa en la mano y Deteneos colocado encima de una estantería ante sus ojos.

La gran pesquisa era el último libro de la doctora Sydney Louth, una antología de ensayos dedicados a F. R. Leavis y un monumento a toda una vida de execración de la superficialidad, la obscenidad, la inmadurez y la vacuidad de la literatura inglesa.

Generaciones y generaciones de futuros titulados universitarios habían tenido que soportar, hipnotizados, la ampulosidad de aquel estilo carente de elegancia con el que condenaba la novela moderna, el mundo contemporáneo y los valores de una civilización enferma y agonizante.

Frensic había sido uno de ellos y se había tenido que empapar de todas aquellas perogrulladas sobre las que se fundaba la reputación de la doctora Louth como estudiosa y crítica.

Se había dedicado a ensalzar a los indudablemente grandes y a maldecir al resto, y mediante aquella fórmula simplona se había labrado una fama de gran erudita. Y todo ello con un lenguaje que estaba en los antípodas de la brillantez estilística de aquellos mismos autores a los que había alabado.

Pero, lo que más se le había grabado a Frensic era su anatema, aquellas imprecaciones cargadas de amargura y carentes de gracia que había prodigado a otros críticos y a todos aquellos que estaban en desacuerdo con ella.

A través de sus condenas había hecho germinar las inhibiciones que luego malograrían a Frensic y a tantos otros cuya ambición fue un día escribir. Sólo por contentarla había adoptado la grotesca sintaxis de sus conferencias y ensayos. Los louthianos se reconocían al instante por el estilo. Y por su esterilidad.

Durante tres décadas, ejerció una influencia nefasta sobre la literatura. Y todas aquellas imprecaciones contra el presente le sirvieron para venerar el gran pasado que, de haber tenido a la doctora Louth como influencia viviente, no habría existido jamás.

Como una fanática religiosa, consagró a los ya sagrados y alimentó una intolerancia intelectual que negaba la vida a todo lo que no alcanzaba la perfección.

En el calendario de la doctora Louth no había más que santos, santos y demonios que no superaban su examen de grandeza. Hardy, Forster, Galsworthy, Moore, Meredith e incluso Peacock se veían relegados a las tinieblas y al olvido sólo por no estar a la altura de Conrad y Henry James.

¿Y el pobre Trollope y Thackeray? Otros demonios. Otros que no alcanzaban la perfección.

Y Fielding… La lista era interminable. Y la única esperanza de salvación para la generación presente era arrodillarse ante sus opiniones y aprenderse como un lorito las respuestas de su catecismo literario.

Y aquella bruja reseca había escrito Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.

Frensic invirtió el título y se le antojó de lo más apropiado.

La doctora Louth había engendrado la nada. Con los años aquellas opiniones muertas de La novela moral y ahora de La gran pesquisa se irían descomponiendo en las estanterías hasta convertirse en polvo, y pasarían al olvido. Y ella, que lo sabía, había escrito Deteneos buscando una inmortalidad anónima.

Las pistas saltaban a la vista. Frensic no comprendía que pudieran haberle pasado por alto. En la página 269 de Deteneos: «Y, de una manera inexorable, pasaron de la vida al amor, a un amor rítmico que les situaba en una dimensión de sentimientos en la que lo verdaderamente real se convertía en…».

Frensic cerró el libro antes de llegar a lo de la «totalidad aprehendida». ¿Cuántas veces en su juventud había oído pronunciar aquellas espantosas palabras? ¡Si hasta las había utilizado en las disertaciones que había escrito para ella…! Aquél «situaba en una nueva dimensión» era ya prueba suficiente, pero seguido de innumerables abstracciones sin sentido y el «verdaderamente real» era concluyente.

Frensic se colocó ambos libros bajo el brazo y se dirigió a la caja para pagarlos. Ya no le cabía ni sombra de duda y todo quedaba aclarado: las obsesivas precauciones por preservar el anonimato del autor, la facilidad con que había aceptado que Piper actuara como sustituto…

Y ahora Piper reclamaba la paternidad de Deteneos.

Frensic aminoró el paso por el Parks sumido en sus cavilaciones. ¿Dos autores para el mismo libro? Y precisamente Piper, que había sido uno de los devotos de la doctora Louth. La novela moral era su Biblia. En cuyo caso cabía dentro de lo posible que…

Pero no. La señorita Bogden no le había mentido.

Frensic apresuró la marcha al pasar junto al río en dirección a Cowpasture Gardens. La doctora Louth se iba a enterar de que había cometido una equivocación imperdonable al enviar el manuscrito a uno de sus antiguos alumnos. Porque de eso era de lo que se trataba. Por vanidad, había elegido a Frensic entre centenares de otros agentes. La ironía del gesto debió de cautivarla. Nunca había tenido demasiado tiempo para él. «Un espíritu mediocre», había escrito en una ocasión al final de una de sus disertaciones.

