16

En Maine, la mansión de los Van der Hoogen volvía a estar cerrada a cal y canto, con los muebles enfundados y vacía.

Tal como Baby le había prometido, su partida había pasado totalmente inadvertida.

Tras dejar a Piper solo en la tenue penumbra de la casa, Baby se había marchado a pie hasta Bellsworth como si tal cosa para comprar un coche de segunda mano.

—En cuanto lleguemos a Nueva York lo abandonaremos por ahí y compraremos otro —le dijo, mientras se dirigían hacia el sur—. No hay que dejar ningún rastro.

Piper, que estaba tendido en el suelo de la parte trasera, no compartía su esperanza.

—Sí, todo esto me parece muy bien —rezongó—, pero como no encontrarán nuestros cadáveres en la bahía seguirán con la búsqueda. Vaya, es de pura lógica.

Baby siguió conduciendo sin inmutarse.

—Creerán que la marea nos ha arrastrado hacia mar abierto —le dijo—. Eso es lo que habría ocurrido si nos hubiésemos ahogado de verdad. Además, en Bellsworth me he enterado de que han encontrado tu pasaporte y mis joyas en las maletas que han recuperado. Deben de creer que estamos muertos. Una mujer como yo no se separa de sus perlas y diamantes hasta que el buen Señor la llama.

Tendido en el suelo, Piper no pudo por menos de encontrar lógica aquella argumentación. Era indudable que Frensic & Futtle iban a pensar que estaba muerto, sin su pasaporte y sus libros de contabilidad…

—¿Han encontrado mis cuadernos de notas? —le preguntó.

—De eso no han dicho nada, pero si encontraron tu pasaporte, que lo encontraron, es seguro que los cuadernos de notas también debían de estar ahí.

—Pues no sé qué voy a hacer sin mis cuadernos de notas… —suspiró Piper—. Eran el trabajo de toda una vida.

Tendido en el suelo, Piper observó las copas de los árboles desfilando fugaces, y más allá el cielo azul, y pensó en el trabajo de su vida. Ahora ya no terminaría nunca En busca de la infancia perdida. Nunca le reconocerían como genio literario. Todas sus esperanzas se habían desvanecido con el incendio y sus consecuencias. Viviría lo que le quedaba de existencia en la tierra como autor póstumamente famoso de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen. Era un pensamiento intolerable que despertaba en él un empeño creciente de dejar las cosas claras. Tenía que existir una manera de retractarse. Claro que eso de retractarse desde el otro barrio no resultaba sencillo. Difícilmente se podía plantear escribir al suplemento literario del Times para declarar que no había escrito Deteneos, sino que Frensic & Futtle se la habían atribuido falsamente con fines más que dudosos. Cartas firmadas «el difunto Peter Piper»… No, eso quedaba totalmente descartado. Por otra parte, le resultaba insufrible pasar a la historia de la literatura como pornógrafo.

Piper se debatió con el problema y finalmente se durmió.

Cuando despertó ya habían cruzado la frontera del estado y se encontraban en Vermont.

Esa noche se alojaron en un pequeño motel a orillas del lago Champlain como señor y señora Castorp. Baby se encargó de firmar en el libro de registro mientras Piper llevaba a su habitación dos maletas vacías que habían tomado prestadas de la mansión de los Van der Hoogen.

—Mañana habrá que comprar ropa y alguna que otra cosilla —dijo Baby.

Sin embargo, a Piper no le interesaban aquellas nimiedades materiales.

Mirando hacia el exterior, de pie junto a la ventana, trataba de hacerse a la increíble idea de que, a fin de cuentas, estaba prácticamente casado con aquella cabeza de chorlito.

—Te habrás dado cuenta de que nunca vamos a poder separarnos —dijo por fin.

—No veo por qué —repuso Baby desde las profundidades de la ducha.

—Pues por la sencilla razón de que no tengo identidad y no podré conseguir ningún trabajo —le aclaró Piper—. Además, tú tienes todo el dinero y, si la policía atrapara a alguno de los dos, nos pasaríamos el resto de nuestras vidas en la cárcel.

—Te preocupas demasiado —le dijo Baby—. Esta es la tierra de las oportunidades. Iremos a un lugar en el que a nadie se le ocurrirá buscarnos y empezaremos de nuevo.

