Hutchmeyer estaba de un humor de perros.
Un autor le había insultado, había demostrado ser un patrón de yate inepto, había perdido las velas y, encima, la negativa de Sonia Futtle a tomarse sus proposiciones en serio había puesto su virilidad en entredicho.
—¡Oh, vamos, Hutch! —le había dicho—. ¡Déjalo ya! Éste no es momento para demostrar tu hombría. De acuerdo, eres un hombre y yo una mujer. Ya te he oído. Y no lo dudo. De verdad que no. Tienes que creerme, lo digo en serio. Así que vístete…
—Es que tengo la ropa mojada —objetó Hutchmeyer—. Empapada. ¿Quieres que me muera de neumonía o qué?
Sonia meneó la cabeza.
—Lo único que hay que hacer es regresar a casa y así podrás cambiarte y secarte en un santiamén.
—Sí, ya me dirás cómo vamos a regresar a casa con la vela mayor en el agua. Lo único que se puede hacer es navegar en círculo y eso es lo que estamos haciendo. Así que venga, cariño…
Pero Sonia nada. Subió a cubierta y oteó el horizonte.
Hutchmeyer, desnudo y sonrosado, le lanzó una última súplica tiritando desde el umbral del camarote.
—Eres toda una mujer —la piropeó—, y lo sabes perfectamente. Toda una mujer. Siento un gran respeto por ti. Bueno, tenemos…
—Una esposa —soltó Sonia, a quemarropa—; eso es lo que tienes tú. Y yo, novio.
—¿Que tienes qué? —preguntó Hutchmeyer.
—Me has oído perfectamente: novio. Se llama Peter Piper.
—¡Ese renacuajo…!
Hutchmeyer no pudo ir más lejos. El perfil de la costa acaparaba toda su atención. Lo distinguía con bastante claridad gracias al resplandor de una casa en llamas.
—¡Mira eso! —le indicó Sonia—. Alguien se está calentando a base de bien.
Hutchmeyer cogió los prismáticos y enfocó.
—¿Qué quieres decir con eso de «alguien»? —gritó enfurecido al cabo de un momento—. No es alguien. Es mi casa.
—Era tu casa —le corrigió Sonia con pragmatismo, antes de caer en la cuenta de las verdaderas implicaciones de aquella hoguera—. ¡Oh, Dios mío!
—Tienes toda la razón —refunfuñó Hutchmeyer, y se abalanzó sobre el arranque.
El motor se puso en marcha y el yate empezó a moverse.
Hutchmeyer luchaba con el timón a brazo partido, procurando mantener el rumbo hacia el holocausto que había sido su casa.
Por encima de la borda, a babor, la vela mayor actuaba de jábega y el Komain du Roy empezó a virar hacia babor. Desnudo y sin resuello, Hutchmeyer hacía lo imposible por compensar, pero era inútil.
—¡Tendré que deshacerme de la vela! —dijo a voz en grito, y en ese preciso instante una silueta oscura apareció dibujada sobre el fondo en llamas. Se trataba del crucero. Se les venía encima a toda máquina y estaba ardiendo.
—¡Dios santo, ese hijo de puta nos va a embestir! —gritó.
Sin embargo, al poco, el crucero le demostraría que estaba equivocado: explotó.
En primer lugar estallaron los bidones que había en la cabina y empezaron a volar por los aires pedazos de la embarcación, y, seguidamente, lo que quedaba del casco siguió avanzando hacia ellos con ímpetu hasta que el depósito principal de combustible reventó.
Se hinchó una bola de fuego como un globo y de ella surgió una masa oblonga y oscura que describió un semicírculo en el aire antes de incrustarse en la cubierta de proa del yate con gran estrépito. La popa del Romain du Roy se levantó totalmente del agua, volvió a caer pesadamente y finalmente la embarcación se estabilizó.
Aferrada a la barandilla, Sonia miró en derredor.
El casco del crucero se estaba hundiendo con un silbido de agua. Hutchmeyer había desaparecido y, apenas un segundo más tarde, Sonia se vio lanzada al océano cuando el yate volcó, se balanceó y acabó por hundirse.
Sonia se alejó del naufragio a nado. Cincuenta metros más allá, el mar aparecía iluminado por el resplandor de las llamas del combustible del crucero y fue precisamente bajo aquella luz espectral como descubrió a Hutchmeyer a su espalda. Se agarraba a un tablón de madera.
