12

En medio de la bahía, Hutchmeyer luchaba con el timón.

Aquella tarde no había sido precisamente un éxito. Había tenido que aguantar los insultos de uno de sus autores —una experiencia única, para la que no le habían preparado en absoluto veinticinco años de dedicación al negocio del libro—, y ahora, lo cual era todavía peor, estaba a bordo de un yate aguantando los coletazos de un tifón, en una noche oscura como boca de lobo, con una tripulación que consistía en una mujer borracha empeñada en divertirse.

—¡Esto es fantástico! —gritaba, mientras el yate se ladeaba y una ola rompía en cubierta—. ¡Inglaterra, ahí vamos!

—¡Oh, no, nada de eso! —dijo Hutchmeyer, dando un golpe de timón para evitar la posibilidad de salir a mar abierto.

Hutchmeyer escrutó la oscuridad de la noche y luego echó un vistazo a la bitácora.

En ese preciso instante, Komain du Roy dio un bandazo, el agua corrió por la barandilla y se metió en la cabina de popa.

Hutchmeyer se aferró al timón y empezó a soltar imprecaciones. A su lado, invisible en la oscuridad, Sonia gritaba, si de miedo o de emoción era algo que Hutchmeyer no sabía ni le importaba. Se estaba enfrentando a problemas de náutica que superaban con creces sus escasos conocimientos.

Enterrado en un recodo de su memoria, algo le decía que no había que dejar las velas izadas en caso de tormenta. Había que vencer el temporal.

—Sujeta esto —pidió a Sonia a gritos, y avanzó vadeando hacia el camarote en busca de un cuchillo.

En el momento en que asomaba la cabeza al salir, una ola rompió encima de la cabina y le abofeteó la cara.

—¿Qué haces con eso? —le preguntó Sonia.

Hutchmeyer blandió el cuchillo y se agarró a la barandilla.

—¡Asegurarme de que no nos vamos a pique! —bramó, mientras el yate se deslizaba viento en popa de una manera alarmante.

Hutchmeyer echó a andar a gatas pegado al suelo de cubierta y segó todos los cabos con que se tropezó. De pronto se encontró envuelto en una maraña de lonas y, cuando consiguió salir del enredo, descubrió que habían dejado de avanzar. El yate se mecía en el agua.

—No deberías haberlo hecho —le dijo Sonia—. Empezaba a cogerle el tranquillo al viajecito.

—Pues yo no —dijo Hutchmeyer, oteando la noche.

Era imposible saber dónde se encontraban. El manto negrísimo del cielo se cernía sobre sus cabezas y las luces, a ambos lados de la costa, parecían haberse esfumado. O quizá se habían esfumado ellos. En alta mar.

—¡Dios santo! —se lamentó Hutchmeyer, desconsolado.

A su lado, Sonia jugueteaba alegremente con el timón.

En el hecho de encontrarse en medio de una tormenta en noche cerrada había algo estimulante que cautivaba su talante aventurero. Despertaba su instinto combativo: era algo tangible contra lo que emplearse a fondo. Por otra parte, el desaliento de Hutchmeyer le resultaba tranquilizador. Por lo menos, había apartado a Piper de su pensamiento, y a ella también. Una tormenta en medio del mar no era el escenario idóneo para seducciones. Todos los esfuerzos de Hutchmeyer en ese sentido habían sido definitivamente torpes y Sonia había buscado refugio en el whisky. Y ahora, mientras se mecían subiendo y bajando a merced de las olas, se sentía felizmente embriagada.

—Bueno, tendremos que quedarnos de brazos cruzados hasta que la tormenta amaine —concluyó Hutchmeyer.

Pero Sonia quería acción.

—Pon en marcha el motor —le pidió.

—¿Y para qué? No sabemos dónde estamos. Podríamos encallar.

—¡Quiero sentir el viento en mi cabello y la espuma en la cara! —proclamó Sonia a los cuatro vientos.

—¿Espuma? —dijo Hutchmeyer con voz ronca.

