A la mañana siguiente, Piper se despertó y se quedó tumbado en la cama vencido por una sensación de júbilo. Le iban a publicar. Iba a ir a América. Estaba enamorado.
De pronto, todos sus sueños se habían convertido milagrosamente en realidad.
Piper no tenía remordimientos de conciencia.
Se levantó, se lavó y se miró en el espejo del cuarto de baño con una nueva opinión de su talento antaño no reconocido. El hecho de que su repentina racha de buena suerte se debiera a la desgracia de un autor aquejado de artrosis en fase terminal no le quitaba el sueño. Su talento se merecía una oportunidad y ya la tenía. Además, aquellos largos años de frustración habían dejado anestesiados todos los principios morales que nutrían sus novelas.
A eso contribuía también la lectura al azar de la autobiografía de Benvenuto Cellini. «Cada cual se debe a su arte», reprochaba Piper a su imagen del espejo mientras se afeitaba, para añadir de inmediato que había una corriente invisible en los asuntos humanos que, si uno la aprovechaba, conducía a la buena fortuna.
Y luego estaba Sonia Futtle.
La dedicación exclusiva de Piper a su arte le había dejado muy poco tiempo para sentimientos verdaderos por gente de carne y hueso, y ese poco tiempo lo había consagrado a zafarse de los requerimientos de amor de un sinfín de patronas y a idolatrar a distancia a las atractivas jovencitas que se alojaban en las casas de huéspedes en las que vivía.
Las pocas chicas a las que había cortejado habían demostrado, ya desde el principio, no sentir interés alguno por la literatura.
Piper se había reservado pues para el gran amor, ese amor que igualaría en intensidad a las relaciones sobre las que había leído en las grandes novelas, el encuentro de dos almas literarias.
Tenía la sensación de haber encontrado en Sonia Futtle a la mujer capaz de apreciar de verdad cuanto podía ofrecerle, un espíritu con el que establecer una relación sincera. Y si se requería algo más para convencerle de que no tenía porqué vacilar en ir a América para promocionar la obra de un desconocido, era precisamente el saber que Sonia iba a acompañarle.
Piper terminó de afeitarse y, al entraren la cocina, encontró una nota de Frensic en la que le decía que se había ido a la oficina y que se sintiera como en casa.
Piper se sintió como en casa. Después de desayunar, se llevó su diario y un tintero de tinta evaporada al estudio de Frensic y se sentó ante el escritorio para dejar constancia en sus páginas de los sentimientos de dicha que le inspiraba Sonia Futtle.
Pero, si bien Piper se sentía dichoso, Frensic no.
—Esto nos podría explotar en la cara —le dijo a Sonia al llegar—. Emborrachamos a ese pobre desgraciado y firmó el contrato, pero ¿qué pasará si cambia de parecer?
—Imposible —repuso Sonia—. Le vamos a pagar algo a cuenta por la gira y tú lo llevarás a Corkadale esta misma tarde para que firme por En busca. Así lo tendremos bien atado de pies y manos.
—Me parece estar oyendo la voz de Hutchmeyer. Lo tendremos bien atado de pies y manos. Atado puede que sí, pero sobre eso de que lo tendremos ya no estoy tan seguro.
—Lo hacemos por su bien —le recordó Sonia—. Dime, si no, qué otra posibilidad tendría de ver En busca publicado.
Frensic asintió.
—A Geoffrey le va a dar un síncope cuando vea lo que ha aceptado publicar, La montaña mágica en East Finchley. Es algo que repele al sentido común. Tendrías que haber leído la versión de Piper de Nostromo, ambientada para la ocasión en East Finchley.
—Esperaré a las reseñas. Pero, mientras tanto, ya nos hemos embolsado un cuarto de millón como si nada. Y de libras, Frenzy, no de dólares. Piénsalo.
—Ya lo he pensado, y he pensado también en lo que nos pasará si todo esto sale mal. Estaremos fuera del negocio.
—No va a salir mal. Acabo de hablar por teléfono con Eleanor Beazley, la del programa «Los libros que hay que leer». Me debe un favor, así que está dispuesta a hacerle un hueco a Piper en el programa de la semana que viene, que…
—No —se negó Frensic—, de eso ni hablar. No voy a permitir que hagas bailar a Piper a tu antojo…
—¡Escúchame, guapo! —le replicó Sonia—, ¡hay que aprovecharlo mientras dure! Si sacamos a Piper por televisión diciendo que ha escrito Deteneos ya no podrá rajarse.
Frensic la miró con asco.
—Ya no podrá rajarse. Encantador. Ahora sí que pisamos de lleno territorio de la mafia. Y ten la amabilidad de no llamarme «guapo». Si hay algo que detesto es que me traten de «guapo». Y en lo que se refiere a poner a ese pobre lunático de Piper ante una cámara, ¿has pensado en el efecto que eso podría tener sobre Cadwalladine y su anónimo cliente?
—En teoría, Cadwalladine acepta la idea de la sustitución. ¿Qué quejas podría tener?