—¿Estás bien? —le gritó.
Hutchmeyer gimoteaba. Era evidente que no estaba bien. Sonia fue nadando hasta él y se detuvo sin dejar de mover los pies para mantenerse a flote.
—¡Socorro! ¡Auxilio! —graznaba Hutchmeyer.
—Tranquilízate —le consoló Sonia—. No te dejes vencer por el pánico. Sabes nadar, ¿no?
Hutchmeyer la miró con ojos desorbitados.
—¿Nadar? ¿Qué quieres decir con eso de «nadar»? ¡Naturalmente que sé nadar! ¿Qué crees que estoy haciendo?
—Pues entonces estás bien —sentenció Sonia—. Ahora lo único que hay que hacer es ir hasta la costa…
Pero Hutchmeyer había vuelto a las gárgaras.
—¿Nadar hasta la costa? No puedo nadar hasta tan lejos. ¡Me ahogaré! ¡Nunca lo conseguiré!
Me…
Sonia le dejó solo y se acercó a los restos del naufragio. Tal vez pudiera encontrar algún chaleco salvavidas… Pero lo que encontró fueron varios bidones vacíos.
Se acercó a Hutchmeyer con uno.
—Agárrate a esto —le dijo.
Hutchmeyer cambió el pedazo de tablón de madera por el bidón y se aferró a él. Sonia volvió a alejarse a nado y recogió un par de bidones más y un pedazo de cabo que encontró.
Después de atar los bidones entre sí, rodeó a Hutchmeyer con el cabo y se lo ató a la cintura.
—Así ya no te puedes ahogar —le dijo—. Y, ahora, no te muevas de donde estás y todo saldrá bien.
Hutchmeyer la miró con ojos de maníaco meciéndose en aquella balsa de bidones.
—¿Bien? —chilló—. ¿Bien? Mi casa está ardiendo, un asqueroso demente acaba de intentar asesinarme con un barco en llamas, lo que queda de mi precioso yate está bajo mis pies, ¿y dices que todo va a salir bien?
Pero Sonia ya no podía oírle, puesto que se dirigía hacia la costa con una brazada de lado constante, para no cansarse. Todos sus pensamientos se centraban en Piper. Lo había dejado en casa al marcharse y, ahora, lo único que quedaba de la casa…
Sonia se dio la vuelta para escudriñar la línea del horizonte. La casa ocupaba todavía un gran espacio y de aquella masa amarilla y roja incandescente escapaban chispas sin parar. Mientras miraba, una llamarada se elevó en el cielo: era evidente que el tejado acababa de desmoronarse.
Sonia volvió a colocarse de lado y reanudó la marcha.
Tenía que llegar cuanto antes y averiguar qué había ocurrido. Era posible que el pobre cielito de Piper hubiese sufrido otro de sus accidentes. Se mentalizó para lo peor y, con un característico sentimiento maternal, lo achacó todo a que Piper era propenso a los accidentes, pero enseguida cayó en la cuenta de que los «accidentes» que había sufrido al fin y al cabo no los había provocado él. MacMordie se había encargado de organizar todo aquel alboroto a su llegada a Nueva York. Difícilmente podía echarle la culpa a Piper… Si había que señalar a un culpable ése era…
Sonia enterró el pensamiento de su propia culpabilidad preguntándose por el barco que, tras surgir de la oscuridad, se les había venido encima a toda máquina para luego estallar en mil pedazos.
Hutchmeyer decía que habían intentado asesinarle. Se le antojaba inaudito, pero también era inaudito que su casa estuviera en llamas. Aquellos dos incidentes juntos parecían apuntar hacia un acto premeditado y organizado, en cuyo caso Piper no era responsable de nada. Nada de lo que había hecho hasta entonces había tenido un carácter organizado y premeditado. Era una persona proclive a los accidentes, sencillamente.
