Frensic no tenía que preocuparse por eso.
A cinco franjas horarias hacia el oeste, el notición sensacionalista de la muerte de Piper en alta mar estaba a punto de estallar.
Y así estaba Hutchmeyer: sentado en el despacho del jefe de policía, al que miraba fijamente, contaba la historia de marras por décima vez ante un público incrédulo.
Eran los bidones vacíos de gasolina lo que le estaba complicando las cosas.
—Como ya le he dicho, la señorita Futtle me los ató a la cintura para que me mantuviera a flote mientras ella trataba de conseguir ayuda.
—¿Mientras ella trataba de conseguir ayuda, señor Hutchmeyer? De modo que permite usted que una pobre señorita vaya sola en busca de ayuda…
—De pobre señorita no tiene nada —le cortó Hutchmeyer—. Es enorme.
El jefe de policía Greensleeves meneó la cabeza, apenado ante tamaña falta de caballerosidad.
—Así que se encontraba usted en medio de la bahía con esa tal señorita Futtle. ¿Y qué hacía la señora Hutchmeyer mientras tanto?
—¿Y cómo demonios quiere usted que lo sepa? Pegar fuego a mi ca…
Hutchmeyer se contuvo.
—Eso es muy interesante —dijo Greensleeves—. Así que dice usted que la señora Hutchmeyer es pirómana.
—¡No, yo no he dicho eso! —protestó Hutchmeyer—. Lo único que sé es…
Pero se vio interrumpido por la llegada de un teniente, que acababa de presentarse con una maleta y varias prendas de vestir, todo ello empapado.
—Los guardacostas han encontrado esto en el lugar del naufragio —informó, y mostró un abrigo para que lo examinaran.
Hutchmeyer se lo quedó mirando horrorizado.
—¡Es de Baby! —dijo—. ¡El visón! Vale una fortuna.
—¿Y esto? —preguntó el teniente, señalando la maleta.
Al ver que Hutchmeyer se encogía de hombros, el teniente abrió la maleta y retiró un pasaporte.
Greensleeves lo cogió.
—Británico —constató—. Un pasaporte británico a nombre de Piper, de Peter Piper. ¿Le dice algo ese nombre?
Hutchmeyer asintió.
—Es un escritor.
—¿Amigo suyo?
—Uno de mis autores, pero yo no le llamaría amigo.
—¿Amigo de la señora Hutchmeyer, quizá?
A Hutchmeyer le rechinaron los dientes.
—No le he oído, señor Hutchmeyer. ¿Ha dicho usted algo?
—No —repuso Hutchmeyer.
El comisario Greensleeves se rascó la cabeza pensativo.
—Al parecer, tenemos otro pequeño problema —dijo por fin—. Su crucero salta por los aires como si lo hubieran dinamitado, y cuando vamos a inspeccionar el lugar, ¿qué encontramos? Un abrigo de visón propiedad de la señora Hutchmeyer y una maleta que pertenece al señor Piper, que da la casualidad que es amigo suyo. ¿Cree usted que puede existir alguna relación?
—¿Qué quiere decir con eso de «alguna relación»? —preguntó Hutchmeyer.
—Pues, por ejemplo, que ambos se encontraran a bordo del crucero cuando se produjo la explosión.
—¿Y cómo puñetas voy a saber yo dónde estaban? Lo único que sé es que el que iba en ese crucero ha intentado asesinarme.
—Interesante, lo que acaba de decir —comentó el jefe de policía Greensleeves—, muy interesante.
—Pues no veo yo qué tiene de interesante.
—Podría ser también al revés, ¿no le parece?
—¿Qué podría ser al revés? —saltó Hutchmeyer.
—Que los haya matado usted.
—Que yo he hecho ¿qué? —se enfureció Hutchmeyer, soltando la manta—. ¿Me está acusando usted de…?
—Me limito a hacerle unas preguntas, señor Hutchmeyer. No hay ninguna necesidad de perder los estribos.
Sin embargo, Hutchmeyer ya se había levantado de la silla.
