En Nueva York, MacMordie, la mano derecha de Hutchmeyer, se encargaba de entregarle el telegrama.
—Así que van a llegar antes de lo previsto —dijo Hutchmeyer—. No importa. Lo único que tendremos que hacer es poner el asunto en marcha. Vamos a ver, MacMordie, quiero que me organices la manifestación más grande de la historia. Y cuando digo la más grande quiero decir eso: la más grande. ¿Se te ocurre algo para empezar?
—Con un libro como éste, lo único que se me ocurre es que los jubilados se le echen encima como si se tratara de los Beatles.
—Los jubilados nunca se echarían encima de los Beatles.
—Bueno, pues como si fuera Rodolfo Valentino resucitado o alguien así, una de esas grandes estrellas de los años veinte.
Hutchmeyer asintió.
—Eso ya está mejor —dijo—, enfocarlo hacia el lado nostálgico. Pero no es suficiente. Con los jubilados parece que no conseguiremos nunca el impacto necesario.
—Yo diría que ninguno —admitió MacMordie—. Ahora bien, si ese tal Piper fuera del movimiento de liberación gay, odiara a los judíos y tuviera un novio negro cubano de apellido O’Hara, podríamos reunir a unos cuantos espontáneos. Pero con un producto que se dedica a tirarse a vejestorios, la verdad…
—MacMordie, ¿cuántas veces te tendré que repetir que producto y promoción son dos cosas independientes? No tiene por qué haber ninguna relación entre lo uno y lo otro. Tendrás que conseguir una cobertura sea como sea.
—Sí pero es que un autor británico del que nadie ha oído hablar jamás y, para colmo, primerizo, ¿a quién puede interesarle?
—A mí —replicó Hutchmeyer—. Y, además, quiero que cien millones de telespectadores estén interesados también. Y quiero decir interesados de verdad. Ese tal Piper tiene que ser famoso dentro de una semana y me da igual cómo lo consigas. Tienes carta blanca, siempre que la gente reaccione como si se tratara de Lindbergh de vuelta de su primer vuelo transatlántico en cuanto pise tierra firme. Así que ya puedes empezar a formar una buena cuadrilla: recluta a todos los grupos de presión y todas las influencias que puedas conseguir y empieza a trabajar para que vaya adquiriendo carisma.
—¿Carisma? —dijo MacMordie con incredulidad—. ¿Con la foto que tenemos de él para la solapa del libro quieres que además tenga carisma? Si hasta parece que esté enfermo…
—¡Pues que esté enfermo! ¿A quién le importa la pinta que tiene? Lo único que nos interesa es que de la noche a la mañana todas las solteronas le dediquen sus plegarias. Y consigue la participación del Movimiento de Liberación de la Mujer, esa idea tuya de los maricones es bastante buena.
—Si reunimos en los astilleros a un montón de viejecitas, a la brigada de mujeres y a los gays, puede que corramos el riesgo de que derive en un motín callejero.
—¡Excelente! —dijo Hutchmeyer—, un motín callejero. Échale encima todo el lote. Y si un poli resulta malherido, mejor que mejor. Y si a una viejecita le da un ataque cardíaco, pues estupendo. Y si la abocan a la bebida, mejor todavía. Cuando hayamos terminado con su imagen, el Piper ése va a parecer el flautista.
—¿Flautista? —dijo MacMordie.
—Con las ratas, por el amor de Dios.
—¿Ratas? ¿Así que además quieres ratas?
Hutchmeyer le miró con tristeza.
—A veces, MacMordie, tengo la impresión de que eres un completo ignorante —le espetó—. Cualquiera diría que nunca has oído hablar de Edgar Alan Poe. Y otra cosa más: cuando Piper haya terminado de remover la mierda por aquí lo quiero ver metido en un avión rumbo a Maine. Baby lo quiere conocer.
—¿Que la señora de Hutchmeyer quiere conocer a semejante pelmazo? —se extrañó MacMordie.
Hutchmeyer asintió con aire impotente.
