15

A la mañana siguiente, Frensic llegó a Lanyard Lañe de buen talante.

El mundo era un lugar espléndido, lucía un sol maravilloso, la gente acudiría en breve a las tiendas para comprar Deteneos y, lo mejor de todo, el cheque de Hutchmeyer por el importe de dos millones de dólares anidaba feliz en la cuenta bancaria F & F.

Había llegado la semana anterior y lo único que quedaba por hacer era restarle la comisión de cuatrocientos mil dólares y transferir el resto al señor Cadwalladine y a su extraño cliente.

Después de recoger el correo del buzón subió a su despacho con andar pesado, se acomodó ante el escritorio y empezó a repasar las cartas que tenía ante sí.

Ya casi al final del montón se encontró con el telegrama.

—¡Pero bueno! ¡Hasta telegramas! —murmuró para sí, censurando la prisa desmedida de un autor ansioso antes de abrirlo.

Un momento más tarde, la visión optimista que Frensic tenía del mundo se había desintegrado para dar lugar a una serie de imágenes fragmentarias y espantosas producto de las palabras crípticas del impreso. ¿Piper muerto? ¿Presuntamente ahogado? ¿La señora Hutchmeyer ídem? Cada mensaje entrecortado se convertía en un interrogante en su mente mientras se esforzaba por asimilar la información.

Tuvo que pasar un minuto entero antes de que Frensic llegara a hacerse cargo de la verdadera magnitud del asunto, y aun entonces lo dudó y se refugió en el descreimiento.

Piper no podía estar muerto. En el mundo pequeño y acogedor de Frensic la muerte era algo sobre lo que los autores sólo escribían. Era algo irreal e inverosímil, una invención, pero nunca algo que ocurría sin más. Sin embargo, entre aquellas escasas palabras —libres de los adornos de signos de puntuación y mecanografiadas en tiras de papel torcidas— la muerte había conseguido asomarse.

Piper estaba muerto. Y la señora Hutchmeyer también, aunque a esto Frensic no le concedía ningún interés. Al fin y al cabo, no era responsabilidad suya. Piper sí lo era. Frensic le había convencido para que fuera derecho a la muerte. Además, lo de POLICÍA INVESTIGA CRIMEN le arrebataba incluso el consuelo de que se hubiera tratado de un accidente. Crimen y muerte sugerían asesinato, y el hecho de tener que enfrentarse al asesinato de Piper agravaba aún más el horror que sentía.

Frensic se hundió en la silla descompuesto por el golpe.

Pasó un buen rato antes de que se sintiera con ánimos de volver a leer el telegrama. Sin embargo, seguía diciendo lo mismo. Piper muerto.

Frensic se secó la cara con el pañuelo y trató de imaginarse lo que había ocurrido, y fue entonces cuando lo de PRESUNTAMENTE AHOGADO le llamó la atención.

Si Piper estaba muerto, ¿por qué se suponía que se había ahogado? Sin duda debían de saber cómo había muerto. ¿Y por qué no llamaba Sonia? Lo de LLAMARÉ CUANDO PUEDA agregaba una nueva dimensión al misterio del mensaje. ¿Dónde estaría para no poder llamar inmediatamente? Frensic se la imaginó herida, tendida en la cama de un hospital, aunque, de haber sido así, se lo habría hecho saber.

Alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Hutchmeyer Press, pero entonces cayó en la cuenta de que en Nueva York era cinco horas más temprano, así que todavía no habría nadie en el despacho. Tendría que esperar hasta las dos.

Frensic permaneció sentado mirando fijamente el telegrama y trató de pensar con sentido práctico. Si la policía estaba investigando el crimen, lo más seguro era que escarbaran en el pasado de Piper. Frensic se los imaginaba ya descubriendo que Piper no había escrito Deteneos. Y de ahí…

¡Dios mío, Hutchmeyer se enteraría y habría que pagar a diestro y siniestro! Mejor dicho, a Hutchmeyer. El hombre les exigiría que le devolvieran sus dos millones de dólares. Y puede que hasta les demandara por incumplimiento de contrato o fraude. Gracias a Dios que el dinero seguía en el banco…

Frensic exhaló un suspiro de alivio.

