9

Nada idílico había sin embargo en la escena de bienvenida que esperaba a Piper en cuanto el barco atracó en Nueva York.

Ni siquiera la fabulosa vista recortándose en el horizonte ni la Estatua de la Libertad —Sonia le había prometido que le encantaría— hicieron acto de presencia.

Una niebla espesa flotaba suspendida encima del río y los magníficos rascacielos no asomaron la cabeza hasta que pasaron lentamente junto al Battery y siguieron avanzando perezosamente hasta el amarradero.

A aquellas alturas, los ojos de Piper habían abandonado la contemplación de Manhattan por la de una gran aglomeración de gente, de opiniones y extracción ostensiblemente distintas, que se encontraba apiñada en la calzada que quedaba al otro lado del tinglado de aduanas.

—Vaya, menudos honores te ha preparado Hutch —comentó Sonia, mientras bajaban por la pasarela.

Se oían gritos procedentes de la calle y hasta se divisaban algunas pancartas que rezaban, crípticas:

«¡Bienvenido a Gay City!», y otras más inquietantes en las que se leía: «¡Vete a tu país, Peipmann!».

—¿Quién es ese tal Peipmann? —preguntó Piper.

—No tengo ni idea —repuso Sonia.

—¿Peipmann? —repitió a su vez el funcionario de aduanas, que ni siquiera se molestó en registrarles el equipaje—. Pues no sabría decirles, pero ahí fuera hay por lo menos un millón de maricones y vejestorios que lo están esperando. Hay unos que lo quieren linchar, pero al parecer otros le tienen preparado algo mucho peor todavía. Que tengan una feliz estancia.

Sonia empujó a Piper para que se apresurara con el equipaje y traspasaron la barrera al otro lado de la cual MacMordie los estaba esperando con un enjambre de periodistas.

—Encantado de conocerle, señor Piper —le saludó—. Y ahora, si no le importa colocarse aquí…

Piper se colocó allí y se encontró inmediatamente rodeado de cámaras de televisión y reporteros que le ametrallaban al unísono con preguntas incomprensibles.

—¡Usted limítese a decir «sin comentarios»! —le aconsejó MacMordie a voz en cuello, al ver que Piper trataba de esforzarse por aclarar que nunca había pisado Rusia—. Así no habrá malentendidos.

—Ya es un poco tarde para eso, ¿no te parece? —intervino Sonia—. Pero ¿quién les habrá contado a este hatajo de merluzos que era del KGB?

MacMordie le lanzó una sonrisita cómplice y todo el batallón, con Piper en el centro, se desplazó hasta desembocar en el vestíbulo de la entrada.

Una cuadrilla de policías se abrió paso a empujones entre los periodistas y escoltó a Piper hasta un ascensor. Sonia y MacMordie bajaron por las escaleras.

—¿Pero qué demonios es todo esto? —le preguntó Sonia.

—Ordenes del señor Hutchmeyer —repuso MacMordie—. Me pidió un motín callejero y ahí está el motín callejero.

—Pero no hacía ninguna falta sacarse de la manga que era el carnicero de Idi Amín —dijo Sonia, malhumorada—. ¡Jesús!

Cuando salieron a la calle quedó claro que MacMordie se había sacado de la manga muchas otras cosas acerca de Piper, todas incompatibles entre sí.

Un contingente de Supervivientes de Siberia bloqueaba la puerta de salida y gritaba a coro «Solzhenitsyn sí, Piperovski no».

A sus espaldas, un grupo de árabes proPalestina —que había acudido en la certeza de que Piper era un ministro israelí que viajaba de incógnito con objeto de comprar armas— se peleaban con unos sionistas, a los que MacMordie se había encargado de avisar de la llegada de Piparfat, del Movimiento Septiembre Negro.

Más allá, un grupo ya más reducido de judíos ancianos alzaba pancartas que denunciaban a Piepmann, pero les doblaban en número la cuadrilla de irlandeses, que habían recibido la información de que O’Piper era un miembro destacado del IRA.

—Los polis son todos irlandeses —explicó MacMordie a Sonia—, así que es mejor que estén de nuestra parte.