—Eso es, como aquella vez que se volvió loca por que le presentara a ese tío que escribió eso de hacer chasquear el látigo todo el rato. ¿Cómo demonios se llamaba?
—Potnoy —le recordó MacMordie—. Pero no pudimos conseguirlo, no quiso venir.
—¿Y eso qué tiene de raro? Lo que era un milagro era que todavía pudiera andar después de lo que se hizo. Esas cosas te dejan para el arrastre.
—Tampoco le publicamos nosotros —puntualizó MacMordie.
—Bueno, eso es cierto —convino Hutchmeyer—, pero publicamos a este Piper, así que si Baby lo quiere conocer, se lo presentaremos. Y te diré una cosa, MacMordie, cualquiera diría que a su edad, con todas las operaciones que lleva ya y el régimen que hace, tendría que estar un poco más tranquila. En fin, ¿alguien puede hacerlo dos veces al día todos los dichosos días del año…? pues yo tampoco, pero esa mujer es insaciable. Se va a zampar a ese soplapollas vivo.
MacMordie tomó buena nota de que tenía que reservar el avión de la compañía para Piper.
—Es muy posible que no quede de él mucho que zampar cuando el comité de recepción de aquí haya acabado con él —dijo, de mal talante—. Tal como lo quieres, la cosa podría ser movidita.
—Pues cuanto más movidita mejor. Cuando la latosa de mi esposa haya terminado con él se va a enterar de lo moviditas que se pueden poner las cosas. ¿Sabes con qué se ha metido ahora?
—No.
—Con osos.
—¿Osos? —dijo MacMordie—. No puede ser. ¿Y no es un poco peligroso? Tendría que estar desesperadísima para pensar siquiera en ellos. Una vez conocí a una mujer que tenía un pastor alemán, pero…
—No es lo que piensas —le espetó Hutchmeyer—. Jesús, MacMordie, estamos hablando de mi mujer, no de una zorra chalada amante de los perros. Un poco de respeto, por favor.
—Pero si has sido tú el que ha dicho que estaba metida con osos y yo pensaba…
—Lo malo de ti, MacMordie, es que no piensas. Está metida con osos, pero eso no significa que los osos se metan con ella, ¡por el amor de Dios! ¿Dónde se ha visto a una mujer con esa clase de relaciones sexuales? Es imposible.
—Pues no sé. Una vez conocí a una mujer que…
—¿Quieres que te diga una cosa, MacMordie? Conoces a un montón de mujeres horribles, en serio. Tendrías que buscarte una esposa decente.
—Y tengo una esposa decente. Ya no voy de picos pardos. No me quedan fuerzas, la verdad.
—Tendrías que alimentarte con germen de trigo y vitamina E, como yo. Es lo que más ayuda a que se te levante. ¿Dónde estábamos?
—En los osos —le recordó MacMordie, ansioso.
—A Baby le ha dado por la ecología y la vida salvaje. Ha leído no sé qué sobre que los animales son humanos y demás. Un tal Morris escribió un libro…
—Yo también lo he leído —dijo MacMordie.
—El de ese Morris no. Este Morris trabajaba en un zoo y cuidaba de un mono sin pelo. Debió de afeitar al dichoso animal. Bueno, pues Baby lee el libro de marras y, en cuanto me doy cuenta, compra un lote de osos y los deja sueltos alrededor de la casa. Está todo abarrotado de osos y los vecinos empiezan a quejarse precisamente cuando acabo de presentar la candidatura para el Club de Yates. Te lo aseguro, esa mujer es una verdadera lata con todos los líos que me organiza.
MacMordie lo miraba perplejo.
—Pero si a ese tal Morris le dio por los monos, ¿qué hace la señora Hutchmeyer con osos? —le preguntó.
—¿Y dónde se ha visto un mono sin pelo en los bosques de Maine? Imposible. Moriría congelado a la primera nevada, y tiene que ser todo natural.
—¿Y eso de tener osos en el jardín es natural? A mí no me lo parece.
