Dos días más tarde, una Sonia triunfante pero exhausta se presentó en el despacho para anunciar que había convencido a Piper de que cambiara de parecer.
—¿Te lo has traído contigo? —dijo Frensic, incrédulo—. ¿Después de ese telegrama? ¡Dios santo! Para ese pobre memo debes de tener los encantos de Circe. ¿Cómo lo has conseguido?
—Le hice una escena y cité a Faulkner —le aclaró Sonia, sin más.
Frensic se quedó pasmado.
—No, Faulkner otra vez no. Ya le tuvimos el verano pasado. Si hasta Mann es más fácil de trasladar a East Finchley. Desde entonces, cada vez que veo un…
—Esta vez se trataba de Santuario.
Frensic suspiró aliviado.
—Supongo que eso está mejor. De todos modos, sólo de pensar en la señora Piper acabando en un burdel cualquiera de Memphis Cum Golders Green… ¿Y estás segura de que está dispuesto a seguir adelante con lo de la gira? Es increíble.
—Olvidas que soy una vendedora nata —le recordó Sonia—. Creo que conseguiría vender lámparas de rayos UVA en el Sahara.
—No me cabe duda. Después de esa carta que le mandó a Geoffrey yo creía que estábamos acabados. ¿Y ya se ha hecho a la idea de que es el autor de lo que calificó como uno de los escritos más repulsivos que había tenido la desgracia de leer?
—Lo considera un paso necesario en su camino hacia el reconocimiento. He conseguido convencerle de que su deber era prescindir de su espíritu crítico con el fin de…
—¡Qué espíritu crítico ni qué ocho cuartos! —saltó Frensic—. Pero si no tiene ni una pizca. Mientras no tenga que volver a dormir en mi casa…
—Se quedará en la mía —dijo Sonia—, y déjate de sonrisitas burlonas. Quiero que esté donde pueda tenerle controlado.
Frensic se dejó de sonrisitas burlonas.
—¿Y cuál es la próxima actividad de la agenda?
—El programa de «Los libros que hay que leer». Eso le ayudará a estar mejor preparado para las apariciones en la televisión norteamericana.
—Cierto —admitió Frensic—. Y no hay que olvidar que, además, tiene la ventaja de obligarlo a aceptar la autoría de Deteneos ante una audiencia masiva. Me resulta prácticamente imposible imaginármelo tratando de echarse atrás luego.
—Frenzy, querido —dijo Sonia—, eres un pesimista nato. Todo va a salir estupendamente.
—Espero que tengas razón —dijo Frensic—, pero no me quitaré el peso de encima hasta que os hayáis marchado a los Estados Unidos. Entre dicho y hecho hay mucho trecho y…
—Entre este dicho y este hecho no —dijo Sonia con presunción—, ni hablar. Piper irá a televisión…
—¿Como un pobre cordero al matadero, quizá? —sugirió Frensic.
Era un símil de lo más pertinente que ya había cruzado la mente de Piper, el cual empezaba a sentir remordimientos de conciencia.
«No es que dude de mi amor por ella», confió a su diario, que ahora que se había mudado al piso de Sonia, había sustituido a En busca como vía principal de expresión personal, «pero es indudable que mi honestidad como artista está en juego, diga lo que diga Sonia sobre Villon».
Y, en cualquier caso, el final de Villon no era del agrado de Piper.
Para tranquilizar su conciencia, retomó la entrevista de Faulkner de Writers at Work. La opinión que tenía Faulkner de los artistas le pareció sumamente apaciguadora.
«Son unos seres totalmente amorales», leyó Piper, «capaces de saquear, tomar prestado, mendigar y hasta de robar a diestro y siniestro con tal de ver culminada su obra».
Piper leyó la entrevista de cabo a rabo y llegó a la conclusión de que era muy posible que hubiera cometido una equivocación al abandonar su versión Yoknapatawpha de En busca en favor de La montaña mágica.
