Y Piper se pasó todo el vuelo sumido en un estado de aturdimiento.
Seguía sin saber a ciencia cierta qué le había golpeado y por qué, y, al embarullado recibimiento como O’Piper, Piparfat, Peipmann, Piperovski y demás, venían a unirse los problemas a los que debía enfrentarse ya como presunto autor de Deteneos.
En cualquier caso, como genio putativo, Piper había asumido ya tantas identidades distintas que los personajes del pasado se mezclaban con los del presente. Y también la conmoción, la ducha de sangre de MacMordie, la asfixia, la reanimación y el hecho de que un turbante de vendas le coronara la cabeza indemne.
Mientras miraba por la ventanilla se preguntó qué habrían hecho Conrad, Lawrence o George Eliot en su situación. Aparte de tener la certeza de que ninguno de ellos se había encontrado nunca en situación semejante, no se le ocurría nada.
Y Sonia no le resultada de mucha ayuda. Parecía estar empeñada en sacar el máximo provecho económico de su calvario.
—De todos modos, lo tenemos con el agua al cuello —dijo, cuando el avión empezaba a descender ya sobre Bangor—. Te encuentras demasiado débil para seguir adelante con la gira.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Piper.
Sonia estaba a punto de dar al traste con sus esperanzas.
—Pero eso no le va a parar los pies —prosiguió—. Con Hutchmeyer, lo único que cuenta es el contrato. Aunque estuvieras con el gota a gota, te obligaría a cumplir con tus apariciones en público. Tendremos que arrancarle una compensación, otros veinticinco mil dólares, por ejemplo.
—Creo que preferiría regresar a casa —confesó Piper.
—Tal como lo tengo planeado, vas a regresar a casa con cincuenta de los grandes.
Piper planteó sus peros.
—Pero no se enfadará muchísimo ese señor Hutchmeyer.
—¿Enfadarse? Se va a dar de cabeza contra las paredes.
Piper consideró la perspectiva de ver al señor Hutchmeyer dándose de cabeza contra las paredes y no le gustó. Suponía un nuevo y espantoso elemento en una situación que resultaba ya de por sí lo suficientemente alarmante.
Cuando el avión aterrizó, Piper se encontraba sumido en estado de ansiedad agudo y Sonia tuvo que recurrir a su poder de coacción para obligarle a bajar por la escalerilla y a subir al coche que les estaba esperando.
Avanzaban a toda velocidad entre bosques de pinos hacia el hombre al que, en un momento de despiste, Frensic calificado del Al Capone del mundo editorial.
—Y ahora deja que yo me encargue de hablar —le advirtió—. Lo único que tienes que recordar es que eres un escritor introvertido y tímido. La modestia será tu mejor arma.
El automóvil se desvió por un camino hacia la casa que se había presentado ya junto a la verja de la entrada como Residencia Hutchmeyer.
—Pues nadie se atrevería a calificar esto de modesto comentó Piper mirando la casa.
Se alzaba en medio de doscientas hectáreas de parque y jardín, abedul y pino, un monumento sobrecargado al estilo tejas de madera, dedicado al eclecticismo romántico de finales del siglo XIX e inmortalizado en madera por Peabody y Stearns, arquitectos. Con sus torres descollantes, troneras, torretas con palomares, galerías con ventanas ovaladas practicadas en celosías, chimeneas con volutas y contravolutas y balcones esquinados. La Residencia inspiraba pavor.
Atravesaron una verja, desembocaron en un patio abarrotado de coches y se apearon.
Instantes después, la enorme puerta principal se abría y un hombre corpulento de tez rubicunda bajaba los escalones de la entrada a pequeños brincos.
—¡Sonia, bonita! —exclamó, y se la incrustó contra la camisa hawaiana—, y éste debe de ser el señor Piper —adivinó, antes de estrujarle la mano entre las suyas mirándole fijamente a los ojos con firmeza—. Es un gran honor, señor Piper, un grandísimo honor tenerlo entre nosotros.
