17

En una habitación de Smoky Mountains, Piper empezaba a pensar lo mismo de Deteneos. Sentado en el porche frente al lago en el que Baby se estaba bañando, tenía que reconocer que su primera impresión de la novela había sido errónea. Se había dejado engañar por los fragmentos en los que se hablaba explícitamente de sexo.

Sin embargo, ahora que la había copiado palabra por palabra, se daba perfecta cuenta de que la estructura fundamental de la historia era muy correcta. En realidad, había incluso largos pasajes del libro que trataban con gran profundidad cuestiones importantes.

Prescindiendo de la diferencia de edad entre Gwendolen y Anthony, el narrador, y suprimiendo la pornografía, Deteneos, oh, hombres, ante la virgen tenía todos los ingredientes de la literatura con mayúsculas. Desentrañaba con considerable seriedad el sentido de la vida, el papel del escritor en la sociedad contemporánea, el anonimato del individuo dentro de la colectividad urbana y la necesidad de volver a los valores tradicionales, aquellos de tiempos más civilizados. Era especialmente certera al hablar de las miserias de la adolescencia y de las satisfacciones que puede procurar el oficio de la ebanistería.

«Gwendolen deslizó los dedos por las nudosidades y relieves del roble con una sensualidad que parecía negar sus años. “La dureza del tiempo ha domado la fiereza de la madera”, dijo. “Y tú esculpirás en el grano y darás forma a la que era antes informe e insensible”».

Piper asintió con aprobación. Los fragmentos como aquél tenían verdadero mérito y, lo que era aún mejor, le servían de inspiración. Él también esculpiría en el grano de su novela y le daría forma, de modo que en la versión revisada no quedara ni rastro de la grosería de aquel éxito de ventas y, tras ser eliminada la carga sexual que mancillaba la mismísima esencia del libro, se erigiera como monumento a su gloria literaria. Una gloria póstuma, quizá, pero cuando menos recobraría su buen nombre.

En los años futuros, los críticos compararían ambas versiones y, gracias a sus supresiones, se darían cuenta de que en su forma original y no comercial las intenciones del autor eran de una calidad literaria excelsa y que, si la novela había sufrido algunos cambios con posterioridad, sólo había sido para ajustarse a las exigencias de Frensic y Hutchmeyer y a su depravada visión de los gustos del público. De este modo recaería sobre ellos la responsabilidad de aquel éxito de ventas y él se vería exonerado. Es más, le aclamarían.

Piper cerró el libro de contabilidad y se puso de pie cuando Baby salió del agua y echó a andar por la playa en dirección a su caseta.

—¿Ya has terminado? —le preguntó.

Piper asintió.

—Mañana empezaré la segunda versión —le dijo.

—Mientras tú te ocupas de eso me encargaré de llevarme la primera versión a Ashville para que hagan una fotocopia. Cuanto antes la reciba Frensic, antes atizaremos el fuego.

—Te agradecería que no utilizaras esa expresión —dijo Piper—: «atizar el fuego». Y, además, ¿desde dónde lo vas a mandar? Podrían localizarnos por el matasellos.

—Pasado mañana ya no estaremos aquí. Tenemos alquilado esto para una semana, así que mañana me acercaré en coche hasta Charlotte, cogeré un avión para Nueva York y lo mandaré desde allí. Estaré de vuelta mañana por la noche y pasado nos pondremos en marcha.

—Me gustaría tanto no tener que ir de aquí para allá continuamente… —se quejó Piper—. Esto me gusta. No ha venido nadie a molestarnos, y además he tenido tiempo para escribir. ¿Por qué no podemos quedarnos?

—Porque esto no es el profundo Sur —repuso Baby—, y cuando dije profundo, quería decir profundo. En Alabama y Mississippi hay lugares de los que nadie ha oído hablar jamás y yo quiero verlos.

—Pues por lo que he oído de Mississippi, no es que tengan debilidad por los forasteros —dijo Piper—. Nos van a hacer muchas preguntas.

—Has leído demasiados Faulkners —replicó Baby—, y además, en el lugar al que vamos, con un cuarto de millón de dólares se pueden comprar muchas respuestas.

Baby entró a cambiarse y, después del almuerzo, Piper se fue a nadar al lago y paseó por la orilla sin poder alejar sus pensamientos de los cambios que iba a realizar en Deteneos Dos.

Por lo pronto, ya había decidido cambiarle el título: lo llamaría Obra en regresión. Tenía un toque Finnegans Wake que satisfacía su sentido literario. Y, al fin y al cabo, Joyce también había reescrito sus novelas una y otra vez sin tener en cuenta en absoluto sus posibilidades comerciales. Y exiliado de su tierra, además.

Por un momento, Piper se imaginó siguiendo los pasos de Joyce, de incógnito y eternamente revisando el mismo libro, con la salvedad de que, en su caso, nunca le estaría permitido saltar en vida de la oscuridad a la fama. A no ser, claro está, que su obra pusiera de manifiesto un genio tan indiscutible que la nimiedad del incendio, de las embarcaciones en llamas y hasta de su presunta muerte entraran a formar parte del aura que rodea invariablemente a los grandes autores. Sí, la grandeza le absolvería.