Frensic le había expresado su desaprobación basándose en que se trataba de una prosa demasiado cuajada para la historia de una adolescencia. Pero Frensic era tan comerciante…
Para Piper había supuesto una tremenda sorpresa enterarse de que Frensic tenía tanta fe en él. En realidad, había empezado a sospechar que con aquellos almuerzos anuales sólo pretendía quitárselo de encima, pero Sonia le había dejado más tranquilo. Su querida Sonia.
Suponía tal consuelo para él, que Piper dejó constancia del hecho a través de una nota cargada de exaltación que estampó en su diario y después encendió el televisor. Ya era hora de que decidiera qué tipo de imagen quería dar en el programa «Los libros que hay que leer».
Sonia insistía en que la imagen era de suma importancia y su natural inclinación por la imitación le llevó a adoptar por fin como modelo a Herbert Herbison.
Aquella noche, al llegar a su casa, Sonia se lo encontró musitando para sí aliterativos lugares comunes frente al espejo de su tocador.
—Tienes que ser tú mismo —le aconsejó—. De nada te servirá tratar de imitar a otros.
—¿Yo mismo? —dijo Piper.
—Sé natural, como eres conmigo.
—¿Y tú crees que así saldrá bien?
—Cariño, saldrá de perlas. Ya he hablado con Eleanor Beazley y te va a tratar divinamente. Podrás contarle todo lo que quieras sobre tus métodos de trabajo, estilográficas y demás.
—Mientras no me pregunte por qué he escrito ese maldito libro… —dijo Piper apesadumbrado.
—Estarás fenomenal —sentenció Sonia con confianza.
Sonia seguía insistiendo en que todo iría estupendamente tres días después, en Shepherd’s Bush, mientras acompañaban a Piper a maquillaje antes de la entrevista.
Por una vez estaba equivocada.
Hasta Geoffrey Corkadale, cuyos autores rara vez alcanzaban un índice de ventas lo suficientemente alto como para hacerse un hueco en «Los libros que hay que leer», se dio cuenta enseguida de que, por decirlo suavemente, Piper no era el de siempre. Y así se lo confesó a Frensic, que le había invitado a pasar la tarde con él por si había que salir al paso con una nueva explicación sobre el verdadero autor de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.
—Ahora que lo dices, puede que tengas razón —dijo Frensic, escrutando hecho un manojo de nervios la imagen que aparecía en pantalla.
No se podía negar que Piper tenía un aspecto un tanto alelado, sentado frente a Eleanor Beazley, cuando el título del programa desapareció.
—Esta noche me acompaña en el estudio el señor Peter Piper —anunció la señorita Beazley, dirigiéndose a la cámara—, autor de una primera novela, Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, de aparición inminente a tres libras noventa y cinco en una edición de Corkadale, cuyos derechos ha adquirido ya una editorial norteamericana por la inaudita cantidad de…
De pronto se oyó un golpetazo tremendo cuando Piper propinó un puntapié al micrófono.
—Lo de inaudita es de lo más exacto —comentó Frensic—. Esa información nos habría ido bien para nuestra publicidad.
La señorita Beazley hizo cuanto pudo por poner remedio a la laguna.
—Dos millones de dólares es una suma enorme para una primera novela —dijo, dirigiéndose a Piper—. Debió de ser una tremenda sorpresa para usted encontrarse de pronto…
Se oyó otro golpetazo cuando Piper se cruzó de piernas. En esta ocasión logró propinar un puntapié al micrófono y derramar un vaso de agua que había encima de la mesa, todo al mismo tiempo.
—¡Lo siento! —gritó.
La señorita Beazley siguió esperando la respuesta mientras el agua le chorreaba por las piernas.
—Sí, decía que debió de ser una tremenda sorpresa.
—No —repuso Piper.
—¡Dios santo! Me gustaría que dejara de retorcerse de esa manera. ¡Parece que tenga el baile de San Vito! —dijo Geoffrey.
La señorita Beazley sonrió solícita.
—¿Le importaría a usted explicarnos someramente en primer lugar cómo se le ocurrió escribir el libro? —le preguntó.
