A la mañana siguiente la cosa empezó a ponerse en marcha.
Después de haberse pasado la noche entera soñando con Sonia y preparándose para la gran prueba, Piper se presentó en la oficina para hablar de su vida, gustos literarios y métodos de trabajo con Jim Fossie, del Guardian.
Frensic y Sonia se mantuvieron en un segundo plano, hechos un manojo de nervios, listos para intervenir en caso de que se fuera de la lengua, pero no fue necesario.
A pesar de las limitaciones de Piper como escritor de novelas, en su papel de novelista putativo estuvo impecable. Habló sobre literatura en abstracto, hizo alguna alusión mordaz a una o dos figuras eminentes de la novelística contemporánea, pero dedicó la mayor parte del tiempo al uso de la tinta evaporada y a las limitaciones de la estilográfica moderna como herramienta de creación literaria.
—Creo fervientemente en el trabajo bien hecho —declaró— y en esas virtudes pasadas de moda como son la claridad y la pulcritud.
Contó una anécdota sobre el empeño de Palmerston por que los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores escribieran con buena letra y desechó el bolígrafo con desdén.
Su preocupación por la caligrafía era tan obsesiva que cuando el señor Fossie cayó en la cuenta de que no se había mencionado siquiera la novela sobre la que había ido a hablar, la entrevista ya había terminado.
—No cabe duda de que no se parece a ninguno de los autores que he conocido —confesó a Sonia cuando ya le acompañaba a la salida—. ¡Y toda esa historia sobre el papel que utilizaba Kipling! ¡Por el amor de Dios!
—¿Y qué esperabas de un genio? —replicó Sonia—. ¿Una perorata sobre lo estupenda que es su última novela, tal vez?
—¿Y es realmente estupenda la novela de ese genio?
—Dos millones de dólares. Ese es valor real.
—Vaya con su valor real —apostilló el señor Fossie, con inconsciente perspicacia.
Incluso Frensic, que estaba preparado para un desastre, se quedó impresionado.
—Si sigue así, iremos por el buen camino —dijo.
—Estamos en el buen camino —le corrigió Sonia.
Después del almuerzo, y a raíz de un comentario al azar de Piper en el que afirmaba haber vivido una vez en Greenwich Park junto al escenario de la explosión de Agente secreto, el fotógrafo del Daily Telegraph se empeñó en hacerle las fotografías in situ.
—Eso le dará una mayor carga dramática —dijo, sin duda convencido de que esa explosión había tenido lugar realmente.
Y así fue como descendieron río abajo a bordo de una barca desde Charing Cross, mientras Piper confesaba a la señorita Pamela Wildgrove, su entrevistadora, que Conrad había tenido una influencia decisiva sobre su obra.
La señorita Wildgrove tomó buena nota del hecho.
Le confesó también que Dickens había ejercido su influencia.
La señorita Wildgrove volvió a tomar buena nota del hecho.
Cuando llegaron a Greenwich su bloc de notas estaba repleto de influencias, pero apenas se había hecho mención de la obra de Piper.
—Tengo entendido que Deteneos, oh, hombres, ante la virgen trata sobre la relación amorosa entre un chico de diecisiete años y… —consiguió decir la señorita Wildgrove antes de que Sonia le parara los pies.
—El señor Piper no desea hacer ninguna declaración sobre el contenido de su novela —se apresuró a atajarla—. Queremos mantener la trama en secreto.
—Pero seguramente me podrá decir…
—Digamos que es una obra de gran importancia que abre nuevos horizontes dentro del campo de las diferencias de edad —dijo Sonia, y se llevó a Piper a toda prisa para que pudieran cometer la incongruencia de fotografiarle en la cubierta del Cutty Sark, dentro de los límites del Museo Marítimo y junto al Observatorio.
La señorita Wildgrove les siguió desconsolada.
—A la vuelta limítese a la tinta y a los libros de contabilidad —le aconsejó Sonia.
Y Piper siguió su consejo con un talante típicamente náutico mientras Sonia se encargaba de devolver a su pupilo al despacho.
—Lo ha hecho muy bien —le felicitó.
—Sí, pero ¿no sería mejor que leyera ese libro del que se me supone autor? Bueno, no sé ni siquiera de qué trata.
—Ya tendrá tiempo para eso en el barco, camino de los Estados Unidos.
—¿En el barco?
—Es mucho mejor que el avión. Hutchmeyer le tiene preparada una recepción espléndida en Nueva York y el puerto atraerá a un mayor número de gente. De todos modos, ya hemos terminado con las entrevistas y el programa de televisión no se rodará hasta el miércoles que viene, así que lo mejor será que regrese a Exforth y haga las maletas. Vuelva a Londres el martes por la tarde y ya le daré instrucciones para el programa. Zarpamos de Southampton el jueves.