Piper se dio media vuelta y apuró el paso siguiendo la orilla hasta la casa. Se pondría a trabajar en Obra en regresión de inmediato.

Sin embargo, al llegar se encontró con que Baby ya se había llevado el coche y su primer manuscrito a Ashville.

Le había dejado una nota encima de la mesa.

Decía sin más: «Me he marchado hoy. Volveré mañana. Sigue con ello, Baby».

Piper siguió con ello.

Se pasó la tarde entera pluma en ristre revisando Deteneos y alterando cualquier referencia a la edad. Gwendolen perdió cincuenta y cinco años y se convirtió en una chica de veinticinco, y Anthony ganó diez, con lo que pasó a tener veintisiete. Además, aprovechó los intervalos para eliminar todas las referencias a aquellas actividades sexuales singulares que habían garantizado el éxito popular del libro.

Se entregó a dicha tarea con especial ahínco y, cuando hubo terminado, se sintió henchido de un sentimiento de rectitud tal que decidió dar cuenta de él en su cuaderno de Ideas.

«La comercialización del sexo como algo susceptible de ser comprado y vendido es la mismísima raíz de la degradación de la civilización actual. A lo largo de mis escritos, he batallado por erradicar el sexo con el fin de plasmar únicamente la esencia de las relaciones humanas».

A la mañana siguiente, madrugó y se instaló en la mesa del porche.

Ante él se extendía la primera página en blanco de su libro de contabilidad a la espera de su impronta. Piper mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir.

«La casa se alzaba en lo alto de una loma, rodeada de tres olmos, un haya y un…».

Se quedó atascado. No estaba muy seguro de cómo era un cedro de la India y no tenía ningún diccionario donde consultarlo, así que lo cambió por «roble», pero se volvió a quedar atascado. ¿Los robles tenían ramas horizontales? Seguramente, algunos sí. Sin embargo, aquel tipo de detalles no tenían importancia. Lo esencial era analizar la relación entre Gwendolen y el narrador. Los grandes libros no prestaban atención a los árboles. Trataban sobre gente, sobre lo que una gente sentía por otra y lo que pensaba de ella. Lo realmente importante era la perspicacia, y los árboles no tenían nada que ver con ella, así que el cedro de la India podía quedarse tal cual. Piper tachó «roble», restituyó «cedro de la India» y prosiguió con la descripción durante media página más antes de tropezarse de nuevo con un problema.

¿Cómo iba a estar Anthony, el narrador, de vacaciones escolares si tenía veintisiete años? A menos, claro está, que fuera profesor, en cuyo caso debía enseñar algo, lo cual presuponía saber. Piper hizo un esfuerzo por recordar sus días de colegio para encontrar un modelo que le sirviera para Anthony, pero todos los profesores de su escuela habían sido hombres indescriptibles que habían hecho poca mella en él. Sólo le quedaba la señorita Pears, pero ella era profesora.

Piper dejó la pluma y se puso a pensar en la señorita Pears.

De haber sido un hombre…, o si fuera Gwendolen y él fuera Anthony…, y, si en lugar de veintisiete, Anthony tuviera catorce años…, o, mejor aún, si sus padres hubiesen vivido en una casa en lo alto de una loma, rodeada de tres olmos, un haya y un…

Piper se puso de pie y empezó a andar por el porche, con la mente espoleada por un nuevo ramalazo de inspiración. De pronto acababa de caer en la cuenta de que el material en bruto de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen podía servirle para destilar la esencia de En busca de la infancia perdida. Y si no alcanzaba a destilarla, cuando menos podía amalgamar las dos. Tendría que realizar cambios considerables. Al fin y al cabo, los fontaneros tuberculosos no vivían en lo alto de lomas. Claro que su padre nunca había padecido tuberculosis. Eso lo había sacado de Lawrence y de Thomas Mann. Por lo demás, la idea de una relación sentimental entre un colegial y su profesora era un motivo natural, siempre que no se llegara al plano físico, desde luego.

Sí, ya lo tenía: iba a escribir Obra en regresión como En busca.

Una vez decidido esto, se sentó a la mesa, cogió la pluma y empezó a copiar. No tenía por qué molestarse en cambiar la estructura fundamental de la historia: el cedro de la India, la casa sobre la loma y todas las demás descripciones de casas y lugares se podían dejar tal cual. El único ingrediente novedoso radicaría en el añadido de una adolescencia problemática y en la presencia de sus atormentados padres.

Y luego estaría la señorita Pears en el papel de Gwendolen, su mentora, consejera y profesora, con la que entablaría una importantísima relación, profundamente sexual y sin sexo.

Y, una vez más, las palabras volvieron a surgir indeleblemente negras en la página con la misma elegancia que tantas satisfacciones le había procurado antaño.

A sus pies, el lago resplandecía bajo el sol de verano y la brisa despeinaba las copas de los árboles que rodeaban su caseta, pero Piper era totalmente ajeno al paisaje.

Acababa de retomar el hilo de su existencia en el punto donde se había interrumpido en la casa de huéspedes Gleneagle de Exforth y volvía a sumergirse en En busca.