La mirada alelada de Piper penetró en un millón de hogares.
—Yo no… —dijo antes de que la pierna sufriera una sacudida galvánica que se llevó por delante el micrófono, que fue a estrellarse contra el suelo.
Frensic cerró los ojos. Se oían voces apagadas procedentes del estudio. Cuando volvió a abrirlos, la sonrisa incombustible de la señorita Beazley llenaba por completo la pantalla.
—Deteneos es un libro insólito —estaba diciendo—. Narra la romántica historia de un joven que se enamora de una mujer mucho mayor que él. ¿Se trataba quizá de algo que llevaba ya en mente desde hacía tiempo? Me refiero a si es un tema que atraía su interés.
El rostro de Piper apareció de nuevo.
El sudor le perlaba la frente y los labios le temblaban de modo incontrolable.
—¡Sí! —gritó de nuevo por fin.
—¡Virgen santa! No creo que sea capaz de soportarlo mucho más —dijo Geoffrey—. Si parece que está a punto de estallar en sollozos.
—¿Y tardó mucho en escribirlo? —continuó la señorita Beazley.
Piper tuvo que volver a debatirse por encontrar las palabras y, mientras lo hacía, sus ojos recorrieron el estudio con desesperación. Finalmente, bebió un sorbo de agua y dijo:
—Sí.
Frensic se secó la frente con el pañuelo.
—Cambiando de tema —dijo la infatigable señorita Beazley, cuya sonrisa tenía ya a esas alturas claros tintes de alegría demente—. Tengo entendido que sus métodos de trabajo son muy especiales. Hace apenas un rato me contaba que siempre escribe a mano.
—Sí —repuso Piper.
—Y que se prepara su propia tinta.
Piper hizo rechinar los dientes y asintió.
—¿Es una idea que se le ocurrió a través de Kipling?
—Sí. Algo sobre mí mismo. De ahí —aclaró Piper.
—Por lo menos parece que empieza a animarse —comentó Geoffrey, antes de ver frustradas sus esperanzas ante el total desconocimiento de la señorita Beazley de la autobiografía de Kipling.
—¿Hay algo de sí mismo en su novela? —preguntó esperanzada.
Piper le lanzó una mirada fulminante. Era evidente que la pregunta no era de su agrado.
—La tinta —aclaró—. Está en Algo sobre mí mismo.
La sonrisa de la señorita Beazley denotó cierta perplejidad.
—¿Ah, sí? ¿La tinta?
—Suelo prepararla yo mismo —le explicó Piper—, o, mejor dicho, suele preparármela un sirviente.
—¿Un sirviente? ¡Qué interesante! —comentó la señorita Beazley, tratando de encontrar inútilmente el modo de salir de aquel embrollo.
Piper se negaba a ayudarla.
—Si te preparas la tinta china siempre se obtiene un negro más intenso.
—Sí, claro, supongo que sí. ¿Y quizá el hecho de utilizar tinta china muy negra le ayuda a escribir?
—No —repuso Piper—. Obtura el plumín. Intenté una vez diluirla con tinta corriente, pero no me sirvió de nada. Se metía por los conductos y los atascaba.
Dicho lo cual, se calló y fijó la mirada en la señorita Beazley.
—¿Los conductos? ¿Atasca los conductos? —preguntó ida, sin duda dando por supuesto que Piper se refería a unos misteriosos conductos de la inspiración—. Se refiere a que su… —vaciló, tratando de encontrar otra alternativa menos trillada, pero finalmente tuvo que rendirse a la modernidad—, su musa se resistía…
—¡Demonios! —soltó Piper de pronto, que seguía metido en el papel de Kipling.
La señorita Beazley salvó la expresión sin dificultad aparente.
—Me estaba hablando usted de la tinta —le recordó.
—Le decía que atascaba los conductos de la estilográfica. Me era imposible escribir más de una palabra seguida.
—No me sorprende en absoluto —comentó Geoffrey—. Lo que me habría extrañado es que hubiera podido.
Era evidente que la misma idea cruzó la mente de Piper.