—¿Y qué puñetera parte es ésa? —quiso saber Sonia.

En aquel preciso instante se abrieron las puertas del ascensor y un Piper de rostro ceniciento surgió ante los ojos del público, prácticamente empujado por la escolta policial.

Mientras la multitud que se agolpaba en el exterior se abalanzaba sobre él, los periodistas perseveraban en su infatigable búsqueda de la verdad.

—Señor Piper, ¿le importaría aclararnos quién y qué demonios es usted? —soltó uno a voz en cuello imponiéndose al alboroto reinante.

Piper se había quedado sin habla.

Tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la tez grisácea.

—¿Es cierto que mató personalmente de un disparo…?

—¿Nos equivocamos al suponer que su gobierno no está negociando la compra de misiles Minutemen?

—¿Cuánta gente se encuentra todavía en psiquiatr…?

—Sé de uno que va a tener que ingresar ahí a toda prisa si no haces algo inmediatamente —le advirtió Sonia a MacMordie propinándole un empujón.

MacMordie tuvo que meterse en el ajo.

—El señor Piper no desea hacer ningún tipo de declaración —se desgañitó inútilmente, antes de verse barrido por un policía que acababa de recibir un botellazo de SevenUp en la cabeza de manos de un militante Anti-Apartheid, para el que Van Piper era un racista blanco sudafricano.

Sonia Futtle se abrió paso a codazos.

—El señor Piper es un célebre novelista británico —bramó, pero el momento para las declaraciones sinceras ya había pasado.

Una lluvia de misiles se estrelló contra las paredes del edificio, las pancartas desgarradas se convirtieron en armas y, a rastras, consiguieron que Piper entrara de nuevo en el vestíbulo.

—Yo no he matado a nadie —se quejaba—. Nunca he estado en Polonia.

Sin embargo, ya nadie le oía.

Se escuchó un crepitar de walkie-talkies seguido de una petición urgente de refuerzos.

Fuera, los Supervivientes de Siberia acababan de ser derrotados por los de la Liberación Gay, que luchaban en solitario.

Varios individuos de mediana edad ataviados de jovencitas rompieron el cordón policial y se abatieron sobre Piper.

—No, que no soy de los vuestros —chillaba mientras trataban de rescatarle de la policía—. Soy normal…

Entonces Sonia se armo con una estaca, al extremo de la cual había ondeado la leyenda «La tercera edad está contigo», y repelió las tetas postizas de uno de los salvadores de Piper.

—¡No, no, él no lo es! —bramó—. ¡Es mío! —Y dejó a otro sin peluca.

Blandiendo la estaca en todas direcciones consiguió hacer retroceder a los de la Liberación Gay fuera de la sala. Piper y los agentes de policía estaban agazapados a su espalda, mientras MacMordie gritaba que no desfallecieran.

En medio del alboroto que reinaba en el exterior, árabes pro palestinos y sionistas pro israelíes habían decidido unir sus fuerzas momentáneamente para machacar a los de la Liberación Gay antes de reanudar la batalla.

Sonia ya había conseguido arrastrar a Piper hasta el ascensor.

MacMordie se reunió con ellos y presionó un botón.

Durante los veinte minutos siguientes subieron y bajaron sin pausa mientras en la calle la lucha por Piparfat, O’Piper y Peipmann seguía causando estragos.

—¡Vaya si has metido la pata hasta el fondo! —recriminó Sonia a MacMordie—. Con lo que me ha costado convencer a este pobre desgraciado de que venga y vas tú y le organizas una bienvenida como la última batalla del general Custer.

El pobre desgraciado en cuestión estaba acurrucado en el suelo en un rincón. MacMordie ni siquiera reparaba en él.

—Había que dar a conocer el producto y no hay duda de que lo estamos consiguiendo. Vamos a ser noticia en la tele. No me sorprendería que en este preciso instante estuvieran transmitiendo ya alguna primicia.

—Estupendo —dijo Sonia— ¿y qué nos tienes preparado ahora? ¿El desastre del Hindenburg quizá?

—Así que esto va a alcanzar los titulares… —insistía MacMordie, pero se calló de pronto al oír un lamento procedente del rincón.