Aquella noche, cuando Baby regresó de su vuelo a Nueva York tras haber mandado el primer manuscrito de Piper a Frensic & Futtle, Lanyard Lañe, Londres, con todas las precauciones debidas, se encontró con que Piper volvía a ser el de siempre. El trauma del incendio y de su huida ya era agua pasada.

—Verás, lo que estoy haciendo es combinar mi novela con Deteneos —le explicó mientras se servía una copa—. Gwendolen, en lugar de…

—Ya me lo contarás por la mañana —le interrumpió Baby—. He tenido un día agotador y mañana tenemos que ponernos de nuevo en camino.

—Ya veo que has comprado otro coche —comentó Piper, mirando el Pontiac rojo.

—Con aire acondicionado y matrícula de Carolina del Sur. Al que se le ocurra salir en nuestra búsqueda lo va a pasar mal. Esta vez ni siquiera he dejado el Ford como pago inicial: lo he vendido en Beanville, he cogido un autocar hasta Charlotte y me he comprado éste en Ashville en el camino de vuelta. Ya lo cambiaremos por otro más al sur. Así no dejaremos huellas.

—Pues mandando manuscritos de Deteneos a Frensic no creo que lo consigamos —dijo Piper—. Se va a enterar enseguida de que no estoy muerto.

—Eso me recuerda que le he enviado un telegrama en tu nombre.

—¿Que has hecho qué? —graznó Piper.

—Enviarle un telegrama.

—¿Diciéndole qué?

—Sólo «transfieran anticipo derechos autor First National Bank Nueva York número cuenta 478776 abrazos Piper».

—Pero si yo no tengo ninguna cuenta…

—Pues ahora ya la tienes, cielito. He abierto una a tu nombre y he hecho un primer ingreso. Mil dólares. De modo que cuando Frensic reciba esa felicitación de cumpleaños…

—¿Felicitación de cumpleaños? ¿Le mandas un telegrama exigiéndole dinero y lo llamas felicitación de cumpleaños?

—Tenía que retrasarlo como fuera para que tuviera tiempo de leer el original de Deteneos —se excusó Baby—, así que les he dicho que su cumpleaños era el 19 y van a aplazar la transmisión.

—¡Por Dios santo! —exclamó Piper—. ¡Menuda felicitación de cumpleaños! Supongo que ya estarás enterada de que padece del corazón. Un susto así podría matarle.

—Así ya seréis dos —dijo Baby—. En realidad, él te ha matado…

—¡De eso nada! ¡Has sido tú la que ha firmado mi certificado de defunción y ha puesto fin a mi carrera como novelista!

Baby apuró la copa y exhaló un suspiro.

—Y así es como me lo pagas… Tu carrera como novelista está a punto de empezar.

—A título póstumo —puntualizó Piper con amargura.

—Bueno, siempre es mejor tarde que nunca —le recordó Baby antes de acostarse.

A la mañana siguiente, el Pontiac rojo dejó atrás el motel y enfiló la serpenteante carretera de montaña en dirección a Tennessee.

—Nos adentraremos en el oeste hasta Memphis —le explicó Baby—, dejaremos el coche abandonado y volveremos sobre nuestros pasos en autocar hasta Chattanooga. Siempre he querido ver el Choo Choo.

Piper no dijo palabra. Y es que acababa de recordar cómo había conocido a la señorita Pears Gwendolen: había ocurrido durante las vacaciones de verano en que sus padres se lo llevaron a Exforth y, en lugar de ir a la playa con ellos, había preferido ir a la biblioteca pública, donde… La casa ya no se alzaba en lo alto de una loma. Se levantaba en la cima de una colina junto a los acantilados, con las ventanas mirando al mar.

Claro que tal vez no fuera una buena idea. Por lo menos, no para la segunda versión. No, la dejaría como estaba y se concentraría en las relaciones. De este modo lograría una mayor coherencia entre Deteneos y Obra en regresión, mayor autenticidad. Sin embargo, en la tercera revisión trabajaría en el paisaje y la casa se levantaría en los acantilados, dominando Exforth. Y con cada nueva versión se iría aproximando más y más a aquella gran novela en la que llevaba trabajando diez años.

Piper se sonrió al caer en la cuenta de ello. Como autor de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen había conseguido la fama que siempre había anhelado, se la habían endilgado a la fuerza, así que ahora reescribiría sin prisa pero sin pausa aquel mismo libro y reproduciría la obra maestra literaria a la que había dedicado su vida. Y Frensic no iba a poder hacer nada por impedírselo.

Aquella noche se alojaron por separado en dos moteles distintos de Memphis y, a la mañana siguiente, se encontraron en la terminal de autobuses y compraron un billete para Nashville.

El Pontiac rojo había desaparecido, pero Piper ni siquiera se tomó la molestia de preguntar a Baby qué había hecho con él.

Tenía cosas más importantes en que pensar. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si Frensic sacaba a la luz el auténtico manuscrito original de Deteneos y reconocía haber enviado a Piper a América en calidad de sustituto del verdadero autor?

—Dos millones de dólares —dijo Baby sucintamente cuando le planteó aquella posibilidad.

—No veo qué tienen que ver con esto —confesó Piper.

—Es el precio del riesgo que corrió jugando al póquer con Hutch. Si apuestas dos millones por un farol tienes que tener tus buenas razones para hacerlo.