—Me refiero a que tenía que dejarlo y limpiar la plumilla cada dos por tres —aclaró—. Así que, en lugar de eso, lo que suelo hacer ahora es… —Piper vaciló—. Le parecerá una tontería.
—Parecerá demencial —apostilló Geoffrey.
Sin embargo, la señorita Beazley no se dio por vencida.
—Continúe —le pidió, alentadora.
—Bueno, lo que suelo hacer ahora es comprar un tintero de negro medianoche y lo dejo abierto para que se evapore un poquitín y, cuando la tinta empieza a ponerse pegajosa…, ya me entiende usted, mojo el plumín y… —Piper vaciló y se calló.
—¡Qué interesante! —dijo la señorita Beazley.
—Bueno, por lo menos ha conseguido decir algo, aunque no sea muy edificante —dijo Geoffrey.
A su lado, Frensic miraba la pantalla del televisor con desesperación. Ahora se daba cuenta de que no debería haberse dejado convencer para tomar parte en aquel plan. Estaba abocado al desastre. Y el programa también.
La señorita Beazley trató de volver al libro.
—Una de las cosas que más me sorprendió al leer su novela —dijo— es que comprendiera que la sexualidad de una mujer madura necesita expresarse físicamente. ¿Me equivoco quizá al suponer que hay un factor autobiográfico que participa en la narración?
Piper la fulminó con la mirada. Que lo tomaran por el autor de Deteneos, oh, hombres, ante la dichosa virgen era espantoso, pero que se les pasara por la cabeza que podía ser el protagonista de aquel drama de la perversión era más de lo que estaba dispuesto a tolerar.
Frensic sintió pena por él y se encogió en el sillón.
—¿Qué ha dicho? —le espetó Piper a voz en cuello, retomando su antiguo y explosivo modo de expresión, si bien esta vez le inyectó una mayor soltura—. ¿De verdad cree que apruebo ese asqueroso libro?
—Bueno, como es natural, creía… —intentó disculparse la señorita Beazley, pero Piper barrió sus excusas sin vacilaciones.
—Todo el asunto me parece repugnante. Un chico y una mujer octogenaria. Socava los mismísimos cimientos de la literatura inglesa. Es un libro monstruosamente soez y degenerado y no debería publicarse jamás, así que si cree…
Pero los espectadores de «Los libros que hay que leer» no oirían jamás lo que Piper suponía que creía la señorita Beazley.
Una silueta se interpuso entre la cámara y aquel par de sillones, una silueta voluminosa y presa de una gran alteración que gritaba «¡Corten! ¡Corten!» mientras hacía aspavientos en el aire.
—¡Madre de Dios! —soltó un Geoffrey boquiabierto—. Pero ¿qué demonios pasa?
Frensic no dijo nada. Cerró los ojos para borrar la imagen de Sonia Futtle, que iba de un lado a otro del estudio como una loca en un intento desesperado por impedir que la terrible confesión de Piper llegara a un público tan amplio.
De pronto se oyó un crujido aún más alarmante procedente del aparato de televisión.
Frensic abrió los ojos justo a tiempo para ver un micrófono volando por los aires y, en el silencio que siguió, el caos resultante.
En la comprensible creencia de que un lunático se las había arreglado de alguna manera para colarse en el estudio y estaba a punto de atacarla, la señorita Beazley se levantó del sillón de un brinco y salió disparada hacia la puerta.
Piper miraba a su alrededor con ojos desquiciados y Sonia, que acababa de tropezar con un cable, aterrizó sobre el tablero de vidrio de la mesa y, tras hacerlo añicos, quedó tendida aparatosamente en el suelo en una postura de lo más revelador.
Por un momento permaneció en el suelo pataleando hasta que la pantalla se quedó en blanco y apareció un cartel.
Decía:
DEBIDO A CIRCUNSTANCIAS ESCAPAN A QUE NUESTRO CONTROL SE SUSPENDE TEMPORALMENTE LA TRANSMISIÓN
Frensic se quedó mirando la pantalla con ojos apesadumbrados. Le parecía gratuito.