Frensic nunca se lo había perdonado. Ahora se vengaría.

Frensic dejó Parks y enfiló Cowpasture Gardens.

La casa de la doctora Louth se alzaba al final de la calle: una enorme mansión victoriana que destilaba un aire de dejadez absolutamente deliberado, como si sus moradores estuvieran demasiado entregados al cultivo del intelecto como para reparar en los parterres descuidados y el césped demasiado crecido.

Y si la memoria no le fallaba, Frensic recordaba gatos.

Y allí estaban todavía. Había un par sentados en el alféizar de una ventana que observaron a Frensic cuando se encaminaba hacia la puerta principal y llamaba al timbre.

Mientras esperaba echó un vistazo a su alrededor.

No cabía duda de que el jardín se había degradado todavía más, aproximándose a la estética bucólica que la doctora Louth tanto había ensalzado en literatura. Y la araucaria seguía también allí, tan inaccesible como siempre. ¡Cuántas veces se había quedado ensimismado mirando la araucaria a través de la ventana, mientras la doctora Louth predicaba la necesidad de un objetivo moral maduro en todo arte!

Frensic estaba a punto de caer en un estado de arrobamiento nostálgico cuando la puerta principal se abrió y vio asomarse a la señorita Christian, que le miraba con perplejidad.

—Si es usted de telefónica… —le advirtió.

Pero Frensic negó con la cabeza.

—Me llamo… —Y titubeó al tratar de recordar el nombre de su alumno predilecto— Bartlett. Fui alumno de la doctora en 1955.

La señorita Christian frunció los labios.

—Es que no recibe a nadie —se excusó.

Frensic sonrió.

—Sólo quería saludarla. Siempre he reconocido la gran influencia que ejerció en mi desarrollo. Ingente, ¿sabe usted?

A la señorita Christian se le cayó la baba con lo de «ingente». Era la contraseña.

—¿En 1955?

—El año en que publicó La felicidad intuitiva —dijo Frensic, sacando a relucir todo el bouquet de aquella gran cosecha.

—Así es. Parece que ha pasado mucho tiempo —dijo la señorita Christian, abriendo la puerta un poco más.

Frensic subió los peldaños y penetró en la oscuridad del vestíbulo, donde los vitrales de las escaleras parecían corroborar la santidad del lugar.

Había un par de gatos más aposentados en sendas sillas.

—¿Cómo ha dicho usted que se llamaba? —preguntó la señorita Christian.

—Bartlett —repuso Frensic. (Bartlett había sacado un sobresaliente).

—¡Ah, sí, Bartlett! —recordó la señorita Christian—. Iré a preguntarle si puede recibirle.

La señorita Christian desapareció por un pasillo roñoso hasta el estudio.

Frensic esperó y el olor a gatos y la atmósfera casi palpable de arrogancia intelectual y de firmeza moral hizo que le rechinaran los dientes. Puestos a elegir, prefería los gatos.

La señorita Christian regresó arrastrando los pies.

—Le recibirá —le dijo—. Ahora apenas recibe visitas, pero le va a recibir. Ya conoce el camino.

Frensic asintió. Conocía el camino.

Recorrió la ajada alfombra hasta la puerta y la abrió.

En el estudio todavía era 1955. No había cambiado nada en veinte años.

La doctora Sydney Louth estaba sentada en un sillón junto a una pequeña chimenea con un montón de papeles en el regazo, un cigarrillo apoyado en el cenicero y una taza de té ya frío a medio terminar sobre la mesa que tenía al lado.

Cuando Frensic entró ni siquiera levantó la cabeza. Ésa era también una vieja costumbre, la prueba de una concentración tan profunda que el mero hecho de interrumpirla era un inmenso privilegio. Un bolígrafo rojo describía garabatos ilegibles en uno de los márgenes de una disertación.

Frensic tomó asiento frente a ella y esperó. Se podía sacar partido de su arrogancia. Puso el ejemplar de Deteneos —oculto todavía bajo el envoltorio de BlackwelPs— sobre sus rodillas y estudió aquella cabeza gacha y el ajetreo de la mano.

Era exactamente tal como la recordaba.

En ese momento, la mano dejó de escribir, soltó el bolígrafo y cogió el cigarrillo.

—¡Bartlett, mi querido Bartlett! —dijo, alzando la vista.

La doctora Louth le miró como a través de una nebulosa y Frensic le devolvió la mirada. Estaba equivocado. Las cosas sí habían cambiado. El rostro que estaba mirando no era el rostro que recordaba. El de sus recuerdos era liso y ligeramente rechoncho. Ahora parecía hinchado y sembrado de surcos. Una pared de arrugas como edemas formaban bolsas bajo los ojos y le señalaban las mejillas, y de los labios de aquella especie de careta reticulada pendía el cigarrillo. Sólo la expresión de sus ojos seguía siendo la misma, más débil pero con el brillo de la certeza de su virtud. La seguridad se le esfumó de la cara mientras Frensic la observaba.