—Es usted maravillosa —dijo Piper con voz ferviente— y quiero que lo sepa.
Piper se marchó del despacho y cogió el tren de la tarde para Exeter.
Sonia permaneció sentada en su despacho pensando en Piper con añoranza. Nadie le había dicho nunca que era maravillosa.
Y Frensic no se lo repitió precisamente a la mañana siguiente.
Llegó a la oficina de un humor de perros con un ejemplar del Guardian.
—Creía que me habías dicho que sólo iba a hablar de tinta y estilográficas —bramó ante una Sonia pasmada.
—Y así es. Estuvo fascinante.
—Pues ten la amabilidad de explicarme eso de que Graham Greene es un ganapán de segunda fila que escribe por encargo —soltó Frensic a voz en cuello, y le metió el artículo bajo la nariz—. Palabras textuales. Ganapán por encargo. Graham Greene. Un ganapán por encargo. ¡Ese hombre está mal de la cabeza!
Sonia leyó el artículo y tuvo que reconocer que era un tanto exagerado.
—De todos modos la publicidad nos irá bien —dijo—. Con declaraciones así conseguirá hacerse un nombre entre el público.
—Conseguirá hacerse un nombre ante los tribunales, querrás decir —replicó Frensic—. Y ¿qué me dices de ese comentario sobre La mujer del teniente francés…? Piper, que no ha escrito una sola palabra publicable, y ahí le tienes criticando como un bellaco a media docena de novelistas ilustres. Mira lo que dice sobre Waugh. Cito textualmente: «… una imaginación limitada y un estilo sobre valorado», fin de la cita. Y resulta que Waugh es uno de los mayores estilistas de nuestro siglo. Y eso de «imaginación limitada» viniendo de un idiota redomado que ni siquiera sabe qué es la imaginación… Lo de la caja de Pandora es un guateque comparado con lo que puede ser Piper suelto por ahí.
—Tiene derecho a tener sus opiniones —le defendió Sonia.
—Lo que no tiene derecho es a tener opiniones como éstas —replicó Frensic—. Dios sabe qué dirá el cliente de Cadwalladine cuando se entere de lo que se supone que ha dicho, y no creo que Geoffrey Corkadale se ponga muy contento cuando sepa que uno de sus autores considera a Graham Greene un ganapán de segunda fila que escribe por encargo.
Frensic se metió en su despacho y se sentó apesadumbra preguntándose cuándo iba a desatarse la tormenta. Su olfato se la estaba jugando.
Pero cuando se desató la tormenta lo hizo desde un lugar inesperado:
Piper en persona.
Al regresar a Gleneagle, la casa de huéspedes de Exforth, locamente enamorado de Sonia, la vida, su nueva y sólida reputación como novelista y su felicidad futura, se encontró con que le estaba esperando un paquete.
Contenía un juego de pruebas de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen y una carta de Geoffrey Corkadale en la que le pedía si tendría la amabilidad de corregirlas tan pronto como le fuera posible.
Piper subió el paquete a su habitación y se sentó cómodamente para leer.
Empezó a las nueve de la noche. A medianoche había llegado a la mitad y estaba totalmente despierto. A las dos de la madrugada había terminado ya y empezado una carta dirigida a Geoffrey Corkadale en la que aclaraba, con pelos y señales, la opinión que le merecía Deteneos, oh, hombres, ante la virgen como novela, como pornografía, y como ataque contra los valores establecidos, tanto sexuales como humanos.
Era una carta larga.
Hacia las seis de la madrugada ya la había enviado. Sólo entonces se acostó, exhausto por la magnitud de su hastío y abrigando unos sentimientos por la señorita Futtle diametralmente opuestos a los que sentía por ella nueve horas antes. Pero ni siquiera entonces consiguió conciliar el sueño y permaneció tumbado en la cama durante varias horas hasta que le venció el cansancio.
Se levantó después del almuerzo y emprendió una solitaria caminata por la playa en un estado que rozaba el ansia de suicidio. La mujer a la que había amado y en la que había depositado su confianza le había tendido una trampa, engañado, estafado. Le había sobornado con toda la intención para que aceptara la autoría de una novela vil, nauseabunda, pornográfica… Se quedó sin adjetivos. Nunca se lo perdonaría.
Después de pasarse una hora entera contemplando el mar con ojos sombríos, regresó a la casa de huéspedes con aire resuelto.