Y, sin soltarle la mano, lo remolcó escaleras arriba con fuerza y le hizo traspasar el umbral.
El interior de la casi era tan llamativo como el exterior.
En un espacioso vestíbulo se hallaban una chimenea del siglo XIII, una escalera renacentista, una galería medieval, un retrato de Hutchmeyer —con un aspecto terriblemente feroz y en la misma postura que J. P. Morgan fotografiado por Steichner— y un mosaico en el suelo en el que aparecían representadas las diversas etapas de la manufactura del papel.
Piper avanzó con precaución por encima de árboles talados, dejó atrás una maraña de troncos y una tina con pulpa de papel hirviendo y, tras subir unos cuantos escalones más, descubrió en lo alto a una mujer con unas formas que cortaban el aliento.
—Baby —dijo Hutchmeyer—, quiero que conozcas al señor Peter Piper. Señor Piper, mi esposa Baby.
—Mi querido señor Piper —murmuró Baby con voz ronca estrechando su mano y sonriendo tanto como le habían permitido los cirujanos— me moría de ganas de conocerlo. Creo que su novela es el libro más encantador que he tenido el privilegio de leer.
La mirada de Piper se quedó prendida del límpido azul celeste de las lentes de contacto de Miss Penobscot.
Sonrió como un bobo.
—Es usted muy amable —murmuró.
Baby le colocó la mano bajo el brazo y juntos entraron en el salón de la galería.
—¿Siempre lleva turbante? —preguntó Hutchmeyer a Sonia mientras echaban a andar tras ellos.
—¡Solo cuando le golpean con un frisbee! —repuso Sonia con frialdad.
—Solo cuando le golpean con un frisbee —repitió Hutchmeyer, riendo a carcajadas—. ¿Has oído eso, Baby?, Piper sólo lleva turbante cuando le golpean con un frisbee. ¿No te parece genial?
—¡Con incrustaciones de cuchillas de afeitar, Hutch! ¡De espantosas cuchillas de afeitar! precisó Sonia.
—Sí, bueno, claro, eso es otra cosa —reconoció Hutchmeyer deshinchándose—. Con cuchillas de afeitar ya es otra cosa.
En la galería había cien personas. Todos agarraban una y hablaban a voz en cuello.
—Amigos —se desgañitó Hutchmeyer, para apaciguar el griterío-Quiero presentarles a todos ustedes al señor Piper, el mejor novelista que ha producido Inglaterra desde Frederick Forsyth.
Piper sonrió bobalicón y meneó la cabeza con sincera modestia. No era el mejor novelista que había producido Inglaterra. Todavía no. Su grandeza planeaba aún en el horizonte, y precisamente estaba a punto de hacer una declaración clara al respecto, cuando le rodeó una multitud impaciente por conocerlo.
Baby había seleccionado a sus invitados con mucho tino: sobre el telón de fondo de geriátrico, sus encantos reconstruidos resaltaban con todo su poder de seducción. Las cataratas y las cejas caídas abundaban. No faltaban tampoco pechos que ya nada tenían que ver con senos, dentaduras postizas, fajas, medias ortopédicas en las que se adivinaba el trazado protuberante de las varices. Y alrededor de todos los cuellos arrugados y muñecas sembradas de manchas lucían las joyas, corazas de perlas y diamantes y oro que pendían, tintineaban y resplandecían para distraer la mirada de aquella batalla perdida contra el tiempo.
—Oh, señor Piper, sólo quiero que sepa el placer que me supone…
—No puedo expresar con palabras lo mucho que significa para mí…
—Es sencillamente fascinante conocer a un auténtico…
—Si pudiera usted dedicarme el libro…
—Ha hecho usted tanto para unir a la gente…
Aquella multitud de aduladores se tragó a Piper con Baby colgada del brazo.
—¡Caramba, menudo exitazo! —se congratuló Hutchmeyer—, y esto sólo es Maine. Imagínate la que se va a armar en las ciudades.
—No quiero ni pensarlo —dijo Sonia, que no perdía de vista el turbante de Piper asomando y desapareciendo entre peinados de peluquería.