—Y un hombre al timón con mano firme…

—Ya tienes un hombre al timón —dijo Hutchmeyer, dándole la réplica.

El yate dio unos bandazos al viento y las olas alcanzaron la vela mayor que arrastraban. Sonia se echó a reír.

—Un hombre de verdad, de pelo en pecho, un marinero. Un hombre con sal en las venas y una vela en el corazón. Alguien que me haga hervir la sangre.

—Hervir la sangre… —rezongó Hutchmeyer—. Si encallamos en una roca verás cómo te hierve la sangre… No tendría que haberte escuchado. Salir en una noche como ésta…

—Lo que tendrías que haber escuchado es el parte meteorológico —dijo Sonia—. Yo lo único que te he dicho…

—Recuerdo perfectamente lo que has dicho. «¿Por qué no salimos a dar una vueltecita por la bahía?». Eso es lo que has dicho.

—Pues eso: estamos dando una vueltecita. El reto de los elementos… A mí me parece maravilloso.

A Hutchmeyer no se lo parecía.

Calado, aterido y hecho un verdadero asco, se aferraba al timón y escrutaba la oscuridad en busca de alguna señal de la costa. No se veía ni rastro de ella.

«¡Qué cojones de reto de los elementos!», pensó malhumorado y se preguntó por qué las mujeres tendrían tan poco sentido de la realidad.

Se trataba de un pensamiento que habría encontrado su eco en el corazón de Piper.

Baby había cambiado. La mujer sumamente inteligente y sensible que había descrito en su diario se había convertido en una criatura extraordinariamente apremiante, empeñada en arrancarle de aquella casa en una noche de tormenta absolutamente desaconsejable.

Para empeorar todavía más las cosas, parecía decidida a acompañarle, proceder que, en opinión de Piper, estaba destinado a poner a prueba unas relaciones ya tensas con el señor Hutchmeyer que una huida a duras penas podría suavizar.

Eso fue lo que le hizo saber a Baby mientras le acompañaba fuera de la galería y le guiaba hasta el gran vestíbulo.

—Bueno, no podemos marcharnos así, juntos, en plena noche —objetó, de pie encima del mosaico de una cuba con pasta de papel hirviendo. Hutchmeyer lo miraba con expresión ceñuda desde el retrato que colgaba de la pared.

—¿Por qué no? —preguntó Baby, cuyo sentido del melodrama tendía a exacerbarse en la suntuosidad de aquel marco.

Piper trató de pensar en una respuesta convincente, pero la única que se le ocurrió fue la muy trillada de que a Hutchmeyer no iba a gustarle.

Baby soltó una risotada espeluznante.

—¡Que apechuge! —dijo Baby, y antes de que Piper tuviera tiempo de recordarle que ese apechugar de Hutchmeyer se podía volver en su contra y que, en cualquier caso, prefería los peligros que entrañaba quitarle la venda de los ojos a Hutchmeyer en lo referente a la autoría de Deteneos que los ya directamente atroces que podía acarrearle fugarse con su esposa, Baby le había vuelto a coger de la mano y se lo llevaba por la escalera renacentista.

—Haz las maletas lo más rápidamente que puedas —le pidió en un susurro, parados ante la puerta de su dormitorio boudoir.

—Sí, pero… —susurró Piper a su vez sin darse cuenta.

Sin embargo, Baby ya no estaba.

Piper entró en su habitación y encendió la luz. La maleta apoyada contra la pared se le antojó poco sugerente. Cerró la puerta y se preguntó qué demonios iba a hacer. Aquella mujer debía de haber perdido el juicio si de verdad creía que estaba dispuesto a…

Piper se encaminó hacia la ventana haciendo eses y tratando de librarse de la sensación de que todo aquello le estaba pasando de verdad. Aquella experiencia tenía algo de la irrealidad espantosa de una alucinación que encajaba con cuanto había sucedido desde que había pisado tierra firme en Nueva York.

Todo el mundo estaba como un cencerro. Es más, se dejaban arrastrar por su locura sin el menor pestañeo. «Donde pongo el ojo pongo la bala», fue la primera expresión que le vino a la cabeza.

