Sonia Futtle se levantó tarde.
Nunca había sido madrugadora, pero durmió más profundamente que de costumbre. La tensión del día anterior había hecho mella en su cuerpo.
Al bajar de su habitación se encontró con que no había nadie en la casa, salvo Hutchmeyer, que refunfuñaba pegado al auricular del teléfono de su estudio. Antes de interrumpirle, se preparó un café.
—¿Has visto a Peter? —le preguntó.
—Baby se lo ha llevado a no sé dónde. Deben de estar a punto de llegar —dijo Hutchmeyer—. Y, a propósito, acerca de la propuesta que te hice…
—No insistas. F & F es una buena agencia. Nos va muy bien, así que ¿para qué iba a querer cambiar?
—Te estoy ofreciendo la vicepresidencia —le recordó Hutchmeyer—, y la oferta sigue en pie.
—La única oferta que me interesa en este momento —dijo Sonia— es la que vas a hacerle a mi cliente por las heridas físicas, el agravio moral y el ridículo público que sufrió como consecuencia del motín callejero que te encargaste de organizarle en el muelle.
—¿Heridas físicas? ¿Agravio moral? —repitió Hutchmeyer, incrédulo—. ¡Pero si ha sido la mejor campaña publicitaria jamás vista! ¿Y tú me pides que encima le haga una oferta?
Sonia asintió.
—Como compensación. Algo así como veinticinco mil.
—¿Veinticinco…? ¿Te has vuelto loca? ¿He soltado ya millones por el libro y ahora pretendes darme un sablazo de veinticinco de los grandes?
—Sí —dijo Sonia—. Y en el contrato no se especifica en ninguna parte que mi cliente tenga que someterse a violencias, agresiones, ni a los cuidados de frisbees asesinos. Dado que esa juerga la organizaste tú…
—¡Venga ya! —la atajó Hutchmeyer.
—En ese caso no me queda otra alternativa que aconsejar al señor Piper que dé la gira por cancelada.
—¡Si te atreves a hacerme eso —le advirtió Hutchmeyer— os demandaré por incumplimiento de contrato! ¡Lo dejaré sin blanca! ¡Le…!
—Págale —dijo Sonia, que acababa de sentarse y cruzaba las piernas provocativamente.
—¡Jesús! —exclamó Hutchmeyer con admiración—. Tengo que reconocer que tienes agallas.
—Y no es lo único que tengo —insinuó Sonia, dejando al descubierto un poquitín más—, porque además tengo la segunda novela de Piper.
—Y yo tengo una opción sobre ella.
—Si la termina, Hutch, si la termina. Si sigues presionándolo de ese modo te va a hacer una Scott Fitzgeralada. Es una persona sensible y…
—Eso lo he oído yo en alguna parte. En boca e Baby. Tímido, sensible ¡Qué cojones! Con la clase de cosas que escribe no puede ser sensible. ¡O lo debe de llevar escondido como un armadillo!
—Pero como tú no le has leído… —dijo Sonia.
—Ni tengo por qué. MacMordie lo leyó y me dijo que casi le hace vomitar, y MacMordie no es de los que vomitan fácilmente.
Y siguieron con la pelotera hasta la hora del almuerzo felices de soltar amenazas y contraamenazas y de participar en aquella partida de póquer económica en la que eran verdaderos expertos. Y no se trataba de que Hutchmeyer se aviniera a soltar un céntimo. Sonia en ningún momento había esperado que lo hiciera, pero por lo menos había conseguido apartarle a Piper del pensamiento.
Sin embargo, no podía decirse lo mismo de Baby.
Su paseo hasta el estudio a lo largo de la playa después del desayuno le había confirmado la impresión de que por fin acababa de encontrar a un escritor de talento.
Piper había hablado por los codos sobre literatura y la mayor parte del tiempo de un modo tan incomprensible, que dejó a Baby impresionada hasta el punto de que llegó a casa con la sensación de haber vivido una profunda experiencia cultural.
Las impresiones de Piper eran bastante distintas: una mezcla de placer por contar con un público tan interesado y atento, y de extrañeza por el hecho de que a una mujer tan perspicaz no le resultara cuando menos repugnante el libro que presuntamente había escrito.
Piper se retiró a su habitación y estaba a punto de sacar su diario cuando Sonia se presentó.