Redactó un telegrama conciso en el que declaraba que no tenía la más mínima intención de seguir adelante con aquella farsa y que no deseaba volver a ver a la señorita Futtle en su vida.
Hecho esto, confió sus más oscuros sentimientos a su diario, cenó y se acostó.
A la mañana siguiente la tormenta se desataba en Londres.
Frensic llegó a su oficina de buen humor. La ausencia de Piper en su piso le había aliviado de la obligación de oficiar de anfitrión de un hombre cuya conversación giraba exclusivamente en torno a la necesidad de adoptar un enfoque serio en materia de ficción y a los encantos de Sonia Futtle como mujer. Ninguno de los dos temas era especialmente del agrado de Frensic, y la manía de Piper de leer en voz alta durante el desayuno fragmentos de El doctor Fausto para ilustrar lo que quería decir con «contrapunto simbólico como herramienta literaria» había estado ahuyentando a Frensic de su casa más temprano de lo habitual.
Con Piper en Exforth se ahorraba aquel suplicio, pero cuando llegó a su despacho tuvo que hacer frente a nuevas calamidades.
Se encontró a Sonia pálida como la cera y al borde de las lágrimas con un telegrama arrugado en la mano y, cuando iba a preguntarle qué había ocurrido, sonó el teléfono.
Frensic contestó. Era Geoffrey Corkadale.
—Supongo que eso es lo que debes entender tú por chiste —le recriminó enfadado.
—¿Qué? —dijo Frensic, pensando en el artículo del Guardian sobre Graham Greene.
—¡Esa dichosa carta! —bramó Geoffrey.
—¿Qué carta?
—¡La de Piper! Supongo que debes de encontrar divertidísimo eso de hacerle escribir esa sarta de inmundas injurias sobre su abominable libro.
Entonces fue Frensic el que gritó.
—¿Qué ocurre con su libro? —le espetó.
—¿Qué quieres decir con eso de que qué ocurre con su libro? ¡Sabes perfectamente a qué me refiero!
—No tengo la menor idea —le aseguró Frensic.
—Dice que lo considera uno de los escritos más repulsivos que ha tenido la desgracia de leer…
—¡Mierda! —soltó Frensic frenético, preguntándose cómo se las habría arreglado Piper para hacerse con un ejemplar de Deteneos.
—Sí, eso también lo dice —prosiguió Geoffrey—. ¿Dónde lo he visto…? Ah, sí, aquí está: «Si se imagina usted aunque sólo sea por un momento que por razones de concupiscencia pecuniaria estoy dispuesto a prostituir mi hasta ahora desconocido talento que en mi opinión no deja de ser considerable asumiendo aunque sólo fuera remotamente y en este caso como sustituto la responsabilidad de algo que en mi opinión y en la de cualquier persona en su sano juicio únicamente puede calificarse de retahila pornográfica de excrementos verbales…». ¡Ahí! Sabía que lo había metido en alguna parte. Y, ahora, ¿qué me dices?
Frensic lanzó una mirada a Sonia cargada de rencor y trató de pensar en algo que decir.
—No sé —musitó—. Me parece un poco raro. ¿Cómo consiguió el dichoso libro?
—¿Qué quieres decir con eso de que cómo consiguió el dichoso libro? —bramó Geoffrey—. Lo ha escrito él, ¿no?
—Sí, supongo que sí —dijo Frensic, que se sentía más a salvo al reconocer que no sabía quién lo había escrito dando a entender así con ello que Piper le había engañado.
No parecía una postura muy segura que adoptar.
—¿Cómo que supones que sí? Le envío las pruebas del libro para que las corrija y lo que recibo es esta carta insultante. ¡Cualquiera diría que es la primera vez que lee ese puñetero mamotreto! ¿Está mal de la cabeza o qué?
—Sí —se apresuró a decir Frensic, aceptando la sugerencia como un regalo caído del cielo—, la tensión de estas últimas semanas…, una crisis nerviosa. Es que es bastante neurótico, ¿sabes? Y le da por ahí.
La furia de Geoffrey Corkadale amainó ligeramente.
—No voy a decir que me extrañe —reconoció—. Cualquiera capaz de acostarse con una mujer de ochenta años tiene que estar mal de la azotea. Entonces, ¿qué quieres que haga con esas pruebas?
—Mándamelas y ya me encargaré yo de que las corrija —le indicó Frensic—. Y en el futuro te sugiero que, para cualquier cosa relacionada con Piper, te pongas en contacto conmigo. Creo que le comprendo mejor.
—Me alegro de que alguien le comprenda —dijo Geoffrey— porque no me gustaría recibir más cartas como ésta.