Para alejar sus pensamientos de las espantosas eventualidades inherentes al telegrama, se dirigió al despacho de Sonia y buscó en los archivos la carta del señor Cadwalladine por la que se autorizaba a Piper a representar al autor en la gira norteamericana.

Cuando la hubo encontrado, la estudió con detenimiento antes de volver a dejarla en su sitio. Por lo menos, ahí se había cubierto las espaldas. Si surgía algún problema con Hutchmeyer, el señor Cadwalladine y su cliente también estarían involucrados en el engaño. Y si había que devolver los dos millones, no estarían en situación de quejarse.

Concentrándose en dichas contingencias, Frensic logró mantener a raya su sentimiento de culpabilidad y traspasárselo a aquel autor anónimo.

La muerte de Piper era culpa suya. Si aquel sinvergüenza no se hubiera escudado tras un nom de plume, Piper seguiría con vida.

A medida que la mañana iba avanzando y permanecía sentado incapaz de concentrarse en el trabajo, Frensic sintió que el dolor iba ganando terreno en su interior.

Piper le había inspirado un curioso afecto. Y ahora estaba muerto.

Frensic se sentó apesadumbrado ante su escritorio y, con la mirada perdida entre los tejados de Covent Garden, lloró el fallecimiento de Piper. Aquel pobre hombre había sido una de las víctimas de la naturaleza o, mejor dicho, una de las víctimas de la literatura.

Patético. Un hombre que había sido incapaz de salvar su vida escribiendo…

La frase devolvió a Frensic a la realidad con un respingo. Era la cruda verdad: Piper estaba muerto, pero, en realidad, nunca había vivido. Toda su existencia había sido una larga batalla por verse publicado y la había perdido. ¿Qué era lo que empujaba a hombres como él a tratar de escribir? ¿Qué clase de fijación con la palabra impresa los mantenía pegados al escritorio año tras año? En aquel preciso instante, había miles de Pipers repartidos por todo el mundo sentados ante páginas en blanco que estarían llenando con palabras que nadie iba a leer jamás, pero que según su ingenua manera de ver las cosas tenían un significado profundo. Aquel pensamiento acentuó la melancolía de Frensic. Todo había sido por su culpa. Tendría que haber tenido la valentía y el buen sentido de advertir a Piper que nunca sería un novelista. Y, en cambio, le había dado ánimos.

De habérselo confesado, Piper seguiría con vida y puede que hasta hubiera descubierto su verdadera vocación como empleado de banca o fontanero, se habría casado y habría sentado la cabeza, aunque no supiera muy bien qué significaba eso.

En cualquier caso, no se habría pasado todos aquellos infelices años en infelices casas de huéspedes de infelices pueblos costeros turísticos viviendo, por sustitución, las vidas de Conrad, Lawrence y Henry James, convertido en la sombra fantasmal de todos aquellos escritores ya difuntos a los que tanto había venerado.

Hasta la muerte de Piper había sido una muerte por sustitución como autor de una novela que no había escrito. Y, en algún lugar, el hombre que tendría que haber muerto seguía con vida como si nada.

Frensic alargó la mano hacia el teléfono.

Aquel hijo de mala madre no iba a seguir con vida como si nada. El señor Cadwalladine le podía hacer llegar un mensaje.

Frensic marcó el prefijo de Oxford.

—Me temo que tengo malas noticias para usted —dijo cuando le pusieron con el señor Cadwalladine.

—¿Malas noticias? No le comprendo —dijo el señor Cadwalladine.

—Relacionadas con el joven que viajó a América como presunto autor de la novela que me mandó —le aclaró Frensic.

El señor Cadwalladine tosió, incómodo.

—¿Ha cometido… quizá… alguna indiscreción? —preguntó.

