18

En Chattanooga, Baby acababa de ver cumplido su sueño: había visto el Choo Choo.

Instalada en el coche-cama número nueve, tumbada en la cama de latón, admiraba a través de la ventanilla la fuente iluminada que borboteaba cantarina al otro lado de los raíles. Coronando el edificio principal de la estación, un tubo de neón inscribía luminosas en el cielo de la noche las palabras «Hilton Choo Choo» y, debajo, en lo que antaño fuera la sala de espera, se estaba sirviendo la cena.

Junto al restaurante había una tienda de artesanía, y frente a ambos se alzaban las enormes locomotoras de una época ya pasada, con los guardaraíles recién pintados y las chimeneas relucientes como si estuvieran a punto de emprender un gran viaje.

En realidad, no iban a ninguna parte. Las calderas estaban frías y vacías y los pistones ya no volverían a ponerse en marcha jamás. Únicamente en la imaginación de aquellos que se hospedaban por una noche en los decorados compartimientos de los coches-cama, convertidos en habitaciones de motel, se podía creer en la ilusión de que estaban a punto de salir de la estación para iniciar un largo recorrido hacia el norte o hacia el oeste.

El lugar en sí era en parte museo y en parte fantasía, pero comercial de arriba abajo.

A la entrada del aparcamiento de automóviles, había guardas uniformados que, sentados en sus cabinas, observaban las pantallas de televisión en las que aparecían todos los andenes y rincones oscuros de la estación para la seguridad de los huéspedes. Fuera del perímetro de la estación, se extendía una Chattanooga oscura y destartalada, con sus ventanas de hotel tapiadas con maderos y sus edificios abandonados, víctima de los centros comerciales de las afueras.

Con todo, Baby no pensaba en Chattanooga, ni siquiera en el Choo Choo. Ambos habían ido a reunirse ya con las ilusiones de su juventud pendiente. Los años le habían dado alcance y se sentía sin fuerzas y sin esperanzas. El encanto de la vida se había esfumado.

Piper se había encargado de ello. Después de viajar día tras día con alguien que se confesaba un genio y cuyos pensamientos se centraban en la inmoralidad de la literatura con exclusión de todo lo demás, Baby tenía una nueva visión de la monotonía de la mente de Piper.

Comparado con él, la obsesión de Hutchmeyer con el dinero, el poder, las discusiones y los negocios se le antojaba hasta saludable.

Piper no mostraba ningún interés por el paisaje ni por las poblaciones que dejaban atrás, y ni siquiera el hecho de que en ese momento se encontraran en el Sur Profundo o, cuando menos, en la frontera de aquellas tierras que se pintaban salvajes en la imaginación delirante de Baby, parecía conmover a Piper lo más mínimo.

Apenas había echado un vistazo a las locomotoras detenidas en la estación y lo único que parecía sorprenderle es que ya no se utilizaran para viajar a ninguna parte.

Pero en cuanto le hubieron aclarado este extremo se retiró a su compartimiento privado para ponerse a trabajar de nuevo en su segunda versión de Deteneos.

—Para ser un gran novelista, debes de ser el menos observador —le reprochó Baby cuando se reunieron en el restaurante para la cena—. Bueno, ¿no se te ha ocurrido mirar a tu alrededor y preguntarte de qué va todo esto?

Piper miró a su alrededor.

—Me parece un lugar curioso para un restaurante —dijo—. Pero, de todos modos, es agradable y fresco.

—Es que resulta que tienen aire acondicionado —le replicó Baby, irritada.

—Ah, conque era eso —dijo Piper—. ¡Ya decía yo!

—Ya decía yo… ¿Y qué me dices de toda la gente que estuvo sentada precisamente aquí, esperando el tren del norte hacia Nueva York, Detroit y Chicago para intentar hacer fortuna en lugar de seguir malviviendo de un pobre pedazo de tierra? ¿No significa eso nada para ti?

—No parece que haya mucha de esa gente por aquí —dijo Piper, mirando con indolencia a una mujer con problemas de obesidad y pantalones cortos de cuadros escoceses—. Además, yo creía haber comprendido que estos trenes ya no estaban en funcionamiento.

