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En la casa de huéspedes Gleneagle de Exforth, el plumín de Piper trazaba con esmero rizos y bucles negros en la página cuarenta y cinco de su libreta de notas.

En la habitación contigua, la aspiradora de la señora Oakley iba de aquí para allá con un estruendo atronador que minaba la concentración de Piper en la octava versión de su novela autobiográfica. El hecho de que aquel nuevo intento siguiera las pautas de La montaña mágica no facilitaba precisamente las cosas.

La tendencia de Thomas Mann a construir frases complejas y a elaborar sus apreciaciones irónicas mediante la ayuda de un sinfín de precisos detalles, no se ajustaba con facilidad a la descripción de la vida familiar del Finchley de 1953, pero Piper no cejaba en la tarea. Ese no cejar era —y él lo sabía— la marca del genio, y sabía con igual certeza que tenía talento. Un talento no reconocido, sin duda, pero llegaría el día en que, gracias a su capacidad para sobrellevar infinitas penalidades el mundo entero lo aclamaría.

Así pues, a pesar de la aspiradora y del viento gélido marino que se colaba por las rendijas de la ventana, Piper siguió escribiendo.

Esparcidas por la mesa a su alrededor estaban las herramientas propias de su oficio: una libreta de notas en la que dejaba constancia de ideas y frases que podían serle de utilidad más adelante, un diario en el que daba cuenta de sus más profundas y perspicaces opiniones sobre la minimaleza de la existencia, una lista que refería las actividades cotidianas, una bandeja de estilográficas y un tintero de tinta negra a medio evaporar.

Este último era producto de la capacidad de inventiva de Piper. Dado que Escribía para la posteridad, era fundamental que todo cuanto escribiera durara indefinidamente sin perder intensidad de color. Durante una temporada había imitado a Kipling y usado tinta china, pero se le secaba en el plumín antes de que hubiera tenido tiempo de escribir siquiera una palabra.

Sin embargo, tras descubrir, por pura casualidad, que dejando destapado un tintero Waterman negro medianoche en una habitación sin humedad, la tinta adquiría una densidad muy superior a la de la tinta china, conservando, con todo, una fluidez que le permitía escribir una frase entera sin tener que recurrir a la ayuda de un pañuelo, se pasó a la tinta evaporada.

Resplandecía en la página con una pátina que confería cuerpo a sus palabras, y para garantizar una longevidad infinita a su obra se apresuró a comprar libros de contabilidad encuadernados en piel, de los que suelen usarse en los bufetes de abogados y contables chapados a la antigua, y, haciendo caso omiso de sus innumerables líneas verticales, escribía en ellos sus novelas.

El primer libro de contabilidad que llenó de cabo a rabo constituía ya de por sí una obra de arte. La caligrafía de Piper era pequeña y regular, y fluía de una página a otra casi sin tropiezos.

Dado que ninguna de sus novelas contenía mucho diálogo, o sólo esa clase de diálogo profundo y explicativo que requiere frases largas, apenas había páginas con líneas interrumpidas o espacios sin llenar. Y Piper conservaba sus libros de contabilidad como oro en paño.

Un día, tal vez después de su muerte, cuando sin duda su talento tuviera el reconocimiento que merecía, los estudiosos podrían seguir su evolución a través de aquellas páginas incrustadas. No podía pasar por alto la posteridad.

Por lo demás, tenía que pasar por alto la aspiradora de la habitación contigua y las continuas interrupciones de la patrona y las señoras de la limpieza.

Piper se negaba a que sus mañanas sufrieran interrupciones. Era precisamente entonces cuando escribía. Después del almuerzo, emprendía su caminata de rigor por uno de los paseos que invariablemente se hallaban frente al lugar en que vivía. Después del té volvía a la escritura y, tras la cena, se dedicaba a leer, en primer lugar lo que había escrito durante el día y en segundo lugar la novela que constituía el modelo de la que tenía en curso.

Dado que leía con mayor rapidez de aquella con la que escribía, se sabía prácticamente de memoria Tiempos difíciles, Nostromo, Retrato de una dama, Middlemarch y La montaña mágica. En el caso de Hijos y amantes, al pie de la letra. Al limitar sus lecturas a los grandes maestros de la ficción, evitaba que novelistas menores ejercieran una influencia nefasta sobre su propia obra.

Además de esas pocas obras maestras, Piper debía su inspiración a La novela moral. La tenía siempre encima de la mesilla de noche y, antes de apagar la luz, solía leer una página o dos y reflexionaba sobre los mandamientos de la señorita Louth.

La autora era especialmente partidaria de «situar a los personajes dentro de un marco emocional, de una suerte de contexto de madurez y de interrelaciones afectivas que se corresponda con la realidad de la experiencia del novelista dentro de su propio tiempo, con el fin de conferir verosimilitud a sus propias creaciones de ficción».

Teniendo en cuenta que las experiencias de Piper se habían visto limitadas a dieciocho años de vida familiar en Finchley, a la muerte de sus padres en un accidente automovilístico y a diez años de casas de huéspedes, no es de extrañar que encontrara dificultades a la hora de trasladar su obra a un contexto de madurez y de interrelaciones afectivas. Con todo, se esmeraba en hacer cuanto estaba en su mano, y sometía la inaceptable boda de los difuntos señor y señora Piper al más concienzudo de los exámenes, con el fin de estampar en ellos la madurez y perspicacia que exigía la señorita Louth. De ahí que emergieran de aquella especie de exhumación emocional con sentimientos que jamás les habían correspondido y opiniones que nunca habían sustentado.