Con este pensamiento tan apaciguador, Sonia alcanzó la playa y gateó hasta salir del agua. Se tendió unos minutos para recuperar fuerzas y, mientras estaba allí tumbada, otra espantosa posibilidad asaltó sus pensamientos: si Hutchmeyer estaba en lo cierto y era verdad que habían tratado de asesinarle, era más que probable que al encontrar a Piper y a Baby solos en la casa hubieran…
Sonia se puso en pie tambaleándose y echó a andar entre los árboles hacia el fuego. Tenía que averiguar qué había sucedido. Aun suponiendo que no hubiera sido más que un accidente, todavía cabía dentro de lo posible que el sobresalto que se llevara cuando el fuego caló en el caserón hubiera empujado a Piper a soltarle a cualquiera que no era el verdadero autor de Deteneos. En cuyo caso la situación sería crítica. Eso si quedaba alguna situación…
Fue lo primero que preguntó a un bombero que encontró en el jardín sofocando el fuego de un arbusto en llamas.
—Bueno, si estaba ahí dentro, se habrá asado hasta convertirse en cenizas —le dijo—. Cuando hemos llegado hemos oído a un chalado descargando disparos, pero entonces el tejado se ha desplomado y desde entonces ya no ha vuelto a disparar.
—¿Disparos? —dijo Sonia—. ¿Ha dicho disparos?
—De metralleta —puntualizó el bombero—, y desde el sótano. Pero, como le he dicho, entonces se ha desplomado el tejado y ya no ha vuelto a disparar.
Sonia dirigió la mirada hacia aquella masa incandescente. Las ráfagas de calor le llegaban hasta la cara. ¿Alguien que disparaba desde el sótano con una metralleta? No tenía sentido. Nada lo tenía… A no ser, claro está, que se diera por válida la teoría de Hutchmeyer según la cual alguien había tratado de asesinarle deliberadamente.
—¿Y está seguro de que nadie ha conseguido escapar? —le preguntó.
El bombero meneó la cabeza.
—Nadie —dijo—. He llegado con el primer coche y, salvo los disparos, de ahí dentro no ha salido nada. Y el tío de la metralleta debía de estar mal.
A Sonia le ocurría lo mismo. Por un momento consiguió mantenerse en pie, pero acabó desmayándose. El bombero se la cargó al hombro y la llevó hasta una ambulancia. Media hora después, Sonia Futtle se quedaba profundamente dormida en un hospital. Le habían administrado varios sedantes.
Hutchmeyer, en cambio, estaba totalmente despierto. Sentado en la parte trasera de la lancha del guardacostas que le había rescatado con los bidones de combustible por única vestimenta, trataba de explicar qué estaba haciendo en medio de la bahía a las dos de la madrugada. El guardacostas no parecía dar demasiado crédito a sus palabras.
—De acuerdo, señor Hutchmeyer, de modo que no se encontraba a bordo de su crucero cuando ha estallado…
—¿Mi crucero? —dijo Hutchmeyer a gritos—. ¡Ese no era mi crucero! Yo iba a bordo del yate.
El guardacostas lo miró con escepticismo y le señaló uno de los restos del naufragio que había en cubierta. Hutchmeyer lo miró fijamente. Las palabras Folio 3 resultaban perfectamente legibles, pintadas en aquel pedazo de madera.
—Folio 3 es mío —musitó.
—Eso es lo que creía yo —dijo el guardacostas—. De todos modos, si insiste usted en que no iba a bordo…
—¿A bordo? ¿A bordo? ¡A estas alturas el desgraciado que iba a bordo debe de parecer un pato asado! ¿Tengo yo el aspecto…?
Pero nadie añadió nada más. La lancha encalló en la orilla, al pie de lo que quedaba de la Residencia Hutchmeyer, y ayudaron a su propietario a bajar a tierra envuelto en una manta. En fila india, emprendieron la marcha a través del bosque hasta llegar al camino que conducía a la casa, en el que estaban estacionados una docena de coches patrulla, camiones de bomberos y ambulancias.
—Hemos encontrado al señor Hutchmeyer flotando por ahí con esto —informó el guardacostas al jefe de policía, al tiempo que señalaba los bidones—. He pensado que podría interesarle.
El jefe de policía Greensleeves miró alternativamente a Hutchmeyer y los bidones. Saltaba a la vista que estaba muy interesado.
—Y luego esto —añadió el guardacostas, mostrándole el pedazo de madera en el que aparecía escrito Folio 3.
El jefe de policía Greensleeves estudió el nombre.
—Folio 3, ¿eh? ¿Significa algo para usted, señor Hutchmeyer?