Frensic colgó y se volvió hacia Sonia.
—¡Ya está! —chilló—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que ocurriría! ¿Has oído lo que ha dicho?
Sonia asintió compungida.
—Ha sido culpa nuestra —se lamentó—. Tendríamos que haberle advertido que nos mandara las pruebas aquí.
—¡Al cuerno con esas pruebas! —espetó Frensic—. De lo que tenemos la culpa, para empezar, es de haber elegido a Piper. ¿Por qué Piper? El mundo está repleto de escritores normales, cuerdos, económicamente motivados y con sanas aspiraciones comerciales que estarían encantados de estampar su nombre en cualquier porquería, pero tú tuviste que elegir a Piper.
—Ahora no sirve de nada lamentarse —dijo Sonia—. Mira lo que dice en este telegrama. Frensic lo miró y se dejó caer en una silla.
—¿«Ineluctablemente suyo, Piper»? ¿En un telegrama? Nunca me lo habría imaginado… Bueno, por lo menos, se han acabado los sufrimientos; aunque no sé cómo demonios vamos a explicarle a Geoffrey que ya puede olvidarse del trato con Hutchmeyer…
—No hace falta que se olvide —dijo Sonia.
—Pero Piper dice…
—¡Me importa un bledo lo que diga! ¡Ése va a ir a los Estados Unidos aunque tenga que llevarle a rastras! Le hemos pagado una sustanciosa cantidad, hemos vendido su abominable libro y, además, tiene la obligación de ir. ¡No puede ignorar el contrato como si fuera papel mojado! Me voy a Exforth a hablar con él.
—Déjalo en paz —dijo Frensic—, es un consejo. Ese individuo es capaz de…
Pero sonó el teléfono y, tras pasarse diez minutos discutiendo el nuevo final de El último intento con la señorita Gold, se dio cuenta de que Sonia ya se había marchado.
—Que la ira de Dios… —musitó antes de regresar a su despacho.
Piper emprendió su caminata vespertina por el paseo como un ave migratoria tardía con el reloj biológico desajustado. Era verano y tendría que haber iniciado ya su marcha tierra adentro, hacia climas más benignos, pero el ambiente de Exforth le retenía.
El estilo eduardiano de aquel lugar de veraneo era agradable y bastante decoroso y, con su aspecto anticuado, llenaba el vacío entre Davos e East Finchley.
Estaba convencido de que a Thomas Mann le habría gustado Exforth, con su jardín botánico, con su dock golf, su malecón y sus cuartos de baño con mosaicos, su glorieta para las bandas de música y sus hileras de casas de huéspedes con balaustradas orientadas hacia Francia. En el pequeño parque que separaba Gleneagle del paseo descollaban incluso algunas palmeras.
Piper pasó bajo ellas a grandes zancadas y subió las escaleras del edificio justo a tiempo para el té.
Sin embargo, se encontró con que Sonia Futtle le estaba esperando en el vestíbulo.
Había salido de Londres a toda velocidad al volante de su coche y hasta había ensayado una táctica por el camino, pero una corta entrevista con la señora Oakley a propósito del café para los no residentes le había agriado el humor.
Para colmo, Piper no sólo la había rechazado como agente, sino también como mujer, y como mujer no estaba en absoluto dispuesta a que bromearan con eso.
—¡Me va a oír! —bramó a unos decibelios que hacían indudablemente extensiva la petición a todos los huéspedes del inmueble—. No va a desentenderse de esto tan fácilmente. Ha aceptado un dinero y…
—Por el amor de Dios —farfulló Piper—, no grite de ese modo. ¿Qué va a pensar la gente?
Era una pregunta estúpida. Todos los residentes que se encontraban en el salón los miraban y estaba muy claro lo que pensaban.
—¡Pues que es un hombre del que no puede fiarse ninguna mujer! —le espetó Sonia a voz en cuello, aprovechando la ventaja que le llevaba—, ¡que no cumple con su palabra, que…!
Pero Piper había salido huyendo.
Bajó las escaleras de nuevo en dirección a la calle y Sonia le siguió gritando.
—Me ha engañado deliberadamente. Se ha aprovechado de mi inexperiencia para hacerme creer que…
Piper se precipitó a la calle despavorido y se adentró en el parque.
—¿Que yo la he engañado? —contraatacó ya bajo las palmeras—. Usted me dijo que ese libro era…
—¡No es cierto! Yo le dije que sería un éxito de ventas, pero nunca le he dicho que fuera bueno.