—¿Como por ejemplo?

Baby surgió de la ducha.

—Como por ejemplo el Sur. El profundo Sur —repuso—. Ese es uno de los sitios al que Hutchmeyer no irá nunca a buscarnos. Está obsesionado con el Ku Klux Klan. Nunca ha puesto los pies al otro lado de la frontera Mason-Dixon.

—¿Y qué demonios voy a hacer yo en el profundo Sur? —preguntó Piper.

—Siempre podrías probar cómo se te da escribir novelas sureñas. Puede que Hutch no haya pisado el Sur en su vida, pero publica un montón de novelas sobre él. Son esas en las que suele aparecer un hombre con un látigo en la portada y una chica acurrucada en un rincón. Éxitos de ventas seguros.

—Suena exactamente a mi tipo de libro —refunfuñó Piper desconsolado, antes de meterse en la ducha.

—Siempre te quedaría la posibilidad de escribir bajo seudónimo.

—Gracias a ti no voy a tener otro remedio.

Y mientras anochecía fuera de la habitación, Piper se metió en la cama y siguió meditando sobre su futuro.

Baby exhaló un suspiro desde la otra cama individual que había junto a la suya.

—Es fantástico eso de estar con un hombre que no mea en el lavabo —murmuró.

Piper resistió la invitación sin dificultad.

A la mañana siguiente siguieron adelante por carreteras secundarias y, mientras avanzaban lentamente en dirección sur, la mente de Piper seguía lidiando con el problema de cómo reanudar su interrumpida carrera.

En Scranton, Baby dio la camioneta como entrada para un Ford nuevo y Piper aprovechó la ocasión para comprarse un par de libros de contabilidad, un tintero de Higgins Ink y una pluma Esterbrook.

—Si no otra cosa, siempre podré escribir un diario —explicó a Baby.

—¿Un diario? Si nunca contemplas el paisaje y comemos siempre en McDonalds, no sé qué vas a poner ahí.

—Pensaba escribirlo de una manera retrospectiva. A modo de reivindicación. Haría…

—¿Reivindicación? ¿Y cómo piensas escribir un diario de una manera retrospectiva?

—Bueno, empezaría explicando la propuesta que me hizo Frensic de venir a los Estados Unidos y luego seguiría el relato día tras día, con mi viaje hasta aquí y todo lo demás. Eso le daría autenticidad.

Baby aminoró la marcha y se detuvo en un área de descanso.

—Vamos a dejar esto bien claro: escribes el diario hacia atrás…

—Sí, creo que Frensic me mandó el telegrama el 10 de abril…

—Sigue. Empiezas por el 10 de abril, ¿y luego qué?

—Bueno, pues luego cuento que yo no quería, pero que ellos me convencieron prometiéndome que a cambio publicarían En busca y todo lo demás.

—¿Y dónde terminaría?

—¿Terminar? —dijo Piper—. Yo no pensaba en terminarlo. Iría escribiendo y…

—¿Y qué me dices del incendio y todo eso? —le preguntó Baby.

—Bueno, eso también lo pondría. No me quedaría otro remedio.

—Y también que empezó por accidente, supongo.

—Bueno, no, eso no lo diría. Porque no fue así, ¿no?

Baby le miró y meneó la cabeza.

—De modo que contarías cómo provoqué el incendio y luego mandé el crucero disparado para que hiciera saltar por los aires a Hutchmeyer y a Futtle, ¿no es eso?

—Supongo que sí —admitió Piper—. Yo creo que eso es lo que pasó y…

—Y eso es a lo que tú llamas reivindicación. Bueno, pues olvídalo. De eso ni hablar. Si quieres reivindicarte me parece muy bien, pero a mí no me impliques. Dije unidos por el destino y eso es exactamente lo que quería decir.

—Para ti es muy fácil decir eso —replicó Piper, displicente—, porque no tienes que llevar la carga que supone la reputación de haber escrito esa asquerosa novela, y además soy…

—Sí, claro, a mí sólo me toca cargar con un genio —soltó Baby antes de volver a poner el motor en marcha.

Piper se repantigó en el asiento, enfurruñado.