Y sin duda le volvió a venir a la cabeza al cabo de cinco minutos cuando, todavía con la maleta sin hacer, Piper abrió la puerta de su dormitorio boudoir y se asomó al pasillo. Baby se le acercaba empuñando un revólver enorme.

Piper se volvió a meter en el dormitorio, acobardado.

—Será mejor que metas esto también en la maleta —le pidió.

—¿En la maleta? —dijo Piper, que seguía mirando el artilugio con el ceño fruncido.

—Por si acaso —le explicó Baby—, nunca se sabe.

Piper sí lo sabía. Esquivó la cama y meneó la cabeza.

—Tienes que comprender… —trató de explicarle, pero Baby ya se había precipitado sobre los cajones de la cómoda y estaba amontonando su ropa interior encima de la cama.

—No pierdas el tiempo charlando y coge esa maleta. El viento está amainando, así que los tendremos de vuelta de un momento a otro.

Piper miró esperanzado hacia la ventana. Si por lo menos regresaran antes de que fuera demasiado tarde…

—Creo firmemente que deberíamos reconsiderar todo esto —dijo.

Baby dejó de vaciar cajones de pronto y se volvió hacia él. Su rostro sin arrugas parecía encendido de sueños nunca imaginados. Era todas las heroínas que había conocido a través de los libros, todas las mujeres que habían huido, felices, a Siberia o habían seguido al hombre de sus sueños por un Sur arrasado por Sherman.

Pero es que era todavía más: la inspiración y el amparo de aquel joven desdichado. Aquélla era su única oportunidad de realizarse y no estaba dispuesta a dejarla escapar.

Atrás quedarían Hutchmeyer y aquellos años dedicados al aburrimiento y a la frivolidad, a la cirugía estética y a la diversión programada; ante sí estaba Piper, el saberse necesitada, una nueva vida henchida de profundidad y de sentido al servicio de aquel joven genio. Y precisamente en aquel momento de supremo sacrificio, culminación de tantos y tantos años de espera, él vacilaba.

Los ojos de Baby se anegaron de lágrimas y alzó los brazos en un gesto de súplica.

—¿No entiendes lo que significa todo esto? —le preguntó.

Piper se la quedó mirando con la boca abierta. Lo que pasaba es que entendía perfectamente lo que significaba. Se encontraba en un caserón enorme, a solas con la esposa demente del editor más rico y más poderoso de América, que le estaba proponiendo que se fugaran juntos. Y si no aceptaba, lo más probable era que contara a Hutchmeyer toda la verdad sobre Deteneos o que le fuera con el cuento, tanto o más espantoso todavía, de que había tratado de seducirla.

Y luego estaba la pistola.

Seguía encima de la cama donde ella la había dejado. Piper la miró de reojo y, en ese preciso instante, Baby dio un paso al frente y las lágrimas que le rebasaban ya los ojos bajaron como un torrente por sus mejillas arrastrando con ellas una lentilla.

Baby empezó a buscarla a tientas por el cubrecama y tropezó con la pistola.

Piper no lo dudó un momento más: agarró la maleta, la dejó caer encima de la cama y la llenó con camisas y pantalones a toda prisa. No paró hasta que lo hubo metido todo, incluidos sus libros de contabilidad, plumas estilográficas y tintero Waterman negro medianoche.

En cuanto hubo terminado, se sentó encima y la cerró.

Baby seguía buscando a tientas encima de la cama.

—No la encuentro —decía—. No la encuentro.

—Déjalo, no la vamos a necesitar-dijo Piper, ansioso por evitar cualquier tipo de relación más cercana con armas de fuego.

—Pero es que la necesito —insistía Baby—, no puedo pasar sin ella.

Piper cargó con la maleta y, en ese momento, Baby encontró la lentilla. Y la pistola.

Cogiendo la pistola con una mano y tratando de colocarse la lentilla con la otra, Baby se apresuró a seguir a Piper por el pasillo.