A Piper le habían alcanzado también. Le sangraba la mano. Sonia se arrodilló junto a él.

—¿Qué te pasa, cielo? —le preguntó.

Piper le señaló con lánguido ademán un frisbee que llevaba pintadas las palabras «Gulag, ahí va». Tenía cuchillas de afeitar incrustadas en los bordes.

Sonia se volvió hacia MacMordie.

—Supongo que esto también debe de haber sido idea tuya —le espetó—. Frisbees con cuchillas de afeitar. ¡Si hasta se podría guillotinar a alguien con una cosa así!

—¿Mía? Yo no tengo nada… —se apresuró a defenderse MacMordie.

Sonia detuvo el ascensor.

—¡Ambulancia! ¡Ambulancia! —se desgañitó.

Transcurrió una hora entera hasta que la policía consiguió sacar a Piper del edificio.

A aquellas alturas las instrucciones de Hutchmeyer podían darse ya por llevadas a cabo, del mismo modo que se habían llevado también, pero a toda prisa y al hospital, a un gran número de alborotadores.

Las calles estaban sembradas de cristales rotos, pancartas destrozadas y latas de gases lacrimógenos.

Cuando ayudaron a Piper a subir a la ambulancia lloraba ya a lágrima viva.

Se sentó, acariciándose la mano herida, convencido de que acababa de meterse en un manicomio.

—Pero ¿qué he hecho de malo? —se quejó a Sonia.

—Nada, nada en absoluto.

—¡Has estado fantástica, realmente fantástica! —la felicitó MacMordie con agradecimiento, y luego examinó la herida de Piper—. Lástima que no haya más sangre.

—Pero ¿qué más quieres? —refunfuñó Sonia—. ¿Un kilo de carne fresca? ¿Es que no tienes suficiente todavía?

—Sangre —insistía MacMordie—. Con la televisión en color se nota enseguida cuando es salsa de tomate. Tiene que ser auténtico. —Y se volvió hacia la enfermera para preguntarle—: ¿Tiene sangre?

—¿Sangre? ¿Con un rasguño como éste y me pide sangre? —le dijo.

—Escúcheme bien —la advirtió—, este hombre es hemofílico. ¿Le va a dejar morir desangrado?

—¡Yo no soy hemofílico! —protestó Piper, pero su voz se ahogó en el lamento de la sirena.

—¡Necesita una transfusión! —insistió MacMordie a gritos—. Deme esa sangre.

—¿Has perdido la chaveta o qué? —intervino Sonia chillando, mientras MacMordie forcejeaba con la enfermera—. ¡Ya ha pasado por un calvario suficiente como para que ahora tenga que soportar una transfusión!

—¡No quiero ninguna transfusión! —berreó Piper fuera de sí—. No me hace ninguna falta.

—Sí, pero a las cámaras de televisión les hace mucha —replicó MacMordie— y en tecnicolor.

—Me niego a suministrar a este paciente… —objetó la enfermera antes de que MacMordie le arrebatara la botella y empezara a forcejear para destaparla.

—¡Pero si ni siquiera sabe cuál es su grupo sanguíneo! —le recordó escandalizada al ver que había logrado ya abrirla.

—No hace falta —dijo MacMordie, mientras vaciaba prácticamente todo el contenido de la botella sobre la cabeza de Piper.

—¡Mira lo que has conseguido! —le espetó Sonia. Piper acababa de desmayarse.

—Muy bien, pues ahora habrá que resucitarlo —dijo MacMordie—. Al lado de esto, lo de Kildare parecen chiquilladas —soltó, antes de incrustar la mascarilla de oxígeno en la cara de Piper.

Cuando sacaron a Piper de la ambulancia tumbado en una camilla parecía la muerte personificada. Bajo la mascarilla de oxígeno, su cara había evolucionado hasta el morado. Con los nervios, nadie se había acordado de abrir la espita.

—¿Sigue con vida? —quiso saber un periodista que había seguido a la ambulancia.

—¡Quién sabe! —dijo MacMordie, con entusiasmo. Mientras se llevaban a Piper a Urgencias.