Acurrucado bajo la manta, Hutchmeyer miraba ensimismado las ruinas incandescentes de su casa.
—Le preguntaba si Folio 3 significa algo para usted, señor Hutchmeyer —repitió el jefe de policía, siguiendo la mirada de Hutchmeyer con ojos inquisitivos.
—Naturalmente —repuso Hutchmeyer—. Es mi crucero.
—¿Le importaría decirnos qué hacía usted a bordo de su crucero a estas horas de la madrugada?
—No estaba a bordo de mi crucero. Estaba en mi yate.
—Folio 3 es un crucero —insistió el guardacostas, solícito.
—¡Ya sé que es un crucero! —masculló Hutchmeyer—. Lo que he dicho es que no iba a bordo cuando ha ocurrido la explosión.
—¿Qué explosión, señor Hutchmeyer? —preguntó Greensleeves.
—¿Qué quiere decir con «qué explosión»? ¿Cuántas explosiones ha habido esta noche?
El jefe de policía miró de nuevo hacia la casa.
—¡Buena pregunta! —dijo—, pero que muy buena. Es la misma pregunta que me hago yo. Y me pregunto también cómo es que nadie ha avisado a los bomberos para advertirles que la casa estaba ardiendo antes de que fuera demasiado tarde. Y por qué, cuando hemos llegado, había alguien tan interesado en que no sofocáramos el fuego que se ha puesto a disparar con una metralleta desde el sótano y ha destrozado un camión de bomberos.
—¿Que alguien ha disparado desde el sótano? —dijo Hutchmeyer, incrédulo.
—Eso es lo que he dicho: con una metralleta, y de gran calibre además.
Hutchmeyer bajó la mirada, incómodo.
—Bueno, eso lo puedo explicar —dijo, pero se calló.
—¿Que lo puede explicar? Pues me encantaría oír esa explicación, señor Hutchmeyer.
—Tengo siempre una metralleta en el cuarto de juegos.
—¿Que tiene usted siempre una ametralladora en el cuarto de juegos? ¿Le importaría decirme por qué guarda usted una ametralladora en el cuarto de juegos?
Hutchmeyer tragó saliva, incómodo. Le importaba muchísimo.
—Para protegerme —musitó por fin.
—¿Para protegerse? ¿De qué?
—De los osos —repuso Hutchmeyer.
—¿De los osos, señor Hutchmeyer? ¿He oído bien cuando ha dicho usted «osos»?
Hutchmeyer miró a su alrededor desesperado, tratando de dar con una respuesta que resultara plausible. Al final, confesó la verdad.
—Verá usted, durante una época a mi esposa le dio por liarse con osos… —empezó el pobre infeliz.
El jefe de policía Greensleeves lo estudió de arriba abajo con mayor interés.
—¿Que a la señora Hutchmeyer le dio por liarse con osos? ¿He oído bien cuando ha dicho usted que a la señora Hutchmeyer le dio por liarse con osos?
Hutchmeyer tenía más que suficiente.
—¡Deje de preguntarme si ha oído bien! —le espetó—. ¡Si digo que a la señora Hutchmeyer le dio por liarse con osos es que le dio por liarse con osos, coño! Pregunte a los vecinos. Ellos se lo confirmarán.
—Pierda cuidado —dijo el jefe de policía Greensleeves—. ¿De modo que va usted y se procura artillería? ¿Para disparar contra los osos?
—No disparé contra ningún oso. Sólo la compré por si surgía la necesidad.
—¿Y supongo que tampoco ha disparado usted contra los camiones de bomberos?
—¡Naturalmente que no! ¿Por qué demonios iba a querer disparar contra algo así?
—Eso ya no sabría decírselo, señor Hutchmeyer, como tampoco sabría decirle qué hacía usted en cueros, en medio de la bahía, con un montón de bidones de gasolina vacíos atados a la cintura mientras su casa ardía sin que nadie llamara a los bomberos.
—No ha llamado nadie… ¿Quiere decir que mi esposa no ha llamado…?
Hutchmeyer se quedó mirando a Greensleeves con la boca abierta.
—¿Su esposa? ¿Quiere decir que su esposa no se encontraba con usted en la bahía a bordo del crucero?