—Algo así —dijo Frensic—. Lo cierto de todo el asunto es que tenemos muchas probabilidades de tener tropiezos con la policía.

El señor Cadwalladine soltó otros tantos ruiditos embarazosos que Frensic paladeó con fruición.

—Sí, con la policía —repitió—. Puede que en un plazo muy corto de tiempo se abra una investigación.

—¿Una investigación? —dijo el señor Cadwalladine, definitivamente alarmado—. ¿Qué clase de investigación?

—De momento, no puedo adelantarle nada con certeza, pero me ha parecido que lo más indicado era hacerle saber, a usted y a su cliente, que ha muerto —concluyó Frensic.

—¿Muerto? —graznó el señor Cadwalladine.

—Muerto —corroboró Frensic.

—Dios santo. Qué mala suerte.

—Sí —prosiguió Frensic—, claro que desde el punto de vista de Piper «mala suerte» resulta una expresión poco afortunada, especialmente teniendo en cuenta que, al parecer, ha sido asesinado.

Esta vez no le cupo ninguna duda de que el señor Cadwalladine estaba alarmado de verdad.

—¿Asesinado? —dijo con un hilo de voz—. ¿Ha dicho usted «asesinado»?

—Eso es exactamente lo que he dicho: asesinado.

—Dios nos ampare —se asustó el señor Cadwalladine—. Qué espanto.

Frensic prefirió no decir nada y dejar que el señor Cadwalladine asimilara sólito el espanto de todo el asunto.

—No sabría qué decirle —dijo el señor Cadwalladine por fin.

Frensic se apresuró a aprovechar la ventaja que le ofrecía.

—En ese caso, si pudiera usted facilitarme el nombre y dirección de su cliente, yo me encargaría de hacerle llegar la noticia personalmente.

El señor Cadwalladine soltó unos ruiditos de negativa.

—No será necesario. Yo se lo comunicaré.

—Como quiera —se rindió Frensic—. Y ya que estamos en ello, podría aprovechar para decirle que tendrá que esperar para el anticipo americano.

—¿Esperar para el anticipo americano? No estará insinuando usted…

—Yo no insinúo nada en absoluto. Me limito a recordarle que el señor Hutchmeyer no estaba informado de la sustitución de su anónimo cliente por parte del señor Piper, así que, si la policía pusiera al descubierto nuestro pequeño engaño durante el transcurso de sus investigaciones…, ¿me sigue?

El señor Cadwalladine le seguía.

—¿Cree usted entonces que el señor…, ehhhh…, Hutchmeyer… podría…, eh…, exigir una indemnización?

—O demandarnos —le soltó Frensic sin ambages—, en cuyo caso estaría en perfecta situación de recuperar el importe.

—Oh, desde luego —dijo el señor Cadwalladine, para quien la perspectiva de verse demandado tenía sin duda pocos atractivos—. Dejo el asunto enteramente en sus manos.

Frensic terminó la conversación con un suspiro.

Ahora que acababa de pasar parte de la responsabilidad al señor Cadwalladine y a su dichoso cliente se sentía un poco mejor. Hasta se permitió otro pellizco de rapé, y precisamente lo estaba saboreando cuando sonó el teléfono. Era Sonia Futtle y llamaba desde Nueva York.

Parecía sumamente acongojada.

—Oh, Frenzy, lo siento —se lamentó—. Todo ha sido por mi culpa. Si no llega a ser por mí nunca habría ocurrido nada de esto.

—¿Qué quieres decir con que ha sido culpa tuya? —se extrañó Frensic—. ¿No me estarás diciendo…?

—No tendría que haberle traído. Estaba tan contento… —Sonia se quedó callada y se oyeron gemidos.

Frensic tragó saliva.

—¡Por el amor de Dios! ¿Quieres hacer el favor de decirme qué ha ocurrido?

—La policía cree que se trata de un asesinato —soltó Sonia, antes de prorrumpir de nuevo en sollozos.

—De eso ya me he enterado por el telegrama, pero lo que sigo sin saber es cómo ocurrió. Bueno, me refiero a cómo murió.