—Espero que hayas sido discreto —le dijo—. Esa Baby es un demonio.
—¿Un demonio? —dijo Piper—. Es sumamente sensible…
—Un demonio con pantalones dorados de lamé. ¿Dónde te ha tenido toda la mañana?
—Hemos ido a dar un paseo y me ha estado hablando de su interés por la preservación…
—Pues no hacía ninguna falta. No hay más que verla para darse cuenta de que ha hecho un trabajo estupendo. En la cara, por ejemplo.
—Es que le gustan mucho los productos naturales —dijo.
—Y el papel de lija también —insistió Sonia—. La próxima vez que sonría le miras el cogote.
—¿El cogote? ¿Y para qué?
—Para ver cómo le tira la piel. Si esa mujer se echara a reír se desgarraría el cuero cabelludo.
—Bueno, lo único que puedo decir es que me parece mucho mejor que Hutchmeyer concluyó Piper, que no había olvidado lo que le había llamado la noche anterior.
—A Hutch le puedo manejar —dijo Sonia—, por ahí no hay ningún problema. Le tengo comiendo de mi mano, así que no vayas a liarlo todo mirando a su esposa con ojos tiernos y a ponerte hecho un gallito hablando de literatura.
—No miro en absoluto a la señora Hutchmeyer con ojos tiernos —dijo Piper indignado—. Nunca se me ocurriría hacer tal cosa.
—Pues a ella sí —le advirtió Sonia—. Y otra cosa: no te quites el turbante. Te sienta muy bien.
—Puede que me siente bien, pero resulta muy incómodo.
—Mucho más incómodo va a resultar si Hutch descubre que no te dieron con un frisbee —dijo Sonia.
Bajaron a comer.
Gracias a una llamada de Hollywood que mantuvo a Hutchmeyer alejado del salón prácticamente durante toda la comida, el almuerzo resultó mucho mejor que el desayuno. Regresó cuando ya estaban con el café y miró a Piper con recelo.
—¿Ha oído hablar de un libro que se titula Harold y Maude? —le preguntó.
—No —repuso Piper.
—¿Oír qué? —preguntó Sonia—. Hutchmeyer la fulminó con la mirada.
—¿Que por qué? Ya te diré yo por qué —dijo—: porque resulta que Harold y Maude trata de un tipo de dieciocho años que se enamora de una de ochenta, y hasta existe una versión cinematográfica. Ahí tienes el porqué. Y lo que me gustaría saber es cómo demonios nadie me ha dicho que estaba comprando una novela que ya había escrito otro y…
—¿No estarás acusando a Piper de plagio? —dijo Sonia—. Porque si es eso permíteme que…
—¿Plagio? —chilló Hutchmeyer—. ¿Qué plagio ni qué ocho cuartos? Lo único que digo es que ha birlado el argumento de las narices y a mí me han tomado el pelo como a un perfecto imbécil un par de aficionados…
Hutchmeyer ya estaba de color morado, así que Baby decidió intervenir.
—No estoy dispuesta a quedarme cruzada de brazos escuchando cómo insultas al señor Piper —le advirtió—. Venga, señor Piper, vamos a dejar a estos dos…
—¡Alto ahí! —bramó Hutchmeyer—. He pagado dos millones de dólares y quiero saber lo que el señor Piper tiene que decir al respecto. Por ejemplo…
—Le aseguro que no he leído en mi vida Harold y Maude —reiteró Piper—. Ni siquiera había oído hablar de ese libro.
—Eso te lo puedo garantizar —le aseguró Sonia—. Además, es muy distinto. No tiene nada que ver…
—Venga, señor Piper —dijo Baby, acompañándolo fuera como un ángel de la guarda.
A su espalda se oían todavía los gritos de Hutchmeyer y Sonia.
Piper entró haciendo eses en el salón de la galería y se desplomó en una silla más blanco que la cera.
—Sabía que saldría mal —dijo en un murmullo.
Baby le miró con curiosidad.
—¿Que saldría mal el qué, cariño? —le preguntó.
Piper meneó la cabeza con aire abatido.
—¿No habrá copiado ese libro, verdad?
—No. —Le aseguró Piper—. Ni siquiera había oído hablar.