—Lo primero que le dije a Baby es: ¿quieres un mono? Pues muy bien, mono; pero lo de los osos ya es otra historia. ¿Pues sabes con qué me salió? Me dijo que hacía cuarenta años que tenía un mono pelado suelto por el jardín y que los osos necesitaban protección. ¿Protección?
¿Pesan ciento setenta kilos y necesitan protección? Si hay alguien que necesita protección en ese sitio soy yo.
—¿Y qué hiciste entonces? —le preguntó MacMordie.
—Me compré una ametralladora y le advertí que al primer oso que sorprendiera metiéndose en casa le volaría la sesera. Y en cuanto los osos recibieron el mensaje huyeron al bosque y desde entonces todo anda la mar de tranquilo.
En el transatlántico andaba todo también la mar de tranquilo.
A la mañana siguiente, al despertar, Piper descubrió que se encontraba en un hotel flotante, pero como su vida de adulto había transcurrido de una casa de huéspedes en otra —todas con su vista al Canal de la Mancha—, las circunstancias de su nueva situación no le resultaron especialmente inesperadas. Bien es verdad que el lujo de que disfrutaba ahora era mucho mejor que las comodidades que podía ofrecerle la casa de huéspedes Gleneagle de Exforth, pero el ambiente circundante poco significaba para Piper.
Lo más importante en su vida era escribir, y Piper siguió con su rutina a bordo del barco.
Por las mañanas escribía sentado a la mesa de su camarote y después del almuerzo se tumbaba en la cubierta superior en compañía de Sonia y hablaba con ella de la vida, de literatura y de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, envuelto en un halo de felicidad.
«Por primera vez en mi vida soy verdaderamente feliz», confesó a su diario y a todo aquel hatajo de futuros eruditos que un día estudiarían su vida privada. «Mi relación con Sonia ha dado una nueva dimensión a mi existencia y ha enriquecido también el sentido de lo que significa la madurez. Sólo el tiempo decidirá si a eso se le puede llamar amor, pero ¿acaso no basta con saber que nos interrelacionamos de un modo tan personal? Lo único que lamento es que nos haya unido un libro tan degradante para la naturaleza humana como Dohal V, pero, como hubiera dicho Thomas Mann con la ironía simbólica que caracteriza su obra: “Todo nubarrón esconde un forro de plata”, y uno no puede más que estar de acuerdo con él. ¡Cómo iba a ser de otro modo! Sonia insiste en que relea el libro para poder así imitar el estilo de su autor. Sin embargo, tanto la presunta autoría del libro como la obligación de leer un texto que únicamente puede tener una influencia nefasta sobre mi propia obra, me resultan terriblemente penosos. Con todo, persevero en la tarea y En busca de la infancia perdida progresa en la medida en que cabría esperar, teniendo en cuenta las exigencias del trance en que me veo».
Y en ese mismo estilo continuaba el texto.
Por la noche, Piper insistía en leer en voz alta a Sonia lo que había escrito de En busca, cuando ella habría preferido ir a bailar o a jugar a la ruleta. Piper condenaba tales frivolidades. No formaban parte de aquellas experiencias sobre las que se edificaban las relaciones significativas que constituían el fundamento de la literatura con mayúsculas.
—¿No tendría que haber más acción? —se quejó Sonia, cuando Piper terminó de leerle su trabajo del día—. Bueno, es que parece que no pase nada. Todo son descripciones y reflexiones de gente.
—En la novela contemplativa, pensamiento equivale a acción —sentenció Piper, citando textualmente La novela moral—. Únicamente los espíritus inmaduros encuentran satisfacción en la acción como actividad externa. Lo que pensamos y sentimos determina cuanto somos, y es precisamente en esta entidad esencial de la naturaleza humana, donde se desarrollan los grandes acontecimientos de la vida.
—¿Entidad existencial? —dijo Sonia, esperanzada.
—Esencial —la corrigió Piper—. E-s-e-n-c-i-a-l. Significa la capacidad esencial de ser, como Dasein.