—¡Dios mío! —exclamó Baby—. A veces me pregunto en qué siglo vives. ¿Y supongo que tampoco te dice nada que aquí mismo tuviera lugar una batalla durante la guerra civil?

—Pues no —repuso Piper—. Las batallas no figuran en la literatura en mayúsculas.

—¿Ah, no? ¿Y Lo que el viento se llevó? ¿Y Guerra y paz? Supongo que no deben formar parte de la literatura con mayúsculas.

—No de la literatura inglesa —puntualizó Piper—. Lo más importante en la literatura inglesa son las relaciones que se establecen entre la gente.

Baby atacó el filete.

—¿Y la gente no se relaciona entre sí en las batallas? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

Piper asintió.

—¿De modo que cuando una persona mata a otra no se está relacionando con ella de una manera importante?

—Únicamente de un modo transitorio —precisó Piper.

—¿Y cuando las tropas de Sherman saquearon, violaron y prendieron fuego a todo cuanto encontraron a su paso desde Atlanta hasta el mar, dejando tras de sí familias sin hogar y mansiones en llamas, tampoco alteraron las relaciones humanas y por eso no escribes sobre ello?

—Los mejores novelistas no lo habrían hecho —dijo Piper—. Fue algo que no les ocurrió directamente y, por consiguiente, no podían.

—¿No podían hacer qué?

—Escribir sobre ello.

—¿Me estás diciendo que un escritor puede escribir únicamente sobre lo que ha vivido en carne propia? ¿Es eso lo que pretendes decirme? —le echó en cara con la lengua más afilada.

—Sí —le confirmó Piper—. Verás, quedaría fuera del campo de su experiencia personal y por consiguiente…

Piper habló largo y tendido sobre La novela moral mientras Baby iba masticando lentamente su filete y le venían a la cabeza malos pensamientos acerca de la teoría de Piper.

—En ese caso, lo único que puedo decirte es que te va a hacer falta mucha más experiencia.

Piper aguzó el oído.

—Espera un momento —le advirtió—. Si crees que quiero verme involucrado en más incendios de casas, explosiones de barcos y ese tipo de cosas…

—No me refería a ese tipo de experiencia. Además, quemar casas no cuenta, ¿no es eso? Lo que importa son las relaciones, y lo que tú necesitas es experiencia en relacionarte.

Piper empezó a sentirse incómodo mientras comía. La conversación había tomado un giro desagradable, así que terminaron la cena en silencio.

Después de comer, Piper se encerró en su compartimiento privado y escribió otras quinientas palabras acerca de su torturada adolescencia y sus sentimientos por Gwendolen/señorita Pears. Cuando terminó, apagó la lámpara eléctrica de aceite que pendía encima de la cama de latón y se desnudó.

Mientras tanto, en la habitación contigua Baby se preparaba para la primera lección sobre relaciones de Piper.

Después de ponerse un camisón exiguo y un montón de perfume, abrió la puerta del compartimiento de Piper.

—¡Por el amor de Dios! —chilló, al ver que se metía en su cama.

—Aquí es donde empieza todo, chiquillo —le dijo—, en lo que a relaciones se refiere.

—¡No, no es verdad! —se defendió Piper—. ¡Es…!

Pero Baby le había sellado los labios con la mano y le estaba susurrando al oído:

—Y no creas que te vas a poder escabullir tan fácilmente. Hay cámaras de televisión en todos los andenes, así que si sales ahí fuera tambaleándote y en cueros los guardas van a querer saber qué ha ocurrido.

—¡Pero si no estoy en cueros! —protestó Piper, cuando la mano de Baby dejó de taparle la boca.

—Pues pronto lo estarás, cielito —le advirtió Baby en un susurro mientras sus manos expertas le desabotonaban el pijama.

—Por favor —rogó Piper, con voz lastimera.

—Eso es lo que te voy a hacer, cariño, eso es lo que te voy a hacer —contestó Baby.