—Pues no se me ocurre cuáles pueden ser. Baby sonrió.

—Por ejemplo la identidad del verdadero autor. Y ahora no me salgas con todas esas majaderías sobre ese tío que tiene seis hijos y una artritis terminal, porque eso no se lo traga nadie.

—¿Ah, no? —se sorprendió Piper.

—De ninguna manera. Así que lo que tenemos es a Frensic dispuesto a poner en peligro su reputación como agente literario por su porcentaje de dos millones y a un autor que se pone de acuerdo con él porque quiere proteger a toda costa su precioso anonimato de cualquier filtración. Un conjunto de circunstancias de lo más raro. Si Hutch llegara a enterarse de esto les mataría.

—Pues si Hutchmeyer se entera de lo que hemos estado haciendo no se pondrá muy contento que digamos —dijo Piper, abatido.

—Sí, pero nosotros no vamos a estar en Lanyard Lañe y Frensic sí, y a estas alturas ya debe de estar sudando la gota gorda.

Y Frensic estaba sudando la gota gorda.

La llegada de un paquete enorme expedido desde Nueva York y dirigido «personalmente» a Frederick Frensic apenas había despertado su curiosidad. Como llegó temprano a la oficina lo subió a su despacho, pero había abierto varias cartas antes de prestarle atención. Sin embargo a partir de aquel momento se quedó petrificado en su silla con los ojos clavados en su contenido.

Ante él tenía, pulcramente fotocopiadas, hojas y hojas de la inconfundible caligrafía de Piper del igualmente inconfundible manuscrito original de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen. Y eso era imposible. Piper no había escrito aquel dichoso libro.

¡Cómo iba a escribirlo! Eso quedaba totalmente descartado.

Pero, por otra parte, ¿para qué le enviaban aquellas fotocopias de un manuscrito?

Frensic lo hojeó y advirtió las correcciones: se trataba del auténtico manuscrito de Deteneos y estaba en la caligrafía de Piper.

Frensic se levantó de la silla y revolvió en el archivador hasta dar con el expediente etiquetado «Señor Smith» para comparar la letra de las cartas de Piper con la del manuscrito. No había duda.

Hasta cogió una lupa y estudió la caligrafía letra por letra. Idéntica. ¡Dios santo! ¿Qué demonios estaba pasando?

Frensic se encontraba sumido en un estado indescriptible. Una especie de pesadilla en estado de vigilia se había apoderado de él. ¿Piper había escrito Deteneos? Los obstáculos que se interponían ante la suposición se le antojaban insalvables.

Aquel pobre desgraciado era incapaz de escribir y si había…, aunque hubiera logrado hacerlo de puro milagro, ¿cómo se explicaba lo del señor Cadwalladine y su anónimo cliente? ¿Por qué había tenido Piper que hacerle llegar una copia mecanografiada del libro a través de un abogado de Oxford? Y es que, para colmo, aquel estúpido estaba muerto.

¿Lo estaba de verdad? Claro, estaba requetemuerto, ahogado, asesinado…

El pesar de Sonia era demasiado genuino como para ponerlo en duda. Piper estaba muerto.

Lo cual le llevaba de nuevo a la pregunta inicial: entonces, ¿quién le había mandado aquel manuscrito postmortem? ¿Y desde Nueva York?

Frensic examinó el matasellos: Nueva York.

¿Y por qué fotocopiado? Tenía que haber alguna razón.

Frensic cogió de nuevo el paquete y revolvió en el interior con la esperanza de encontrar alguna pista, algo así como una carta explicativa. Sin embargo, estaba vacío.

Examinó el envoltorio: su dirección aparecía mecanografiada.

Frensic dio la vuelta al paquete buscando una dirección para su devolución, pero no encontró nada, así que volvió a concentrarse en las páginas y leyó unas cuantas más.

La autenticidad de la caligrafía no le planteaba dudas. Hasta las correcciones eran concluyentes, pues eran exactamente iguales a las que aparecían en cada versión anual de En busca de la infancia perdida: una frase tachada con pulcritud y la nueva escrita justo encima. Pero lo peor de todo era que incurría en las mismas faltas de ortografía.

Piper escribía siempre exuberante con «h» y vacío con «b», y ahí estaban una vez más como prueba irrefutable de que aquel maníaco había escrito el libro que se había impreso con su nombre bajo el título.

Claro que la decisión de utilizar el nombre de Piper no había salido de él. Se habían limitado a consultárselo cuando el libro ya estaba vendido…

Los pensamientos de Frensic giraban y giraban en círculo. Hizo un esfuerzo por recordar a quién se le había ocurrido el nombre de Piper. ¿A Sonia o a él…?

No conseguía acordarse y Sonia tampoco estaba ahí para echarle una mano. En realidad, se había marchado a Somerset para entrevistarse con el autor de Bernie el (asqueroso) castor y consultarle algunas correcciones de su obra.

Los castores, por muy locuaces que fueran, no soltaban nunca «Dios santo» ni «Qué demonios», y menos aún si pretendían convertirse en éxitos de literatura infantil.

Pero Frensic sí lo soltó, y varias veces además, mientras miraba fijamente las páginas que tenía ante sí.