—Baja tu maleta y luego vuelve a por la mía —le pidió, antes de meterse en su dormitorio.

Piper bajó, se tropezó con el retrato ceñudo de Hutchmeyer y volvió a subir.

Baby le estaba esperando de pie, junto al colchón de agua, con un abrigo de visón. A su lado había seis bolsas de viaje enormes.

—Bueno —dijo Piper—, ¿estás segura de que quieres…?

—Sí, claro —dijo Baby—, es lo que había soñado toda mi vida. Abandonar todo esto…, esta falsedad, y empezar de nuevo.

—¿Pero no crees…? —intentó decir Piper de nuevo, pero Baby no creía nada.

Con un gesto solemne y definitivo, cogió la pistola y descargó varios balazos contra el colchón. Mientras unos chorrillos de agua se elevaban en el aire, las paredes de la habitación les devolvieron el eco ensordecedor de los balazos.

—¡Es un gesto simbólico! —exclamó arrojando el revólver al otro extremo de la habitación.

Sin embargo, Piper no la oyó.

Con tres bolsas de viaje en cada mano, salió del dormitorio tambaleándose y arrastró el equipaje por el pasillo con los disparos silbándole todavía en los oídos. Ahora ya sabía que estaba loca de atar, pero la visión de la agonía del colchón de agua le había afectado como una espantosa premonición de su propia muerte.

Llegó sin resuello al pie de las escaleras.

Baby iba tras él, como un fantasma con visón.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Cogeremos el yate de crucero —le dijo.

—¿El yate de crucero?

Baby asintió. Un sinfín de imágenes de novelas habían vuelto a encender su imaginación. La huida nocturna a través del agua era fundamental.

—¿Pero ellos no…? —dijo Piper.

—Así no sabrán nunca dónde estamos —le atajó Baby—. Desembarcaremos en la costa y compraremos un coche.

—¿Que compraremos un coche? —dijo Piper—. Pero es que no tengo dinero…

—Yo sí —dijo Baby.

Y con Piper cargando con las bolsas de viaje a su espalda, atravesaron el salón y bajaron por el camino que conducía al embarcadero.

A pesar de que el viento había bajado, el mar seguía picado y, al golpear los pilotes de madera y las rocas, levantaba un rocío salado que azotó la cara de Piper hasta dejarla empapada.

—Deja las maletas a bordo —le pidió Baby—. Yo tengo que ir a buscar una cosa.

Piper vaciló un instante y se quedó ensimismado mirando la bahía indeciso. Ahora ya no estaba tan seguro de si quería ver aparecer a Sonia y a Hutchmeyer, pero en cualquier caso no se veía ni rastro de ellos. Por fin se decidió a dejar las bolsas en la embarcación y se dispuso a esperar. Baby regresó con un maletín.

—Mi pensión de divorcio —le explicó—, de la caja fuerte.

Apretando el visón contra su cuerpo, bajó al crucero y se dirigió al tablero de mandos. Piper la seguía con pasos vacilantes.

—Falta combustible —dijo—, necesitaremos más.

Así que Piper tuvo que empezar a hacer viajes, cargado como una mula, del barco al depósito de combustible, que quedaba al fondo del patio, en la parte trasera de la casa.

Como era de noche, de vez en cuando tropezaba.

—¿Todavía no basta? —preguntó después del quinto viaje.

—No podemos permitirnos el lujo de cometer errores. ¿No querrás que nos quedemos sin combustible en medio de la bahía?

Piper salió de nuevo hacia el depósito. No le cabía ninguna duda ya de que había cometido un error imperdonable. Tendría que haber escuchado a Sonia. Le había dicho que aquella mujer era un demonio y tenía toda la razón. Un demonio desquiciado. Y, además, ¿qué diantre estaba haciendo llenando el depósito de un yate con bidones de combustible en plena noche? No se trataba de una actividad ni siquiera remotamente relacionada con la del novelista. Thomas Mann no lo habría hecho ni borracho. Ni D. H. Lawrence tampoco. Conrad tal vez, aunque le parecía poco probable. Piper consultó Lord Jim y no logró encontrar en él nada que le apaciguara, nada que justificara aquella actividad delirante.