—Lo único que sé hacer es escribir —refunfuñó—, y tú no me dejas.

—Yo no he dicho eso —protestó Baby—. Sólo he dicho que nada de diarios retrospectivos. Los muertos no cuentan historias y menos aún a través de diarios, y además no comprendo por qué te tomas tan a pecho lo de Deteneos. A mí me pareció un libro estupendo.

—Sí, claro —suspiró Piper—. Lo que más me pica la curiosidad es quién lo escribió.

—Bueno, está claro que debían de tener una razón de peso para no dar a conocer su nombre.

—No hay más que leer esa porquería para darse cuenta de eso —dijo Piper ofendido—. Para empezar, todo ese sexo…, y ahora todo el mundo convencido de que lo he escrito yo.

—¿Así que de haberlo escrito habrías suprimido todo ese sexo? —preguntó Baby.

—Desde luego. Eso habría sido lo primero y luego…

—Sin sexo no se habría vendido. Por lo menos eso sí que lo he aprendido del negocio editorial.

—Pues mejor que mejor —replicó Piper—. Socava los valores humanos, eso es lo que hace.

—En ese caso deberías reescribirlo tal como consideras que tendría que ser…

Y sorprendida ante aquel súbito ramalazo de inspiración se quedó sumida en un silencio meditabundo.

Tras recorrer treinta kilómetros, pasaron por un pueblecito y Baby aparcó el coche para entrar en un supermercado.

Al regresar, llevaba en la mano un ejemplar de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.

—Se vende como rosquillas —le dijo al tendérselo.

Piper miró la fotografía que aparecía reproducida en la contraportada. Se la habían hecho en aquellos días felices de Londres en que bebía los vientos por Sonia, y aquel rostro anodino que le sonreía se le antojó el de un desconocido.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer con esto? —le preguntó.

Baby sonrió.

—Escribirlo.

—¿Escribirlo? —dijo Piper—. Pero si ya está…

—No como lo habrías escrito tú, y tú eres el autor.

—Eso sí que no.

—Cariño, en algún lugar de este ancho mundo se encuentra el hombre que escribió este libro. Ahora bien, él lo sabe, Frensic lo sabe, esa zorra de la Futtle lo sabe y nosotros lo sabemos también. Pero eso es todo. Hutch no.

—Gracias a Dios —se alegró Piper.

—Exactamente. Y si tú lo ves así, imagínate cómo lo deben de ver Frensic & Futtle en este momento. Hutch pagó dos millones por esta novela y eso es mucho dinero.

—Una cantidad absurda —la corrigió Piper—. ¿Sabías que a Conrad sólo le…?

—No, ni me interesa. Lo único que me interesa ahora mismo es qué pasaría si reescribieras esta novela con esa preciosa caligrafía tuya y Frensic recibiera el manuscrito.

—¿Que Frensic recibiera…? —saltó Piper, pero Baby le hizo callar.

—Tu manuscrito —le recalcó—, de ultratumba.

—¿Mi manuscrito de ultratumba? Se volvería loco.

—Eso para empezar, luego lo remataríamos con una petición de anticipo por los derechos de autor —le explicó Baby.

—Pero es que entonces sabría que estoy vivo —se quejó Piper— y se iría derecho a la policía y…

—Si hace eso va a tener que dar un montón de explicaciones a Hutch y a todo el mundo, y Hutch le echaría encima a sus abogados sabuesos. Sí, señor, tenemos a los señores Frensic & Futtle en un puño.

—Estás loca —dijo Piper—, loca de atar. Si de verdad crees que estoy dispuesto a reescribir ese espanto…

—¿Pero no eras tú el que quería recuperar tu reputación intachable? —le recordó Baby cuando ya salían del pueblo—. Pues ésta es la única manera de conseguirlo.

—Me gustaría saber cómo hacerlo.

—Ya te lo enseñaré yo —le tranquilizó Baby—. Eso déjalo en manos de mamaíta.

Aquella misma noche, Piper abrió su primer libro de contabilidad en otra habitación de motel, preparó pluma y tintero tan metódicamente como lo había hecho en otras ocasiones en la casa de huéspedes Gleneagle y, con un ejemplar de Deteneos dispuesto en vertical ante sus ojos, empezó a escribir.