—Eso nadie lo sabe —le dijo Sonia—, por eso es tan espantoso. Están dragando la bahía y examinando las cenizas de la casa…

—¿Las cenizas de la casa? —se extrañó Frensic, que trataba desesperadamente de hacer encajar una casa quemada con la muerte de Piper, presuntamente ahogado.

—Bueno, es que Hutch y yo salimos en yate y se desató una tormenta y entonces la casa se incendió y alguien disparó contra los bomberos y el crucero de Hutch trató de embestirnos y estalló y casi nos matamos y…

Se trataba de un relato inconexo y confuso y Frensic, sentado con el auricular pegado a la oreja, trataba en vano de hacerse una idea coherente de los hechos.

Al final, lo único que consiguió sacar en claro fue una serie de imágenes caóticas, un rompecabezas imposible en el que, a pesar de que todas las piezas parecían encajar, el resultado final no tenía ningún sentido.

Una enorme mansión de madera que ardía recortada en la noche. Alguien en medio de aquel infierno que se dedicaba a repeler a los bomberos con una ametralladora. Osos. Hutchmeyer y Sonia a bordo de un yate en pleno huracán. Cruceros que navegaban a toda velocidad por la bahía y, para terminar, lo más extraño de todo: Piper que se elevaba hasta el otro mundo en compañía de la señora Hutchmeyer enfundada en un abrigo de visón. Era como una visión fugaz de los infiernos.

—¿Y no tienen idea de quién lo hizo?

—Sólo saben que fue un grupo terrorista.

Frensic tragó saliva.

—¿Un grupo terrorista? ¿Y por qué iba un grupo terrorista a querer matar al pobre Piper?

—Pues por la publicidad que le dieron en aquel motín callejero de Nueva York —prosiguió Sonia—. Es que verás, cuando pisamos…

Frensic escuchó horrorizado el relato de la historia de su llegada.

—¿Me estás diciendo que Hutchmeyer organizó un motín deliberadamente? Ese hombre está loco de atar.

—Quería que tuviera la máxima cobertura publicitaria —le explicó Sonia.

—Bueno, pues no cabe duda de que lo consiguió —dijo Frensic.

Pero Sonia había vuelto a los sollozos.

—Eres una persona insensible —le reprochó—. Parece que no te des cuenta de lo que significa…

—Sí me doy cuenta —la contradijo—: significa que la policía va a empezar a investigar el pasado de Piper y…

—Nosotros tenemos toda la culpa —se empeñaba Sonia entre lágrimas—. Somos nosotros los que le mandamos allí y…

—Espera un momento —objetó Frensic—. De haber sabido que Hutchmeyer iba a organizar un motín callejero para darle la bienvenida nunca habría consentido que fuera. Y en cuanto a los terroristas…

—La policía no está todavía segura de que fueran terroristas. Al principio pensaron que había sido Hutchmeyer.

—Eso ya está mejor —dijo Frensic—. Por lo que me has dicho, parece la pura verdad. Es cómplice como instigador del delito. Si no hubiera…

—Pero es que luego se decantaron por que la mafia podía estar involucrada…

Frensic volvió a tragar saliva. Aquello era todavía peor.

—¿La mafia? ¿Y para qué iba a querer la mafia matar a Piper? Ese pobre desgraciado no…

—A Piper no. A Hutchmeyer.

—¿Insinúas que la mafia quería matar a Hutchmeyer? —preguntó Frensic, esperanzado.

—Ya no sé qué insinúo —dijo Sonia—. Me limito a repetirte lo que oí decir a la policía, y hasta mencionaron que Hutchmeyer había tenido tratos con el crimen organizado.

—Pero si a quien quería matar la mafia era a Hutchmeyer, ¿por qué la tomaron entonces con Piper?

—Porque Hutch y yo habíamos salido en el yate y Peter y Baby…

—¿Qué baby? —preguntó Frensic, apresurándose a incorporar con desespero aquel nuevo y espeluznante ingrediente en un escenario del crimen que se le antojaba ya hecho un embrollo.