—Entonces no tiene de qué preocuparse. La señorita Futtle se encargará de aclarar las cosas. Son tal para cual. Y ahora ¿por qué no sube a descansar un rato?
Piper echó a andar afligido escaleras arriba en compañía Baby y se metió en su habitación. Baby entró en su dormitorio muy pensativa y cerró la puerta. Su intuición trabajaba a toda máquina. Se sentó encima de la cama y se puso a pensar en sus palabras:
«Sabía que saldría mal». Extraño ¿Que saldría mal el qué? De una cosa estaba segura: nunca había oído hablar de Harold y Maude. Lo había dicho con toda sinceridad. Y Baby llevaba viviendo mentiras el tiempo suficiente como para reconocer la verdad en cuanto la oía.
Esperó un rato antes de salir al pasillo y abrió la puerta de la habitación de Piper sin hacer ruido.
Estaba sentado ante la mesa que había junto a la mesa que había ante la ventana y le daba la espalda. Tenía un tintero junto al codo y ante sí un enorme libro de contabilidad encuadernado en piel. Estaba escribiendo.
Baby permaneció observando un momento y, tras cerrar la puerta con mucho cuidado y regresó a su colchón de agua.
¡Acababa de ver a un genio de verdad trabajando! ¡Como Balzac!
De la planta de abajo llegaba el fragor de la batalla entre Hutchmeyer y Sonia.
Baby se tendió en la cama y se quedó ensimismada mirando la nada, vencida por una espantosa sensación de inutilidad. En la habitación contigua, un escritor solitario porfiaba por transmitirle —a ella y a millones de seres como ella— la importancia de cuanto pensaba y sentía, por crear un mundo forjado por su imaginación y que en el futuro se convertiría en una pieza bellísima y en perenne alegría.
En la planta baja, aquel par de mercaderes de palabras regatearían y se pelearían y, por fin, venderían su obra. Y ella sin hacer nada. Era una criatura estéril, sin ninguna utilidad ni propósito, indulgente consigo misma e insignificante.
Volvió la cabeza hacia Tretchikoff y se quedó dormida.
Al cabo de una hora la despertaron voces en la habitación contigua. Le llegaban apagadas y confusas. Sonia y Piper estaban hablando. Baby se tumbó y trató de aguzar el oído pero no logró entender nada. Al rato, oyó cerrarse la puerta de la habitación de Piper y las voces que se alejaban por el pasillo.
Baby se levantó de la cama, se metió en el cuarto de baño y descorrió el pestillo de la puerta.
Apenas un instante más tarde se encontraba en la habitación de Piper. El libro encuadernado en piel seguía encima de la mesa. Baby cruzó toda la habitación y se sentó. Cuando volvió a levantarse al cabo de media hora, Baby Hutchmeyer era ya otra mujer.
Volvió sobre sus pasos por el cuarto de baño, cerrando de nuevo la puerta con pestillo, y se sentó ante el espejo con un terrible propósito en mente.
Los propósitos de Hutchmeyer eran también bastante terribles.
Tras la pelea con Sonia, había ido a refugiarse a su estudio para cantarle las cuarenta a MacMordie por no haberle dicho nada de Harold y Maude. Sin embargo, era sábado y MacMordie no estaba disponible para que le cantaran las cuarenta.
Hutchmeyer le llamó a su casa pero no le contestó nadie, así que se reclinó en su silla echando humo y pensando en Piper.
Había algo que chirriaba en aquel tío, algo que era incapaz de definir, algo que no encajaba con la idea que se había hecho del escritor que escribe sobre tirarse a viejas, algo muy raro.
Hutchmeyer empezaba a sospechar.
Había conocido a montones escritores y ninguno se parecía a Piper. Ni por el forro.
Se pasaban el rato hablando de sus libros mientras que, ese Piper… Le habría encantado tener una charla con él, sorprenderlo a solas e invitarle a una copa o dos hasta que soltara la melena un poquitín.
Pero, al salir de su estudio, se encontró con Piper escudado por dos mujeres.
Baby lucía nueva capa todavía fresca de pintura de guerra y Sonia le tendía un libro.
—¿Qué es eso? —le preguntó Hutchmeyer, retrocediendo.
—Harold y Maude —dijo Sonia—. Peter y yo te lo hemos comprado en Bellsworth. Léelo y comprobarás por ti mismo…
Baby estalló en carcajadas con su risa chillona.