—Mi casa se incendia, mi crucero vuela en pedazos, mi yate se hunde bajo mis pies, casi me ahogo en el mar y usted insinúa que he matado a mi… ¡Pues se va a enterar, hijo de puta gordinflón, cuando mis abogados le demanden y le dejen sin un céntimo! Voy a…
—¡Siéntese y cállese! —le atajó Greensleeves de un grito—. Y ahora me va a escuchar: puede que sea un hijo de puta gordinflón, pero no voy a tolerar que me lo llame un gangster neoyorquino. Estamos perfectamente al corriente de usted, señor Hutchmeyer. Y no vaya a creer que nos quedamos de brazos cruzados con el culo pegado a la silla mientras usted acapara propiedades espléndidas con dinero que seguramente blanquea para la mafia. Esto no es un pueblucho de paletos ni tampoco es Nueva York. Esto es Maine, y aquí usted no pinta nada. Y, además, no nos gusta que se venga aquí a comprarnos a todos. Puede que seamos un Estado pobre, pero no nos chupamos el dedo. Así que ¿va a decirnos ahora lo que le ha pasado a su esposa y a su amiguito o vamos a tener que dragar la bahía y tamizar las cenizas de su casa hasta que demos con ellos?
Hutchmeyer se desplomó desnudo en la silla, consternado ante el fugaz retrato que acababan de hacerle de su posición social en Frenchman’s Bay. Al igual que Piper, ahora se daba cuenta de que nunca tendría que haber ido a Maine y estaba más convencido que nunca de su error cuando el teniente se presentó con las bolsas de viaje de Baby y la cartera.
—Hay un montón de dinero ahí dentro —informó a Greensleeves.
El jefe de policía revolvió el interior y retiró un fajo de billetes empapados.
—Parece ser que la señora Hutchmeyer se dirigía a algún lugar cargada con un montón de dólares cuando murió —dijo—. Y ahora sí que nos enfrentamos con un verdadero rompecabezas. La señora Hutchmeyer a bordo del crucero con su amigo, el señor Piper. Ambos llevaban equipaje y dinero y, de pronto, «bam» «bam» y el crucero vuela por los aires sin causa aparente. Creo que vamos a tener que mandar submarinistas a ver si encuentran los cadáveres.
—Pues habrá que darse prisa —apuntó el teniente— porque, tal como está la marea, no me sorprendería que ya les hubiera arrastrado a mar abierto.
—En marcha entonces —propuso Greensleeves, antes de salir al pasillo donde esperaban algunos periodistas.
—¿Tienen alguna teoría? —le preguntaron.
Greensleeves negó con la cabeza.
—Tenemos a dos personas desaparecidas, presuntamente ahogadas: la señora Baby Hutchmeyer y un tal señor Piper, un escritor británico. Eso es todo por el momento.
—¿Y qué hay de esa tal señorita Futtle?
—También se encuentra en paradero desconocido.
—¿Y qué puede decirnos sobre la casa incendiada?
—Estamos esperando un informe al respecto —repuso Greensleeves.
—Pero ¿sospechan que podría tratarse de un incendio provocado?
Greensleeves se encogió de hombros.
—Traten de hacer encajar todas estas piezas y decidan hacia dónde apuntan mis sospechas —declaró Greensleeves, apurando el paso.
Cinco minutos después, las líneas telegráficas hervían con la noticia de que Peter Piper, el célebre escritor, había muerto en extrañas circunstancias.
En la mansión de los Van der Hoogen, las víctimas de la tragedia escuchaban por un transistor la noticia de su muerte en la penumbra de un dormitorio del ático. Una parte de la penumbra se debía a las contraventanas y la otra al sombrío punto de vista de Piper ante la perspectiva que su muerte abría ante él. Ser escritor por sustitución era ya poco afortunado, pero ser cadáver por sustitución era espantoso más allá de lo imaginable.
Baby, en cambio, acogió la noticia con optimismo.
—Lo hemos conseguido —se felicitó—. Ni siquiera van a venir a buscarnos. Ya has oído lo que han dicho: con la marea baja los submarinistas no tienen esperanzas de dar con los cadáveres.
Los ojos de Piper se pasearon por el dormitorio con abatimiento.
—Todo eso que dices está muy bien —se quejó—, pero lo que no pareces comprender es que me he quedado sin identidad: he perdido el pasaporte y todo mi trabajo. ¿Cómo voy a regresar ahora a Inglaterra? No puedo presentarme en la embajada y pedirles un pasaporte nuevo. En cuanto aparezca en público me van a detener por pirómano, por quemar barcos y por intento de asesinato. Por tu culpa nos hemos metido en un lío mayúsculo.
—Te he liberado del pasado. Ahora puedes ser quien te venga en gana.
—Lo único que quiero es ser yo mismo —dijo Piper.