—Creía… —dijo, y le estudió más de cerca—. La señorita Christian me ha dicho…

—Frensic. Fue mi tutora en 1955 —dijo Frensic—. ¿Frensic?

Un montón de conjeturas se le agolparon en los ojos.

—Pero usted ha dicho Bartlett…

—Un embuste sin importancia —se excusó Frensic—, para estar seguro de que podría hablar con usted. Ahora soy agente literario: Frensic & Futtle. Pero me imagino que no habrá oído hablar de nosotros…

Pero la doctora Louth sí había oído hablar de ellos. Los ojos la delataron.

—No, me temo que no.

Frensic vaciló un momento y decidió plantearlo con un rodeo.

—Y como…, bueno…, como fue usted mi tutora me preguntaba si, bueno, si podría usted… En fin, que me haría usted un inmenso favor si aceptara… —Frensic hizo gala de una gran consideración.

—¿Qué desea? —preguntó la doctora Louth.

Frensic desenvolvió el paquete que tenía encima de las rodillas.

—Verá usted, hemos contratado una novela y si tuviera usted la amabilidad de escribir…

—¿Una novela?

Los ojos que se parapetaban tras las arrugas centellearon mientras miraban el envoltorio.

—¿Qué novela?

—Esta —repuso Frensic, tendiéndole Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.

Durante unos instantes la doctora Louth se quedó mirando el libro ensimismada, con el cigarrillo apenas prendido de los labios. Luego se removió en el sillón.

—¿Esto? —dijo en un susurro.

El cigarrillo se le cayó y siguió consumiéndose sobre una de las disertaciones que tenía en el regazo.

Frensic asintió, se echó hacia adelante para retirar el cigarrillo y dejó el libro en su lugar.

—Me ha parecido que era la clase de libro que casaba con usted —dijo.

—¿La clase de libro que casaba conmigo?

Frensic se recostó en la silla. Ahora era él quien tenía la sartén por el mango.

—Dado que es usted su autora —prosiguió—, he pensado que en justicia…

—¿Cómo lo ha sabido?

La doctora Louth le miraba de un modo muy distinto. Ya no quedaba ni rastro de aquel ánimo moralista. Sólo miedo y odio. Frensic lo saboreó. Cruzó las piernas y miró la araucaria.

Acababa de encaramarse hasta lo alto.

—Fundamentalmente por el estilo —le explicó— y, para hablarle con entera franqueza, por análisis crítico. En sus libros empleaba con demasiada frecuencia las mismas palabras, y lo recordé. Lo aprendí de usted, ¿sabe?

Hubo un largo silencio mientras la doctora Louth encendía otro cigarrillo.

—¿Y espera que escriba una reseña? —dijo por fin.

—No exactamente —dijo Frensic—. Es poco ético que un autor escriba la reseña de su propia obra. En realidad, sólo quería comentar con usted cuál sería la mejor manera de dar la noticia al mundo.

—¿Qué noticia?

—Pues que la doctora Sydney Louth, la eminente crítica, es la autora de Deteneos y de La gran pesquisa. Pensé que con un artículo en el suplemento literario del Times bastaría para iniciar la controversia. Al fin y al cabo, no ocurre todos los días que un erudito escriba un éxito de ventas, y menos aún uno que se ajusta a la clase de libro que ese erudito se ha pasado la vida entera condenando como obsceno…

—¡Se lo prohíbo! —dijo sin resuello—. Como agente…

—Como agente mi deber es hacer todo cuanto esté en mi mano para que el libro se venda. Y puedo asegurarle que el escándalo literario que una noticia semejante podría desatar en círculos en los que hasta ahora se ha reverenciado su nombre…

—No —dijo la doctora Louth—. Eso no debe ocurrir jamás.

—¿Acaso está pensando usted en su reputación? —le preguntó Frensic.

La doctora Louth no respondió.

—Pues tendría que haberlo pensado antes. Tal como están las cosas, me coloca usted en una situación muy desagradable. Yo también tengo una reputación que mantener.

—¿Reputación? ¿Y qué clase de reputación es ésa? —le escupió en la cara.

Frensic se echó hacia adelante.

—Una reputación inmaculada —le espetó—, algo que usted no podría comprender.

La doctora Louth trató de sonreír.

—Grub Street —masculló.

—Pues sí, Grub Street —dijo Frensic—, y lo digo con orgullo. Un lugar en el que la gente escribe por dinero sin hipocresías.

—Por lucro, asqueroso lucro.

Frensic hizo una mueca irónica.

—¿Y por qué escribió usted? La careta le miró con rencor.

—Para demostrar que era capaz de hacerlo —dijo—, que sabía escribir esa clase de porquería que se vende. Creían que no podría. Una crítica estéril, impotente, una académica. Demostré que estaban equivocados.