Se levantó el camisón y sus enormes senos se incrustaron en el pecho de Piper.

Durante las dos horas que siguieron, la estructura de latón de la cama no dejó de chirriar y de dar sacudidas mientras Baby Hutchmeyer, de soltera Sugg, Miss Penobscot 1935, ponía la experiencia de todos aquellos años al servicio de Piper.

Muy en contra suya y a pesar de la invocación de los preceptos de La novela moral, por primera vez Piper se sintió perdido para el mundo de las letras y empujado por una pasión incipiente.

Se retorcía bajo ella, galopaba encima, sus labios le lamían los pechos de silicona y recorrían las cicatrices apenas visibles del estómago.

Y, durante todo ese tiempo, los dedos de Baby no cesaron de acariciar, clavarse, arañar y estrujar a Piper hasta que la espalda le quedó lacerada y las nalgas señaladas con la curva de sus uñas, y durante todo ese tiempo también, Baby estuvo con la mirada perdida en la oscuridad del compartimiento, desapasionada y sorprendida ante su propio aburrimiento.

«La juventud tiene que echar sus canas al aire», se decía al tiempo que Piper arremetía contra ella una y otra vez.

Pero es que no era ninguna jovencita y echar canas al aire sin sentimiento ya no era lo suyo. Debía de haber algo más en la vida que joder. Mucho más, y estaba dispuesta a averiguarlo.

En Oxford, Frensic estaba ya levantado, yendo de un lado a otro con sus averiguaciones, cuando Baby regresó a su compartimiento dejando a Piper en el suyo dormido de puro agotamiento.

Se había despertado temprano y hasta había desayunado antes de las ocho.

Hacia la media ya tenía localizado el Servicio de Mecanografía Cynthia Bogden en Fenet Street. Con lo que confiaba se interpretara como el aspecto de un turista americano que espera a alguien, empezó a rondar por la iglesia que quedaba enfrente y se sentó en uno de los bancos, volviendo los ojos atrás para no perder de vista la entrada a las oficinas Bogden.

Si algo sabía sobre mujeres divorciadas de mediana edad con negocio propio, la señorita Bogden iba a ser la primera en llegar por la mañana y la última en marcharse por la noche.

Hacia las nueve y cuarto ésas eran sin duda las esperanzas de Frensic. El pelotón de mujeres al que había visto entrar en el edificio no era en absoluto de su gusto, pero la primera en llegar se le antojó la más presentable.

Era una mujer corpulenta, pero bastó una rápida ojeada para que Frensic supiera que tenía las piernas bonitas y que, presuponiendo que el señor Cadwalladine no se hubiese equivocado en lo de la edad, no aparentaba cuarenta y cinco años.

Frensic salió de la iglesia y reflexionó sobre el paso siguiente. De nada iba a servirle presentarse en la agencia y preguntar a la señorita Bogden a bocajarro quién le había mandado Deteneos. El tono que había empleado el día anterior le había hecho comprender que aquello requería una táctica más sutil.

Frensic dio el paso siguiente. Encontró una floristería y entró.

Veinte minutos más tarde entregaban dos docenas de rosas rojas en el Servicio de Mecanografía Bogden acompañadas de una nota que decía sin más: «Para la señorita Bogden, de un admirador».

Frensic había considerado la posibilidad de añadir «ferviente», pero al final decidió contenerse. Un par de docenas de rosas rojas carísimas deletreaban «ferviente» por sí solas. Lo de señorita Bogden, en lugar del más apropiado señora Bogden —cambio que imprimía ya un carácter romántico a los pensamientos sobre aquella dama—, se encargaría de suplir la falta del adjetivo.

Frensic paseó sin rumbo fijo por Oxford, se tomó un café en el Ship y almorzó de vuelta en el Randolph. Una vez hecho esto, y estimando que ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que la señorita Bogden hubiera asimilado todo lo que había de implícito en las rosas, Frensic se dirigió a la habitación del profesor Facit y telefoneó a la agencia.

Al igual que la primera vez, le respondió la señorita Bogden.