Sonia manchada de sangre de arriba abajo trataba de tranquilizar a la enfermera, que estaba presa de un ataque de histeria.

—¡Ha sido espantoso! No me había ocurrido una cosa así en mi vida, ¡y nada menos que en mi ambulancia! —gritó ante cámaras de televisión y periodistas, antes de desaparecer por el mismo camino que el paciente.

Al ver que colocaban la camilla carmesí de Piper sobre un armazón con ruedas y se lo llevaban, MacMordie se frotó las manos con satisfacción.

A su alrededor se oía el ronronear de las cámaras. Ya había dado a conocer el producto. El señor Hutchmeyer estaría contento.

Y el señor Hutchmeyer lo estaba.

Seguía el motín callejero por televisión con aparente satisfacción y todo el fervor de un entusiasta aficionado a los combates.

—¡Ese es mi MacMordie! —exclamó, al ver que un joven sionista aplastaba a un inocente pasajero japonés del transatlántico con una pancarta en la que se leía «Acordaos de Lod».

Entonces un agente de policía trató de intervenir pero fue derribado por algo vestido de mujer. La imagen pareció zozobrar violentamente cuando el cámara fue víctima de un tremendo golpe por la espalda.

En cuanto volvió a normalizarse, apareció ante el objetivo una anciana que yacía en el suelo sangrando.

—¡Estupendo! —se congratuló Hutchmeyer—. MacMordie ha hecho un trabajo estupendo. Ese chaval tiene verdadero talento para la acción.

—Eso es lo que tú te crees —dijo Baby, que estaba mucho mejor enterada.

—¿Qué demonios quieres decir con eso? —preguntó Hutchmeyer, desviando su atención del televisor momentáneamente.

Baby se encogió de hombros.

—No me gusta la violencia. Eso es todo.

—¿La violencia? Pues bien violenta que es la vida. Competitiva. Así es como son las cosas.

Baby escudriñó la imagen de la pantalla.

—Pues ahí ya hay dos que han dejado de ser —dijo.

—Eso es la naturaleza humana —se justificó Hutchmeyer—. Y la naturaleza humana no la he inventado yo.

—Sólo te aprovechas de ella.

—Para vivir.

—Para matar, diría yo —le echó encara Baby—. Esa mujer no va a salir de ésta.

—¡Mierda! —soltó Hutchmeyer.

—Me has quitado la palabra de la boca —dijo Baby.

Hutchmeyer se concentró de nuevo en la pantalla y trató de hacer caso omiso de Baby.

Un destacamento de policías salía de Aduanas con Piper.

—¡Ese es! —exclamó Hutchmeyer—. ¡El muy gilipollas parece que se esté meando encima!

Baby lo miró y exhaló un suspiro.

Aquel Piper perseguido era tal y como ella esperaba: joven, pálido, sensible y sumamente vulnerable. Como Keats en Waterloo, pensó.

—Y ¿quién es esa gordinflona que está con MacMordie? —preguntó, al ver a Sonia propinando un rodillazo aun ucraniano que le acababa de echar un escupitajo al vestido.

—¡Esa es mi amiguita! —gritó Hutchmeyer con entusiasmo.

Baby le miró incrédula.

—Debes de estar bromeando. Un solo bote con esa especie de lanzadora de peso rusa y se te revienta el braguero.

—¡Deja en paz el dichoso braguero! Lo único que te puedo decir es que esa chávala de ahí es la vendedorcita más grande del mundo.

—La más grande puede que sí —le replicó Baby—, porque pequeña no es. Ese moscovita de la tele plegado en dos con los huevos hechos papilla se ha enterado perfectamente. ¿Cómo se llama?

—Sonia Futtle —dijo Hutchmeyer con ojos soñadores.

—Me lo tendría que haber imaginado —dijo Baby—. Ahora mismo acaba de dejar a un irlandés hecho una momia. No podrá volver a montar en su vida.

—¡Jesús! —soltó Hutchmeyer, y se apresuró a retirarse a su estudio para huir de los comentarios sarcásticos de Baby.