—Eso sí que no me lo pierdo. ¡Éste leyendo!
—¡Cállate! —le espetó Hutchmeyer, y preparó un generoso highball que ofreció a Piper—. Tómese un highball, Piper.
—Si no le importa, preferiría abstenerme —dijo Piper—. Por lo menos esta noche.
—¡El primer escritor que conozco que no bebe! —exclamó Hutchmeyer.
—El primer escritor de verdad que conoces y punto —le contradijo Baby—. ¿O acaso crees que Tolstói también bebía?
—¡Virgen santa! —se quejó Hutchmeyer—. ¿Y cómo quieres que lo sepa?
—¡Qué yate tan bonito tienen ahí fuera! —comentó Sonia para cambiar de tema—. No sabía que te dedicabas a navegar, Hutch.
—No lo hace —replicó Baby, antes de que Hutchmeyer tuviera la oportunidad de recalcar que aquel barco suyo era el más soberbio y el más rápido de los océanos que se podía comprar con dinero y que estaba dispuesto a retar a cualquiera que sostuviera lo contrario—. Forma parte del decorado, junto con la casa, los vecinos y…
—¡Cállate! —la interrumpió Hutchmeyer.
Piper se marchó del salón y se encerró en el boudoir para confiar a su diario nuevos pensamientos lóbregos sobre Hutchmeyer.
Cuando volvió a bajar a la hora de la cena, Hutchmeyer tenía la cara más encendida que de costumbre y el índice de agresividad había aumentado en varios puntos.
Le había resultado especialmente desagradable tener que escuchar una conferencia sobre su vida matrimonial en boca de Baby, que se había puesto a hablar con Sonia, de mujer a mujer, sobre las implicaciones simbólicas del uso de bragueros por parte de esposos de mediana edad y su relación con la menopausia masculina.
Y, por una vez, su famoso «¡Cállate!» no había surtido efecto.
Baby no se había callado, sino que había pasado a la descripción de otros detalles íntimos que ilustraban sus costumbres, de ahí que Hutchmeyer estuviera a punto de mandarla a freír espárragos cuando Piper entró de nuevo en la habitación.
Piper no estaba de humor para aguantar la falta de caballerosidad de Hutchmeyer.
Sus largos años de celibato dedicados al estudio de las grandes novelas le habían imbuido un gran sentimiento de reverencia para con la Mujer, así como opiniones muy firmes sobre la actitud que los maridos debían adoptar frente a sus esposas, actitud que no incluía mandarlas a freír espárragos. Además, el burdo sentido comercial de Hutchmeyer y su credo, según el cual lo único que los lectores esperaban de un libro era una buena dosis de fantasía sexual, le había tenido preocupado todo el día.
En opinión de Piper, lo que los lectores esperaban era ver florecer su sensibilidad, y las fantasías sexuales no formaban parte de la categoría de cosas que hacían florecer la sensibilidad.
Se presento a la cena decidido a hacer valer su opinión y la oportunidad se le presentó casi al principio, cuando Sonia, para cambiar de tema, citó Valle de muñecas.
Hutchmeyer, feliz de huir de penosas revelaciones sobre su vida privada, se apresuró a decir que era un gran libro.
—Estoy en absoluto desacuerdo con usted —dijo Piper—. Se limita a satisfacer el gusto del público por la pornografía.
A Hutchmeyer se le atragantó un pedazo de langosta fría.
—¿Qué qué? —logró decir cuando se hubo repuesto.
—Que satisface el gusto del público por la pornografía. —Repitió Piper, que no había leído el libro pero había visto la portada.
—Con que sí, ¿eh? —dijo Hutchmeyer.
—Sí.
—¿Y qué tiene de malo satisfacer el gusto del público?
—Es degradante —sentenció Piper.
—¿Degradante? —dijo Hutchmeyer, mirándole con furia galopante.
—Totalmente.
—¿Y qué clase de libro opina que va a leer el público si no se le da lo que quiere?
—Bueno, creo que… —dijo Piper, antes de que un puntapié de Sonia por debajo de la mesa le hiciera callar de golpe.
—Yo creo que lo que cree el señor Piper… —dijo Baby.