Frensic respiró profundamente, tragó saliva y hasta oyó su propia voz al preguntar, con la angustia de una timidez no fingida, si podría concederle el honor y el privilegio de cenar con él en el Elisabeth.

Hubo un silencio preñado de silbidos antes de que la señorita Bogden respondiera.

—¿Le conozco? —le preguntó con voz socarrona.

Frensic lo estaba pasando mal.

—Soy un admirador —musitó.

—Ooooh —dijo la señorita Bogden. Y se produjo otro silencio con el que cumplió con los buenos modales del titubeo.

—Las rosas —dijo Frensic, como si le estuvieran ahorcando.

—¿Está usted realmente seguro? Bueno, es que no es muy corriente…

Frensic reconoció en silencio que no lo era.

—Es que… —dijo, pero luego decidió lanzarse—: Hasta ahora no me había atrevido…

La soga pareció ceñirle el cuello con más fuerza. Sin embargo, la señorita Bogden se mostró compasiva.

—Más vale tarde que nunca —le animó, amable.

—Eso me he dicho yo —repuso Frensic, que no se había dicho nada de nada.

—¿Y ha dicho usted en el Elisabeth?

—Sí —le confirmó Frensic—. ¿Digamos a las ocho en el bar?

—¿Y cómo le voy a reconocer?

—Yo ya la conozco —le confesó Frensic con una risita involuntaria.

La señorita Bogden se lo tomó como un cumplido.

—No me ha dicho cómo se llama.

Frensic vaciló. No podía utilizar su nombre y el de Facit aparecía en Deteneos. Tendría que buscarse otro.

—Corkadale —musitó—, Geoffrey Corkadale.

—¿No será el Geoffrey Corkadale…? —preguntó la señorita Bogden.

—Pues sí —balbució Frensic, que deseaba con toda su alma que la reputación epicena de Geoffrey no hubiera llegado a sus oídos.

Y no lo había hecho. La señorita Bogden ronroneaba.

—Bueno, en ese caso… —Y dejó la frase en el aire.

—Hasta las ocho —dijo Frensic.

—Hasta las ocho —repitió la señorita Bogden como un eco.

Frensic colgó y se quedó sentado en la cama, y como sentía flojera, se tumbó y echó una buena siesta.

Se despertó a las cuatro y salió. Sólo le quedaba una última cosa que hacer: todavía no conocía a la señorita Bogden y no estaba para equivocaciones. Así pues, se encaminó a Fenet Street y permaneció apostado en la iglesia.

Se encontraba ya allí a las cinco y media cuando un pelotón de mujeres espantosas salió de la oficina. Frensic suspiró aliviado: ninguna llevaba un ramo de rosas rojas. Por fin vio aparecer a una mujer corpulenta que cerró la puerta con llave. Apretando las rosas contra su pecho generoso, desapareció calle abajo con paso apresurado. Frensic salió de la iglesia y observó cómo se alejaba. No cabía duda de que la señorita Bogden se conservaba muy bien. Desde el cabello permanentado hasta los zapatos de color rosa, pasando por un traje turquesa, emanaba un mal gusto casi inspirado.

Frensic regresó al hotel y se tomó una generosa copa de ginebra. A continuación, se tomó una segunda, luego un baño, y ensayó diversas tácticas que podían servirle para obtener de la señorita Bogden el nombre del autor de Deteneos.

En la otra punta de Oxford, Cynthia Bogden se preparaba para la velada con la misma minuciosidad con que solía hacerlo todo.

Habían pasado ya algunos años desde su divorcio y el hecho de que un editor la invitara a cenar al Elisabeth se anunciaba prometedor.

Lo mismo podía decirse de las rosas —cuidadosamente dispuestas en un jarrón— y de los nervios de su admirador.

No había ni pizca de insolencia en la voz que le había hablado por teléfono, era una voz educada, y además Corkadale era una editorial muy respetable. En cualquier caso, Cynthia Bogden estaba necesitada de admiradores.

Eligió su traje más seductor, se roció diversas partes del cuerpo con aerosoles varios, se recompuso la cara y salió dispuesta a que la invitaran a beber vino, a cenar y —por decirlo sin mayores rodeos— a joder.