—Existe una diferencia entre «en teoría» y «en la práctica» —puntualizó Frensic—. Lo que dijo textualmente es que lo consultaría con su cliente.
—¿Y te ha dado una respuesta?
—Todavía no, y en cierto modo deseo que la rechace. Por lo menos, eso pondría punto final de una vez para siempre a mi eterna lucha mortal entre la avaricia y los principios.
Pero ni siquiera pudo tener ese alivio.
Media hora después llegaba un telegrama:
CLIENTE ACEPTA SUSTITUCIÓN - STOP
ANONIMATO CONSIDERACIÓN FUNDAMENTAL
CADWALLADINE.
—De modo que ya estamos fuera de peligro —se congratuló Sonia—. Confirmaré la asistencia de Piper para el miércoles y a ver si conseguimos que The Guardian le saque un artículo. Tú ocúpate de Geoffrey y encárgate de que Piper y él intercambien contratos firmados de En busca esta misma tarde.
—Eso podría provocar algún malentendido, porque resulta que Geoffrey cree que Piper es el autor de Deteneos, y como Piper no ha leído y, menos aún, escrito esa cosa…
—Pues entonces te lo llevas a almorzar, le atiborras de alcohol hasta las cejas y…
—¿Has pensado alguna vez en dedicarte a los secuestros?
Llegado el momento, no hubo ninguna necesidad de atiborrar a Piper de alcohol hasta las cejas.
Se presentó completamente eufórico y se instaló en el despacho de Sonia, donde permaneció lanzándole miraditas cargadas de intención mientras ella hablaba por teléfono con los directores literarios de varios periódicos y concertaba entrevistas con el autor y pre publicaciones de la novela por la que más dinero se había pagado en el mundo, Deteneos, oh hombres, ante la virgen.
En el despacho contiguo, Frensic estaba atareado con los quehaceres normales del día.
Telefoneó a Geoffrey Corkadale y consiguió una cita para Piper para aquella misma tarde, escuchó distraídamente los lamentos de un par de autores que tenían problemas con sus argumentos, hizo cuanto pudo por tranquilizarlos asegurándoles que al final todo les saldría bien, y trató de hacer oídos sordos a la vocecita de su instinto que le decía que, con la firma de Piper, la empresa Frensic & Futtle había ido demasiado lejos.
Por fin, aprovechando un momento en que Piper bajó al lavabo, Frensic consiguió intercambiar unas palabras con Sonia.
—¿Y? —preguntó, tomando prestado aquel estilo telegráfico transatlántico que delataba el estado de alteración mental en que se encontraba.
—Los del Guardian están de acuerdo en entrevistarlo mañana y los del Telegraph me han dicho que ya…
—¿Por qué exhibe Piper esa sonrisita petrificada y esos ojos como platos cuando te ve?
Sonia sonrió.
—¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez me encuentre atractiva?
—No —repuso Frensic—. No se me ha ocurrido.
Sonia borró la sonrisa de su cara.
—¡Anda y que te zurzan! —soltó.
Frensic ando a que le zurcieran y sopesó aquella nueva perspectiva tan inesperada e incomprensible.
Uno de los faros inamovibles del mar de opiniones de Frensic era que a nadie en su sano juicio podía resultarle atractiva Sonia Futtle aparte de Hutchmeyer, y era indiscutible que Hutchmeyer tenía gustos de pervertido tanto en lo que se refería a libros como a mujeres. El hecho de que encima Piper se hubiera enamorado de ella y de una manera tan fulminante daba una dimensión totalmente nueva a la situación, que por lo demás ya le parecía bastante complicada.
Frensic se sentó ante su escritorio y pensó en el provecho que se podía sacar de aquel atontamiento de Piper.
—Por lo menos, eso me libra de él —murmuró por fin antes de regresar al despacho contiguo.
Allí Piper ya volvía a estar de vuelta en su sitio y miraba a Sonia con adoración.
Frensic se batió en retirada y la llamó por teléfono.
—De ahora en adelante es todo tuyo —le dijo—. Lo llevas a cenar, a beber y a todo lo que se te antoje. Ese hombre está alelado.
—Con esos celos no llegarás a ningún sitio —dijo Sonia, pero sonriendo a Piper.
—¡Eso es! —repuso Frensic—. No quiero tener nada que ver con esta corrupción de la inocencia.
—¿Escrúpulos? —sugirió Sonia.
—Todos —dijo Frensic antes de colgar.
—¿Quién era? —quiso saber Piper.
—Ah, un editor de Heinemann. Tiene auténtica debilidad por mí.
—Mmm… —musitó un Piper contrariado.
Así que mientras Frensic almorzaba en su club —cosa que se permitía únicamente cuando su ego, vanidad o virilidad (según fuera el caso) habían sufrido un golpe en el mundo real—, Sonia se llevó al alelado Piper a Wheeler’s y le atiborró a base de dry Martini, vinos del Rin, filetes de salmón y su marca particular de efusivos encantos.