—Los va a dejar embelesados, va a arrasar. A juzgar por esto, vamos a vender dos millones de ejemplares. Después del recibimiento que le han hecho en Nueva York, he pedido un nuevo estudio de mercado…
—¿Recibimiento? ¿Te atreves a llamar recibimiento a ese motín? —le interrumpió Sonia hecha una furia—. Nos podrían haber matado.
—Una publicidad soberbia —le recordó Hutchmeyer—. MacMordie se ha ganado una prima. Ese chaval tiene talento. Aprovechando que hablamos de esto, permíteme que te diga que tengo una proposición que hacerte.
—Sí, me conozco tus proposiciones, Hutch, y la respuesta sigue siendo no.
—Muy bien, pero ésta es diferente —precisó, llevándose a Sonia hacia el bar.
Tras firmar cincuenta ejemplares de Deteneos, oh, hombres ante la virgen y meterse entre pecho y espalda cuatro martinis sin percatarse, los antiguos temores de Piper se desvanecieron por completo.
El entusiasmo con el que le acogían tenía la virtud de no exigir ninguna palabra de su parte. Le bombardeaban desde todos los flancos con cumplidos y opiniones.
Las había fundamentalmente de dos tamaños: las mujeres delgadas se mostraban intensas, mientras las que tenían problemas de obesidad le arrullaban.
Nadie pretendía que Piper participara más allá de dedicarles su sonrisa.
Únicamente una mujer se atrevió a abordar por primera vez el argumento de su novela y Baby tuvo que intervenir de inmediato.
—¿Dejarte preñada, Chloe? —dijo—. ¿Y qué te hace pensar que al señor Piper le apetecería hacer tal cosa? Tiene un programa muy apretado.
—No todo el mundo tiene la suerte de que le recompongan el conejo —le soltó Chloe, guiñándole el ojo a Piper de un modo repugnante—. Vamos a ver, si no lo entendí mal, el libro del señor Piper trata sobre mantenerse natural al máximo…
Pero Baby se llevó a Piper a rastras antes de que pudiera enterarse de lo que Chloe tenía que decir sobre mantenerse natural al máximo.
—¿Qué es eso de recomponer conejos? —quiso saber.
—Esa Chloe es una bruja —dijo Baby por toda respuesta, dejando a Piper con la alegre impresión de que había brujas que se dedicaban a recomponer conejos.
Terminada la fiesta, Piper estaba para el arrastre.
—Le he instalado en el boudoir —le explicó Baby, mientras, junto con Sonia, le escoltaba por la escalera renacentista—. Se disfruta de una vista maravillosa de la bahía.
Piper entró en el boudoir y miró a su alrededor.
A pesar de que la concepción original pretendía amalgamar comodidad y sencillez medieval, Baby se había encargado de retocarla para darle una nota supuestamente sensual, su cama en forma de corazón destacaba encima de una alfombra con un estampado de arco iris entrelazados, que rivalizaba en destellos con un taburete adornado con volantes en los bajos y un tocador art-déco. Para completar el conjunto, una gitana española, enorme y a todas luces demente, sostenía una pantalla de lámpara adornada con borlas colocada encima de la mesita de noche y una cómoda de cristal ahumado resplandecía con brillos oscuros que contrastaban con las paredes azul Wedgwood.
Piper se sentó en la cama y alzó los ojos hacia las enormes vigas de madera del techo. Destilaban una solidez de acabados que no casaba con el brillo efímero de la decoración.
Se desnudó, se lavó los dientes y se metió en la cama. Al cabo de cinco minutos ya se había dormido.
Una hora después volvía a estar totalmente despierto.
A través de la pared contra la que se apoyaba la cabecera acolchada de la cama se filtraban unas voces. Por un momento Piper se preguntó dónde demonios se encontraba, pero las voces se lo aclararon enseguida. Era evidente que el dormitorio de los Hutchmeyer era el contiguo al suyo y tenían un cuarto de baño común.