Entró en el vestíbulo del Elisabeth con cierta arrogancia y se quedó un tanto sorprendida al ver que un hombrecito rechoncho se le acercaba con indecisión y tomaba su mano entre las suyas.

—Señorita Bogden —murmuró—, su entusiasta admirador.

La señorita Bogden bajó la mirada para fijarse en su entusiasta admirador.

Y seguía con la mirada baja media hora y tres pink gins después, cuando se dirigieron a la mesa que Frensic había reservado en el rincón más íntimo del restaurante.

Le retiró la silla para que tomara asiento y, consciente de que quizá no había estado a la altura de lo que ella esperaba, se lanzó a la interpretación del papel de ferviente admirador con una inventiva y galantería tan temerarias que ambos se quedaron sorprendidos.

—La vi por primera vez hace un año, cuando vine para una conferencia —le explicó, después de haber pedido una botella de champán que no fuera excesivamente seco—. La vi por la calle y la seguí hasta su despacho.

—Tendría que haberse presentado —le reprochó la señorita Bogden.

Frensic se sonrojó de un modo muy convincente.

—Era demasiado tímido —musitó— y, además, pensé que estaba usted…

—¿Casada? —aventuró la señorita Bogden, servicial.

—Exactamente —dijo Frensic— o, digamos mejor, comprometida. Una mujer tan…, ejem…, guapa…, ejem…

Entonces le tocó el turno de sonrojarse a la señorita Bogden.

Frensic arremetió de nuevo.

—Me dejó apabullado. Su encanto, ese aire reservado y discreto, ese… ¿cómo lo diría yo…?

No había ninguna necesidad de decirlo. Mientras Frensic ahondaba en el aguacate, Cynthia Bogden saboreaba una gamba.

Por muy rechoncho que fuera aquel hombrecito, no cabía ninguna duda de que era todo un caballero y un hombre de mundo. El champán de a doce libras la botella era prueba suficiente de lo honorable de sus intenciones.

Cuando Frensic pidió una segunda, la señora Bogden se quejó pero sólo un poco.

—Se trata de una ocasión especial —dijo Frensic, preguntándose si no estaría exagerando un poco la cosa—, y además tenemos algo que celebrar.

—¿Ah, sí?

—Primero, que nos hemos conocido —dijo Frensic— y, segundo, el éxito de una empresa común.

—¿De una empresa común? —preguntó la señorita Bogden, cuyos pensamientos se dirigían ya viento en popa hacia el altar.

—Una empresa en la que hemos participado los dos —prosiguió Frensic—. Bueno, no tenemos por costumbre publicar este tipo de libro, pero tengo que admitir que ha tenido un gran éxito.

Los pensamientos de la señorita Bogden se alejaron del altar.

Frensic se sirvió un poco más de champán.

—Somos una editorial muy tradicional —continuó—, pero Deteneos, oh, hombres, ante la virgen es la clase de libro que el público quiere actualmente.

—Era bastante horroroso, ¿no le parece? —suspiró la señorita Bogden—. En realidad, lo mecanografié yo misma.

—¿En serio? —dijo Frensic.

—Bueno, en realidad no me gustaba la idea de dejarlo en manos de mis chicas y el autor era tan excéntrico…

—¡No!

—Tenía que telefonearle cada dos por tres —se quejó la señorita Bogden—. Pero no creo que le apetezca oír estas cosas.

A Frensic sí le apetecía, pero la señorita Bogden se mostró inflexible.

—No vamos a estropear nuestra primera velada hablando de negocios —dijo.

Y, a pesar del champán a discreción y de un copazo de Cointreau, todos los intentos de Frensic por desviar la conversación hacia ese tema fracasaron estrepitosamente.

La señorita Bogden quería que le hablara de Corkadale. El nombre parecía gustarle.

—¿Por qué no viene a mi casa? —le pidió, mientras paseaban junto al río después de la cena—. Será la última copa.