Era absolutamente evidente que las circunstancias escapaban al control de cualquiera. Gracias a la nobleza de Piper y a la funesta intervención de Sonia Futtle, su carrera como agente literario acababa de tocar fondo. La prensa de la mañana se ocuparía largo y tendido del «Autor que no era». Hutchmeyer les rescindiría el contrato y lo más probable era que les cayera una demanda por daños y perjuicios. Las posibilidades eran infinitas, y a cual peor. Frensic se volvió hacia Geoffrey y se encontró con una mirada llena de curiosidad.
—Esa era la señorita Futtle, ¿no? Frensic asintió sin decir palabra.
—¿Pero qué demonios hacía yendo de un lado a otro como una loca? No había visto en mi vida nada tan increíble. Un autor que se dedica a hundir su propia novela. ¿Cómo ha dicho exactamente? ¡Un libro monstruosamente soez y degenerado que socava los mismísimos cimientos de la literatura inglesa! Y en ésas aparece ni más ni menos que la sombra fantasmagórica y pantagruélica de su propia agente literaria gritando «¡Corten!» y haciendo volar micrófonos por los aires. Ni en una pesadilla.
Frensic se desesperaba tratando de dar con una explicación.
—Supongo que lo podríamos llamar happening —murmuró.
—¿Un happening?
—Ya me entiendes, una especie de incidente fortuito y sin consecuencias —prosiguió Frensic, sin demasiada convicción.
—¿Fortuito y sin consecuencias…? —dijo Geoffrey—. ¿Crees que no tendría consecuencias…?
Frensic trataba de no pensar en ellas.
—De lo que no cabe duda es de que ha sido una entrevista memorable —dijo.
Geoffrey lo miró con ojos como platos.
—¿Memorable, dices? Estoy convencido de que pasará a la historia. —Se calló y miró a Frensic boquiabierto—. ¿Happening? Eso es lo que has dicho ¿no? ¡Dios! ¿Pretendes insinuar que lo tenías todo calculado?
—Que ¿qué? —dijo Frensic.
—Que lo tenías todo calculado. Que has organizado este embrollo con toda premeditación. Le has dicho a Piper que soltara todas esas barbaridades sobre su propia novela para que la señorita Futtle pudiera irrumpir repentinamente y hacer su escena de histérica y aprovechar así el mejor ardid publicitario…
Frensic sopesó aquella explicación y le pareció mucho mejor que la verdad.
—Supongo que la publicidad no ha sido mala del todo —admitió con modestia—. Bueno, hay que reconocer que este tipo de entrevistas suelen ser bastante aburridas.
Geoffrey se sirvió un poco más de whisky.
—Me quito el sombrero —le felicitó—. ¡Ni a soñar cosa semejante me habría atrevido yo! De todos modos, esa tal señorita Beazley se lo tenía merecido desde hacía años.
Frensic empezó a relajarse. Si por lo menos pudiera ponerse en contacto con Sonia antes de que la detuvieran o de lo que fuera… —pues ignoraba lo que acostumbraba a ocurrirle a la gente que irrumpía en los estudios de televisión y echaba a perder programas— y antes de que Piper pudiera causar estragos mayores con su nobleza literaria, quizá estaría a tiempo todavía de salvar algo de la catástrofe.
Sin embargo, no fue necesario.
Sonia y Piper se habían marchado ya precipitadamente del estudio perseguidos por la voz chillona de la señorita Beazley —que profería amenazas e imprecaciones— y la promesa todavía más chillona del productor de entablar acciones legales.
Se internaron por un pasillo a todo correr, se metieron en el ascensor y cerraron la puerta.
—¿Qué querías decir con eso de…? —preguntó Piper mientras bajaban.
—Será mejor que te calles —le atajó Sonia—. Si no llega a ser por mí, nos cubres de mierda hasta las orejas yéndote de la lengua de esa manera.
