A tres mil kilómetros de distancia hacia el sur, los problemas de Baby se habían enriquecido con una nueva faceta.
El intento por proporcionar a Piper la experiencia de la que carecía en el campo de las relaciones había tenido un éxito tan rotundo que, en lugar de volcarse con ahínco únicamente sobre Obra en regresión como había hecho hasta entonces, había pasado a volcarse también con ahínco sobre ella.
Los años de celibato habían tocado a su fin y Piper estaba recuperando el tiempo a toda prisa. Cuando yacía, noche tras noche, besando sus pechos reforzados y aferrándose a sus muslos liposuccionados, Piper experimentaba un éxtasis que no habría encontrado jamás en ninguna otra mujer. El carácter artificial de Baby se ajustaba perfectamente a sus gustos: careciendo como carecía de tantas de sus porciones originales, no presentaba ninguna de las desventajas fisiológicas que había encontrado en Sonia. La habían expurgado, como quien dice, y Piper, que estaba también entregado a la tarea de expurgar Deteneos, experimentaba una gran satisfacción al poder interpretar con Baby el papel que le había sido asignado en la novela en su calidad de narrador y con una mujer que, a pesar de ser mucho mayor que él, no lo aparentaba.
Para colmo, la actitud de Baby incrementaba el placer que sentía. La falta de entusiasmo combinada con una gran pericia sexual evitaba que se sintiera amenazado por su pasión.
Baby se limitaba a estar de cuerpo presente para que él disfrutara de ella, y no interfería en su escritura exigiéndole una atención constante. Además, su profundo conocimiento de la novela le permitía responder con fidelidad sin necesidad de apuntador. Cada vez que Piper le susurraba: «Cariño, somos tan heurísticamente creativos» en el penúltimo instante de éxtasis, Baby, que no sentía nada de nada, le respondía: «Lo estoy constatando, cariño mío, lo estoy constatando», a coro con su prototipo —la anciana Gwendolen de la página 185—, manteniendo así de una manera prácticamente literal la ficción que era el centro de la existencia de Piper.
Sin embargo, aunque Baby se ajustaba a las exigencias de Piper como amante ideal, no ocurría lo mismo a la inversa. A Baby le resultaba muy poco halagador saber que no era más que la doble de un producto de la imaginación de Piper, mejor dicho, ni siquiera de su imaginación, sino de la del verdadero autor de Deteneos.
Consciente de ello, el ardor que demostraba Piper adquiría una naturaleza casi repulsiva que llevaba a Baby a pensar —mientras miraba al techo por encima de su hombro— que quizá no habría hecho falta siquiera que estuviera presente.
En esos momentos se veía como algo salido de las páginas de Deteneos, un fantasma del tratado, que no era más que el término pretencioso con que Piper había bautizado lo que estaba haciendo con Obra de regresión y tenía la intención de proseguir en una nueva versión. Su futuro parecía destinarla a convertirse en el mero receptáculo de unos sentimientos prestados, en el artefacto sexual —compilado a base de palabras de páginas— en el que se podía eyacular para luego dejarlo de lado y empuñar la pluma.
Incluso la rutina de todos los días se había visto alterada. Piper insistía en escribir por las mañanas y en viajar bajo un sol abrasador, para detenerse temprano en un motel y poder leerle así lo que había escrito por la mañana y tener relaciones.
—¿No puedes decir «hacer el amor», aunque sólo sea para variar? —le reprochó Baby una noche en un motel de Tuscaloosa—. Porque, bueno, eso es lo que hacemos, así que ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre?
Pero Piper no quería. La expresión no aparecía en Deteneos y, además, «tener relaciones» era uno de los términos que se aceptaban en La novela moral.
—Lo que siento por ti… —le dijo.
Pero Baby le hizo callar en seco.
—Ya he leído el original. No me hace ninguna falta ver la película.
—Como iba diciendo —insistía Piper—. Lo que siento por ti…
—Es un cero —le cortó Baby—. Un cero absoluto. Sientes mayor ternura por ese tintero pegajoso en el que siempre mojas la pluma que por mí.
—Bueno, es que me gusta… —se excusó Piper.
—Pues a mí no —sentenció Baby, con una nueva desesperación en la voz.
Por un momento llegó a plantearse el dejar a Piper abandonado en aquel motel y seguir por su cuenta. Pero sólo fue un momento.