Con todo, hizo un esfuerzo por no perder la calma y alargó la mano hacia el teléfono. Esta vez el señor Cadwalladine le iba a confesar quién era su cliente.

Sin embargo, el teléfono se le adelantó. Estaba sonando.

Frensic soltó un improperio y descolgó el auricular.

—Frensic & Futtle, agentes literarios, dígame… —soltó de un tirón antes de que la operadora le interrumpiera.

—¿Es usted el señor Frensic, el señor Frederick Frensic?

—Sí —repuso Frensic, de mal humor. Nunca le había gustado su nombre de pila.

—Tengo una felicitación de cumpleaños para usted —le anunció la operadora.

—¿Para mí? —balbuceó Frensic—. Pero si no es mi cumpleaños…

Sin embargo, una grabación canturreaba ya «Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliz».

Frensic se apartó el auricular del oído.

—¡Ya le he dicho que hoy no es mi cumpleaños! —berreó a la grabación.

La operadora volvió a ponerse en línea.

—El telegrama de felicitación dice:

TRANSFIERAN ANTICIPO DERECHOS AUTOR FIRST NATIONAL BANK NUEVA YORK

NÚMERO CUENTA CUATRO SIETE OCHO SIETE SIETE SEIS ABRAZOS PIPER.

Repito: TRANSFIERAN…

Frensic permaneció sentado a la escucha. Empezaba a temblar.

—¿Quiere usted que le repita el número de cuenta? —se ofreció la operadora.

—No —dijo Frensic—… Sí.

Y cogiendo un lápiz con mano vacilante escribió el mensaje.

—Gracias —dijo inconscientemente cuando terminó.

—De nada —repuso la operadora, y la línea se cortó.

—¡Qué de nada ni qué puñetas! —se enfadó antes de colgar el teléfono.

Por un momento se quedó ensimismado ante la palabra «Piper» y luego atravesó el despacho con paso vacilante antes de meterse en el cuartucho en el que Sonia preparaba el café y lavaba las tazas.

Allí tenían guardada una botella de coñac para los casos de emergencia en que había que reanimar a autores rechazados.

—¿Rechazados? —murmuró Frensic mientras se servía un chupito—, ¡más bien resucitados!

Frensic apuró la mitad de la copa y regresó al escritorio sin sentir apenas alivio.

La pesadilla que suponía el manuscrito se había redoblado si cabe con el telegrama, pero ya no le resultaba incomprensible. Le estaban haciendo chantaje.

«Transfieran anticipo derechos de autor…».

De pronto, Frensic se sintió al borde del desmayo, así que se levantó de la silla y se tendió en el suelo con los ojos cerrados.

Al cabo de veinte minutos se puso en pie. El señor Cadwalladine se iba a enterar de una vez por todas de que no valía la pena andarse con jueguecitos con Frensic & Futtle.

Era inútil volver a telefonear a aquel desgraciado detestable: había llegado la hora de tomar medidas drásticas. Conseguiría que aquel hijo de mala madre confesara entre gritos el nombre de su cliente y así se terminarían de una vez aquellas pamplinas del secreto profesional.

La situación era desesperada y requería soluciones desesperadas.

Frensic salió del despacho y bajó a la calle.

Media hora después regresaba al despacho armado con un paquete que contenía un par de sandalias, gafas de sol, un traje de verano tropical y un panamá.

Lo único que le faltaba era dar con un picapleitos especializado en casos de libelo.

Frensic se pasó el resto de la mañana releyendo Deteneos buscando el personaje adecuado y luego llamó a Ridley, Coverup, Makeweight & Jones, Abogados de Ponsett House.

Su reputación de carroñeros en casos de difamación no tenía parangón.

El señor Makeweight atendería al profesor Facit a las cuatro.

A las cuatro menos cinco, con un ejemplar de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen bajo el brazo y sin distinguir nada a través de los cristales oscuros, Frensic estaba sentado en la sala de espera con los ojos clavados en las sandalias. Se sentía bastante orgulloso de ellas. Tenía la impresión de que, si algo le distinguía de Frensic, agente literario, eran precisamente aquellas sandalias horribles.

—El señor Makeweight le recibirá enseguida —anunció la recepcionista.

Frensic se levantó y se encaminó por un pasillo hasta la puerta en la que se leía señor Makeweight y entró.

Un aire rancio de respetabilidad legal impregnaba todo el despacho. Aunque no al señor Makeweight.

Bajito, moreno y expansivo, resultaba quizá excesivamente llamativo para el mobiliario.

Frensic le dio la mano y tomó asiento. El señor Makeweight le miraba expectante.

—Presumo que está usted preocupado por un fragmento de una novela —dijo.

Frensic colocó un ejemplar de Deteneos encima del escritorio.

—Bueno, bastante a decir verdad —confesó, vacilante—. Verá usted…, ha llegado a mi conocimiento a través de algunos de mis colegas aficionados a la lectura de novelas, —pues yo no soy un lector de ficción como comprenderá, pero ellos me han hecho notar… Bueno, estoy seguro de que debe de tratarse de una coincidencia…, pero les ha sorprendido que…

—¿Que un personaje de esta novela se parezca en cierto modo a usted? —le interrumpió el señor Makeweight, poniendo fin a los titubeos de Frensic.