—Es muy amable por su parte —aceptó Frensic, dispuesto a perseguir a su presa hasta sus más amargas consecuencias—. Pero ¿está segura de que no sería abusar de usted?

—Eso me encantaría —soltó con una risita la señorita Bogden, cogiéndolo del brazo—, que abusara de mí.

Lo llevó hasta el aparcamiento, donde esperaba un MG azul claro.

Frensic se quedó boquiabierto. Aquel automóvil no encajaba con su idea sobre lo que debía conducir una directora de cuarenta y cinco años de una agencia de mecanografía, y además no estaba acostumbrado a los asientos bajos de los deportivos.

Frensic se metió dentro como pudo y tuvo que permitir que la señorita Bogden le ajustara el cinturón de seguridad.

Salieron a toda velocidad, excesiva para su gusto, por Banbury Road, hasta llegar a una zona de las afueras de casas semiadosadas. La señorita Bogden vivía en el 33 de Viewpark Avenue, una mezcla de mampostería y estilo Tudor.

Cuando frenaron frente al garaje, Frensic buscó a tientas el cierre del cinturón de seguridad, pero Cynthia Bogden se le había adelantado y tenía el cuerpo sobre él en actitud expectante. Frensic se infundió ánimos para lo inevitable y la estrechó entre sus brazos.

Fue un beso largo y apasionado, del que Frensic disfrutó todavía menos si cabe gracias a la presencia del cambio de marchas incrustado en su riñón derecho.

Cuando terminaron y se apearon del coche, Frensic empezaba ya a tener mil y una dudas sobre todo el asunto. Sin embargo, había demasiado en juego para echarse atrás, así que la siguió hasta el interior de la casa.

La señorita Bogden encendió la luz del vestíbulo.

—¿Le gustaría tomar una copita?

—No —repuso Frensic, con una vehemencia producto fundamentalmente de la convicción de que iba a ofrecerle jerez de cocina.

La señorita Bogden se tomó su negativa como un cumplido y volvieron a los manoseos, esta vez en compañía de un perchero de sombreros.

Sin embargo, la señorita Bogden le cogió de la mano enseguida y se lo llevó al piso de arriba.

—Aquí tiene usted el… bueno, ya sabe —le dijo, servicial.

Frensic entró en el lavabo haciendo eses y cerró la puerta. Durante varios minutos observó su imagen reflejada en el espejo preguntándose por qué únicamente lo encontraban atractivo las mujeres más bestias cuando deseaba fervientemente que no fuera así, y tras prometerse que jamás volvería a criticar las preferencias de Geoffrey Corkadale, salió y entró en el dormitorio.

El dormitorio de Cynthia Bogden era de color rosa.

Las cortinas eran rosas, la moqueta rosa, la cabecera tapizada y acolchada de la cama rosa y la pantalla de la lámpara que había junto a ella también. Y, para rematarlo, ahí estaba un Frensic sonrosado forcejeando con el enredo de la ropa interior rosa de Cynthia Bogden mientras le susurraba cariñitos color de rosa al oído rosado.

Al cabo de una hora, el color rosa había abandonado a Frensic.

Su silueta, recortada sobre las sábanas rosas, había pasado al castaño oscuro y, para colmo, tenía palpitaciones.

Sus esfuerzos por entrar en buenas relaciones con ella —entre otras muchas cosas menos apetitosas— habían afectado a su sistema circulatorio, y las habilidades sexuales de la señorita Bogden, fomentadas por un fracaso matrimonial del todo justificable y aprendidas, por lo menos eso sospechaba Frensic, en algún espantoso manual sobre Cómo hacer del sexo una aventura, le habían llevado a contorsiones capaces de desafiar la imaginación del mayor obseso sexual de sus autores.

Mientras descansaba tendido y sin resuello, dando gracias a Dios por que todo hubiera terminado y preguntándose si no estaría a punto de sufrir un infarto, Cynthia le acercó su cabeza permanentada.

—¿Satisfecho? —le preguntó.

Frensic la miró con ojos como platos y asintió con vehemencia. Cualquier otra respuesta habría sido una invitación al suicidio.