Aquel acto incendiario irrevocable y su desaparición la habían atado a aquel mongol literario que estaba convencido de que la literatura en mayúsculas consistía en remontarse en el tiempo, en una ridícula imitación de novelistas que llevaban muertos una eternidad.
Y lo que era peor aún, en aquella obsesión de Piper por las glorias del pasado, Baby se veía reflejada como en un espejo.
A lo largo de cuarenta años había librado también una batalla contra el tiempo y, gracias al receso de la cirugía, había logrado conservar la belleza disparatada que había sido Miss Penobscot 193 5.
Tenían mucho en común, y Piper era un recordatorio de su propia estupidez.
Pero todo aquello ya era agua pasada, ese querer volver a ser joven y saberse todavía atractiva sexualmente. Lo único que le quedaba era la muerte y la certeza de saber que cuando muriera nadie llamaría al embalsamador. Ya se había encargado de ello de antemano.
Y se había encargado de mucho más. Había muerto carbonizada, ahogada, por culpa de las absurdas circunstancias de su propia locura romántica. Lo cual no dejaba de ser algo que tenía en común con Piper: ambos eran ficciones que se movían por un limbo de monótonos moteles, Piper con sus libros de contabilidad y el cuerpo de ella, y ella con una sensación de vacío y de inutilidad desesperantes.
Aquella noche, mientras Piper mantenía relaciones, la Baby inanimada que yacía bajo él tomó una decisión: abandonarían aquella ruta trillada de moteles y se adentrarían en el corazón del profundo Sur siguiendo adelante por caminos de tierra.
Y lo que allí les sucediera ya estaba más allá de su poder de decisión.
Lo que le estaba sucediendo a Frensic estaba definitivamente más allá de su poder de decisión.
Sentado ante la mesa de fórmica de la cocina de Cynthia Bogden, trataba de comerse los cereales y olvidar lo que había ocurrido en la madrugada.
Desesperado ante la sexualidad omnívora de Cynthia, se le había declarado.
En su estado de saturación por whisky se le había antojado la única defensa frente a un ataque cardíaco fatal y un modo de arrancarle quién le había mandado Deteneos.
Sin embargo, la señorita Bogden se había sentido demasiado abrumada para hablar de asuntos menores en plena noche.
Por fin, Frensic había conseguido dormir unas cuantas horas hasta que una Cynthia radiante le había despertado con una taza de té.
Después de entrar en el cuarto de baño tambaleándose y de afeitarse con la maquinilla de otro, había bajado a desayunar dispuesto a arrancarle una respuesta definitiva.
No obstante, los pensamientos de la señorita Bogden estaban centrados en el día de la boda.
—¿Y nos casaremos por la Iglesia? —preguntó, mientras Frensic jugueteaba malhumorado con el huevo pasado por agua.
—¿Qué? Sí, claro.
—Siempre he querido casarme por la Iglesia.
—Yo también —convino Frensic con el mismo entusiasmo con que habría recibido la propuesta del crematorio.
Después de atacar el huevo con furia, decidió ir directamente al grano.
—A propósito, ¿llegaste a conocer al autor de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen?
La señorita Bogden, muy a su pesar, apartó sus pensamientos de pasillos de iglesias, altares y Mendelssohn.
—No —repuso—, el manuscrito me llegó por correo.
—¿Por correo? —se desanimó Frensic, dejando caer la cuchara—. ¿Y no es eso poco corriente?
—¿No te comes el huevo? —le preguntó la señorita Bogden.
Frensic se metió una cucharada de huevo pasado por agua en la boca reseca.
—¿De dónde venía?
—Del Lloyds Bank —repuso la señorita Bogden antes de servirse otra taza de té—. ¿Quieres otra taza?
Frensic asintió. Necesitaba algo que le ayudara a tragarse el huevo.
—¿Del Lloyds Bank? —dijo por fin—. Pero seguramente debía de haber palabras que no podías entender. ¿Qué hacías entonces?
—Ah, llamaba por teléfono y lo preguntaba.
—¿Llamabas por teléfono? ¿Llamabas por teléfono al Lloyds Bank y ellos…?
—¡Mira que eres bobo Geoffrey! —dijo la señorita Bogden—. No llamaba al Lloyds Bank. Tenía otro número.
—¿Qué otro número?