Baby le miró con ojos incrédulos.
—Por lo que me dijiste anoche, antes no eras tú mismo —le recordó—. ¿Qué clase de persona eras? ¿El autor de un libro que no habías escrito?
—Por lo menos sabía que no lo era; ahora no sé ni siquiera eso.
—Pero no eres ningún cadáver y eso ya es algo.
—Ojalá lo fuera —se lamentó Piper, mirando con ojos lúgubres las siluetas enfundadas de los muebles, como si fueran otras tantas mortajas que cubrieran a todos los escritores que con tanto afán había aspirado ser.
La tenue luz que se filtraba a través de las contraventanas avivaba la sensación de encontrarse sentado en una tumba, en el sepulcro de sus ambiciones literarias.
Una profunda melancolía se apoderó de él y con ella la leyenda del Holandés errante, condenado a surcar los mares hasta el día del…, pero para Piper no habría respiro. Había sido cómplice de un delito, de toda una serie de delitos, y aunque acudiera a la policía, ya no le creerían. ¿Por qué iban a creerle? ¿Acaso era verosímil que una mujer rica como Baby prendiera fuego a su propia casa, hiciera estallar un crucero carísimo y hundiera el yate de su marido? Y aun en el caso de que ella se confesara culpable de todo, habría de celebrarse un juicio y los abogados de Hutchmeyer querrían saber qué hacía su maleta a bordo del barco. Y luego saldría a la luz que no había escrito Deteneos y todos sospecharían…, no ya sospecharían, sino que estarían seguros de que era un impostor que andaba tras la fortuna de Hutchmeyer. Además, Baby había robado un cuarto de millón de dólares de la caja fuerte del estudio de Hutchmeyer.
Piper meneó la cabeza desconsolado y, al alzar los ojos, se encontró con que Baby le miraba con curiosidad.
—Ni lo sueñes, cielo —le dijo, leyendo sin duda sus pensamientos—. Estamos unidos por el destino. En cuanto intentes algo, me entregaré y diré que tú me obligaste.
Pero Piper ya había descartado el intentar nada.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó—. Bueno, no podemos quedarnos aquí sentados de brazos cruzados, en una casa ajena, de por vida.
—Dentro de dos días, tal vez tres —dijo Baby—, seguiremos adelante.
—¿Cómo? ¿Cómo vamos a seguir adelante?
—Muy fácil —dijo Baby—: pediré un taxi por teléfono y cogeremos un avión desde Bangor. Así de sencillo. No nos estarán buscando por tierra firme…
Se calló al oír un crujido en el camino del garaje.
Piper se acercó a las contraventanas y miró abajo. Un coche patrulla acababa de detenerse frente a la casa.
—La poli —dijo Piper en un susurro—. ¿No decías que aquí no nos iban a buscar?
Baby se acercó también a la ventana.
Dos plantas más abajo, un timbre acababa de sonar con ecos espectrales.
—Sólo vienen a comprobar si los Van der Hoogen oyeron algo sospechoso anoche —le tranquilizó—. Se marcharán enseguida.
Piper miraba fijamente a los dos agentes de policía. Lo único que tenía que hacer era gritar y…, pero los dedos de Baby se incrustaron en su brazo y Piper no dijo ni pío.
Después de dar toda una vuelta alrededor de la casa, los dos agentes regresaron al coche y se alejaron.
—¿Qué te decía yo? —dijo Baby—. Nada de nada. Voy a bajar a la cocina y prepararé algo que comer.
Una vez a solas, Piper empezó a andar arriba y abajo por aquel dormitorio en penumbra, preguntándose por qué no había llamado a aquellos policías. Las razones más obvias y sencillas ya no bastaban. De haberles llamado, en cierto modo habría quedado demostrado que no había tenido nada que ver con el incendio…, cuando menos habría sido una prueba de su inocencia. Pero no había movido un dedo. ¿Por qué? Se le acababa de presentar la oportunidad de salir de todo aquel lío y no la había aprovechado. Y no sólo por miedo, no, sino más bien por unas inquietantes ganas, casi un deseo, de permanecer a solas en aquella casa vacía con una mujer extraordinaria. ¿Qué clase de espantosa complicidad se había establecido entre ellos para impedírselo?