En el encabezamiento de la primera página escribió «Capítulo primero» y a continuación: «La casa se alzaba en lo alto de una loma, rodeada de tres olmos, un haya y un cedro de la India cuyas ramas horizontales le daban un aire…».

A su espalda, Baby descansaba en una cama y sonreía satisfecha.

—No incluyas demasiados cambios en este primer borrador —le advirtió—. Tenemos que procurar que parezca lo más auténtico posible.

Piper dejó de escribir.

—Pero yo pensaba que lo más importante de toda esta maniobra era recuperar mi reputación perdida a través de la reescritura de este…

—Eso ya lo harás en el segundo borrador —le explicó Baby—. Con éste sólo vamos a arrancarles unas chispas a Frensic & Futtle, así que procura no alejarte del texto.

Piper volvió a coger la pluma y procuró no alejarse del texto.

Introdujo varios cambios por página, pero luego los tachó y restituyó las palabras originales. De vez en cuando, Baby se levantaba y parecía satisfecha después de leer por encima de su hombro.

—Esto va a sacar de quicio a Frensic —dijo.

Sin embargo, Piper apenas la oía. Acababa de recuperar su antigua existencia, y con ella, su identidad. Escribía empujado por la obsesión, perdido una vez más en un mundo imaginado por otro, y mientras escribía, pensaba ya en los cambios que iba a introducir en el segundo borrador, el borrador con el que iba a salvar su reputación.

Cuando Baby se acostó a medianoche Piper seguía copiando y así siguió hasta que a la una, por fin, cansado pero satisfecho, se cepilló los dientes y se metió en la cama. Seguiría por la mañana.

Con todo, a la mañana siguiente volvían a estar de nuevo en la carretera y tuvo que esperar hasta media tarde, cuando Baby se detuvo en un Howard Johnson de Beanville, Carolina del Sur, para poder ponerse de nuevo manos a la obra.

Y mientras Piper reanudaba su vida como novelista peripatético y derivativo, Sonia Futtle lloraba su muerte con una pasión que decía mucho en su favor y que tenía desconcertado a Hutchmeyer.

—¿Qué es eso de que no va a asistir al funeral? —reprendió a MacMordie, en cuanto se enteró de que la señorita Futtle había presentado sus excusas, alegando que no estaba dispuesta a tomar parte en aquella farsa sólo para fomentar las ventas de Deteneos.

—Dice que sin cadáveres en los ataúdes… —intentó explicarle MacMordie antes de que un Hutchmeyer apoplético le hiciera callar de golpe.

—¿Y de dónde demonios espera que saque los cadáveres? La poli no los ha encontrado. Los investigadores de la compañía de seguros tampoco los han encontrado. Los submarinistas del cuerpo de guardacostas tampoco los han encontrado, ¿y espera que yo encuentre esos chismes? A estas alturas ya deben de estar en el Atlántico o se los habrán zampado los tiburones.

—¿Pero no habías dicho que les habían atado un peso, como de hormigón? —se extrañó MacMordie—. Porque si es así…

—Ahora ya no importa lo que haya dicho o dejado de decir, MacMordie. Lo que te digo ahora es que tenemos que ser prácticos con lo de Baby y Piper.

—¿Y no va a resultar difícil? Bueno, como están muertos en paradero desconocido y todo eso… Me refiero a que…

—Y yo me refiero a que tenemos una campaña de promoción capaz de colocar Deteneos en lo más alto de las listas.

—La computadora dice que las ventas van muy bien.

—¿Bien? ¡Bien no es suficiente! Tendrán que ser bárbaras. Tal como lo veo yo, tenemos la oportunidad de construirle una reputación a ese Piper como la de… ¿Cómo se llamaba ese hijo de puta que se mató en un accidente de coche?

—Es que hay tantos que es dificilillo…

—En Hollywood. Un tío famoso.

—James Dean —dijo MacMordie.

—No, ése no. Un escritor. Escribió un libro estupendo sobre insectos.

—¿Insectos? —se extrañó MacMordie—. Serán hormigas. Una vez leí un libro estupendo sobre hormigas…

—Hormigas no, ¡por el amor de Dios! Esas cosas que tienen unas patas muy largas, como los saltamontes, y se zampan todo lo que encuentran a su paso a lo largo de kilómetros y kilómetros.