La doctora Louth hablaba con mayor vehemencia. Frensic se encogió de hombros.

—Pues no veo cómo —dijo Frensic. Su nombre no aparece en la portada. Hasta que no aparezca, nadie lo sabrá.

—Y nadie ha de saberlo jamás.

—Pues yo tengo la intención de contarlo —le advirtió Frensic—. Será un artículo fascinante: el autor anónimo, el Lloyds Bank, la agencia de mecanografía, el señor Cadwalladine, Corkadale, su editor norteamericano…

—No debe hacerlo —gimoteó—. Nadie ha de saberlo jamás. Se lo prohíbo.

—El asunto ha dejado de estar en sus manos —le recordó Frensic—. Está en las mías y no pienso mancillarlas con su hipocresía. Además, tengo otro cliente.

—¿Otro cliente?

—El chivo expiatorio, Piper, que fue a América en su lugar. También tiene una reputación, ¿sabe usted?

La doctora Louth soltó una risita.

—Inmaculada como la suya, supongo.

—En teoría sí —convino Frensic.

—Pero no vaciló a la hora de arriesgarla por dinero.

—Si prefiere decirlo así… Quería escribir y necesitaba dinero. Usted, me imagino, no se encuentra en su caso. Ha mencionado el lucro, el asqueroso lucro. Pues bien, estoy dispuesto a negociar.

—A chantajearme —le replicó la doctora Louth, apagando el cigarrillo.

Frensic la miró con repugnancia.

—Para ser una cobarde moralista que se oculta tras un nom de plume, su lenguaje me parece poco preciso. Si hubiera acudido a mí desde el principio no habría tenido que comprometer a Piper pero, como prefirió elegir el anonimato a expensas de la honestidad, ahora me encuentro en la situación de tener que elegir entre dos autores.

—¿Dos? ¿Por qué dos?

—Porque Piper reclama la paternidad del libro.

—Pues que vaya reclamando. Aceptó la responsabilidad, así que tendrá que cargar con ella.

—Pero es que también reclama el dinero.

La doctora Louth se quedó mirando las brasas de la chimenea con ojos que echaban chispas.

—Ya ha recibido su parte —dijo por fin—. ¿Qué más quiere?

—Todo —dijo Frensic.

—¿Y usted está dispuesto a dejar que se salga con la suya?

—Sí —admitió Frensic—. Mi reputación también está en juego. Si hubiera un escándalo saldría perjudicado.

—Un escándalo… —repitió la doctora Louth meneando la cabeza—. No tiene por qué haber escándalo de ninguna clase.

—Pero lo habrá —le aseguró Frensic—. Verá: Piper ha muerto.

La doctora Louth se estremeció.

—¿Muerto? Pero si acaba de decirme…

—Hay que liquidar la herencia. Pasará por los tribunales, y con dos millones de dólares… ¿Hace falta que le diga más? La doctora Louth negó con la cabeza.

—¿Y qué quiere que haga? —le preguntó.

Frensic se relajó. La crisis ya había pasado. Acababa de vencer a aquella bruja.

—Quiero que me escriba una carta negando su autoría del libro. Ahora mismo.

—¿Y bastará con eso?

—De momento —dijo Frensic.

La doctora Louth se levantó y se dirigió al escritorio. Se pasó unos minutos sentada escribiendo y, cuando terminó, tendió la carta a Frensic. Este la leyó y se quedó satisfecho.

—Y, ahora, el manuscrito —le pidió—. El original de su propio puño y letra y todas las copias que obren en su poder.

—No —se negó—. Las destruiré.

—Las destruiremos juntos —puntualizó Frensic— antes de que me vaya.

La doctora Louth volvió al escritorio y, después de abrir un cajón cerrado con llave, sacó una caja. Luego, se dirigió a una silla que había junto a la chimenea y se sentó. Abrió la caja y empezó a sacar páginas.

Frensic echó un vistazo al encabezamiento. Decía así:

«La casa se alzaba en lo alto de una loma, rodeada de tres olmos, un haya y un cedro de Indias cuyas ramas horizontales…».

Tenía ante sus ojos el original de Deteneos. Al cabo de un momento, la hoja de papel estaba en el fuego y las llamas subían por la chimenea.

Frensic se sentó y observó cómo las páginas se iban consumiendo una a una, carbonizando, hasta hacer resaltar las palabras como encaje blanco que se deshilachaba y, atrapado en la aspiración de la chimenea, desaparecía por el tiro.

Mientras ardían, a Frensic le pareció advertir de reojo el resplandor de las lágrimas que bañaban los surcos de las mejillas de la doctora Louth. Por un momento se sintió vacilar. Aquella mujer estaba convirtiendo en cenizas su propia obra. La había llamado porquería y, sin embargo, ahora lloraba por ella. Nunca comprendería a los escritores ni a aquellas contradicciones que eran la fuente de su imaginación.