Durante la media hora que siguió, Piper se enteró con asco de que Hutchmeyer llevaba braguero, que Baby no estaba de acuerdo con que utilizara el lavabo como si fuera un orinal, que a Hutchmeyer le importaba un rábano que no estuviera de acuerdo, que la difunta pero nunca llorada señora Sugg —La madre de Baby— habría hecho un tremendo favor al mundo abortando antes de que Baby naciera y, para terminar, que en una traumática ocasión Baby se había tomado un somnífero con el Dentaclene del vaso que Hutchmeyer usaba para su dentadura postiza, así que le agradecería que tuviera la amabilidad de no dejarlo en el botiquín.
Y de estos penosos detalles domésticos la conversación derivó a cuestiones personales. Hutchmeyer tenía a Sonia por una mujer tremendamente atractiva. Baby no. Lo único que tenía Sonia Futtle eran las garras clavadas en una criatura inocente y encantadora.
Piper tardó un momento en reconocerse en aquella descripción, y precisamente se estaba preguntando si le gustaba que le llamaran pequeña criatura inocente y encantadora cuando Hutchmeyer replicó que no era más que un inglesito hijo de puta y gilipollas que había escrito un libro que daba la casualidad que se iba a vender bien.
Esto ya no fue del agrado de Piper en absoluto. Se incorporó, manoseó la anatomía de la gitana española y por fin dio con el interruptor de la luz.
Sin embargo, los Hutchmeyer habían acabado por dormirse de cansancio.
Piper se levantó de la cama y avanzó tropezando con la alfombra hasta ventana. En la oscuridad del exterior solo alcanzaba a distinguir la silueta de un yate y la de un crucero de tamaño respetable que estaba amarrado al final de un embarcadero largo y estrecho.
Más allá, al otro lado de la bahía, una sombra de una montaña se recortaba contra el cielo estrellado y las luces de un pueblecito resplandecían con brillo apagado.
Las olas se estrellaban contra la playa rocosa que se extendía al pie de la casa.
En otras circunstancias, Piper no habría podido sustraerse a la necesitar de meditar acerca de la belleza de la naturaleza y de su posible inclusión en una futura novela; sin embargo, la opinión que Hutchmeyer había emitido sobre él había barrido esos pensamientos de su mente. Así pues, cogió el diario y consignó por escrito sus observaciones, a saber, que Hutchmeyer era el epítome de la vulgaridad, la degradación, la estupidez y el espíritu burdo del mercantilismo de la América moderna, mientras que Baby Hutchmeyer era una mujer bella y sensible que se merecía un destino mucho mejor que el de estar casada con un bruto grosero.
Hecho esto, volvió a acostarse, leyó un capítulo de La novela moral para recuperar la fe en la naturaleza humana y se durmió.
El desayuno del día siguiente resultó otro calvario.
Sonia no se había levantado todavía y Hutchmeyer estaba de un humor excelente.
—Lo que me gusta de usted es que contagia a sus lectores una gran fantasía para el sexo —comentó a Piper, que estaba tratando de decidir qué tipo de cereal tomar.
—El germen de trigo es estupendo para la vitamina E —le explicó Baby.
—Es para la potencia —dijo Hutchmeyer—, pero Piper ya tiene, ¿verdad, Piper? Lo que necesita es algo mucho más fuerte.
—Estoy segura de que todo lo fuerte que le hace falta se lo vas a proporcionar tú —replicó Baby.
Piper se llenó el plato hasta los topes de germen de trigo.
—Como iba diciendo —prosiguió Hutchmeyer—, lo que quieren los lectores…
—Estoy segura de que el señor Piper sabe perfectamente qué quieren los lectores —le interrumpió Baby—, así que no hace falta que se lo expliques durante el desayuno.
Hutchmeyer no le hizo ningún caso.
—Vamos a ver, cuando un tío llega a casa después del trabajo, ¿qué hace? Pues se toma una cerveza, enciende la televisión, come y se va a la cama, y como está demasiado cansado para tirarse a su mujer, lee un rato…
—Si está tan cansado, ¿por qué tiene que leer un rato? —replicó Baby.