—Baby Hutchmeyer.

—¿Baby Hutchmeyer? No sabía que el cerdo ése tenía…

—No se trata de esa clase de baby. La señora Hutchmeyer se llamaba Baby.

—¡Santo Dios! —exclamó Frensic.

—No comprendo cómo puedes ser tan desalmado. Cualquiera diría que no te importa.

—¿Que no me importa? —dijo Frensic—. ¡Naturalmente que me importa! Es espeluznante, sencillamente. ¿Y dices que la mafia…?

—No, yo no. Lo que he dicho es lo que dijo la policía. Pensaban que podía tratarse de una especie de atentado con el fin de intimidar a Hutchmeyer…

—¿Y lo han conseguido? —preguntó Frensic, que quería obtener algún consuelo de la situación.

—No —repuso Sonia—, quiere cortar cabezas. Dice que les va a demandar.

Frensic estaba horrorizado.

—¿A demandar? ¿Qué quieres decir con «demandar»? No se puede demandar a la mafia, y además…

—A ellos, no. A la policía.

—¿Que Hutchmeyer va a demandar a la policía? —repitió Frensic, que ya no comprendía nada de nada.

—Bueno, para empezar le acusaron de haberlo hecho. Luego le tuvieron retenido durante horas y horas y le sometieron a un tercer grado. No se creían la historia de que estaba a bordo del yate conmigo y, por si fuera poco, lo de los bidones de gasolina no le ayudó precisamente.

—¿Bidones de gasolina? ¿Qué bidones de gasolina?

—Los que le até a la cintura.

—¿Que ataste a la cintura de Hutchmeyer bidones de gasolina? —se extrañó Frensic.

—No tuve otro remedio. Si no, se habría ahogado.

Frensic reflexionó sobre la lógica de aquel comentario y no la encontró por ninguna parte.

—Pues yo habría preferido… —soltó, pero enseguida pensó que no iba a ganar nada lamentando que Sonia no hubiera dejado que Hutchmeyer se ahogara. Con ello se habrían ahorrado un montón de problemas.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —le preguntó por fin.

—No lo sé —dijo Sonia—. Tendré que quedarme aquí. La policía sigue investigando, y además he perdido toda la ropa… ¡Y, oh, Frenzy, todo esto es tan horrible! —Y volvió a derrumbarse y a llorar a lágrima viva.

Frensic trató de pensar en algo que pudiera animarla.

—Te interesará saber que todas las reseñas de la prensa del domingo han sido buenas —le adelantó.

Sin embargo, la pena de Sonia no tenía consuelo.

—¿Cómo puedes hablar de reseñas en un momento como éste? —le espetó—. No te importa nada.

—Claro que sí, querida. Desde luego que me importa —le aseguró Frensic—. Ha sido una tragedia para todos nosotros. Precisamente acabo de hablar con el señor Cadwalladine y ya le he advertido que, en vista de lo ocurrido, su cliente tendrá que esperar para el dinero.

—¿Dinero? ¿Dinero? ¿Es eso lo único en que piensas?, ¿el dinero? Mi querido Peter está muerto y…

Frensic tuvo que soportar toda una diatriba contra él, Hutchmeyer, y un tal MacMordie porque, en opinión de Sonia, todos sin excepción pensaban sólo en el dinero.

—Comprendo lo que sientes —logró decir aprovechando una pausa de Sonia para recobrar el aliento—, pero el dinero tiene mucho que ver con este asunto, y si Hutchmeyer se enterara de que Piper no era el autor de Deteneos

Pero la línea se había cortado.

Frensic miró contrariado el teléfono y colgó el auricular. Lo único que cabía esperar era que Sonia no perdiera el norte y que la policía no escarbara demasiado en el pasado de Piper en sus investigaciones.

Mientras tanto, en Nueva York, Hutchmeyer pensaba todo lo contrario.