Cuando se hubo consumido la última página, Frensic se puso en pie.

La doctora Louth seguía acurrucada junto a la chimenea.

Por segunda vez, sintió la tentación de preguntarle por qué había escrito el libro.

Para demostrarles a los críticos que estaban equivocados. Ésa no era la respuesta. Tenía que haber algo más, el sexo, aquella ardiente relación sentimental… Nunca se lo confesaría.

Salió de la habitación sin hacer ruido y recorrió el pasillo hasta la puerta.

Fuera, el aire estaba moteado de copos negros que llovían de la chimenea y, ya junto a la verja, un gato dio un brinco y engarzó entre sus uñas una brizna que bailoteaba en la brisa.

Frensic se llenó los pulmones de aire fresco y apresuró el paso calle abajo.

Tenía que ir por sus cosas al hotel y coger un tren para Londres.

En algún lugar al sur de Tuscaloosa, Baby tiró el mapa de carreteras por la ventanilla del coche, que revoloteó tras ellos entre la polvareda hasta desaparecer.

Como de costumbre, Piper no se dio cuenta.

Sus pensamientos estaban dedicados por entero a Obra en regresión. Había llegado ya a la página 178 y el libro iba bien. Otras dos semanas trabajando a conciencia y lo tendría terminado.

Así podría empezar la tercera versión, aquella en la que no sólo cambiaría los personajes, sino también el marco de todas las escenas. Había decidido titularla Post scriptum a una infancia, como precursora de su novela definitiva, En busca de la infancia perdida, libre de las adulteraciones de lo comercial que, en retrospectiva, algunos de los críticos que tanto habían ensalzado aquella novela detestable habrían de considerar como el primer borrador de Deteneos. De este modo salvaría su reputación del olvido inherente a todo éxito facilón y los estudiosos podrían advertir la solapada influencia de los consejos comerciales de Frensic sobre su talento original.

Piper sonrió ante su propio ingenio. Y, al fin y al cabo, siempre podía haber futuras novelas por descubrir. Seguiría escribiendo póstumamente y, cada dos años, Frensic se encontraría sobre el escritorio una nueva novela que presentar ante los ojos del mundo.

Frensic no podía hacer nada por impedirlo. Baby tenía razón. Al engañar a Hutchmeyer, Frensic & Futtle se habían vuelto vulnerables. Frensic tendría que hacer lo que le dijeran.

Piper cerró los ojos y se recostó en el asiento con satisfacción.

Media hora después, volvía a abrirlos y se enderezaba.

El coche, un Ford que Baby había comprado en Rossville, avanzaba haciendo eses por un camino sin asfaltar.

Piper miró en derredor y vio que Baby conducía por una carretera trazada sobre un terraplén. A ambos lados, unos árboles altísimos se recortaban encima de un agua negruzca.

—¿Dónde estamos? —le preguntó.

—No tengo ni idea —dijo Baby.

—¿Ni idea? Pero bien tienes que saber a donde vamos…

—Hacia el interior, es lo único que sé. Cuando lleguemos a algún sitio ya nos enteraremos.

Piper miró hacia abajo, hacia el agua turbia al pie de los árboles. El bosque tenía un aire siniestro que no le gustaba en absoluto. Hasta entonces siempre habían viajado por carreteras alegres y agradables, con alguna zona de parra kudzú encaramándose aquí y allá, entre árboles y bancales, que recordaba la naturaleza en estado salvaje. Pero aquello era diferente. No había indicaciones, ni casas, ni gasolineras, ni ninguna de aquellas otras comodidades que significaban civilización.

—¿Y qué pasará si cuando llegamos a algún sitio no hay motel? le preguntó.

—Pues tendremos que contentarnos con lo que haya —repuso Baby—. Ya te advertí que nos dirigíamos al profundo Sur y ahí es dónde está.

—¿Donde está el qué? —preguntó Piper, mirando fijamente aquella agua oscura y pensando en cocodrilos.

—Lo que he venido a descubrir —soltó Baby muy críptica antes de frenar en un cruce.

A través del parabrisas, Piper trató de leer un indicador que con letras descoloridas anunciaba:

BIBLIOPOLIS - 25 KILÓMETROS

—Parece una ciudad hecha para ti —dijo, antes de tomar el desvío.

El bosque pantanoso empezó a aclararse y finalmente salieron a un paisaje despejado, de prados exuberantes, que reverberaba bajo el sol, donde las vacas pacían entre pastos altísimos con grupos de árboles diseminados.

Aquel paisaje tenía algo de inglés, de parque inglés abandonado y de vegetación frondosa en el que, sin embargo, se podían adivinar todavía recuerdos de su estado pasado. A su alrededor, la distancia se desdibujaba en la línea emborronada del horizonte.