—Pues ahora nos tomaremos una copita —le propuso, y ante el asombro de Frensic saltó de la cama ligera como una pluma y bajó a la planta baja para regresar con una botella de whisky.

Sentada al borde de la cama, sirvió un par de copas.

—Por nosotros —dijo.

Frensic apuró hasta la última gota y le tendió el vaso para que le sirviera más. Cynthia sonrió y le pasó la botella.

En Nueva York, Hutchmeyer también tenía problemas.

Aunque eran de distinta naturaleza que los de Frensic, el hecho de que estuvieran en juego tres millones y medio de dólares hacía que las consecuencias fueran parecidas.

—¿Qué significa eso de que no quieren pagar? —soltó enfurecido a MacMordie, que le acababa de informar de que la compañía de seguros se había echado atrás en el pago de la indemnización—. Tienen la obligación de pagar. ¿Para qué iba a asegurar mi propiedad si no fueran a pagarme cuando se incendiara?

—No lo sé —repuso MacMordie—. Me limito a repetir lo que me ha dicho el señor Synstrom.

—¡Vete a buscar a ese Synstrom! —le ordenó Hutchmeyer.

MacMordie fue a buscar a Synstrom.

Este se presentó en el despacho de Hutchmeyer y tomó asiento, mirando con expresión imperturbable al gran editor a través de sus gafas con montura de acero.

—No sé qué pretenden… —dijo Hutchmeyer.

—Averiguar la verdad —repuso el señor Synstrom—. Sólo eso: la verdad.

—Me parece muy bien —dijo Hutchmeyer—, siempre que me paguen en cuanto la hayan averiguado.

—El caso es, señor Hutchmeyer, que sabemos cómo empezó el incendio.

—¿Cómo?

—Alguien prendió fuego a la casa deliberadamente con un bidón de gasolina y ese alguien fue su esposa…

—¿Y cómo lo saben?

—Señor Hutchmeyer, tenemos analistas capaces incluso de deducir qué laca de uñas llevaba su esposa cuando abrió la caja fuerte y se llevó ese cuarto de millón de dólares que tenía usted escondido.

Hutchmeyer le miró con suspicacia.

—¿Ah, sí? —dijo.

—Desde luego. Y sabemos también quien cargó su crucero con doscientos litros de gasolina. Su esposa y ese tal Piper. Fue precisamente él quien se encargó de ir bajando los bidones. Tenemos sus huellas.

—¿Y por qué demonios iba a hacer algo semejante?

—Nosotros creíamos que quizá usted podría darnos la respuesta —aventuró Synstrom.

—¿Yo? Pero si estaba en plena bahía de mierda. ¿Cómo iba a estar enterado de lo que ocurría en mi casa?

—Eso ya no lo sabemos, señor Hutchmeyer. Pero no deja de ser una curiosa coincidencia que usted salga a navegar con la señorita Futtle, en plena tormenta, cuando su esposa tiene la intención de quemar su casa hasta los cimientos y simular su propia muerte.

Hutchmeyer palideció.

—¿Simular su propia muerte? ¿Ha dicho usted…?

El señor Synstrom asintió.

—En la jerga de la profesión se conoce como síndrome Stonehouse —le explicó—. Ocurre de vez en cuando. Una persona que quiere pasar por muerta ante los ojos del mundo deja a sus parientes más próximos y queridos para que reclamen la indemnización. Ahora bien, a pesar de su reclamación de tres millones y medio de dólares, no tenemos ninguna prueba de que su esposa no se encuentre con vida en cualquier lugar.

Hutchmeyer lo miraba con abatimiento. Acababa de plantearse la espantosa posibilidad de que Baby se estuviera paseando por ahí con todas las pruebas de sus evasiones de impuestos, sobornos y demás asuntos ilegales que podían mandarle a la cárcel.

Comparado con aquello, perder tres millones y medio de dólares era una nadería.