—Ah, langostas. El día de la langosta. Todo un peliculón. Recuerdo aquella escena en la que un tío se ponía a saltar encima de un chiquillo y…

—De la película no quiero saber nada, MacMordie. ¿Cómo se llamaba el tío que escribió el libro?

—West —repuso MacMordie—, Nathanael West. Aunque en realidad se llamaba Weinstein.

—¿Y a quién le importa su verdadero nombre? Nadie había oído hablar de él, pero se mata en uno de esos accidentes y de pronto salta a la fama. Lo bueno es que con Piper todavía lo tenemos mejor, porque hay misterio y puede que hasta algún gángster. Una casa que arde, barcos que vuelan en pedazos, un tío que está enamorado de una vieja y de pronto le ocurre lo mismo a él.

—En pasado —le recordó MacMordie.

—Eso es, eso es exactamente lo que quiero: su pasado. Un informe completo: dónde vivía, qué hacía, las mujeres a las que amaba…

—¿Como la señorita Futtle? —dijo MacMordie con flagrante falta de tacto.

—¡No! —le espetó Hutchmeyer—, como la señorita Futtle no. Ni siquiera piensa asistir al funeral de ese pobre desgraciado. Las otras. Con lo que llegó a escribir en ese libro tiene que haberlas.

—Con lo que llegó a escribir en ese libro es muy posible que a estas alturas ya estén muertas. Bueno, la heroína tenía ochenta años y él diecisiete. Ese Piper rondaría ahora los veintiocho, treinta a lo sumo, de modo que tuvo que ocurrir hace once años, lo cual la dejaría con noventa, alrededor de esa edad en la que se tiene tendencia a olvidar las cosas.

—¡Jesús! ¿Es que se te tiene que dar todo masticado? ¡Inventa, MacMordie, inventa! Llama a Londres y habla con Frensic para que te mande los recortes de prensa. Seguro que encuentras algo que nos pueda ser de utilidad.

MacMordie salió de la habitación y pidió que le pusieran con Londres, para regresar a los veinte minutos con la noticia de que Frensic se había mostrado poco cooperador.

—Dice que no sabe nada de nada —informó a un Hutchmeyer ceñudo—. Al parecer, ese tal Piper le mandó el libro, Frensic lo leyó, lo mandó a Corkadale, les gustó y lo compraron, y eso es prácticamente todo. Nada de su pasado. Nada de nada.

—Pero tiene que haber algo… Por lo menos nació en alguna parte, ¿o no? Y su madre…

—No tenía parientes. Sus padres murieron en un accidente de automóvil. Vaya, que prácticamente viene a ser como si no hubiera existido.

—Mierda —se quejó Hutchmeyer.

Que fue más o menos la palabra que asaltó los pensamientos de Frensic al colgar el teléfono tras la llamada de MacMordie. Perder a un autor que no había escrito un libro ya era lo suficientemente espantoso como para que encima tuviera que aguantar que le pidieran material con detalles sobre su vida pasada. Luego le tocaría a la prensa, a una de esas reporteras entrometidas sobre la pista de la trágica infancia de Piper.

Frensic se dirigió al despacho de Sonia y revolvió en el archivo buscando la correspondencia de Piper. Tal como esperaba, era abultada.

Se llevó el expediente al despacho y se sentó preguntándose qué iba a hacer con aquello. El primer impulso de quemarla se le pasó en cuanto cayó en la cuenta de que del mismo modo que Piper, con los años, le había escrito infinidad de cartas desde diversas casas de huéspedes, él le había respondido con la misma frecuencia. Las copias de las respuestas de Frensic estaban en el expediente, pero los originales debían de seguir probablemente a buen recaudo en algún lugar seguro. ¿En manos de una tía, quizá? ¿O acaso de una espantosa patrona de casa de huéspedes?