—¡Me importa un rábano lo que tú creas que cree! —Rezongó Hutchmeyer—. ¡Lo que quiero oír bien claro que es lo Piper cree que cree! —Y miró a Piper expectante.
—Lo que yo creo es que no se debería exponer a los lectores a libros que carecen de todo contenido intelectual. —Se definió Piper— y que están deliberadamente concebidos para enardecer la imaginación con fantasías sexuales que…
—¿Enardecer las fantasías sexuales? —se enfureció Hutchmeyer, interrumpiéndole en plena cita de La novela moral—. Éste se atreve a soltar que no aprueba los libros que enardecen las fantasías sexuales de los lectores ahí sentado, como si nada, cuando es el autor del libro más asqueroso que se ha escrito desde Última salida.
Piper hizo de tripas corazón.
—Pues sí, en realidad así es. Y además…
Pero Sonia ya había oído suficiente.
Con una súbita presencia de ánimo, trató de alcanzar el salero y volcó la jarra de agua sobre las rodillas de Piper.
—¿Habías oído en tu vida algo semejante? —se maravillaba Hutchmeyer, mientras Baby iba a por un trapo y Piper subía a su habitación a cambiarse de pantalón—. ¡El tío tiene las narices de decirme que no tengo derecho a publicar…!
—No le hagas caso —le tranquilizó Sonia—, todavía no se ha recuperado. Está trastornado por lo del lío de ayer. Ese golpe que se llevó en la cabeza le ha afectado.
—¿Qué le ha afectado? Ya lo creo que le ha afectado, pero ya le afectaré yo también un poco. ¡Decirme que soy un editor de pornografía de mierda! ¡Ya le enseñaré yo…!
—¿Por qué no me enseñas tu yate? —le propuso Sonia, al tiempo que le rodeaba el cuello con los brazos, un gesto destinado al doble propósito de impedir que Hutchmeyer se levantara de su silla de un brinco para lanzarse a la persecución de un Piper en retirada y a indicar una nueva voluntad por su parte de prestar oídos a proposiciones de todo tipo—. ¿Por qué no salimos a dar una vueltecita por la bahía?
Hutchmeyer sucumbió a su sedante influencia.
—Además, ¿quién demonios se cree que es? —insistió con una clarividencia totalmente inconsciente.
Sonia no respondió, sino que se le colgó del brazo y le dirigió una seductora sonrisa.
Y así fue como salieron a la terraza y bajaron por el camino hasta el embarcadero.
A su espalda, Baby los estaba observando meditabunda desde el salón de la galería.
Ahora ya sabía que acababa de encontrar en Piper al hombre que llevaba esperando tanto tiempo, un escritor de verdadero mérito y, además, capaz de hacer frente a Hutchmeyer, sin una sola copa en el estómago y de soltarle en la cara lo que pensaba de él y de sus libros.
Alguien, además, que la consideraba una mujer sensible, inteligente y observadora. De eso se había enterado gracias al diario.
Piper se había explayado a gusto sobre la cuestión, del mismo modo en que había dado rienda suelta a la opinión que le merecía Hutchmeyer, un bruto, basto y estúpido que sólo estaba interesado en el dinero.
Estaban, por otra parte, todas aquellas referencias a Deteneos que tanto le habían extrañado, especialmente cuando decía que se trataba de un libro repugnante.
Se le antojó que era una crítica de una objetividad poco común en un novelista que valoraba su propia obra y, a pesar de no compartir su opinión, con eso se ganó toda su estima. Demostraba que nunca se daba por satisfecho. Era un escritor verdaderamente dedicado a su trabajo.
Y fue así como, de pie en la galería, observando a través de lentes de contacto de un límpido azul celeste cómo el yate se iba alejando lentamente del embarcadero, a Baby le invadió un afán de volcarse, de volcarse un mudo maternal que la llenó de euforia.
Los días de inútil inactividad habían terminado: de ahora en adelante se interpondría entre Piper y la tosca insensibilidad de Hutchmeyer y del mundo entero.
Era feliz.
En el piso de arriba, eso era precisamente lo único que no era Piper.
Aquel primer arranque de valor que le había llevado a plantar cara a Hutchmeyer se había ido diluyendo hasta dejarle con la horrible certeza de que se encontraba en un lío desesperante. Después de quitarse los pantalones mojados, se sentó en la cama y se puso a pensar en qué demonios hacer.