—Me cuesta trabajo creer que haya sido capaz de hacer algo semejante —dijo por fin—. Bueno, nuestro matrimonio era feliz, sin problemas. Le daba cuanto quería…

—¿Como por ejemplo jovencitos? —aventuró el señor Synstrom.

—¡No, como por ejemplo jovencitos, no! —le gritó Hutchmeyer, buscándose el pulso.

—Pues ese tal Piper, el escritor, era un hombre joven —insistía el señor Synstrom— y, por lo que tenemos entendido, la señora Hutchmeyer tenía debilidad por…

—¿Está usted acusando a mi esposa…? ¡Por el amor de Dios, voy…!

—No estamos acusando a nadie de nada, señor Hutchmeyer. Como ya le he dicho antes, sólo intentamos averiguar la verdad.

—¿Y dice usted que mi esposa, mi queridísima Baby, cargó el crucero de gasolina y trató de asesinarme deliberadamente poniendo rumbo hacia mi yate en plena…?

—Eso es exactamente lo que le he dicho. Claro que podría tratarse de un accidente —insinuó el señor Synstrom—, estallando donde estalló.

—Sí, claro, pues desde donde estaba yo, no me pareció un accidente en absoluto. Créame —dijo Hutchmeyer—. Espere a que un crucero surja de la nada y se le eche encima en plena noche y veremos si todavía se atreve usted con afirmaciones como ésa.

El señor Synstrom se puso en pie.

—¿Desea usted que sigamos adelante con nuestras investigaciones? —le preguntó.

Hutchmeyer vaciló. Si Baby seguía con vida, lo último que deseaba eran investigaciones.

—Es que no me cabe en la cabeza que mi Baby pudiera ser capaz de hacer algo parecido —dijo.

El señor Synstrom volvió a tomar asiento.

—Pues si lo ha sido y podemos demostrarlo, mucho me temo que la señora Hutchmeyer tendría que enfrentarse a un juicio: incendio, intento de asesinato y fraude contra una compañía de seguros. Y luego está ese tal señor Piper, su cómplice. Un escritor de gran éxito, según tengo entendido. Supongo que siempre podría encontrar trabajo en la biblioteca de la cárcel. Sería un juicio histórico. Ahora bien, si no quiere usted que…

Hutchmeyer no quería nada de nada.

Juicios históricos con Baby en el estrado declarando que… ¡Ah, no! Ni hablar.

Deteneos iba ya por los cien mil y podía superar la barrera del millón y, con la película basada en el libro en vías de producción, el ordenador empezaba ya a recalentarse ante tan estupendas perspectivas. Los juicios históricos quedaban totalmente descartados.

—¿Qué opción me queda? —preguntó.

El señor Synstrom se inclinó hacia él.

—Podríamos llegar a un acuerdo —le propuso.

—Puede que sí —titubeó Hutchmeyer—, pero seguiríamos teniendo a la poli…

El señor Synstrom meneó la cabeza.

—Están sentados de brazos cruzados esperando a ver qué descubrimos. Tal como yo lo veo…

Cuando Synstrom terminó de hablar, el señor Hutchmeyer lo veía también del mismo modo. La compañía de seguros anunciaría que había saldado el pago de la indemnización y, a cambio, Hutchmeyer les firmaría una renuncia.

Hutchmeyer lo hizo. Dejar a Baby «muerta» valía hasta el último centavo de los tres millones y medio de dólares.

—¿Y qué pasaría si están en lo cierto y, de pronto, surge de la nada? —preguntó Hutchmeyer cuando Synstrom se levantó dispuesto a marcharse.

—Entonces tendrá verdaderos quebraderos de cabeza —dijo—. Es lo único que puedo decirle.

Synstrom se marchó y Hutchmeyer se sentó y se puso a meditar en aquellos quebraderos de cabeza.

El único consuelo que le quedaba era que, de seguir todavía con vida, Baby debía de tener también sus problemas. Como por ejemplo el de resucitar y acabar en la cárcel… Lo cual dejaría libre a Hutchmeyer para seguir su camino. Hasta podría volver a casarse. Sus pensamientos volaron hacia Sonia Futtle. Esa sí era una mujer de verdad.