Cuando divisó aquellas praderas, Piper se sintió más seguro. Se respiraba un aire hogareño que resultaba tranquilizador. De vez en cuando, dejaban atrás alguna cabaña de madera, medio oculta entre la vegetación y de aspecto abandonado.

Y por fin llegaron a Bibliópolis, un pueblecito, prácticamente una aldea, con un riachuelo que fluía perezoso junto a un embarcadero abandonado.

Baby siguió hasta la margen del río y se detuvo. No había puente. Al otro lado, un transbordador con sistema de poleas les ofrecía el único medio para cruzar.

—Muy bien, toca la campana —dijo Baby.

Piper se apeó del coche y tocó la campana que pendía de un poste.

—Más fuerte —rezongó Baby, mientras Piper tiraba de la cuerda.

Al rato, apareció un hombre en la ribera opuesta y el transbordador empezó a avanzar hacia ellos.

—¿Qué quieren? —preguntó el hombre cuando el transbordador hubo llegado.

—Estamos buscando un sitio donde quedarnos —dijo Baby.

El hombre echó un vistazo a la matrícula del Ford y pareció quedarse tranquilo. Era de Georgia.

—En Bibliópolis no hay motel —les informó—. Lo mejor será que den la vuelta hasta Selma.

—Pero tiene que haber algún sitio… —insistió Baby, al ver que el hombre vacilaba.

—El Hogar de los Turistas de la señora Mathervitie —dijo el hombre, haciéndose a un lado.

Baby subió el coche al transbordador y se apeó.

—¿Es éste el río Alabama? —preguntó.

El hombre negó con la cabeza.

—Es el Ptomaine, señora —le dijo, y tiró del cable.

—¿Y eso de ahí? —preguntó Baby, señalando una mansión en estado ruinoso que indudablemente databa de antes de la guerra.

—Eso es Pellagra, pero ahí ya no vive nadie. Todos murieron.

Piper permaneció sentado en el interior del coche mirando apesadumbrado aquel río perezoso.

Los árboles que bordeaban la ribera estaban coronados de musgo negro, como viudas con velo, y la mansión en ruinas que quedaba por debajo del pueblo le recordó a la señorita Havisham.

En cambio, la Baby que subió de nuevo al coche para salir del transbordador estaba a todas luces entusiasmada por el paisaje.

—Ya te había dicho que era aquí —le dijo con tono triunfante—. Y, ahora, al Hogar de Turistas de la señora Mathervitie.

Siguieron por una calle bordeada de árboles y se detuvieron frente a una casa. En un cartel leyeron Bienvenidos. La señora Mathervitie, sin embargo, se mostró menos efusiva.

Sentada a la sombra del porche, les miraba sin quitarles la vista de encima mientras bajaban del coche.

—¿Buscan algo? —les preguntó, mientras el crepúsculo arrancaba destellos a sus gafas.

—El Hogar de Turistas de la señora Mathervitie —dijo Baby.

—¿Vienen a vender o a dormir? Porque si venden cosméticos les advierto que no es lo mío.

—Venimos a dormir —dijo Baby. La señora Mathervitie los miró con ojo crítico, con ese aire de quien reconoce a golpe de vista las relaciones irregulares.

—Sólo tengo individuales —dijo, y escupió en el centro de un girasol—. Ni una doble.

—Alabado sea Dios —soltó Baby sin querer.

—Amén —dijo la señora Mathervitie.

Entraron en la casa y recorrieron el pasillo.

—Esta es la suya —anunció la señora Mathervitie a Piper, antes de abrir una puerta.

La habitación daba a un campo de maíz. De una de las paredes colgaba una oleografía de Jesús expulsando a latigazos a los prestamistas del Templo y un cartel de cartón que rezaba «NADA DE BOLSAS MARRONES».[1]

Piper lo miró con extrañeza. Se le antojaba una petición totalmente innecesaria.

—¿Y bien? —dijo la señora Mathervitie.

—Muy agradable —dijo Piper, que acababa de reparar en una hilera de libros dispuestos sobre una estantería. Al mirarlos más de cerca descubrió que todos eran Biblias.

—Santo Dios —murmuró.

—Amén —dijo la señora Mathervitie, antes de desaparecer con Baby por el pasillo dejando a Piper sumido en las siniestras ideas que le sugería el «NADA DE BOLSAS MARRONES».

Cuando volvieron apenas había progresado en la solución del enigma.

—Tanto el reverendo como yo le agradecemos su hospitalidad —dijo Baby—. ¿No es cierto, reverendo?

—¿Cómo? —dijo Piper.

La señora Mathervitie lo miraba con verdadero interés.

—Le estaba diciendo a la señora Mathervitie lo mucho que le interesa a usted la religión americana —dijo Baby.

Piper tragó saliva y trató de pensar en algo que decir.

—Sí —se le antojó lo más prudente.