—Si está demasiado cansado para conciliar el sueño necesita algo que le ayude, así que coge un libro y se imagina no estar en el Bronx, sino en…, ¿dónde está ambientado el libro?
—En East Finchley —repuso Piper, con la boca tan llena de germen de trigo que casi no podía hablar.
—En Devon —le corrigió Baby—, la novela está ambientada en Devon.
—¿En Devon? —dijo Hutchmeyer—. Pues él dice que en East Finchley, y lo debe de saber mejor que tú, ¡qué coño!, ¿no el autor de ese libraco?
—Está ambientado en Devon y Oxford —insistió Baby, tozuda—. Ella tiene una casa enorme y él…
—Sí, claro, en Devon —convino Piper—. Es que estaba pensando en mi segunda novela.
Hutchmeyer frunció el ceño.
—Bueno, pues donde sea. La cuestión es que este tío del Bronx se imagina que está en Devon con el vejestorio ése que está loca por él y cuando se da cuenta ya se ha quedado dormido.
—¡Menudo elogio! —dijo Baby—, pero en cualquier caso no creo que el señor Piper tenga en mente a insomnes del Bronx cuando escribe sus libros. Describe una relación que va creciendo.
—Sí, claro, claro, pero…
—Las dudas y vacilaciones de un joven cuyos sentimientos y respuestas emocionales se apartan de los convencionalismos de la categoría socio-sexual que le corresponde por edad.
—Cierto —dijo Hutchmeyer—, de eso no me cabe ninguna duda. Es una aberración y…
—¡No es ninguna aberración! —le contradijo Baby—. Es un adolescente con mucho talento, pero atraviesa una crisis de identidad y Gwendolen…
Mientras Piper masticaba su germen de trigo, la batalla sobre sus intenciones al escribir Deteneos siguió causando estragos.
Dado que Piper no había escrito el libro y que Hutchmeyer no lo había leído, Baby resultó vencedora. Hutchmeyer se retiró pues a su estudio y Piper se encontró de pronto a solas con una mujer que, por razón, distintas de las suyas, lo consideraba también un gran escritor. Y, además, encantador. Piper no podía sino aceptar con reservas que le llamara encantador una mujer cuyos atractivos eran lo suficientemente ambiguos compara resultar, cuando menos, inquietantes.
En la tenue iluminación de la fiesta de la noche anterior le hábil echado treinta y cinco años. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Los senos sin sujetador que se adivinaban bajo la blusa apuntaban hacia los veinte recién cumplidos. Sus manos, en cambio, no. Y luego estaba la cara. Tenía algo de máscara, una falta absoluta de individualidad en los rasgos, no había nada irregular o carente de armonía como, sin embargo había apreciado en los rostros de aquellas mujeres bidimensionales que le miraban con tanta fijeza desde las páginas de revistas femeninas como el Vogue. Aquella tez lisa, impersonal y sin carácter ejercía una extraña fascinación sobre él, y luego aquellos ojos de un límpido azul celeste…
De pronto Piper cayó en la cuenta de que estaba pensando en Navegando hacia Bizancio de Yeats y en el recurso de aquellos pájaros engalanados de piedras preciosas que trinaban.
Para recuperar la calma, se puso a leer la etiqueta del tarro de germen de trigo y descubrió que acababa de consumir 740 miligramos de fósforo y 550 de potasio, acompañados de ingentes cantidades de otros minerales esenciales y toda la vitamina B del mundo.
—Al parecer, contiene muchísima vitamina B —comentó, evitando la atracción de aquellos ojos.
—La B da energía —murmuró Baby.
—¿Y la A? —preguntó Piper.
—La vitamina A suaviza las membranas mucosas —le explicó Baby.
Y una vez más, Piper tuvo la vaga sensación de que lujo aquel comentario sobre dietética le acechaba un mar de peligrosas proposiciones.
Piper apartó la mirada de la etiqueta del germen de trigo y se sintió cautivado de nuevo por aquella máscara de ojos de un límpido azul celeste.