—¿No será «design»? —aventuró Sonia.
—No —insistió Piper, que había leído ya algunas frasecitas de Heidegger—. D-a-s-e-i-n.
—Pues ni me habría enterado —dijo Sonia—, pero si tú lo dices…
—Y si la existencia de la novela se justifica como una forma de arte inter comunicativo, debe tratar única y exclusivamente de la realidad vivida. El recurso abusivo a la imaginación, más allá de los parámetros de nuestra experiencia personal, no hace sino poner de manifiesto una superficialidad que sólo puede desembocar en la no realización de nuestro potencial como individuos.
—¿Y no resulta un poco limitado? —dijo Sonia—. Me refiero a que si sólo se puede escribir sobre lo que nos pasa, se acaba irremediablemente describiendo cómo se despierta uno, desayuna y se va al trabajo.
—Claro, es que eso también es importante —insistió Piper, que había dedicado su mañana de escritura a describir cómo se levantaba, desayunaba y se marchaba a la escuela—. El novelista se encarga de dotar a estos actos de su propia interpretación intrínseca.
—Pero a lo mejor a la gente no le apetece leer ese tipo de cosas y quiere romance, sexo y emoción. Les gusta lo extraordinario. Eso es lo que vende.
—Es muy posible que venda —reconoció Piper—, pero ¿es importante?
—Es importante si se quiere seguir escribiendo. Hay que ganarse el pan. Deteneos, sin ir más lejos, vende…
—Y no me cabe en la cabeza —la interrumpió Piper—. He leído ese capítulo que me dijiste y, francamente, es repugnante.
—Es que la realidad no resulta siempre agradable —se justificó Sonia, que habría preferido que Piper no fuera tan exigente—. Vivimos en un mundo loco, hay atracos, asesinatos y violencia por todas partes y, en cambio, Deteneos se aleja de eso y trata de dos personas que se necesitan mutuamente.
—Las personas así no tendrían que necesitarse mutuamente —dijo Piper—. Es antinatural.
—Lo que es antinatural es ir a la luna, y seguimos yendo. Hay misiles con cabezas nucleares apuntándose mutuamente capaces de hacer estallar el mundo en pedazos y, dirijas la mirada a donde la dirijas, tropiezas con algo antinatural.
—En En busca no —la contradijo Piper.
—¿Qué tiene que ver con la realidad entonces?
—La realidad —replicó Piper, volviendo a La novela moral— trata de la veracidad de las cosas dentro de un contexto extra efímero. Consiste en un restablecimiento de los valores tradicionales dentro de la conciencia del hombre…
Mientras Piper seguía con sus citas textuales, Sonia exhaló un suspiro y pensó que le habría gustado que Piper restableciera valores tradicionales pidiéndole que se casara con él, por ejemplo, o metiéndose en su cama una noche para hacer el amor de una manera clásica.
Pero en eso, claro está, Piper tenía también sus principios. Sus actividades nocturnas en la cama se limitaban a lo estrictamente literario. Antes de coger La novela moral como quien retorna a su Biblia, Piper leía unas cuantas páginas de El doctor Fausto, luego apagaba la luz y resistía los encantos de Sonia procurando dormirse lo antes posible.
Sonia, en cambio, no podía pegar ojo pensando si sería rarillo él o carecería ella de encantos, para llegar finalmente a la conclusión de que estaba encadenada a una especie de loco de atar pero afortunadamente genial, y decidir posponer para días futuros cualquier discusión sobre las tendencias sexuales de Piper. Al fin y al cabo, lo más importante era que estuviera tranquilo y sosegado durante la gira de promoción, de modo que si lo que Piper quería era castidad, castidad iba a tener.
En realidad, fue el propio Piper el primero en plantear la cuestión una tarde en la que estaban tumbados en la cubierta superior.
Había estado dándole vueltas a lo que Sonia le había dicho sobre su falta de experiencia y sobre la necesidad que tenía todo escritor de adquirirla.