Cuando volvieron a asomarse a la calle, Piper le había confesado ya con infinidad de palabras que la consideraba la primera mujer que conocía en su vida dotada de los atractivos físicos e intelectuales necesarios para mantener una relación verdadera y, por si fuera poco, capaz de comprender la auténtica naturaleza de todo acto de creación literaria.
Sonia Futtle no estaba acostumbrada a declaraciones tan ardientes. Los pocos tejos que le habían echado en el pasado se habían caracterizado por una verbalización menos fluida y, por lo general, habían consistido en preguntas del tipo quieres o no, así que la técnica de Piper, prácticamente calcada de Hans Castorp de La montaña mágica, con una pizca de Lawrence para completar el aderezo, le supuso una agradable sorpresa. Tenía un no sé qué de anticuado, pensó, que resultaba un cambio agradable.
Además, a pesar de sus ambiciones literarias, Piper era bien parecido y tenía cierto encanto anguloso, y Sonia era capaz de complacer cualquier cantidad de encanto anguloso.
Así que fue una Sonia sonrojada y halagada la que se quedó de pie en la acera y paró el taxi que iba a llevarles a Corkadale.
—Usted no hable demasiado —le pidió mientras cruzaban Londres—. Geoffrey Corkadale es marica, así que ya se encargará él de hablar. Lo más probable es que le dedique un sinfín de cumplidos por Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, de modo que limítese a asentir con la cabeza.
Piper asintió con la cabeza.
El mundo era alegre, un lugar alegre en el que cualquier cosa era posible y todo estaba permitido. Como autor reconocido que era, le correspondía ser modesto.
Sin embargo, al llegar a Corkadale se excedió.
Inspirado por la visión del tintero de Trollope de la vitrina, se embarcó en la explicación de sus propias técnicas de escritura, con especial referencia al uso de tinta evaporada, intercambió los contratos de En busca y, con una adecuada sonrisita irónica, aceptó las alabanzas de Geoffrey por Deteneos como una novela de primera fila.
—Me resulta increíble que haya escrito un libro tan obsceno —susurró Geoffrey al oído de Sonia cuando ya se marchaban—. Yo me esperaba a un hippie melenudo, y éste, querida, parece salido del mismísimo siglo pasado.
—Eso demuestra que las apariencias engañan —repuso Sonia—. Por cierto, para Deteneos vas a tener una campaña publicitaria de primera. He conseguido que salga en el programa «Los libros que hay que leer».
—¡Eres un lince! —la felicitó Geoffrey—. Estoy encantado. ¿Y lo del contrato americano es definitivo?
—Definitivo —le confirmó Sonia.
Cogieron otro taxi para regresar a Lanyard Lañe.
—Ha estado maravilloso —dijo Sonia a Piper—. Limítese a hablar de estilográficas, tintas y de cómo escribe sus libros y niéguese rotundamente a comentar su contenido. Así no tendremos problemas.
—De todos modos, nadie parece querer hablar de libros —se lamentó Piper—. Yo me esperaba una conversación completamente distinta. Más literaria.
Piper se apeó del taxi en Charing Cross y dedicó lo que le quedaba de tarde a curiosear libros en Foyle’s, mientras Sonia regresaba a la oficina para tranquilizar a Frensic.
—Como una seda —dijo Sonia—. Ha dejado a Geoffrey embobado.
—No me extraña en absoluto —repuso Frensic—. Geoffrey es un bobo. Pero espera a que Eleanor Beazley le empiece a hacer preguntas sobre su retrato de la psicología sexual de una mujer octogenaria. Ahí es donde las cosas van a ponerse feas.
—No lo va a hacer. Ya le he advertido que nunca comenta su obra pasada, así que tendrá que limitarse a datos estrictamente biográficos y a su forma de trabajar. Cuando se pone a hablar sobre tinta y estilográficas resulta realmente convincente. ¿Sabías que escribe con tinta evaporada y que usa libros de contabilidad encuadernados en piel?
¿No te parece curioso?
—Lo que verdaderamente me sorprende es que no use plumas de ave —dijo Frensic—. Le van que ni pintadas.
—Puede salir un buen artículo. La entrevista del Guardian con Jim Fossie será mañana por la mañana ya los del Telegraph les tocará por la tarde para el suplemento en color. Esto empieza a funcionar, te lo digo yo.
Aquella noche, mientras Frensic iba camino de su piso acompañado de Piper, quedó bien claro que la cosa empezaba a funcionar de verdad. Los quioscos anunciaban:
NOVELISTA BRITÁNICO CONSIGUE DOS MILLONES EN EL CONTRATO DEL SIGLO
—¡Qué telaraña más enmarañada hay que tejer cuando se practica el engaño por primera vez! —murmuró Frensic antes de comprar el periódico.
A su lado, Piper acariciaba el enorme ejemplar verde de tapas duras de El doctor Fausto de Thomas Mann que se había comprado en Foyle’s. Se estaba empezando a plantear el utilizar su mismo enfoque sinfónico en su tercera novela.