Llamó a la oficina de Nueva York para pedir un estudio por computadora de los nuevos pronósticos de ventas de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen teniendo en cuenta el impacto de aquella gran campaña publicitaria. Acto seguido, pidió que le pusieran con Producción y encargó otro medio millón de ejemplares. Para terminar, hizo una última llamada a Hollywood y exigió otro cinco por ciento sobre las ganancias de la serie televisiva.

Y durante todo ese tiempo su mente adujo ajetreadísima pensando con lascivia en Sonia y en una manera de eliminar de muerte natural lo que quedaba de Miss Penobscot 1935, para no tener que desprenderse de veinte millones de dólares antes de acceder al divorcio. Puede que a MacMordie se le ocurriera algo. Como que alguien la jodiera hasta el infarto. Eso sería por causas naturales.

Y a ese Piper le pirraban las viejas. Siempre era una posibilidad…

En el quirófano de urgencias del Hospital Roosevelt, médicos y cirujanos hacían lo imposible por salvarle la vida a Piper.

El hecho de que las apariencias indicaran que estaba a punto de morir desangrado por una herida sufrida en la cabeza, mientras que los síntomas apuntaban hacia un estado de asfixia, complicaba tremendamente la tarea.

Por lo demás, la enfermera histérica no les resultaba de ninguna ayuda.

—Me ha dicho que tendría una hemorragia —explicó al jefe de cirujanos, que ya se había dado perfecta cuenta de ello—. Y entonces ha dicho que le tendría que hacer una transfusión. Yo no quería hacérsela y él ha dicho que tampoco la quería y ella le ha pedido que no lo hiciera y él ha ido al banco de sangre y entonces él se ha desmayado y lo han reanimado y…

—¡Que le den un sedante! —ordenó el cirujano a gritos mientras se llevaban a rastras a la enfermera, que no dejaba de gritar.

Un Piper calvo estaba tendido encima de la mesa de operaciones.

En un intento desesperado por encontrar la herida le habían rapado la cabeza.

—¿Dónde está la hemorragia? —exclamó el cirujano, iluminando la oreja izquierda de Piper con la esperanza de encontrar la fuente de aquella horrible pérdida de sangre.

Cuando Piper volvió en sí, no habían avanzado mucho.

Le habían desinfectado el rasguño de la mano y hasta puesto una tirita, mientras una aguja clavada en la muñeca derecha hacía que le llegara la transfusión que tanto había temido.

Por fin, interrumpieron el suministro y Piper se puso en pie.

—Ha tenido usted mucha suerte de salir con vida —le explicó el cirujano—. No sabemos qué le ocurre exactamente, pero tendrá que hacer reposo durante una buena temporada. Puede que los de la Mayo se lo puedan solucionar, pero desde luego nosotros no podemos.

Piper salió al pasillo tambaleándose, más calvo que una bola de billar.

Sonia se echó a llorar.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué te han hecho, dulzura? —se lamentaba.

MacMordie observaba pensativo el cráneo rapado de Piper.

—Eso no tiene muy buen aspecto —se pronunció por fin antes de meterse en el quirófano—. Tenemos un problema —confesó a los cirujanos.

—¡Y que lo diga! A la hora de hacer un diagnóstico no sabría qué decir.

—Sí, claro —reconoció MacMordie—. Ahora lo que necesita es que le venden la cabeza. Tiene que comprender que es famoso y, con todos esos tíos de la tele ahí fuera, no puede salir hecho un Kojak, siendo escritor como es. Podría perjudicar su imagen.

—Su imagen es cosa suya —le replicó el cirujano—. Yo me limito a su enfermedad.

—Pero es usted el que le ha dejado sin pelo —se quejó MacMordie—, así que ¿qué me dice de hacerle un buen vendaje? Cara incluida. Ese hombre va a necesitar mantenerse en el anonimato hasta que le haya crecido el pelo.

—No insista —se negó el cirujano, fiel a sus principios médicos.

—Mil dólares —pujó MacMordie, y salió a buscar a Piper.

Piper entró de mala gana agarrado patéticamente del brazo de Sonia.