Para la mentalidad de Piper, experiencia equivalía a observación.
Por esa razón se enderezó en la tumbona y tuvo el tiempo justo para someter a un concienzudo examen a una mujer de mediana edad que salía de la piscina.
Reparó en que tenía los muslos sembrados de hoyuelos.
Piper buscó su libro de contabilidad dedicado a frases y escribió: «Piernas marcadas por la huella ardiente del tiempo» y, como alternativa, «el estigma de pasiones pasadas».
—¿Qué haces? —preguntó Sonia, espiando por encima de su hombro.
—Los hoyuelos que tiene en las piernas esa mujer —le explicó Piper—, la que acaba de sentarse.
Sonia miró a la mujer con ojos críticos.
—¿Te excitan?
—¡Desde luego que no! —negó Piper—. Me limitaba simplemente a tomar nota del hecho. Podría serme de utilidad en algún libro. Me dijiste que necesitaba tener más experiencia, así que la estoy adquiriendo.
—Menuda manera de adquirir experiencia —soltó Sonia—, hacer el voyeur con vejestorios.
—No hacía el voyeur en absoluto, me limitaba a observar. Y no hay ninguna implicación sexual en eso.
—Tendría que habérmelo imaginado —repuso Sonia, antes de recostarse de nuevo en la tumbona.
—¿Imaginado el qué?
—Pues que no había ninguna implicación sexual. Contigo nunca la hay.
Piper se reclinó y se quedó pensando en aquel comentario. Había en él una nota de amargura que le inquietaba.
Sexo. Sexo y Sonia. Sexo con Sonia. Sexo y amor. Sexo con amor y sexo sin amor. Sexo en general. Un tema de lo más intrincado que durante dieciséis años había perturbado el apacible curso de sus días, engendrando un sinfín de fantasías que no casaban con sus principios literarios. Las grandes novelas no hablaban de sexo, se limitaban al amor, y Piper había tratado de hacer lo mismo. Se estaba reservando para el gran romance que reuniría amor y sexo en un absoluto de pasión y sensibilidad totalmente gratificadora que todo lo abarcaría, un romance en el que todas las mujeres de sus fantasías —aquellos ensueños de brazos, piernas, senos y nalgas, elementos que habían servido, cada cual a su manera, para espolear sueños distintos— se reunirían para conformar a la esposa perfecta. Con ella porque, con los sentimientos más sublimes, tendría la justificación para entregarse a las mayores bajezas. El abismo que mediaba entre la bestia que anidaba en Piper y el ángel de su verdadera amada se salvaría gracias a la llama pura de su mutua pasión o a algo por el estilo.
Por lo menos, eso decían las grandes novelas.
Desgraciadamente, no explicaban el cómo.
Más allá del amor amalgamado con la pasión había algo: Piper no estaba muy seguro de qué.
Probablemente, la felicidad. En cualquier caso, el matrimonio le absolvería de aquellos intervalos de sus fantasías en los que un Piper convertido en animal de presa merodeaba por oscuras callejuelas en busca de víctimas inocentes con las que saciarse, lo cual, teniendo en cuenta que Piper no se había saciado nunca con nadie y que carecía de los más rudimentarios conocimientos de la anatomía femenina, le habría hecho acabar con los huesos en el hospital o en el juzgado de guardia.
Y ahora creía haber encontrado en Sonia a la mujer que le apreciaba de veras y a la que, por ello, le correspondía ser la mujer perfecta.
Pero estaban los peros.
La mujer perfecta de Piper, creada a imagen y semejanza de las grandes novelas, era una criatura en la que se reunían pureza y deseos profundos. Piper no tenía nada que objetar a los deseos profundos, siempre que permanecieran en lo profundo.
Los de Sonia, sin embargo, no eran de esa naturaleza. Hasta Piper se daba cuenta de ello. Destilaba una disponibilidad para el sexo que complicaba mucho las cosas.