—Bueno, no querría decir que se me parece… con la de delitos que comete…

—¿Delitos? —dijo el señor Makeweight mordiendo el anzuelo—. ¿Un personaje que se le parece y que comete delitos? ¿En esta novela?

—Se trata del nombre, ¿sabe usted?, Facit —dijo Frensic, echándose hacia adelante para abrir Deteneos por la página que había señalado—. Si tiene usted la bondad de leer el párrafo en cuestión comprenderá a qué me refiero.

El señor Makeweight leyó tres páginas y alzó los ojos empañados de una preocupación fingida con la que trataba de disimular su entusiasmo.

—¡Vaya por Dios! —dijo—. Le comprendo perfectamente. Se trata de afirmaciones sumamente graves.

—Eso me ha parecido a mí —dijo Frensic compungido—. Mi nombramiento como profesor de Ciencias Morales en la Universidad de Wabash está a punto de confirmarse y, francamente, si se llegara a pensar, aunque sólo fuera por un momento…

—Le comprendo —dijo el señor Makeweight—. Su carrera se vería comprometida.

—Arruinada —puntualizó Frensic.

El señor Makeweight eligió un cigarro con alegría.

—Y presumo que debemos dar por supuesto que usted nunca…, que esas afirmaciones no tienen fundamento alguno. Que, por poner un ejemplo, nunca ha seducido usted a ninguno de sus estudiantes del sexo masculino.

—¡Señor Makeweight! —replicó Frensic indignado.

—Desde luego. ¿Y que tampoco ha tenido usted nunca relaciones sexuales con ninguna chica de catorce años, después de haberle administrado barbitúricos disueltos en limonada?

—¡Naturalmente que no! Sólo de pensarlo se me revuelve el estómago. Y, además, no creo que hubiera sabido cómo hacerlo.

El señor Makeweight le observó con ojos críticos.

—No, yo diría que no —concluyó por fin—. ¿Y tampoco hay ni pizca de verdad en la acusación según la cual suspende usted sistemáticamente a todos los estudiantes que rechazan sus insinuaciones sexuales?

—Yo no me dedico a hacer insinuaciones sexuales a mis estudiantes, señor Makeweight. En realidad, no formo parte de los tribunales de examen ni imparto clases. No pertenezco a la universidad. He venido aquí aprovechando mi año sabático para realizar algunas investigaciones a título privado.

—Ya entiendo —dijo el señor Makeweight, tomando buena nota de ello en un cuaderno.

—Pero lo que hace que el asunto resulte todavía más embarazoso —prosiguió Frensic— es que en una ocasión estuve viviendo en la Avenida De Frytvüle.

El señor Makeweight volvió a tomar buena nota de ello.

—Extraordinario —dijo—, realmente extraordinario. El parecido resulta asombroso. Creo, profesor Facit, es más, estoy seguro…, siempre, claro está, que no haya incurrido usted en ninguno de esos actos antinaturales…, ¿supongo que no habrá tenido usted nunca un pequinés?… No. Bueno, como le decía, siempre que no haya incurrido usted en nada de eso, y aun en el caso de que fuera cierto, puede usted presentar una demanda contra el autor y editores de esta desafortunada novela. Me atrevería a decir que la indemnización por daños podría rondar las…, bueno, si quiere que le sea franco, no me sorprendería que constituyera un récord en la historia de los casos de difamación.

—Vaya por Dios —dijo Frensic, fingiendo una mezcla de ansiedad y avaricia—. Tenía la esperanza de que pudiera evitarse llegar a los tribunales. La publicidad, ya me entiende usted…

El señor Makeweight le entendía perfectamente.

—Habrá que esperar y ver cómo reaccionan los editores —dijo—. Corkadale no es una empresa precisamente boyante, pero estarán asegurados contra estas eventualidades.

—Espero que eso no signifique que el autor no tendrá que…

—Oh, pagará, profesor Facit, no se apure. Durante años y años. La compañía de seguros se encargará de ello. Nunca me había tropezado con un caso de difamación intencionada tan flagrante como éste.

—Tengo entendido que el autor, el señor Piper, ha amasado una fortuna con el libro en América —comentó Frensic.

—En ese caso, mucho me temo que tendrá que desprenderse de ella —concluyó el señor Makeweight.

—Pues si pudiera encargarse del caso le estaría eternamente agradecido. Ni nombramiento en Wabash…

El señor Makeweight le aseguró que pondría el asunto en marcha de inmediato y Frensic, tras dejar su dirección de Randolph Hotel, Oxford, salió del bufete muy satisfecho.

El señor Cadwalladine estaba a punto de llevarse el mayor susto de su vida.

Al igual que Geoffrey Corkadale.

Frensic acababa de regresar a Lanyard Lañe y se estaba despojando del repugnante par de sandalias y del traje tropical cuando sonó el teléfono.

Geoffrey se encontraba en un estado rayano en la histeria. Frensic sostuvo el auricular alejado de la oreja y aguantó un torrente de injurias.

—Mi querido Geoffrey —le dijo, cuando el editor se quedó sin epítetos—, ¿qué he hecho yo para merecer un arranque como éste?