—El que tenía para las llamadas, tonto —repuso la señorita Bogden, consultando su reloj de pulsera—. ¿Has visto qué hora es? Son casi las nueve. Voy a llegar tarde por tu culpa, pillín —le reprochó, antes de salir volando de la cocina.
Cuando regresó iba vestida de calle.
—Cuando estés listo, pide un taxi —le dijo—. Nos veremos en el despacho.
Cynthia Bogden besó apasionadamente la boca de Frensic rellena de huevo y salió.
Frensic se levantó, escupió el huevo en el fregadero y abrió el grifo.
Después tomo una pizca de rapé, se sirvió un poco más de té y trató de pensar. ¿Un número de teléfono que tenía para las llamadas? Cuanto más ahondaba en el asunto, más increíble se le antojaba. Y, por una vez, «ahondaba» era la palabra adecuada.
Buscando el origen de Deteneos, Frensic se había quedado enterrado…
Frensic se estremeció. Enterrado también era la palabra adecuada. Y en plural, además.
Entró en el cuarto de baño y permaneció allí sentado y desanimado durante diez minutos tratando de pensar en el paso siguiente. ¿Un número de teléfono? ¿Un autor que insistía en discutir las correcciones por teléfono? Había una insensatez en todo ello que hacía que sus actos de los últimos días parecieran totalmente racionales. Y eso que no había nada racional en declararse a la señorita Cynthia Bogden.
Frensic terminó lo que tenía que hacer en el cuarto de baño y salió.
Había un teléfono sobre la mesita del vestíbulo. Se encaminó hacia allí y buscó en la agenda privada de la señorita Bogden, pero no encontró nada que relacionar con el escritor en cuestión.
Así pues, regresó a la cocina, se preparó una taza de café instantáneo, tomó un poco más de rapé y pidió un taxi por teléfono.
El taxi llegó a las diez y a las diez y media Frensic entraba en la agencia de mecanografía con paso alicaído.
La señorita Bogden le estaba esperando, y con ella, una docena de mujeres espantosas sentadas frente a sendas máquinas de escribir.
—¡Chicas! —dijo eufemísticamente la señorita Bogden, al ver que Frensic se asomaba nervioso al despacho—, os quiero presentar a mi prometido: el señor Geoffrey Corkadale.
Todo el pelotón de mujeres se puso en pie y graznó felicitaciones a Frensic mientras la señorita Bogden supuraba felicidad.
—Y ahora el anillo —dijo, cuando las felicitaciones amainaron.
Cynthia Bogden se dirigió hacia la puerta y Frensic la siguió.
Así que la puñetera quería un anillo. Mientras no fuera muy caro…
Pero lo era.
—Creo que el que más me gusta es el solitario —dijo al joyero del Broad.
A Frensic le dio un síncope cuando reparó en el precio, y estaba a punto de comprometer todo su plan cuando de pronto tuvo una idea. A fin de cuentas, ¿qué eran quinientas libras cuando todo su futuro estaba en juego?
—¿Y no tendríamos que grabarlo? —le propuso, al ver que Cynthia se lo colocaba en el dedo y admiraba sus destellos.
—¿Con qué? —ronroneó.
Frensic sonrió como un bobalicón.
—Algo secreto —le susurró—. Algo que sólo tenga un significado para nosotros.Un code d’amour.
—Ay, eres terrible —le reprendió la señorita Bogden—. Mira que pensar en algo así…
Frensic dirigió una mirada cargada de embarazo al joyero y volvió a pegar los labios a la permanente.
—Un código de amor —le aclaró.
—¿Un código de amor? —repitió la señorita Bogden—. ¿Y qué clase de código?
—Un número —dijo Frensic, y calló un momento antes de añadir—: Un número que sólo nosotros sabemos que nos ha unido.
—¿No te estarás refiriendo a…?
—Exactamente —dijo Frensic, descartando cualquier otra posibilidad—. Al fin y al cabo, lo mecanografiaste tú, y yo lo he publicado.
—¿Y no podríamos grabar algo así como «Hasta que la muerte nos separe»?
—Recuerda demasiado a los seriales televisivos —lo descartó Frensic, cuyas intenciones terminaban mucho antes.
El joyero acabó sacándole del apuro.
—No cabría en el anillo. «Hasta que la muerte nos separe». Demasiadas letras.
—¿Y qué me dice de números? —preguntó Frensic.