En primer lugar, le privaba de su derecho a comportarse como una bestia de presa. Resultaba un tanto difícil comportarse como un animal si el ángel con el que se suponía debías comportarte como un animal era todavía más animal que tú. Lo de la animalidad era relativo, porque además requería una pasividad que los besos de Sonia delataban que ella no poseía. Las pocas veces que la había estrechado entre sus brazos, Piper se había sentido a merced de una mujer tremendamente poderosa, y a pesar de su escasa imaginación no conseguía imaginarse comportándose como un animal de presa con ella.
Todo resultaba extremadamente difícil y, sentado en la cubierta superior mirando la estela del barco que se iba ensanchando hasta el horizonte, Piper se sorprendió una vez más ante la gran contradicción que existía entre Vida y Arte.
Para desahogarse, abrió de nuevo su libro de contabilidad y escribió: «Toda relación madura exige el sacrificio del Ideal en aras de la Experiencia, pues uno debe enfrentarse a la Realidad».
Esa misma noche, Piper se armó de valor para enfrentarse a la Realidad.
Se atizó dos copas de vodka antes de la cena, una botella entera de Nuits St Georges, cuyo nombre se le antojó muy adecuado para la batalla, durante la cena, remató todo ello con un Benedictine acompañando el café y, a continuación, cogió el ascensor de bajada envolviendo a Sonia en palabras tiernas cargadas de alcohol.
—Mira, no tienes por qué hacer eso —dijo ella mientras bajaban y él la cubría de halagos.
Piper seguía en sus trece.
—Cariño, somos dos personas adultas —masculló, antes de echar a andar tambaleándose hacia el camarote.
Sonia encendió la luz al entrar. Piper la apagó.
—Te quiero —le confesó.
—Mira, no tienes por qué quedar bien —insistió Sonia—, y además…
Piper respiró profundamente y la cogió entre sus brazos con indudable pasión. En un instante estuvieron encima de la cama.
—Tus senos, tus cabellos, tus labios…
—Mi regla —dijo Sonia.
—Tu regla —murmuró Piper—. Tu piel, tu…
—Regla —repitió Sonia.
Piper se calló de pronto.
—¿Qué quieres decir con eso de tu regla? —le preguntó, porque tenía la vaga impresión de que había algo fuera de lugar.
—Mi regla mensual —le aclaró Sonia—. ¿Captas ya?
Piper ya lo había captado.
El autor sustituto de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen abandonó la cama de un brinco y se plantó en el cuarto de baño.
Existían muchas más contradicciones entre Vida y Arte de las que había imaginado. Las fisiológicas, por ejemplo.
En la mansión con vistas a la Bahía Freshman de Maine, Baby Hutchmeyer, de soltera Sugg, Miss Penobscot 1935, estaba tendida lánguidamente en su enorme colchón de agua y pensaba en Piper.
Junto a ella tenía un ejemplar de Deteneos, una copa de escocés y Vitamina C. A aquellas alturas había leído el libro tres veces y cada nueva lectura le había reafirmado en la creencia de que, por fin, había encontrado a un escritor joven que sabía apreciar de veras todo cuanto una mujer mayor podía ofrecerle.
Y no es que Baby fuera precisamente mayor físicamente.
A los cuarenta —léase cincuenta y ocho—, todavía tenía el cuerpo de una chiquilla de dieciocho años propensa a los accidentes y la cara de una de veinticinco embalsamada.
En pocas palabras, tenía lo que hay que tener: lo que había atendido Hutchmeyer durante sus primeros diez años de vida matrimonial y abandonado los treinta últimos.
Todas las atenciones y pasión bovina que Hutchmeyer era capaz de dar, las concedía a secretarias, taquígrafas y a alguna que otra cabaretera de Las Vegas, París y Tokio.
A cambio de su tolerancia, Baby obtenía dinero, se le permitían todos los caprichos tanto artísticos como sociales, metafísicos y eco-culturales, y Hutchmeyer se jactaba en público de lo felices que eran en su matrimonio.