Sí, delirante era la palabra. De pie en el depósito de combustible con un nuevo par de bidones, Piper vacilaba. Ni un solo novelista de mérito se habría avenido a hacer lo que él estaba haciendo. Todos se habrían negado rotundamente a tomar parte en semejante plan. Lo cual estaba muy bien pero, claro, ninguno de ellos se había encontrado nunca en un aprieto tan mayúsculo como el suyo. Bien es verdad que D. H. Lawrence se había fugado con la esposa de no sabía quién, Frieda, pero seguramente por propia decisión y porque estaba enamorado de aquella mujer. Y Piper no estaba en absoluto enamorado de Baby, ni estaba haciendo todo aquello por iniciativa propia. En absoluto.

Tras haber consultado todos aquellos precedentes, Piper trató de encontrar un medio de mantenerse a la altura de las circunstancias. Al fin y al cabo no había consagrado los últimos diez años de su vida a ser un gran novelista para nada. Se decantaría por el criterio moral. Aunque eso era más fácil decirlo que hacerlo. Baby Hutchmeyer no era precisamente la clase de mujer capaz de comprender que se adoptaran criterios morales. Además, tampoco había tiempo para explicaciones. Lo mejor sería quedarse donde estaba y no regresar al barco. Eso le colocaría en una delicada situación cuando Hutchmeyer y Sonia regresaran.

Se las vería negras tratando de justificar su presencia a bordo del yate, con su equipaje y diez bidones de veinte litros de gasolina almacenados en la cabina. Por lo menos no podría escudarse diciendo que la había obligado a fugarse con él —si es que fugarse era la palabra adecuada para describir el hecho de huir con la esposa de otro—. Si él no estaba allí, no podría. Claro que su maleta también estaba a bordo… Tendría que sacarla de allí. Pero ¿cómo? Estaba claro que si no regresaba ella acudiría en su busca y entonces… Piper se asomó por la puerta del depósito y, al ver que el patio seguía desierto, lo cruzó sin ser visto hasta la puerta principal y entró en la casa. Entonces se puso a observar el barco a través de la celosía del salón de la galería. Oía crujir a su alrededor todo aquel caserón de madera.

Piper echó un vistazo a su reloj: era la una de la madrugada. ¿Dónde se habían metido Sonia y Hutchmeyer? Hacía horas que debían estar de vuelta.

A bordo del yate de crucero, Baby se estaba haciendo la misma pregunta a propósito de Piper. ¿Qué le habría entretenido? Había puesto en marcha el motor, comprobado el indicador de gasolina y, ahora que ya estaba todo listo para la partida, Piper retrasaba las cosas.

Al cabo de diez minutos, empezaba a estar preocupada de verdad. Y a cada minuto que pasaba su preocupación iba en aumento. El mar estaba en calma, y si no se daba prisa en llegar…

—Estos genios son imprevisibles-refunfuñó por fin, y volvió a subir al embarcadero.

Baby dio un rodeo a la casa, cruzó el patio en dirección al depósito de combustible y encendió la luz al entrar. Nadie. Dos bidones abandonados en el suelo eran el testigo mudo del cambio de actitud de Piper. Baby se encaminó hacia la puerta.

—¡Peteeer! —le llamó, pero su vocecilla se perdió en la noche.

Tres veces le llamó y tres veces se quedó sin respuesta.

—¡Oh, jovenzuelo desalmado! —se lamentó, y esta vez sí le pareció oír una respuesta.

Bajo la forma de un estrépito seguido de un grito ahogado muy débil procedente de la casa, para ser exactos. Piper acababa de tropezar con un jarrón ornamental. Baby echó a andar por el patio con paso decidido, subió las escaleras y cruzó el umbral. Una vez en el interior volvió a llamarle. Inútil. De pie en el centro de aquel inmenso vestíbulo, Baby alzó la vista hacia el retrato de su odioso marido y le pareció advertir una sonrisita burlona asomando en aquellos labios vulgares y arrogantes. La había vuelto a vencer. Vencería siempre y ella seguiría siendo por siempre jamás su juguete de las horas de tedio.