—Depende de cuántos.
Frensic miró inquisitivamente a la señorita Bogden.
—Cinco —dijo, después de un leve titubeo.
—Cinco —repitió Frensic—. Cinco números pequeñitos y diminutos que son nuestro código de amor, sólo nuestro, nuestro secretito particular.
Fue su último y desesperado acto de heroísmo.
La señorita Bogden sucumbió. Por un momento llegó a…, pero no, un hombre que en presencia de un adusto joyero, «Proveedor de su Majestad la Reina», eran capaz de hablar abiertamente de cinco números pequeñitos y diminutos, un hombre así estaba por encima de toda sospecha.
—Dos cero tres cinco siete —dijo, con una sonrisa bobalicona.
—Dos cero tres cinco siete —repitió Frensic en voz alta—. ¿Estás segura? No vayamos a equivocarnos…
—Desde luego que estoy segura —se ofendió la señorita Bogden—. No tengo por costumbre cometer equivocaciones.
—Pues ya está —sentenció Frensic, quitándole el anillo del dedo de un tirón y tendiéndoselo al joyero—. Métalos dentro de este chisme. Pasaré a recogerlo esta tarde.
Y, cogiendo a la señorita Bogden del brazo con firmeza, la condujo hasta la puerta de salida.
—Disculpe, señor —dijo el joyero—, pero si no fuera una molestia para usted…
—¿Una molestia? —dijo Frensic.
—Preferiría que lo pagara ahora. Como lo grabamos, comprenderá que tenemos…
Frensic lo comprendía perfectamente, así que soltó a la señorita Bogden y se dirigió de nuevo hacia el mostrador con paso indeciso.
—Ejem…, bueno… —dijo, pero la señorita Bogden seguía a medio camino entre la puerta de salida y el mostrador. No era momento de paños calientes. Frensic sacó el talonario—. Sólo será un momento, cariño —le dijo—. Puedes salir y entretenerte mirando escaparates.
Cynthia Bodgen obedeció los dictados de su instinto y permaneció donde estaba.
—¿Me permite la tarjeta del talonario, señor? —dijo el joyero.
Frensic le miró con complicidad.
—Pues, de hecho, no la llevo encima.
—En ese caso, me temo que tendrá que pagar en metálico, señor…
—¿En metálico? —dijo Frensic—. Siendo así…
—Iremos al banco —propuso la señorita Bogden con firmeza.
Y se dirigieron al banco de High Street.
La señorita Bogden tomó asiento mientras Frensic hacía sus consultas en el mostrador.
—¿Quinientas libras? —dijo el cajero—. Necesitaremos su documento de identidad y llamar a su agencia.
Frensic echó una ojeada a la señorita Bogden y bajó el tono de voz.
—Frensic —dijo nervioso—, Frederick Frensic, Glass Walk, Hampstead, pero tengo la cuenta de mi despacho en la sucursal de Covent Garden.
—Le llamaremos en cuanto nos den la confirmación —le anunció el cajero.
Frensic se puso pálido.
—Le agradecería que no… —dijo.
—¿Qué no?
—No importa —decidió Frensic, y fue a reunirse con la señorita Bogden.
Tendría que hacerla salir del banco antes de que el imbécil del cajero empezara a pregonar el nombre del señor Frensic a los cuatro vientos.
—Van a tardar un rato, cariño, así que ¿por qué no te vas derechita…?
—Pero es que me había tomado el día libre y pensaba…
—¿El día libre? —dijo Frensic.
Si aquella tensión duraba mucho más, se iba a tomar libre la vida entera.
—Pero…
—¿Pero qué? —dijo la señorita Bogden.
—Pero es que se supone que tengo que almorzar con un autor. El profesor Dubrowitz, de Varsovia. No va a estar aquí más que un día y…
La hizo salir del banco prometiéndole que pasaría por su despacho en cuanto pudiera.
A continuación, exhaló un suspiro de alivio y se dirigió al mostrador para recoger sus quinientas libras.
—Y, ahora, al teléfono más próximo —dijo para sus adentros, metiéndose el dinero en el bolsillo mientras bajaba las escaleras.
Cynthia Bogden seguía allí.
—Pero… —dijo Frensic, y se rindió de inmediato.
Con la señorita Bogden no había peros que valieran.