Se produjo un silencio sumamente embarazoso que fue finalmente roto por el sentido de la señora Mathervitie para los negocios.

—Serán diez dólares diarios. Siete con las plegarias. La Providencia va aparte.

—Sí, claro, es natural —soltó Piper.

—¿Cómo? —dijo la señora Mathervitie.

—Dios proveerá —intervino Baby, antes de que la ligera histeria de Piper pudiera volver a hacer acto de presencia.

—Amén —remató la señora Mathervitie—. ¿Qué será entonces? ¿Con o sin plegarias?

—Con —dijo Baby.

—Catorce dólares —dijo la señora Mathervitie—. Por adelantado.

—¿Pagamos ahora y rezamos más tarde? —preguntó Piper, esperanzado.

La señora Mathervitie le fulminó con ojos fríos.

—Para ser predicador… —dijo, pero Baby intercedió de nuevo.

—Es que para el reverendo habría que rezar sin descanso.

—Amén —aprobó la señora Mathervitie, arrodillándose encima del linóleo.

Baby siguió su ejemplo. Piper las miraba pasmado.

—Dios santo —musitó.

—Amén —dijeron la señora Mathervitie y Baby a coro.

—La palabra de Dios, reverendo —le pidió Baby.

—¡Cristo nuestro señor! —dijo Piper buscando la inspiración. No conocía ninguna plegaria y en cuanto a la palabra…

Arrodillada en el suelo, la señora Mathervitie empezaba a crisparse peligrosamente.

Piper encontró las palabras que le hacían falta. Procedían de La novela moral.

—Es nuestro deber no buscar el placer, sino saber apreciar —recitó como una salmodia—; no buscar la distracción, sino la virtud; no leer para huir de las responsabilidades de la vida sino para comprender mejor, a través de la lectura, cuanto somos y hacemos, y de este modo renacidos a través de la experiencia de otros profundizar en nuestros conocimientos y sentimientos para, así enriquecidos, poder ser mejores seres humanos.

—Amén —dijo la señora Mathervitie con fervor.

—Amén —dijo Baby a su vez.

—Amén —dijo Piper antes de sentarse en la cama.

La señora Mathervitie se levantó.

—Gracias por sus palabras, reverendo —le agradeció, y salió de la habitación.

—¿Qué demonios es todo esto? —rezongó Piper en cuanto los pasos se hubieron alejado por el pasillo.

Baby se puso en pie y se llevó el índice a los labios.

—Nada de blasfemias y nada de bolsas marrones.

—Precisamente ésa es otra… —dijo Piper, pero los pasos de la señora Mathervitie volvían a acercarse por el pasillo.

—Conciliábulo a las ocho —anunció, asomando la cabeza por la puerta—. Llegar tarde no está bien.

Piper la miró pálido.

—¿Conciliábulo?

—El Conciliábulo de la Iglesia del Séptimo Día de los Siervos de Cristo —dijo la señora Mathervitie—. Han dicho que querían plegarias.

—El reverendo y yo nos reuniremos con usted enseguida —dijo Baby.

La señora Mathervitie retiró la cabeza.

Baby cogió a Piper del brazo y le empujó hacia la puerta.

—Vaya por Dios, nos has metido… —Amén— dijo Baby ya en el pasillo.

La señora Mathervitie les estaba esperando en el porche.

—La iglesia está en la plaza del pueblo —les explicó la señora Mathervitie en cuanto subieron al Ford.

Al rato circulaban por una calle oscura y a Piper se le antojó que el musgo negro ofrecía un aspecto más siniestro todavía.

Cuando se detuvieron frente a la iglesia de madera de la plaza, Piper era ya presa del pánico.

—¿No me obligarán a volver a rezar? —preguntó a Baby en un susurro mientras subían las escaleras de la iglesia.

Desde el interior les llegaba la melodía de un himno.

—Llegamos tarde —se quejó la señora Mathervitie, y les obligó a apurar el paso por el pasillo.

La iglesia estaba llena a rebosar, pero había una hilera de asientos vacía en primera fila.

Al cabo de un momento, Piper se encontraba sosteniendo con fuerza un libro de himnos y cantando uno extraordinario que se llamaba «He telefoneado al cielo».

Cuando el himno tocó a su fin, se oyó un arrastrar de pies y toda la congregación se arrodilló al tiempo que el predicador se lanzaba a la plegaria.

—¡Oh Señor, todos somos pecadores! —declaró.

—¡Oh Señor, todos somos pecadores! —repitió a voz en grito la señora Mathervitie, a coro con el resto de feligreses.

—¡Oh Señor, todos somos pecadores que esperamos la salvación! —prosiguió el predicador.

—¡Esperamos la salvación! ¡Esperamos la salvación!

—¡De la hoguera de los infiernos y de la celada de Satán!

—¡De la hoguera de los infiernos y de la celada de Satán!

Al lado de Piper, la señora Mathervitie empezaba a temblar.