Por su parte, Baby se las arreglaba con decoradores jóvenes y bronceados y se encargaba de que le renovaran casa y aspecto físico muchas más veces de lo que era estrictamente necesario. Era clienta asidua de todos los especialistas en cirugía estética y en una ocasión, tras regresar al hogar después de una de sus peripatéticas pasiones, Hutchmeyer no la reconoció. Fue entonces cuando se planteó por primera vez la cuestión del divorcio.
—Puede que ya no te atraiga —dijo Baby—, pero tú tampoco me atraes. La última vez fue en el otoño del cincuenta y cinco y estabas borracho.
—Debía de estarlo —replicó Hutchmeyer, y se arrepintió de inmediato.
Baby fue a por todas.
—Estoy enterada de tus asuntos —le advirtió.
—Pues claro que tengo asuntos. Un hombre de mi posición tiene que demostrar su virilidad de alguna manera. ¿O acaso crees que iba a conseguir el respaldo financiero que necesito si estuviera demasiado viejo para follar?
—No eres demasiado viejo para follar —dijo Baby—, pero no me refiero a esa clase de asuntos. Te estoy hablando de tus asuntos de negocios. Si quieres el divorcio no me opondré.
Iremos al cincuenta por ciento. Así que me tocan veinte kilos.
—¿Te has vuelto loca? —soltó Hutchmeyer—. ¡De eso ni hablar!
—Entonces no hay divorcio. He mandado examinar tus cuentas y ésos son los asuntos a los que me refería precisamente. Ahora bien, si lo que quieres es que los chicos de hacienda, el FBI y los tribunales se enteren de que has estado evadiendo impuestos, aceptando sobornos y que te dedicas a blanquear dinero para el crimen organizado…
Hutchmeyer no quería.
—Tú dedícate a lo tuyo, que ya me encargaré yo de lo mío —la atajó malhumorado.
—Y recuerda que si algo malo me ocurriera —le advirtió Baby—, como por ejemplo una muerte repentina o por causas no naturales, mi abogado tiene una fotocopia de todos tus delitos insignificantes y en la caja de seguridad de un banco hay otra…
Hutchmeyer no lo había olvidado.
En realidad, había mandado instalar un segundo cinturón de seguridad en el Lincoln de Baby y procuraba que no corriera riesgos de ninguna clase.
Así que regresaron los decoradores, los actores, los pintores y todo quisque del que Baby se encaprichaba. Hasta a MacMordie lo obligaron una noche a participar en el asunto, en contra de su voluntad, para ver de inmediato deducidos de su sueldo mil dólares en concepto de lo que Hutchmeyer calificó, encolerizado, de beneficios adicionales.
MacMordie no lo veía del mismo modo, de manera que fue a quejarse a Baby.
Hutchmeyer tuvo que desembolsar dos mil dólares y pedirle disculpas.
Sin embargo, a pesar de todos estos benéficos efectos secundarios, Baby seguía sintiéndose insatisfecha. De ahí que cuando no lograba encontrar algo o a alguien interesante que la mantuviera ocupada, se dedicara a leer.
Al principio, Hutchmeyer vio con buenos ojos aquella conversión a las letras, que interpretó como un síntoma de que Baby empezaba a madurar o a morir.
Como de costumbre, estaba equivocado.
Aquellas ansias de superación, que se habían puesto ya de manifiesto en sus numerosas operaciones de cirugía estética, se amalgamaron con unas aspiraciones intelectuales hasta engendrar un híbrido temible.
De la noche a la mañana, Baby pasó de ser un vejestorio sencillo y sembrado de cicatrices a graduarse en calidad de mujer leída.
Hutchmeyer tuvo conocimiento de aquel giro copernicano al regresar de la Feria del Libro de Frankfurt y encontrársela con El idiota.
—¿Que lo encuentras qué? —le preguntó, cuando le dijo que le parecía fascinante y revelador—. ¿Revelador de qué?
—De la crisis espiritual que atraviesa la sociedad contemporánea —repuso Baby—. De nosotros.