—Había pensado que antes podríamos ir a buscar el anillo —dijo, cogiéndole del brazo—, así podrás marcharte y almorzar con tu aburridísimo profesor.
Regresaron a la joyería y Frensic pagó las quinientas libras, y sólo entonces la señorita Bogden le permitió escaparse.
—Llámame en cuanto estés listo —le dijo, antes de estamparle un beso en la mejilla.
Frensic se lo prometió y salió disparado hacia la central de correos.
Con un humor de perros, marcó el 23507.
—Restaurante Pato Bombay, ¿dígame? —contestó un indio que ni remotamente podía ser el autor de Deteneos.
Frensic colgó sin miramientos y probó otra combinación con los mismos dígitos.
Esta vez le tocó el turno al Emporia del Pescado MacLoughlin’s.
Se había quedado sin cambio. Frensic se acercó al mostrador central y, tras pagar un sello de seis peniques y medio con un billete de cinco libras, regresó con el bolsillo repleto de monedas. Pero la cabina estaba ocupada.
Frensic permaneció allí apostado con expresión ceñuda mientras un jovencito —a todas luces subnormal y acneico— declaraba su amor a una chica cuya risita tonta llegaba incluso hasta sus oídos.
Frensic se pasó el rato tratando de recordar el número correcto y cuando el joven terminó ya había dado con él. Entró y marcó el 20357. Se produjo un largo silencio.
—Si no me crees, habla con la policía de Maine o con la compañía de seguros. Ellos te lo confirmarán.
Sonia llamó a la compañía de seguros. Era más probable que hubieran averiguado la verdad. Al fin y al cabo, había dinero en juego. Le pusieron con el señor Synstrom.
—¿Y de verdad están convencidos de que se estaba fugando con la señora Hutchmeyer y de que fue un accidente? —dijo cuando la informaron de su versión de los hechos—. ¿No me estarán tomando el pelo?
—Esto es el departamento de reclamaciones —repuso el señor Synstrom con firmeza—, y aquí no tomamos el pelo a nadie. No es el estilo de la compañía.
—Pues a mí me parece una locura —se empeñaba Sonia—. Era lo bastante vieja como para ser su madre.
—Si quiere más detalles acerca de las circunstancias que rodearon el accidente, le sugiero que hable con la policía del Estado de Maine —le aconsejó el señor Synstrom dando por zanjada la conversación.
Sonia permaneció sentada, petrificada ante aquel nuevo giro. Que Piper hubiera preferido a aquella horrible vieja bruja…
En un minuto pasó de estar enamorada de su recuerdo a no estarlo en absoluto.
Piper la había traicionado y, cuando cayó en la cuenta, la invadió una amargura y una sensación de realidad totalmente nuevas.
Ahora que pensaba en ello, en la vida real le había resultado un poco aburrido, y el amor que había sentido por él no había sido tanto hacia el hombre como hacia sus aptitudes como marido. De haber tenido la oportunidad, le habría convertido en algo. Hasta justo antes de su muerte le había ayudado a alcanzar la fama como escritor, y si hubiera vivido, le habría hecho conocer cosas más importantes. Por algo Brahms era su compositor favorito. Habría tenido un tropel de Pipers en miniatura a los que una mujer —que era al mismo tiempo madre y agente literaria— habría enfocado hacia la carrera adecuada.
Pero ese sueño había terminado. Piper había muerto en compañía de una zorra en abrigo de visón conservada gracias a la cirugía.
Sonia volvió a leer el telegrama. Llevaba un nuevo mensaje para ella. Piper no era el único hombre que la había encontrado atractiva. Todavía le quedaba Hutchmeyer, un Hutchmeyer viudo cuya esposa le había robado a su cielito.
Había una gran ironía en el hecho de que, gracias a aquel gesto, Baby hubiera hecho posible que Hutchmeyer pudiera casarse de nuevo. Y es que se tendría que casar con ella. O boda o nada. Nada de medias tintas.
Sonia cogió una hoja de papel y la colocó en la máquina de escribir. Tendría que decírselo a Frenzy. Pobre Frenzy, le echaría de menos, pero el matrimonio llamaba a su puerta y tenía que marcharse. Le contaría sus razones y luego se iría. Le pareció que era lo mejor. Nada de recriminaciones y es que además, en cierto modo, se estaba sacrificando por él.
Pero ¿dónde demonios se había metido y por qué?