—Pero es que ella ha dicho que…
—¡Me importa un bledo lo que haya dicho! ¡Ha sido lo que has dicho tú lo que me ha sacado de mis casillas! No, si me parece estupendo que el mismísimo autor de una novela suelte ante medio millón de espectadores que su libro es una porquería.
—Pero es que no es mi novela —se quejó Piper.
—Oh, claro que lo es. Espera a ver la prensa de mañana. Traerá titulares que te van a hacer famoso.
ESCRITOR MACHACA SU NOVELA EN TELEVISIÓN
Puede que no hayas escrito Deteneos, pero te las vas a ver negras para demostrarlo.
—¡Oh, Dios santo! —se lamentó Piper—. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
—Salir de aquí cuanto antes —repuso Sonia en cuanto las puertas del ascensor se abrieron.
Sonia y Piper atravesaron el vestíbulo, corrieron hasta el coche y Sonia se sentó al volante.
Veinte minutos después se encontraban ya de vuelta en su piso.
—¡Haz las maletas! —ordenó a Piper—. Vamos a poner pies en polvorosa antes de que la prensa se nos eche encima.
Piper se dispuso a hacer las maletas, mientras su mente luchaba con sentimientos encontrados. Tenía que cargar con la autoría de un libro espantoso, no tenía escapatoria, se había comprometido a hacer una gira de promoción por Estados Unidos y estaba enamorado de Sonia.
Cuando hubo terminado, intentó resistirse por última vez.
—Mira, francamente, no creo que pueda seguir adelante con esto —confesó mientras Sonia cargaba con su maleta hasta la puerta—. Mis nervios no lo van a resistir.
—¿Y acaso crees que los míos andan mejor? ¿Y qué me dices de Frenzy? ¡Un susto como éste habría podido matarle! Padece del corazón.
—¿Que padece del corazón? —se sorprendió Piper—. No lo sabía.
Ni Frensic tampoco cuando Sonia le telefoneó desde una cabina una hora después.
—¿Que padezco de qué? —le dijo—. ¿Y me despiertas en plena noche sólo para decirme que padezco del corazón?
—Era la única manera de impedir que se echara atrás. Esa Beazley le ha sacado de sus casillas.
—Pues a mí lo que me ha sacado de mis casillas ha sido el programa entero —soltó Frensic—, y para empeorar todavía más las cosas he tenido que soportar a Geoffrey hablando por los codos todo el rato. Es toda una experiencia para un editor respetable eso de oír a uno de sus propios autores calificar su novela de soez y degenerada. De lo más tonificante; sí, señor. Y, para colmo, Geoffrey está convencido de que tenía calculado que saldrías disparada de aquella manera berreando «¡Corten!».
—¿Que lo tenía calculado? —se sorprendió Sonia—. No me quedaba otro remedio si quería impedir que…
—Eso ya lo sé, pero él no. Se lo ha tomado como una especie de truco publicitario.
—Pues eso es estupendo —se felicitó Sonia—. Nos saca del apuro.
—Nos mete en un apuro tremendo, si quieres saber mi opinión —le corrigió Frensic, sombrío—. A propósito, ¿dónde estás? ¿A qué viene esto de llamarme desde una cabina?
—Nos vamos a Southampton —le explicó—, antes de que vuelva a cambiar de parecer. Queda un camarote libre en el Queen Elisabeth II que zarpa mañana. No quiero correr más riesgos, de modo que zarparemos a bordo del transatlántico aunque tenga que sobornar a quien sea. Y, si no sale bien, le tendré escondido en un hotel donde la prensa no pueda dar con él hasta que se sepa al pie de la letra lo que tiene que decir sobre Deteneos.
—¿Al pie de la letra? Hablas de él como si fuera un lorito de circo…
Pero Sonia ya había colgado y estaba de nuevo al volante de su coche camino de Southampton.
A la mañana siguiente un Piper pensativo y exhausto subía con pasos vacilantes por la escalerilla y bajaba a su camarote.
Sonia pasó primero por el despacho del sobrecargo: tenía que mandar un telegrama a Hutchmeyer.