—¡Aleluya! —gritó.

En cuanto terminó la plegaria, una enorme mujer de color que estaba de pie junto al piano entonó «Lavados en la sangre del cordero» y, de ahí, bastó un paso para «Jericó» y terminar con un himno que rezaba «Siervos del Señor, te brindamos nuestra fe», con un estribillo que rezaba «Fe, fe, fe en el Señor, la fe en el Señor es más poderosa que la espada».

Para su sorpresa, Piper se encontró cantando con tanto ahínco como los demás y el entusiasmo empezó a apoderarse de él.

A aquellas alturas, la señora Mathervitie seguía el ritmo golpeando el suelo con el pie, mientras varias mujeres daban palmadas.

Cantaron el himno dos veces para pasar directamente a otro sobre Eva y la Manzana.

Cuando el eco de los cantos empezaba a ceder gradualmente, el predicador alzó las manos.

—Hermanos y hermanas… —dijo, pero fue interrumpido.

—¡Que traigan las serpientes! —gritó alguien desde el fondo.

El predicador bajó las manos.

—La noche de las serpientes es la del sábado —suspiró—. Ya lo sabéis.

Pero todos empezaban ya a corear «Que traigan las serpientes» y la mujer de color enorme empezó a cantar:

—Fe en el Señor y las serpientes no te morderán, porque los que tienen fe siempre se salvarán.

—¿Serpientes? —dijo Piper, dirigiéndose a la señora Mathervitie—. Yo creía que había dicho que eran los Siervos del Señor.

—Las serpientes son el sábado —repuso la señora Mathervitie, a todas luces asustada—. Yo sólo vengo los jueves. No apruebo lo de las serpientes.

—¿Lo de las serpientes? —se asustó Piper, que acababa de caer en la cuenta de lo que podía ocurrir—. ¡Santo Dios!

A su lado, Baby lloraba ya a lágrima viva, pero Piper estaba demasiado preocupado por su propia integridad para reparar en ella.

Un hombre alto y enjuto avanzaba por el pasillo con un saco. Era un saco grande, un saco grande que se retorcía. Al igual que Piper.

Al cabo de un momento, Piper había abandonado su asiento de un brinco y se dirigía hacia la puerta, pero enseguida descubrió que le cerraba el paso un grupo nutrido de gente que, sin lugar a dudas, compartía su falta de entusiasmo ante la idea de encontrarse recluido en una pequeña iglesia con un saco lleno de serpientes venenosas.

Una mano le mandó de vuelta a su asiento de un bandazo.

—¡Salgamos de aquí por piernas! —gritó a Baby.

Pero Baby miraba ensimismada con expresión de rapto al pianista, un hombrecillo delgaducho que aporreaba las teclas con un fervor sin duda producto de lo que tenía todo el aspecto de ser una pequeña boa constrictor enrollada en su cuello.

Detrás del piano, la mujer de color enorme usaba un par de serpientes de cascabel a modo de maracas mientras entonaba «En Bibliópolis te queremos, que nos infesten las serpientes, no las tememos…», lo cual, sin duda, Piper no compartía en absoluto.

Y precisamente estaba a punto de salir a la carrera hacia la salida cuando, de pronto, algo le rozó los pies. Era la señora Mathervitie.

Piper se quedó sentado, paralizado, y empezó a gimotear. A su lado, Baby también gimoteaba. Su rostro traslucía un extraño aire seráfico.

En ese instante, el hombre del saco extrajo una serpiente con anillos rojos y amarillos.

—La coral —se oyó sisear.

Los acordes de «En Bibliópolis te queremos» cesaron de golpe y, en medio del silencio reinante, Baby se puso en pie y empezó a caminar como hipnotizada.

Bajo la luz de las velas tenía una belleza majestuosa.

Cogió la serpiente del hombre y la sostuvo en alto hasta que su brazo se convirtió en un caduceo, el símbolo de la medicina. Y a continuación, volviéndose hacia la congregación, se rasgó la blusa hasta la cintura y mostró sus pechos voluptuosos y firmes.

Se oyó otro estremecimiento de horror.

Los pechos desnudos no se llevaban en Bibliópolis, aunque, por otra parte, la serpiente coral sí. Mientras Baby bajaba el brazo, la serpiente coral enfurecida hincó sus colmillos en quince centímetros de silicona y allí permaneció retorciéndose durante diez segundos antes de que Baby la apartara para ofrecerle el otro pecho.

Pero la coral ya había tenido suficiente. Y Piper también.

Con un quejido fue a reunirse en el suelo con la señora Mathervitie.

Baby, triunfante y a pecho descubierto, metió la coral en el saco y se volvió hacia el pianista.

—Vamos a ello, hermano —le animó.

Y, una vez más, la pequeña iglesia vibró al son de los acordes «En Bibliópolis te queremos, que nos infesten las serpientes, no las tememos».