—¡Eso nunca! —gritó en respuesta a todos aquellos clichés que revoloteaban histéricos por su mente y a la insolencia muda del retrato.

No había ido tan lejos para que un genio pusilánime de la literatura le privara de su derecho a la libertad, al romance y a la profundidad. Tendría que hacer algo, un gesto simbólico que se erigiera en justo testimonio de su independencia. Renacería de las cenizas del pasado cual ave fénix salvaje de las… ¿Llamas? ¿Cenizas? El simbolismo se apoderó de ella. Sería un gesto que no admitiría vuelta atrás. Quemaría las naves. Empujada por las heroínas de varios centenares de novelas, Baby recorrió el patio como una exhalación, destapó uno de los bidones y, al cabo de u momento, ya había dejado un rastro de gasolina que llegaba hasta la casa.

La derramó por las escaleras, salpicó el umbral, bañó las múltiples actividades del suelo de mosaico y siguió por las escaleras que conducían a la galería para dejar luego empapada la alfombra hasta el estudio. Una vez allí, con un atolondramiento temerario que no era sino Baby interpretando un nuevo papel, cogió un encendedor de la mesa del escritorio y lo prendió. Una cortina de llamas se alzó por toda la habitación, se propagó hasta el salón, se precipitó al vestíbulo y se adentró en la noche. Entonces y sólo entonces, Baby se permitió darse la vuelta y abrir la puerta de la terraza.

Piper, mientras tanto, tras el pequeño contratiempo con el jarrón ornamental, andaba muy ajetreado en el barco. La había oído llamarle y había aprovechado la oportunidad para recuperar la maleta.

Tras bajar por el sendero a todo correr había subido a bordo.

En lo alto, aquel caserón enorme se recortaba oscuro en la noche como una sombra cargada de amenazas. Las torres y torrecillas seleccionadas en Ruskin y Morris, que Peabody y Stearns se habían encargado de alambicar con su tejado de ripias guiados por sus extravagantes criterios arquitectónicos, descollaban en aquel cielo encapotado. Detrás de la celosía de la galería se apreciaba una tenue luz. Igual que en el interior del yate.

Piper buscaba a tientas su maleta entre bolsas de viaje y bidones de combustible. ¿Dónde diantres había ido a parar? Por fin dio con ella debajo del abrigo de visón, y precisamente la estaba desenterrando cuando le detuvo un estruendo repentino procedente de la casa y el vacilar de las llamas. Piper soltó el abrigo, llegó a la puerta de la cabina tropezando y miró fuera, completamente atónito.

La Residencia Hutchmeyer estaba ardiendo. Las llamas salían apuntando hacia el cielo desde las ventanas del estudio de Hutchmeyer. Más llamas parecían bailotear tras la celosía de la galería. De pronto se oyó un estallido de cristales rotos, las ventanas saltaron en pedazos debido al calor y, casi al mismo tiempo, un hongo flamígero empezó a crecer detrás de la casa lamiendo el cielo, seguido de una explosión asombrosa.

Piper se quedó mirándolo con la boca abierta, paralizado ante la magnitud de cuanto estaba ocurriendo. Y mientras lo miraba con la boca abierta, una silueta delgada surgió de las tinieblas de la casa y atravesó la terraza corriendo hacia él. Era Baby.

Aquella puñetera mujer debía de…, pero Piper no tuvo tiempo de seguir el hilo de sus pensamientos hasta una conclusión más que evidente.

Mientras Baby corría hacia él otro hilo apareció rodeando la casa, un hilo de llamas que saltaban y brincaban, se detenían un momento para reanudar su marcha flameante siguiendo el rastro de gasolina que Piper había ido dejando en sus viajes al depósito de combustible. Piper vio cómo se le iba acercando y, de pronto, con una presencia de ánimo totalmente propia y que nada debía a La novela moral, se plantó en el embarcadero de un salto y empezó a forcejear con los cabos que mantenían amarrado el yate.