Nunca tendría que haber salido de la casa de huéspedes Gleneagle de Exforth.
Nunca tendría que haber prestado oídos ni a Frensic ni a Sonia.
Nunca tendría que haber venido a América.
Nunca tendría que haber traicionado sus principios literarios.
Y mientras la puesta de sol tocaba a su fin y Piper se ponía en pie dispuesto a buscar otro par de pantalones que ponerse, llamaron a la puerta y Baby entró en su dormitorio.
—Ha estado maravilloso —le dijo—, sencillamente maravilloso.
—Es muy amable por su parte —repuso Piper, interponiendo el taburete de volantes entre su ser desprovisto de pantalones y la señora Hutchmeyer, consciente de que, si algo iba a conseguir enfurecer todavía más al señor Hutchmeyer, era encontrarlos a los dos en aquella situación tan comprometida.
—Y quiero que sepa también que aprecio lo que ha escrito sobre mí —añadió Baby.
—¿Lo que he escrito sobre usted? —dijo Piper, que buscaba a tientas en el armario.
—En su diario —le aclaró Baby—. Ya sé que no debería…
—¿Qué? —gritó Piper desde las profundidades del armario.
Por fin encontró un par de pantalones y se los puso como pudo.
—No he podido resistir la tentación —se excusó Baby—. Lo he encontrado abierto encima de la mesa y…
—Entonces ya lo sabe —dijo Piper, asomándose por el armario.
—Sí —dijo Baby.
—¡Dios santo! —dijo Piper, y se dejó caer encima del taburete—. ¿Y va a decírselo?
—Baby negó con la cabeza. —Que quede entre nosotros.
Piper consideró la propuesta y sólo le resultó vagamente tranquilizadora.
—Ha sido muy duro —dijo por fin—, me refiero a eso de no poder comentarlo con nadie. Salvo con Sonia Futtle, naturalmente, pero no me ha resultado de mucha ayuda.
—Me lo figuro —convino Baby, que se imaginaba sin sombra de duda que a la señorita Futtle no le habría hecho ninguna gracia que le confesaran lo sumamente sensible, inteligente y observadora que era otra mujer.
—Claro que ¿cómo iba a serlo? —insistió Piper—. Al fin y al cabo ha sido idea suya.
—¿Ah, sí? —dijo Baby.
—Me aseguró que todo saldría bien, pero ya sabía yo que no iba a poder seguir adelante con la farsa hasta el final. —Continuó Piper.
—Pues yo creo que eso dice mucho en su favor —le animó Baby tratando desesperadamente de imaginarse para que clase de farsa tenía planeado la señorita Futtle convencer a Piper… Había algo que no encajaba en todo aquello.
—Vamos a ver, ¿por qué no bajamos, y me lo cuenta todo mientras nos tomamos una copa?
—Tengo que hablar con alguien —se rindió Piper— ¿pero no nos los encontraremos abajo?
—Han salido en yate, así que tendremos toda la intimidad del mundo.
Baby y Piper bajaron y entraron en una pequeña habitación que quedaba en un rincón, con un balcón suspendido sobre las rocas y el agua lamiendo la playa.
—Es mi escondite secreto —le confesó Baby, señalando las hileras de libros que tapizaban las paredes—. Aquí puedo ser yo misma.
Mientras Baby servía un par de copas, un Piper desanimado echó un vistazo a los títulos. Eran tan desconcertantes como la situación en que se encontraba, y parecían destilar un eclecticismo que le resultó sorprendente.
Maupassant se apoyaba en Hailey, que a su vez sostenía a Tolkien y a Piper, cuyo espíritu se apuntalaba en un reducido círculo de grandes escritores elegidos; no le cabía en la cabeza que alguien consiguiera ser uno mismo en medio de aquel ambiente. Por si fuera poco, había varias novelas policíacas y de suspense y Piper tenía una opinión muy concreta sobre aquellos libros tan banales.
—Y, ahora, cuéntemelo todo —le animó Baby con ternura, acomodándose en el sofá.
Piper bebió un sorbo de su copa y trató de decidir por dónde empezar.