Cuando volvió a salir y se marchó del hospital, flanqueado por Sonia y una enfermera, apenas se alcanzaban a distinguir un par de ojos asustados y las ventanas de la nariz.

—El señor Piper no tiene nada que decir —reiteró MacMordie.

Varios millones de telespectadores ya se habían dado cuenta.

La cara vendada de Piper carecía de boca. Para ellos, bien podría haberse tratado del hombre invisible.

Todos los zooms de las cámaras se activaron para los primeros planos y MacMordie arrancó a hablar.

—Cuento con la autorización del señor Piper para comunicarles que el interesado no tenía ni la menor idea de que su magnífica novela Deteneos, oh, hombres, ante la virgen fuera a levantar el grado de controversia pública que ha caracterizado el inicio de su gira de promoción por este país…

—¿Su qué? —preguntó un periodista.

—El señor Piper es el más importante escritor británico. Y su novela, titulada Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, que va a publicar próximamente Hutchmeyer Press y que se lanzará al mercado al precio de siete dólares con noventa…

—¿Insinúa usted que todo esto lo ha provocado una novela? —le interrumpió uno de los entrevistadores.

MacMordie asintió.

Deteneos, oh, hombres, ante la virgen es la novela más controvertida de este siglo. Léanla y descubrirán el porqué del tremendo sacrificio que ha supuesto por parte del señor Piper…

A su lado, un Piper grogui se ladeaba y tuvo que ser ayudado a bajar las escaleras hasta el coche que les estaba esperando.

—¿Y adonde lo llevan ahora?

—Lo van a llevar en avión a una clínica privada en la que ingresará para someterse a un tratamiento diagnóstico —dijo MacMordie, y el automóvil arrancó.

En el asiento trasero, Piper gimoteaba entre vendajes.

—¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó Sonia.

Pero los balbuceos de Piper eran incomprensibles.

—¿Y qué es toda esa historia del tratamiento diagnóstico? —preguntó Sonia a MacMordie-No le hace ninguna falta…

—Eso sólo lo he dicho para despistar a los medios de comunicación. El señor Hutchmeyer quiere que te hospedes con él en su residencia de Maine. Ahora nos dirigimos al aeropuerto. La avioneta privada del señor Hutchmeyer nos está esperando.

—En cuanto vea al señor Malaspulgas Hutchmeyer le diré un par de cosillas —dijo Sonia—. Me parece un milagro que no nos hayan matado a todos por su culpa.

MacMordie se volvió hacia ella desde su asiento.

—Vamos a ver —le dijo—, supón que tienes que promocionar a un escritor extranjero. Tiene que tener algo especial, como por ejemplo haber ganado el Premio Nobel o haber sufrido tortura en Lubianka o algo por el estilo. En una palabra: carisma. ¿Y qué tiene este Piper? Nada, así que selo fabricamos nosotros. Organizamos un motín callejero, lo combinamos con una pizca de sangre y, de la noche a la mañana, se convierte en un personaje carismático. Además, con un vendaje como ése va a aparecer en las pantallas de televisión de todos los hogares. Vamos a vender un millón de ejemplares sólo gracias a esa cara.

Llegaron al aeropuerto y Sonia subió a bordo del Sello editorial número I.

Sonia esperó a que despegaran para retirar los vendajes de la cara a Piper.

—Tendremos que dejar el resto tal cual hasta que te vuelva a crecer el pelo —le dijo.

Piper asintió con la cabeza vendada.

Hutchmeyer telefoneó desde Maine para felicitar a MacMordie.

—La escena del hospital no ha tenido desperdicio —le dijo—. Vamos a dejar a un millón de telespectadores con la boca abierta. Le hemos convertido en mártir. En un cordero sacrificado en el altar de la gran literatura. Por ésta te llevas una gratificación, MacMordie, te lo prometo.

—No ha sido nada —dijo MacMordie con modestia.

—Y ¿cómo se lo ha tomado? —se interesó Hutchmeyer.

—Parecía un poco aturdido, pero eso es todo —dijo MacMordie—. Ya se repondrá.

—Todos los escritores tienen el cerebro aturdido —comentó Hutchmeyer—. Es algo inherente a su naturaleza.