—¿Bueno? ¡Pero si es repugnante! Es pornografía pura. Es la degradación…
—¿Pornografía? No me tome el pelo, por favor. Como no ha leído nada posterior a Hemingway se le ha metido en la cabeza que cualquier libro que hable de sexo es pornográfico.
—Eso no es verdad —protestó Piper—. Lo que pienso es que socava los cimientos de la literatura inglesa…
—¡No me venga con tonterías! Lo que pasa es que se aprovechó de la fe que Frenzy tenía en usted como novelista. Lleva diez años intentando que le publiquen y ahora que por fin le ha conseguido este contrato se lo restriega por las narices.
—Eso no es justo. Yo no sabía que era un libro abominable. Tengo que pensar en mi reputación y si mi nombre tiene que…
—¿En su reputación? ¿Y qué me dice de la nuestra? —le echó en cara Sonia, siguiendo con la trifulca mientras pasaban entre la cola de la parada del autobús—. ¿Se le ha ocurrido pensar el daño que le va a causar? —Piper negó con la cabeza—. ¿Y de qué reputación habla? ¿Su reputación como qué?
—Como escritor —repuso Piper.
—¿Y quién ha oído hablar de usted? —soltó Sonia, apelando a la cola de la parada de autobús.
Era evidente que nadie.
Piper bajó a todo correr hasta la playa.
—¡Es más: nadie oirá hablar de usted en su vida! —pregonó Sonia—. ¿O es que se cree que Corkadale va a publicar En busca tal como están las cosas? ¡Ni hablar! Lo llevarán ante los tribunales y después de dejarle en la ruina lo pondrán en la lista negra.
—¿Que me pondrán en la lista negra? —se asustó Piper.
—En la lista negra de escritores que no se publicarán jamás.
—Corkadale no es la única editorial del mundo —dijo Piper, a esas alturas ya totalmente desconcertado.
—A los que están en la lista negra no les publica nadie —soltó Sonia ingeniosamente—. Estará acabado como escritor, finito.
Piper se quedó ensimismado mirando el mar y se imaginó lo de estar finito como escritor. Era una perspectiva espantosa.
—¿De verdad cree…? —dijo, pero Sonia ya había vuelto a cambiar de táctica.
—Me dijo que me amaba —gimoteó, dejándose caer en la arena junto a una pareja de mediana edad—. Me dijo que…
—¡Oh, Dios mío! —se crispó Piper—, no se ponga así. Aquí no.
Pero Sonia porfió más y más, combinando una exhibición pública de sus penas personales con la amenaza de represalias legales si Piper se negaba a cumplir con su parte del trato, y la promesa de una fama asegurada como escritor de talento si lo cumplía.
La moral de Piper se fue debilitando gradualmente. Lo de la lista negra le había asestado un duro golpe.
—Supongo que siempre podría seguir escribiendo bajo seudónimo —se le ocurrió, mientras estaban de pie al final del malecón.
Sonia meneó la cabeza.
—Cielito, es usted tan ingenuo —le dijo—. ¿No se da cuenta de que su estilo se reconoce a la legua? Nunca podrá rehuir su carácter único, la originalidad de su genio…
—No, supongo que no —reconoció Piper con modestia—. Supongo que tiene razón.
—¡Claro que tengo razón! No es uno de esos ganapanes de segunda fila que escriben por encargo. Usted es Peter Piper. Frenzy ha dicho siempre que no hay más que uno como usted.
—¿Ah, sí? —dijo Piper.
—Le dedica más tiempo que a ninguno de los autores que llevamos. Tiene fe en usted y ésta es su gran oportunidad de dar el salto a la fama…
—Con un libro horroroso de otro —puntualizó Piper.
—De acuerdo, es el libro de otro, pero podría haber sido perfectamente suyo, como Faulkner con Santuario y la violación con la mazorca de maíz.
—¿Insinúa que no lo escribió Faulkner? —dijo Piper boquiabierto.
—Lo que insinúo es que lo escribió. Tuvo que hacerlo para que repararan en su existencia y poder seguir adelante. Aunque nadie compraba sus libros antes de Santuario luego se hizo famoso. Además, con Deteneos no hará ninguna falta que pase por eso, podrá mantener intacta su integridad artística.
—No se me había ocurrido verlo de ese modo —dijo con seriedad Piper.
—Y más adelante, cuando ya sea un gran novelista reconocido, podrá escribir su autobiografía y dejar claro ante el mundo lo de Deteneos —concluyó Sonia.
—Claro —dijo Piper.
—¿Así que irá?
—Sí, sí, iré.
—Oh, cariño.
Se besaron al final del malecón, y la marea, que subía lentamente bajo la luna, chapoteó a sus pies.