Baby estaba loca. No le cabía la menor duda de ello, y a pesar de todo ejercía una extraña fascinación sobre él. Baby era ajena a las convenciones naturales que regían la vida de la gente y era capaz de mirar a la policía sin perder la calma y decir: «Se marcharán enseguida», como si no fueran más que unos vecinos que les venían a hacer una visita de cortesía.
Y eso es lo que había ocurrido. Y él había hecho exactamente lo que ella esperaba que hiciera y así seguiría siendo, hasta el punto de convertirse en la persona que le viniera en gana en aquella libertad limitada que ella había conseguido crear a su alrededor gracias a sus actos. ¿La persona que le viniera en gana? Sólo le venían a la cabeza otros escritores, pero ninguno de ellos se había encontrado nunca en su situación, sin un modelo que le sirviera de guía, Piper quedaba abandonado a la limitación de sus propios recursos. Y de los de Baby.
Se convertiría en lo que ella quisiera. Ésa era la pura verdad de todo el asunto. Piper entrevió la atracción que ejercía sobre él: sabía quién era. Se lo había dicho la noche antes de que todo empezara a salir mal. Había dicho que era un genio de la literatura y lo había dicho en serio. Por primera vez en su vida había encontrado a alguien que sabía quién era en realidad así que, después de haberla conocido, no podía dejarla escapar.
Exhausto tras aquella aterradora constatación, Piper se tendió en la cama y cerró los ojos.
Cuando Baby estuvo de vuelta con una bandeja lo encontró profundamente dormido, le miró con ternura y, tras dejar la bandeja, cogió la funda de una silla y le cubrió con ella.
Piper siguió durmiendo bajo aquella mortaja.
En comisaría, Hutchmeyer habría hecho otro tanto si se lo hubieran permitido.
Sin embargo, desnudo bajo la manta, seguía sometido a un interminable interrogatorio acerca de sus relaciones con su esposa y con la señorita Futtle, de lo que Piper significaba para la señora Hutchmeyer y, para terminar, de por qué había elegido una noche particularmente tormentosa para salir a navegar a la bahía.
—¿Suele usted salir a navegar sin tener en cuenta el parte meteorológico?
—Mire, ya le he dicho que salimos a navegar, sencillamente. Ni se nos pasó por la cabeza que fuera a salir mal. Nos levantamos de la mesa después de cenar y dijimos: «¿Por qué no vamos…?». Fue la señorita Futtle la que lo propuso —puntualizó Hutchmeyer.
—¿No me diga? ¿Y la señora Hutchmeyer no tenía nada que objetar a que saliera usted a navegar con otra mujer?
—La señorita Futtle no es otra mujer, por lo menos no esa clase de otra mujer. Es una agente literaria. Tenemos tratos de negocios.
—¿Desnudos a bordo de un yate y en pleno mini huracán y estaban ustedes en tratos de negocios? ¿De qué clase de negocios?
—No estábamos hablando de negocios en el yate. Era un encuentro social.
—Ya me lo parecía. Bueno, quiero decir, desnudos y demás…
—No estaba desnudo, eso para empezar. Lo que pasa es que me quedé empapado y me quité la ropa.
—¿Que lo que pasa es que se quedó empapado y se quitó la ropa? ¿Está seguro de que ésa es la única razón por la que estaba desnudo?
—Desde luego que lo estoy. Mire, nada más salir se desató un viento…
—Y un incendio en la casa, y una explosión en el crucero, y la señora Hutchmeyer y ese tal señor Piper…
La ira de Hutchmeyer se desató también.
—De acuerdo, señor Hutchmeyer, si es así como lo quiere —dijo Greensleeves, mientras obligaban a Hutchmeyer a sentarse de nuevo en la silla—. Ahora las cosas se van a poner desagradables de verdad.
Sin embargo, se vio interrumpido por un sargento que le susurró algo al oído.
Greensleeves suspiró.
—¿Está seguro?
—Al menos eso es lo que dice. Se ha pasado el día entero en el hospital.
Greensleeves salió a echar un vistazo a Sonia.
—¿Señorita Futtle? ¿Dice usted que es la señorita Futtle?
Sonia asintió.
—Sí —repuso.
El comisario de policía pudo comprobar por sí mismo que, al fin y al cabo, Hutchmeyer le había dicho la verdad: la señorita Futtle no era una pobre mujer. En absoluto.
—De acuerdo, pues le tomaremos declaración aquí mismo —dijo, y se la llevó a otro despacho.