—¡Desde luego que no! —negó Hutchmeyer—. Ya le he dicho que yo no me encontraba a bordo del crucero. El crucero me ha embestido cuando estaba en el yate y ha estallado y…
—Entonces, ¿dónde está la señora Hutchmeyer? Hutchmeyer miró de nuevo a su alrededor, desesperado.
—No tengo la menor idea —tuvo que admitir.
—De acuerdo, llévenselo a comisaría —ordenó el jefe de policía—. Allí hablaremos del asunto con mayor detenimiento.
Y así fue como cargaron a Hutchmeyer en la parte trasera del coche patrulla y se dirigieron a Bellsworth.
Cuando llegaron a comisaría, Hutchmeyer se encontraba en un profundo estado de conmoción.
Lo mismo que Piper. El fuego, el crucero volando en pedazos, la llegada de los bomberos y de los coches patrulla con las sirenas en marcha y, para terminar, la ráfaga de metralleta procedente del cuarto de juegos, habían contribuido a minar la poca seguridad que había poseído jamás.
Mientras los bomberos huían para ponerse a cubierto y los agentes de policía se pegaban al suelo, Piper se dejó guiar por Baby a través del bosque. Echaron a correr por un sendero y desembocaron en el jardín de otra mansión. Había gente fuera, frente a la puerta, mirando el humo y las llamas que se alzaban crepitando en el aire por encima de los árboles.
Baby vaciló un momento y, aprovechando el parapeto que le proporcionaban unos arbustos, tiró de Piper y siguieron adelante a lo largo de la casa antes de adentrarse de nuevo en el bosque, ya al otro lado.
—¿A dónde vamos? —preguntó Piper al cabo de un kilómetro—. Bueno, no podemos marcharnos así, andando, como si no hubiera pasado nada.
—¿Quieres regresar? —le espetó Baby. Piper dijo que no.
—Muy bien, pues en ese caso habrá que recorrer unos kilómetros —le advirtió.
Y así, reemprendieron la marcha hasta dejar atrás otras tres mansiones.
Tres kilómetros más allá, Piper volvió a quejarse.
—Pero es que van a empezar a preguntarse qué nos ha pasado —dijo.
—Pues que se lo vayan preguntando —repuso Baby.
—Y además no veo cómo nos va a ayudar todo esto —dijo—. Descubrirán que has incendiado la casa intencionadamente y luego está lo del crucero. Tengo todas mis cosas allí.
—Tenías todas tus cosas allí. Ahora mismo ya no están. Deben de estar en el fondo de la bahía o flotando por ahí en compañía de mi visón. Y cuando encuentren todo eso, ¿sabes qué van a pensar?
—No —dijo Piper.
Baby soltó una risita nerviosa.
—Pues van a pensar que hemos desaparecido con todo lo demás.
—¿Desaparecido con todo lo demás?
—Que estamos muertos —le aclaró Baby, con otra de sus siniestras risitas.
A Piper no le parecía que hubiera nada de que reírse. La muerte, aunque fuera por sustitución, no era ninguna tontería, y además se había quedado sin pasaporte. Lo había guardado en la maleta junto con sus preciados libros de contabilidad.
—Perfecto. Así sabrán que estás muerto —se le ocurrió a Baby cuando le llamó la atención sobre ese hecho—. Como ya te he dicho, hay que romper con el pasado y nosotros lo hemos conseguido. Por completo. Somos libres. ¡Libres! Podemos ir a donde se nos antoje y hacer lo que nos apetezca. Acabamos de romper las ataduras con las circunstancias.
—Es muy posible que lo veas de ese modo —dijo Piper—, pero yo no puedo decir lo mismo. En lo que a mí concierne, resulta que las ataduras con las circunstancias son mucho más fuertes de lo que lo fueron jamás antes de que ocurriera todo esto.
—¡Oh, eres un pesimista sin remedio! —se lamentó Baby—. Bueno, ¿por qué no miras el lado alegre de las cosas?
Piper lo estaba haciendo. Hasta la bahía entera aparecía iluminada ante aquella conflagración y varias embarcaciones se habían reunido frente a la costa para contemplar la hoguera.
—¿Y cómo piensas aclarar todo esto? —le preguntó, olvidando por un momento que era libre y que no había vuelta atrás.
Baby se volvió contra él hecha una furia.