—¿Hecho? —se desgañitó Corkadale—. ¿Hecho? ¡Has hecho trizas esta empresa, para empezar! ¡Tú y ese maldito Piper…!

—De mortuis nil nisi… —dijo Frensic.

—¿Y qué me dices de los vivos? —le espetó Geoffrey—. Y ahora no me vengas con que no habló mal de ese tal profesor Facit a sabiendas de que ese cerdo estaba vivito y coleando porque…

—¿Qué cerdo? —preguntó Frensic.

—El profesor Facit. Ese que hacía todas esas cosas horrorosas en el libro…

—¿No era el personaje con satiriasis que…?

—¿Era? —bramó Geoffrey—. ¿Era, dices? Es un puñetero maníaco.

—¿Es qué? —preguntó Frensic.

—¡Es! ¡Es! Ese hombre está vivo y ha interpuesto una demanda por difamación contra nosotros.

—Dios santo. Ya es mala pata.

—¿Mala pata? Es la catástrofe. Ha recurrido a Ridley, Coverup, Makeweight y…

—¡No! —exageró Frensic—, ¡pero si son unos bribones!

—¿Bribones? ¡Unas sanguijuelas! ¡Parásitos! Son capaces de chuparle la sangre a una piedra, y con las obscenidades que se dicen en el libro sobre el profesor Facit el caso está cantado. ¡Nos van a exigir millones! ¡Estamos acabados! Nunca más…

—El hombre con quien tienes que hablar es un tal señor Cadwalladine —le aconsejó Frensic—. Representaba a Piper. Te voy a dar su número de teléfono.

—¿Y de qué me va a servir? Se trata de difamación intencionada…

Sin embargo, Frensic ya le estaba dictando el teléfono del señor Cadwalladine y, excusándose porque tenía a un cliente esperándole en el despacho contiguo, colgó el teléfono a los desvaríos de Geoffrey.

A continuación se quitó el traje tropical, llamó al Randolph y reservó una habitación a nombre de profesor Facit y esperó.

El señor Cadwalladine debía de estar a punto de llamar y, cuando lo hiciera, Frensic estaría preparado y alerta. Mientras tanto, buscaría inspiración estudiando el telegrama de Piper. «Transfieran anticipo derechos autor First National Bank Nueva York número cuenta 478776.»

Y se suponía que el hijo de mala madre estaba muerto.

¿Qué demonios estaba pasando? ¿Y qué demonios iba a decirle a Sonia? ¿Y dónde encajaba Hutchmeyer en todo aquel lío?

Según Sonia, la policía le había sometido a un interrogatorio despiadado durante horas del que Hutchmeyer había salido escaldado, tanto que hasta había amenazado con demandar a la policía. No parecía una conducta propia de un hombre que…

Frensic descartó la posibilidad de que Hutchmeyer hubiera secuestrado a Piper para luego exigir que le devolvieran su dinero. De haber sabido que Piper no era el autor de Deteneos, Hutchmeyer se habría contentado con demandarlos. Pero es que todo parecía indicar que sí lo había escrito. La prueba era que ante él tenía una copia del manuscrito. No tendría más remedio que arrancarle la verdad a Cadwalladine y, con el señor Makeweight entre bastidores exigiendo una indemnización astronómica por daños, el señor Cadpuñeterowalladine tendría que confesarlo todo.

Y así lo hizo.

—No sé quién es el autor de ese bodrio —reconoció con voz quebrada en cuanto le llamó media hora más tarde.

—¿Que no lo sabe? —dijo a su vez Frensic incrédulo con voz quebrada—. Pues tiene que saberlo. En primer lugar, fue usted quien me envió el libro y hasta me dio su autorización para que mandara a Piper a los Estados Unidos. Si no sabía quién era no tenía ningún derecho…

El señor Cadwalladine soltó unos ruiditos a la manera de negación.

—Pues yo tengo aquí una carta suya en la que dice… —insistió Frensic.

—Lo sé —admitió el señor Cadwalladine con un hilillo de voz—. El autor dio su consentimiento y…

—¡Pero si me acaba de decir que no sabe quién es el puñetero autor! —le espetó Frensic—, y ahora me dice que dio su consentimiento. ¿Su consentimiento por escrito?

—Sí —repuso el señor Cadwalladine.

—En ese caso, tiene que saber de quién se trata.

—Pues no lo sé —repitió el señor Cadwalladine—. Siempre he tratado con él a través del Lloyds Bank.

Frensic empezaba a marearse.

—¿Del Lloyds Bank? —musitó—. ¿Ha dicho usted Lloyds Bank?

—Eso es. Del director. Se trata de un banco tan respetable que ni por asomo se me pasó por la cabeza…

El señor Cadwalladine dejó la frase en el aire. No hacía falta terminarla.

Frensic ya le había tomado la delantera.

—De modo que lo que intenta decirme es que el que escribió esta maldita novela se la manda a través del Lloyds Bank de Oxford y que cada vez que ha querido hacerle llegar un escrito ha tenido que hacerlo por mediación del banco. ¿Es eso?