Sonia se pasó dos horas enteras declarando y, cuando Greensleeves volvió a salir, tenía una nueva teoría: la señorita Futtle había demostrado tener un espíritu francamente cooperador.
—Muy bien —dijo a Hutchmeyer—, nos gustaría que nos explicara qué ocurrió en Nueva York a la llegada de Piper. Tenemos entendido que le organizó una especie de motín callejero.
Hutchmeyer miró en derredor echando chispas por los ojos.
—Vamos a ver, espere un momento. Eso fue un montaje publicitario, nada más. Me refiero a que…
—Y a lo que me refiero yo es a que convirtió a ese tal señor Piper en blanco de todos los grupos de presión de desquiciados habidos y por haber —le reprochó Greensleeves—: árabes, judíos, homosexuales, el IRA, negros, viejas, lo que quiera. ¿Se los echa encima al pobre tipo y lo llama montaje publicitario?
Hutchmeyer trató de poner en orden sus pensamientos.
—¿Insinúa usted que uno de esos grupos es el responsable de esto?
—No insinúo nada, señor Hutchmeyer. Le pregunto.
—¿Qué me pregunta?
—Le pregunto si considera usted tan inteligente eso de convertir al señor Piper en blanco cuando lo único que había hecho ese pobre desgraciado era escribir un libro para usted. Tal como han salido las cosas, no parece que le haya hecho ningún favor, ni a él ni a usted, ¿no es así?
—No creo que una cosa así…
Greensleeves se echó hacia adelante.
—Permítame que le diga algo por su propio bien, señor Hutchmeyer. Márchese pitando y no vuelva a poner los pies aquí nunca más. Eso si es que sabe lo que le conviene. Y la próxima vez que se le ocurra sacarse de la manga un montaje publicitario para otro de sus autores, más vale que le consiga primero un guardaespaldas.
Hutchmeyer salió del despacho tambaleándose.
—Voy a necesitar algo de ropa —dijo.
—Pues no creo que vaya a encontrarla en su casa. Han ardido hasta los mismísimos cimientos.
Sonia Futtle sollozaba sentada en un banco.
—¿Qué le pasa? —preguntó Hutchmeyer.
—Que está destrozada por la muerte de ese Piper —le explicó Greensleeves—, y no deja de sorprenderme que no esté usted afligido por la difunta señora Hutchmeyer.
—Lo estoy —le aseguró Hutchmeyer—, lo que pasa es que no soy de los que muestran los sentimientos. Eso es todo.
—Ya me lo parecía —dijo Greensleeves—. Bueno, será mejor que vaya usted a consolar a su coartada. Ya me encargaré de que le hagan llegar algo de ropa.
Hutchmeyer se acercó al banco envuelto en la manta.
—Lo siento… —dijo, pero Sonia se puso en pie de inmediato.
—¿Que lo sientes? —le espetó—. Has asesinado a mi pobre Peter ¿y ahora dices que lo sientes?
—¿Asesinado? —se escandalizó Hutchmeyer—. Lo único que he hecho ha sido…
Greensleeves les dejó y ordenó que buscaran algo de ropa.
—Ya podemos archivar este caso —comentó al teniente—. Esto es asunto de los Federales. Terroristas en Maine. Bueno, ¿quién demonios se lo iba a creer?
—Entonces, ¿no cree que ha sido cosa de la mafia?
—¿Y qué más da quién haya sido? Tampoco vamos a llegar a ninguna parte tratando de resolverlo. Eso es lo único que sé. El FBI se puede encargar del caso. Me doy perfecta cuenta cuando estoy fuera de mi terreno.
Por fin, un Hutchmeyer con un traje oscuro que no era de su talla y una Sonia todavía inconsolable llegaron al aeropuerto en coche y cogieron el avión de la compañía con destino a Nueva York.
Al aterrizar se encontraron con que MacMordie había puesto sobre aviso a los medios de comunicación.
Hutchmeyer bajó por la escalerilla del avión con paso apesadumbrado y se dispuso a hacer una declaración.
—Señores —dijo, con voz entrecortada—, esto ha supuesto una doble tragedia para mí. He perdido a la esposa más maravillosa y de buen corazón que un hombre haya tenido jamás. Cuarenta felices años de matrimonio quedan… —Hutchmeyer interrumpió su discurso para sonarse—. Es terrible. Me resulta imposible expresar lo que siento. Peter Piper era un novelista de una brillantez sin igual. Su muerte ha supuesto un duro golpe para el mundo de las letras.