—¿Y a quién se lo voy a aclarar? —le preguntó—. Estamos muertos. A ver si lo entiendes de una vez: muertos. Hemos dejado de existir en el mundo en el que ha pasado todo esto. Es agua pasada. Ya no tiene nada que ver con nosotros. Pertenecemos al futuro.
—Bueno, pues alguien lo va a tener que aclarar —insistía Piper. Lo que quiero decir es que no se puede ir por ahí prendiendo fuego a casas y haciendo estallar barcos y esperar que la gente no haga preguntas. ¿Qué va a pasar cuando no encuentren nuestros cadáveres en el fondo de la bahía?
—Creerán que la corriente nos ha arrastrado mar adentro, que se nos han zampado los tiburones o algo así. Además, lo que piensen no es asunto nuestro. Tenemos una nueva vida que vivir.
—¡Ni lo sueñes! —replicó Piper, que no se consolaba ni a tiros.
Pero Baby no se daba por vencida y, cogiendo a Piper de la mano, le siguió guiando a través del bosque.
—¡Ahí vamos, destino común! —anunció, alegre.
A su espalda, Piper refunfuñaba. Un destino común con aquella mujer alelada era lo último que deseaba en el mundo. En cuanto volvieron a emerger del bosque vieron alzarse ante sí otra gran mansión. No había ventanas iluminadas ni señales de vida.
—Nos esconderemos aquí hasta que se haya enfriado el asunto —propuso Baby en un lenguaje callejero que Piper conocía únicamente a través de las películas de serie B.
—¿Y qué me dices de la gente que vive ahí? —le preguntó—. ¿No les importará que nos instalemos en su casa?
—No van a enterarse. Es de los Van der Hoogen y están fuera dando la vuelta al mundo. Estaremos más seguros que en casa.
Piper volvió a refunfuñar. Teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir en la casa de Hutchmeyer, la expresión se le antojaba especialmente poco afortunada.
Cruzaron la extensión de césped y siguieron por un camino de grava que terminaba en la puerta de servicio.
—Siempre dejan la llave en el invernadero —le explicó Baby—. No te muevas de aquí que voy a buscarla.
Baby se marchó y Piper se quedó vacilando junto a la puerta. O aprovechaba la oportunidad para huir o la dejaba escapar para siempre. Pero Piper no la aprovechó. Llevaba ya demasiado tiempo viviendo en la sombra de la identidad de otros autores como para ser capaz de actuar por propia iniciativa.
Cuando Baby regresó lo encontró temblando de pies a cabeza. Era una reacción ante la gravedad de su situación. Piper la siguió al interior de la casa titubeando y Baby cerró la puerta con llave a su espalda.
Entretanto en Hampstead, Frensic se levantaba temprano. Era domingo y faltaba sólo un día para que saliera Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, así que los periódicos debían de llevar ya las reseñas.
Echó a andar cuesta arriba hasta el vendedor de periódicos y los compró todos, incluso el News of the World, que no llevaba crítica literaria pero podía resultarle una lectura consoladora si las reseñas que aparecían publicadas en los otros eran negativas o, peor aún, inexistentes.
A continuación, y saboreando su capacidad de sacrificio, se fue paseando hasta su apartamento sin caer en la tentación de echar ni un vistazo a ninguno de ellos por el camino. Al llegar, puso agua a calentar para el desayuno: se prepararía unas tostadas con mermelada y repasaría todos los periódicos mientras desayunaba. Pero precisamente estaba haciendo café cuando sonó el teléfono. Era Geoffrey Corkadale.
—¿Has visto las reseñas? —le preguntó, impaciente. Frensic le dijo que no.
—Me acabo de levantar —le mintió, disgustado de que Geoffrey le hubiera arrebatado el placer de leer una cobertura sin duda excelente—. Por el tono deduzco que son buenas.
—¿Buenas? ¡Son apologías! ¡Verdaderos ditirambos! Escucha lo que dice Frieda Gormley en el Times: «La primera novela seria que se atreve a desenmarañar toda la confabulación social que rodea el tabú del sexo y que, durante tanto tiempo, ha trazado una división entre la juventud y la madurez. Dentro de su género, Deteneos, oh, hombres, ante la virgen es una obra maestra».
—¡Papanatas frígida! —masculló Frensic.
—¿No te parece divina? —le preguntó Geoffrey.