—Exactamente —corroboró el señor Cadwalladine—, y ahora que ha surgido este espantoso caso de difamación empiezo a imaginarme el porqué. Me pone en una situación terrible. Mi reputación…

—¡Qué reputación ni qué ocho cuartos! —le gritó Frensic—. ¿Y qué me dice de la mía? He actuado de buena fe en nombre de un cliente que no existe siguiendo sus instrucciones y ahora me encuentro con un asesinato encima…

—Y esta demanda por difamación tan espantosa —repitió el señor Cadwalladine—. El señor Corkadale ya me ha advertido que la indemnización por daños puede alcanzar una cantidad astronómica.

Pero Frensic no le escuchaba.

Si el cliente del señor Cadwalladine se comunicaba con él por escrito a través del Lloyds Bank es que el muy hijo de mala madre tenía algo que ocultar. A menos, claro está, que se tratara de Piper. Frensic buscaba una pista a tientas.

—Cuando recibió la novela bien debía de llevar una carta explicativa…

—El manuscrito me llegó a través de una agencia de mecanografía —le explicó el señor Cadwalladine—. La carta explicativa me había llegado ya con algunos días de anterioridad por mediación del Lloyds Bank.

—¿Firmada? —preguntó Frensic.

—Firmada por el director de la sucursal —le aclaró el señor Cadwalladine.

—Con eso me basta —dijo Frensic—. ¿Cómo se llama?

El señor Cadwalladine titubeaba.

—No sé si… —dijo.

Pero Frensic perdió la paciencia.

—¡Déjese de escrúpulos, hombre! —le soltó—. ¡Quiero el nombre de ese director y deprisita!

—El difunto señor Bygraves —repuso el señor Cadwalladine abatido.

—¿Quién?

—El difunto señor Bygraves. Murió de un ataque cardíaco en Semana Santa mientras escalaba Snowdown.

Frensic se desplomó en la silla.

—Sufrió un ataque cardíaco mientras escalaba Snowdown… —musitó.

—De modo que no creo que pueda sernos de mucha ayuda —prosiguió el señor Cadwalladine—, y además los bancos suelen mostrar cierta reticencia cuando se trata de revelar los nombres de sus clientes. Se necesita una orden judicial, ¿sabe usted?

Frensic lo sabía. Era uno de los pocos detalles de los bancos que había agradecido hasta entonces. Pero había algo que le había dicho también el señor Cadwalladine…, algo sobre una agencia de mecanografía.

—¿Ha dicho usted que el manuscrito le llegó a través de una agencia de mecanografía? —le dijo—. ¿Tiene idea de cuál?

—Pues no. Pero supongo que podría averiguarlo si se espera usted un momento.

Frensic se quedó sentado sosteniendo el auricular mientras el señor Cadwalladine iba a averiguarlo.

—Se trata del Servicio de Mecanografía de Cynthia Bogden —dijo por fin a Frensic. No cabía duda de que estaba alicaído.

—Bueno, parece que vamos progresando —dijo Frensic—. Llámela y pregúntele dónde…

—Preferiría no hacerlo —le atajó el señor Cadwalladine.

—¿Que preferiría no hacerlo? ¡Está a punto de caernos encima una demanda por difamación que lo más probable es que le cueste su reputación y…!

—No se trata de eso —le interrumpió el señor Cadwalladine—. Verá, es que me encargué de su caso de divorcio…

—Bueno, me parece muy bien…

—Representando a su ex marido —le aclaró el señor Cadwalladine—, y no creo que aprecie…

—Muy bien, de acuerdo —cedió Frensic—. Ya me encargaré yo. Deme su número.

Frensic tomó nota y colgó antes de marcar de nuevo.

—Servicio de Mecanografía de Cynthia Bogden —dijo una voz de profesionalidad afectada.

—Estoy tratando de localizar al autor de un manuscrito que se mecanografió en la agencia de ustedes… —empezó a explicar Frensic, pero la voz le paró los pies en seco.

—Tenemos por norma no divulgar el nombre de nuestros clientes —le soltó.

—Pero es que sólo lo pregunto porque un amigo mío…

—No revelamos información confidencial de esa clase bajo ninguna circunstancia…

—Si pudiera hablar con la señora Bogden —dijo Frensic.

—Lo está haciendo —dijo la voz, y colgó.

Frensic se quedó sentado ante su escritorio maldiciendo.

—¡Información confidencial y una mierda! —soltó, y colgó bruscamente.

Permaneció un rato sentado mientras por su cabeza rondaban pensamientos turbios sobre la señora Bogden, y luego volvió a llamar al señor Cadwalladine.

—Y esa tal Bogden —le preguntó—, ¿cuántos años tiene?

—Unos cuarenta y cinco —repuso el señor Cadwalladine—. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada —repuso Frensic.

Aquella misma noche, después de haber dejado sobre el escritorio una nota para Sonia Futtle en la que decía que un asunto urgente le iba a retener fuera de la ciudad durante un par de días, Frensic cogió el tren para Oxford.

Llevaba un traje de verano tropical, gafas oscuras y un panamá. Las sandalias se habían quedado en el cubo de la basura de su casa. Además, guardaba en un maletín la fotocopia del manuscrito de Deteneos, una carta escrita por Piper de su puño y letra y un par de pijamas listados.

Y, ataviado con uno de estos últimos, se acostó a las once en el Randolph Hotel.

Su habitación había sido reservada a nombre del profesor Facit.