Frensic seguía sentado y sudaba. Había dicho a MacMordie que Piper no tenía parientes, pero ¿qué ocurriría si luego resultaba que tenía toda una retahíla de tías, tíos y primos avariciosos, impacientes por beneficiarse de los derechos de autor? ¿Y el testamento qué? Conociendo a Piper tan bien como lo conocía, Frensic pensó que era muy poco probable que hubiera redactado uno, en cuyo caso el asunto de su legado podía muy bien terminar en los tribunales y entonces…

Frensic preveía unas consecuencias que le dejaban helado. Por un lado estaba el autor anónimo que exigía su anticipo y por otro… Y en medio del follón la empresa Frensic & Futtle arrastrada por el fango, desenmascarada como responsable del fraude, demandada por Hutchmeyer, por los parientes de Piper, obligada a pagar sumas astronómicas por daños y perjuicios y unas costas altísimas antes de terminar en la bancarrota. Y todo eso sólo porque un cliente demente de Cadwalladine se había empeñado en proteger el secreto de su identidad.

Tras haber llegado a esta horripilante conclusión, Frensic volvió a dejar el expediente en el archivador —previo reetiquetado con el nombre de Sr. Smith como precaución mínima contra ojos fisgones— y trató de pensar en alguna estrategia para defenderse. La única justificación que se le ocurrió era que se había limitado a actuar siguiendo las instrucciones del señor Cadwalladine y, dado que Cadwalladine & Dimkins era un bufete de abogados sumamente respetable, estarían tan deseosos como él de evitar cualquier tipo de escándalo legal. Y lo mismo podía decirse seguramente del verdadero autor. Un consuelo mísero. Si Hutchmeyer llegaba a olerse siquiera el engaño se armaría la gorda. Y luego estaba Sonia, que, a juzgar por la actitud que había demostrado por teléfono, estaba sumamente afectada y, por lo tanto, en un estado óptimo para cometer imprudencias.

Frensic alargó la mano hacia el teléfono y marcó el prefijo de internacional con el fin de ponerse en contacto con el Gramercy Park Hotel. Había llegado el momento de que Sonia Futtle regresara a Inglaterra.

Cuando logró establecer comunicación fue para enterarse de que la señorita Futtle se había marchado ya y, según el empleado de recepción, debía de encontrarse «en mitad del Atlántico».

—Se encuentra «sobre» —corrigió Frensic, antes de lamentar lo mucho que había que objetar sobre el uso del inglés por parte de los norteamericanos.

Esa misma tarde, Sonia aterrizó en Heathrow y cogió un taxi directo a Lanyard Lañe para encontrarse a Frensic en un estado aparente de luto riguroso.

—Yo tengo la culpa —se acusó Frensic, anticipándose a sus quejas—. No tendría que haber permitido nunca que el pobre Piper pusiera en peligro su carrera con ese viaje. Nuestro único consuelo es que se ha labrado un nombre como novelista. Dudo que de haber vivido lo suficiente hubiese conseguido escribir un libro mejor.

—Pero es que ése no es suyo —se lamentó Sonia.

Frensic asintió.

—Ya lo sé, ya lo sé —murmuró—, pero por lo menos se ha ganado una reputación. Y habría sabido apreciar la ironía del asunto. Era un gran admirador de Thomas Mann, ¿sabes? El mejor homenaje que podemos rendirle es nuestro silencio.

Y después de haberse apropiado de las recriminaciones de Sonia, Frensic dejó que se desahogara contándole la historia de la noche de la tragedia y la consiguiente reacción de Hutchmeyer.

Al final se quedó sin saber más que al principio.

—Se me antoja curiosísimo —comentó cuando hubo terminado—. Lo único que se me ocurre es que, fuera quien fuera, cometió un tremendo error equivocándose de personas. Ahora bien, si hubieran asesinado a Hutchmeyer…

—Me habrían asesinado a mí también —concluyó Sonia entre lágrimas.

—Hay que agradecer la más insignificante de las clemencias —dijo Frensic.

A la mañana siguiente, Sonia Futtle reanudó sus actividades en el despacho.

Durante su ausencia, se había recibido un nuevo lote de historias de animales, así que mientras Frensic se felicitaba por su gran sentido de la táctica y rezaba en silencio sentado frente a su escritorio para que aquello no tuviera mayores repercusiones, Sonia estaba atareada con Bernie el castor.

Necesitaba una pequeña revisión, pero la historia prometía.