—Me parece absurda —dijo Frensic—. Si Deteneos es la primera novela que se atreve a desenmarañar una confabulación, ¡y sólo Dios sabe cómo se hace eso!, no puede ser «dentro de su género». No forma parte de ningún género: el libro es único.
—Eso está en el Observer —dijo Geoffrey, que no estaba dispuesto a descorazonarse—. Sheila Shelmerdine dice: «Deteneos, oh, hombres bla, bla, bla, conmueve por sus grandes virtudes literarias y, al mismo tiempo, demuestra un interés humanitario por las personas ancianas y socialmente marginadas. Esta novela única trata de sondear esos aspectos de la vida que durante demasiado tiempo han ignorado sistemáticamente todos aquellos a quienes corresponde la tarea de progresar en los frentes de la sensibilidad social. Un libro encantador que merece el más nutrido de los públicos lectores». ¿Qué me dices de esto?
—Francamente —dijo Frensic—, lo considero una absoluta idiotez, pero de todos modos estoy encantado de que la señorita Shelmerdine lo haya dicho. Aunque yo ya sabía que sería una máquina de hacer dinero.
—Eso es cierto, muy cierto; sí, señor —convino Geoffrey—. Tengo que reconocer que tenías toda la razón.
—Bueno, eso todavía hay que verlo —insinuó Frensic antes de que Geoffrey se entusiasmara demasiado—. No todo se acaba en las reseñas. La gente todavía tiene que comprar el libro, pero no deja de ser un buen augurio para las ventas americanas. ¿Hay algo más?
—Un artículo bastante desagradable de Octavian Dorr.
—¡Estupendo! —se animó Frensic—. Suele ser bastante perspicaz y su estilo me gusta.
—Pues a mí no —disentía Geoffrey—. Para mi gusto entra demasiado en cuestiones personales, cuando lo que debería hacer es centrarse en el libro. Para eso le pagan. Pero, claro, se ha permitido unas comparaciones bastante odiosas. En fin, supongo que también nos ha proporcionado unas cuantas citas para las solapas de la próxima novela de Piper y eso es lo importante.
—Desde luego —corroboró Frensic, y se volvió con fruición hacia la columna de Octavian Dorr del Sunday Telegraph—. Sólo cabe esperar que nos vaya igual de bien con los semanarios.
Frensic colgó, se preparó unas tostadas y se instaló con Octavian Dorr, cuyo artículo se titulaba «Senilidad permisiva».
Empezaba como sigue: «Los editores de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, de Peter Piper, deberían haber publicado su primera novela bajo el reinado de Catalina, La Grande. La heroína —por así decirlo— de esta novela de inminente aparición comparte muchos de los rasgos menos atractivos de la que fuera emperatriz de Rusia, en particular una inclinación, rayana en la manía sexual por conquistar los favores de jóvenes mozos y una predisposición por la indiscreción, que resulta, cuando menos lamentable. Lo mismo puede decirse de los editores, Corkadale…».
Frensic comprendía perfectamente que Geoffrey hubiera encontrado la reseña detestable.
A él, en cambio, le resultaba sumamente agradable. Era un artículo largo y a pesar de que criticaba despiadadamente al autor, al editor y al público —cuyo apetito por el erotismo perverso convertía la venta de este tipo de novelas en un negocio provechoso— y culpaba a la sociedad en general del deterioro de los valores literarios, no se podía negar que era una buena publicidad para el libro. Era muy posible que el señor Dorr abominara el erotismo perverso, pero contribuía a venderlo.
Frensic terminó la reseña con un suspiro de alivio y luego pasó a las demás. Aquellos elogios y la verborrea presuntuosa cargada de opiniones progresistas sería, carente de gracia y asquerosamente sincera había dado a Deteneos el imprimátur de respetabilidad que Frensic tanto deseaba. Se tomaban la novela en serio y, si los semanarios seguían el ejemplo, no tendrían de qué preocuparse.
—La profundidad es lo esencial —murmuró Frensic, antes de tomar otro pellizco de rapé—. Hay que engrasar la maquinaria con un buen montón de memeces lúcidas.
Frensic se recostó en el sillón y se puso a pensar si no se podría hacer algo que garantizara un máximo de publicidad a Deteneos. Algún notición sensacionalista para la prensa diaria…