—Bueno, llevo ya diez años escribiendo —arrancó al fin— y…
Fuera, el crepúsculo se fue tiñendo de noche mientras Piper iba desgranando su historia. Baby estaba sentada a su lado, totalmente subyugada. Aquello era mucho mejor que los libros. Era la vida misma, pero no como la había visto hasta entonces, sino como siempre la había soñado, emocionante y misteriosa, cuajada de peligros insólitos y extraordinarios que avivaban su imaginación.
Baby volvió a llenar las copas y Piper, embriagado por su comprensión, siguió hablando con una fluidez mucho mayor de lo que había demostrado nunca al escribir.
Le contó la historia de su vida solitaria de genio por descubrir en una buhardilla, en infinidad de buhardillas, todas aquellas orientadas hacia un mar azotado por el viento, luchando durante meses y años por expresar con tinta, pluma y aquellos deliciosos bucles —que tanto había admirado en sus blocs de notas— el sentido de la vida y su más profunda esencia.
Baby quedó mirando aquel rostro ensimismada y lo imbuyó de una nueva fantasía. Las nieblas espesas volvieron a cernirse sobre Londres. Las farolas de gas resplandecían en la costa mientras Piper emprendía su caminata nocturna por el paseo. Baby rebuscó en su arca de novelas medio olvidadas hasta completarlo con todos aquellos detalles. Y luego estaban los villanos, bribones de mala vida salidos de Dickens, Fagins del mundo literario con el aspecto de Frensic & Futtle de Lanyard Lañe, que arrancaban al genio de la buhardilla con falsas promesas de reconocimiento. ¡Lanyard Lañe! El nombre por sí solo evocaba para Baby un Londres legendario. ¡Y Covent Garden! Pero mejor de todo era Piper, allí de pie, solo en lo alto del rompeolas, con la mirada perdida al otro lado del Canal de la Mancha, mientras las olas se estrellaban a sus pies y el viento le alborotaba los cabellos.
Y allí mismo, ante ella, tenía al hombre en carne y hueso, con aquel rostro de expresión ansiosa y ojos torturados, la personificación viviente del genio por descubrir, tal como se lo había imaginado con Keats y Shelley y todos aquellos que habían muerto tan jóvenes.
Y entre él y aquella realidad implacable y cruel de Hutchmeyers, Frensics y Futtles estaba sólo ella, Baby.
Por primera vez se sintió necesaria. Sin ella sufriría el acecho y la persecución y se vería abocado al…, Baby le profetizaba el suicidio o la locura y un futuro ineludible y obsesivo de fugitivo, en el que Piper sucumbiría presa de la rapacidad comercial y de todas aquellas fuerzas que habían conspirado contra él para comprometerle. La imaginación de Baby se adentraba en el melodrama a marchas forzadas.
—No demos permitir que eso ocurra —dijo, impetuosa.
Piper dejó de auto compadecerse.
Él la miró desconsolado.
—¿Y qué puedo hacer? —dijo.
—Tendrás que huir —le tuteó Baby y, dirigiéndose a la puerta del balcón, la abrió de par en par.
Piper escrutó la noche con incertidumbre.
Se había levantado el viento y la naturaleza —imitando al arte o, por lo menos, al poco arte que tenía Piper— se había desatado en olas que se estrellaban contra las rocas que había bajo la casa. Una ráfaga de viento enmararañó las cortinas y las hizo ondear en la habitación. Baby estaba de pie entre ellas, con la mirada prendida del horizonte. Su cabeza era un hervidero de imágenes novelescas. La huida nocturna. Un bote a merced de las olas. Una mansión en llamas recortándose en la oscuridad y dos amantes abrazados.
Se descubría con un nuevo aspecto, no ya como la esposa abandonada de un rico editor, una criatura toda ella rutina y artificios de la cirugía, sino como la heroína de una gran novela: Rebecca, Jane Eyre, Lo que el viento se llevó.
Volvió la vista hacia el interior de la habitación y Piper se quedó estupefacto ante la intensidad de su expresión. Los ojos le resplandecían y en su boca se dibújalo un firme propósito.
—Nos marcharemos juntos —le propuso, tendiéndole la mano.
Piper la aceptó con prudencia.
—¿Juntos? —dijo—. Quiere decir…
—Juntos —repitió Baby—. Tú y yo. Esta noche.
Y, cogida de la mano de Piper, le guió hasta la galería.