—¿Que El idiota tiene que ver con nosotros? —dijo Hutchmeyer, escandalizado—. Un tío se cree que es Napoleón, se carga a una vieja dama con el punzón del hielo ¿y a ti te parece que eso tiene que ver con nosotros? Eso es precisamente lo que me haría falta ahora, un buen boquete en la sesera.
—Ya lo tienes. Eso es Crimen y castigo, Dummkopf. Para ser editor, no sabes nada de nada.
—Sé vender libros, pero eso no significa que me tenga que tragar esos tochos —se defendió Hutchmeyer—. Los libros son para la gente que no disfruta haciendo cosas. Son como una proyección.
—Pues aprendes mucho —insistió Baby.
—¿Aprendes a qué? ¿A tener ataques de apoplejía? —le espetó Hutchmeyer, que había conseguido por fin localizar El idiota.
—De epilepsia. El signo de la genialidad. Mahoma también los tenía.
—Así que ahora tengo a una enciclopedia por esposa —se quejó Hutchmeyer—, y con árabes. ¿Qué piensas hacer? ¿Convertir esta casa en una especie de Meca literaria?
Y después de dejar a Baby con aquella idea en cierne, se apresuró a coger un avión hacia Tokio y los placeres físicos de una mujer que no sabía hablar inglés y menos aún leer.
A su regreso se encontró con que Baby había leído a Dostoievski del derecho y del revés. Demostraba tan poca discriminación al leer libros como sus osos a la hora de devorar sembrados de arándanos.
Atacó Ayn Rand con tanto fervor como Tolstói, se devoró Dos Passos a una velocidad sorprendente, se enjabonó con Lawrence, tomó saunas con Strindberg y se flageló con Céline. La lista era interminable y Hutchmeyer se descubrió de pronto casado con un ratón de biblioteca.
Y para acabarlo de empeorar, Baby empezó a interesarse por los autores. Hutchmeyer los detestaba. Hablaban siempre sobre sus libros, y de repente Hutchmeyer se vio obligado, bajo amenaza de Baby, a tratarlos casi con educación y a demostrar un interés fingido.
Hasta a Baby le parecieron decepcionantes, pero como la presencia de un solo novelista en la casa tenía la virtud de poner la tensión arterial de Hutchmeyer por las nubes, Baby se mostraba pródiga en sus invitaciones y seguía viviendo con la esperanza de encontrar al escritor que en carne y hueso estuviera a la altura de sus palabras impresas.
Y en el caso de Peter Piper y Deteneos, oh, hombres, ante la virgen estaba convencida de haber dado por fin con un hombre y un libro unidos sin fisuras.
Tendida en su colchón de agua, saboreaba ya el futuro. Era una novela tan romántica… Y además profunda. Y distinta.
Hutchmeyer salió del cuarto de baño con un braguero innecesario.
—Te sienta bien —le felicitó, estudiando el invento desapasionadamente—. Deberías llevarlo más a menudo. Te da cierta dignidad.
Hutchmeyer la fulminó con la mirada.
—No, si lo digo de verdad —insistió Baby—. Te da un aire sufrido.
—Para sufrirte a ti me hace mucha falta —replicó Hutchmeyer.
—Pero si tienes una hernia, lo mejor sería que te operaran.
—Viendo lo que han hecho contigo, no creo que lo necesite —concluyó Hutchmeyer, que echó un vistazo a Deteneos antes de meterse en su habitación—. ¿Todavía te gusta ese libro? —le preguntó.
—Es lo primero bueno que publicas desde hace años —repuso Baby—. Es precioso. Un idilio.
—¿Un qué?
—Un idilio. ¿Quieres que te explique qué significa?
—No —dijo Hutchmeyer—, ya me lo imagino.
Hutchmeyer se metió en la cama y se quedó pensativo.
¿Un idilio? Bueno, si ella decía que era un idilio, un idilio iba a ser también para un millón de mujeres más. Baby era infalible; pero de todos modos, ¿un idilio?