—¡Tenemos que marcharnos antes de que el fuego…! —gritó a Baby, que perseveraba en su carrera por el embarcadero.

Baby se volvió a mirar por encima del hombro aquel reguero de llamas.

—¡Oh, Dios santo! —gritó asustada.

Aquellas llamas oscilantes estaban cada vez más cerca. Baby bajó al barco de un salto y se metió en la cabina.

—¡Demasiado tarde! —le advirtió Piper.

Las llamas empezaban a lamer el embarcadero. Alcanzarían el barco cargado con aquella provisión de combustible y entonces… Piper soltó el cabo y echó a correr.

Mientras tanto, en la cabina del crucero, Baby se desesperaba buscando su pensión, cogió el abrigo de visón, lo dejó de nuevo y por fin dio con el maletín deseado. Sin embargo, cuando se volvió hacia la puerta, vio que las llamas habían alcanzado ya el final del embarcadero y estaban salvando la separación de un salto. No tenía salida. Baby se precipitó sobre los mandos, puso el motor a toda máquina y, al ver que el yate salía disparado hacia adelante, salió de la cabina como pudo y, aferrada al maletín, se tiró al agua por la borda.

A su espalda, el crucero iba ganando velocidad. Las llamas seguían parpadeando en algún punto del interior dando buena muestra de su avance, hasta que de pronto se extinguieron. Por fin el crucero desapareció en la oscuridad de la bahía y el ronroneo de su motor se perdió en aquel poderoso crepitar procedente de la casa, pasto de las llamas.

Baby alcanzó la costa a nado y trepó por la playa rocosa dando traspiés.

Piper estaba de pie en medio del césped y miraba la casa horrorizado.

El fuego se acababa de propagar a la última planta y, apenas resplandecieron las llamas tras las ventanas, se oyó un nuevo estallido de cristales rotos cuando varias ventanas quedaron reducidas a astillas y un gran torrente de luz se asomó al exterior y empezó a subir por los costados de aquel tejado con ripias. Al cabo de unos minutos, la fachada entera estaba cubierta por las llamas. Baby se detuvo junto a Piper con orgullo.

—Ahí va mi pasado —murmuró.

Piper se volvió a mirarla. El cabello le caía sobre una cara desprovista de aquella máscara espesa. Lo único que parecía real eran los ojos, y en aquel reflejo incandescente Piper advirtió que brillaban con una alegría demente.

—Has perdido la poca cabeza que tienes —le dijo con una franqueza poco habitual en él.

Los dedos de Baby se aferraron a su brazo.

—Todo esto lo he hecho por ti —le dijo—. Lo entiendes, ¿verdad? Hay que zambullirse en el futuro libres de ataduras del pasado. Hay que comprometerse de un modo irrevocable con un acto gratuito y hacer una elección existencial.

—¿Una elección existencial? —se escandalizó Piper. Las llamas habían alcanzado ya los palomares ornamentales y el calor empezaba a ser muy intenso—. ¿Llamas elección existencial a prender fuego a tu propia casa? Eso no tiene nada de elección existencial, es un delito y punto.

Baby le miró con una sonrisa de felicidad.

—Tienes que leer a Genet, cariño-murmuró y, sin soltarlo del brazo, tiró de él para alejarlo del césped y guarecerse entre los árboles.

A lo lejos se oía ya el lamento de las sirenas. Piper apresuró el paso. Acababan apenas de franquear el límite del bosque cuando una nueva serie de explosiones quebró el aire de la noche. El crucero había estallado allá a lo lejos, en la bahía. Dos veces. Y recortado en la segunda bola de fuego, a Piper le pareció entrever el mástil de un yate.

—¡Oh, Dios santo! —murmuró.

—Oh, cariño mío —musitó Baby a modo de respuesta, volviendo la cara hacia la suya.