Hutchmeyer hizo de nuevo el numerito del pañuelo y MacMordie lo aprovechó para apuntarle algo.
—Di algo sobre la novela —le susurró.
Hutchmeyer dejó de sonarse la nariz para decir algo sobre Deteneos, oh hombres, ante la virgen, publicada por Hutchmeyer Press en una edición de siete dólares con noventa disponible en todas las…
A su espalda, Sonia lloraba a moco tendido y tuvieron que acompañarla hasta el automóvil que los estaba esperando.
Sollozaba todavía cuando arrancaron.
—Una tragedia espantosa —dijo Hutchmeyer, que seguía bajo el influjo de su propia oratoria—, realmente espantosa.
Pero fue interrumpido por Sonia, que le daba puñetazos a MacMordie.
—¡Asesino! —le acusaba—. ¡Y todo por tu culpa! ¡Dijiste a todos esos terroristas alelados que era del KGB y del IRA y homosexual y mira lo que has conseguido!
—Pero ¿qué demonios pasa? —gritaba MacMordie—. Yo no…
—La poli de Maine cree que ha sido el Ejército de Liberación simio no sé qué o los milicianos de la guerra de la independencia o algo así —dijo Hutchmeyer—, así que nos enfrentamos a un problema de aúpa.
—De eso ya me había dado cuenta-dijo MacMordie, mientras Sonia le ponía un ojo a la funerala.
Sonia rechazó la hospitalidad de Hutchmeyer e insistió en que la llevaran al Gramercy Park Hotel.
—No te preocupes —le dijo Hutchmeyer cuando se apeaba—. Me encargaré de que Baby y Piper se reúnan con Dios nuestro señor con todos los honores. Habrá flores, cortejo fúnebre, ataúd de bronce…
—Ataúdes —precisó MacMordie—. Bueno, tampoco iban a caber…
Sonia se volvió hacia ellos.
—¡Están muertos! —les chilló—. ¡Muertos! ¿Acaso no significa eso nada para vosotros? ¿No tenéis consideración? Eran personas de verdad, personas de carne y hueso, y ahora que están muertos de lo único que se os ocurre hablar es de funerales y ataúdes y…
—Bueno, en primer lugar habrá que recuperar los cadáveres —dijo MacMordie con sentido práctico—, porque, claro, es inútil hablar de ataúdes si todavía no tenemos los cadáveres.
—¿Por qué no cierras el pico? —le espetó Hutchmeyer, pero Sonia ya había corrido a refugiarse al hotel.
Y así siguieron el trayecto en silencio.
Por un momento, Hutchmeyer se planteó la posibilidad de despedir a MacMordie, pero enseguida cambió de opinión. Al fin y al cabo, nunca le había gustado aquel caserón de madera de Maine y ahora que Baby estaba muerta…
—Ha sido una experiencia terrible —dijo—, una tremenda pérdida.
—Ya me lo imagino —dijo MacMordie—. Tanto encanto desperdiciado.
—Era un monumento de casa, parte del patrimonio americano. La gente solía venir de Boston sólo para verla.
—Me refería a la señora Hutchmeyer —dijo MacMordie.
Hutchmeyer lo miró con asco.
—Era de esperar en ti, MacMordie. En un momento como éste y tienes que pensar en el sexo.
—No pensaba en el sexo —se defendió MacMordie—. Era una mujer con una personalidad extraordinaria.
—¡Y que lo digas! —recordó Hutchmeyer—. Quiero que su memoria quede preservada en los libros. Era una gran amante de la literatura, ¿sabes? Así que quiero una edición encuadernada en piel de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, impresa en caracteres dorados. La llamaremos Edición Conmemorativa Baby Hutchmeyer.
—Déjalo en mis manos —dijo MacMordie.
Y así, mientras Hutchmeyer volvía a su papel de editor, Sonia Futtle lloraba tendida en su cama del Gramercy Park.
La pena y un sentimiento de culpabilidad la consumían. El único hombre que jamás la había amado estaba muerto y todo había sido por su culpa. Miró el teléfono y pensó en llamar a Frensic, pero en Inglaterra debía de ser ya de noche, así que mandó un telegrama.
PETER PRESUNTAMENTE MUERTO AHOGADO SRA
HUTCHMEYER ÍDEM POLICÍA INVESTIGA CRIMEN LLAMARÉ
CUANDO PUEDA SONIA.