En su opinión, el cuerpo de policía estaba formado por un hatajo de mentecatos incapaces de investigar nada como era debido.

Ya se había puesto en contacto con sus abogados, que le habían advertido que no podía demandar al jefe de policía Greensleeves por arresto indebido, puesto que no le habían arrestado.

—¡Ese hijo de puta me tuvo retenido durante horas y horas sin otra cosa encima que una manta! —se quejó Hutchmeyer—. Me sometieron a un tercer grado con lámpara incluida, ¿y ahora me dicen que no voy a poder replicar? Tendría que haber una ley que protegiera a los ciudadanos inocentes de esta clase de abusos.

—Claro que si pudiera demostrar que le han dado una paliza quizá se podría hacer algo, pero como…

Tras el fracaso en el intento de obtener una satisfacción por medio de sus abogados, Hutchmeyer desvió su atención hacia la compañía de seguros, pero encontró menor consuelo todavía.

En el curso de la visita que le hizo, el señor Synstrom, del departamento de reclamaciones, le hizo partícipe de sus dudas.

—¿Qué quiere decir con eso de que no están exactamente de acuerdo con la teoría de la policía que apunta hacia unos terroristas psicópatas? —le exigió Hutchmeyer.

Los ojos del señor Synstrom echaron chispas tras los cristales de las gafas con montura de plata.

—Tres millones y medio de dólares es mucho dinero —dijo.

—Desde luego —admitió Hutchmeyer—, y las primas que he estado pagando también ascienden a mucho dinero. Así que ¿qué me dice?

El señor Synstrom consultó su maletín.

—Punto número uno: El guardacostas recuperó seis maletas de la señora Hutchmeyer.

Punto número dos: Las maletas contenían todas sus joyas y sus mejores ropas.

Y el punto número tres es que la maleta del señor Piper se encontraba también a bordo del barco y contenía toda su ropa.

—¿Y qué? —replicó Hutchmeyer.

—Pues que, para tratarse de un asesinato por razones políticas, resulta cuando menos curioso que los terroristas les obligaran a hacer primero las maletas y a dejarlas a bordo del barco antes de prender fuego a la embarcación y de incendiar la casa. No acaba de encajar con el perfil de los atentados terroristas habituales. Más bien parece apuntar hacia otra cosa.

Hutchmeyer le miró furioso.

—Si insinúa usted que hice volar en pedazos mi propio yate encontrándome a bordo y que me cargué a mi esposa y a mi autor más prometedor…

—Yo no insinúo nada —le interrumpió el señor Synstrom—. Lo único que le he dicho es que tendremos que investigar este asunto con mayor detenimiento.

—Sí, me parece muy bien —celebró Hutchmeyer—, y cuando hayan terminado, quiero que me devuelvan mi dinero.

—No se preocupe —le tranquilizó el señor Synstrom—, llegaremos hasta el fondo de este asunto. Con tres millones y medio en juego tenemos un buen incentivo.

El señor Synstrom se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Ah, a propósito, puede que le interese saber que el responsable del incendio de su casa sabía perfectamente dónde estaba cada cosa. Como por ejemplo el depósito de combustible. Podría tratarse de un asunto interno.

El señor Synstrom dejó a Hutchmeyer con la desagradable sensación de que, aunque el cuerpo de policía estuviera formado por un hatajo de retrasados mentales, el señor Synstrom y sus investigadores no lo eran en absoluto. ¿Un asunto interno? Hutchmeyer meditó aquellas palabras. Y todas las joyas de Baby a bordo. Quizá…, era un suponer, tenía la intención de fugarse con aquel imbécil de Piper.

Hutchmeyer se permitió el lujo de sonreír. Si había sido así, aquella desgraciada había tenido su merecido. Mientras aquellos documentos que le incriminaban y que ella había dejado en manos de sus abogados no salieran de pronto a la luz…

No era precisamente una perspectiva agradable. ¿Por qué no podía haber desaparecido de una manera más sencilla? ¿De un ataque cardíaco, por ejemplo?