En la vida real, el señor Piper había sido un fontanero competente; en En busca era un fontanero intelectual aquejado de tuberculosis y presa de un sinfín de sentimientos ambiguos por su esposa. La Señora Piper salía, si cabe, peor parada. Creada siguiendo el modelo de Frau Chauchat de Isabel Archer, era aficionada a las disquisiciones filosóficas, a los portazos, a mostrar sus hombros desnudos y abandonarse en secreto a su atracción sexual por su hijo y el vecino, cosas que habrían dejado horrorizada a la verdadera señora Piper.

Por lo demás, lo único que sentía por su marido era una mezcla de desdén y repugnancia.

Y, para terminar, ahí estaba Piper en persona, un prodigio de catorce años abrumado por tal grado de conocimiento de sí mismo y una perspicacia a la hora de analizar los verdaderos sentimientos que sus padres se profesaban el uno al otro, que, de haberlos poseído de verdad, habría hecho su presencia en la casa totalmente insoportable.

Afortunadamente para la salud mental de los difuntos señor y señora Piper y para la seguridad del propio Piper, a los catorce años era un chico particularmente obtuso y carente de todas esas cualidades que más adelante reclamaría como suyas. Sus pocos sentimientos estaban concentrados en la persona de su profesora de inglés, una tal señorita Pears que, en un momento de despiste, había felicitado al pequeño Peter por una redacción que en realidad había copiado prácticamente de pe a pa de un ejemplar viejo de Horizon que había encontrado en un armario de la escuela.

Gracias a aquella esperanza tan temprana habían nacido las ambiciones literarias de Piper…, y gracias al cansancio del conductor de un camión cisterna que, cuatro años más tarde, se quedó dormido al volante y cruzó la carretera a cien kilómetros por hora, llevándose por delante al señor y la señora Piper, que circulaban a cincuenta de vuelta de casa de unos amigos de Amersham, consiguió los medios para llevarlas a buen término.

A los dieciocho heredaba la casa de Finchley, una cuantiosa suma de la compañía de seguros y los ahorros de sus padres.

Piper vendió la casa, metió todo el dinero en el banco y, para tener una razón pecuniaria por la que escribir, vivió de ese dinero desde entonces.

Transcurridos diez años y varios millones de palabras sin vender, estaba prácticamente sin blanca.

De ahí que estuviera encantado al recibir un telegrama de Londres que decía:

URGENTE VERLE VENTA NOVELA ETC MIL LIBRAS ANTICIPO POR FAVOR LLAME INMEDIATAMENTE FRENSIC.

Piper llamó inmediatamente y cogió el tren de mediodía en un estado de expectación eufórica. Por fin había llegado el momento de su reconocimiento.

En Londres, Frensic y Sonia estaban sumidos también en un estado de expectación, aunque menos eufórica y de tintes más sombríos.

—¿Y qué ocurrirá si se niega? —preguntó Sonia mientras Frensic caminaba arriba y abajo por el despacho.

—Eso sólo Dios lo sabe —repuso Frensic—. Ya oíste lo que dijo Cadwalladine: «Haga lo que le plazca pero no involucre a mi cliente de ningún modo». Así que o Piper o la quiebra.

—Por lo menos he conseguido arrancarle otros veinticinco mil dólares a Hutchmeyer por la gira, más gastos. Yo diría que eso es ya incentivo suficiente.

Frensic tenía sus dudas.

—Con cualquier otro quizá —comentó—, pero Piper tiene sus principios. ¡Por el amor de Dios!

¡Haz el favor de no dejar por ahí ningún juego de pruebas de Deteneos si no quieres que vea lo que se supone que ha escrito!

—Pero algún día lo tendrá que leer…

—Sí, pero antes quiero verle contratado para la gira y con parte del dinero de Hutchmeyer en el bolsillo. Así luego no podrá desdecirse tan fácilmente.

—¿Y estás seguro de que con la oferta de Corkadale de publicar En busca de la infancia perdida lo tendremos bien agarrado?

—Es nuestra mejor baza. Tienes que meterte en la cabeza que, en el caso de Piper, nos enfrentamos a una subespecie de demencia conocida como dementia novella o bibliomanía. Los síntomas son una necesidad totalmente Irracional de verse editado. Pues bien, yo voy a editar a Piper. Hasta le he conseguido mil libras, lo cual no deja de resultar increíble teniendo en cuenta la sarta de disparates que escribe. Además, le van a pagar veinticinco mil dólares por una gira. Así que lo único que hemos de hacer es jugar bien nuestras cartas, y ten por seguro que irá. El contrato de Corkadale es el as que tenemos en la manga. Piensa que ése mataría a su propia madre con tal de ver En busca publicado.

—Yo creía que me habías dicho que sus padres habían muerto.

—Y así es. Según tengo entendido, ese pobre diablo no tiene un pariente con vida. No me sorprendería en absoluto que fuéramos para él las personas más cercanas y queridas.

—Es increíble lo que una comisión del veinte por ciento sobre dos millones de dólares puede hacer en alguna gente —comentó Sonia—. Nunca te habría imaginado en el papel de padre adoptivo.

Era sorprendente comprobar el efecto que había causado en el ánimo de Piper la perspectiva de ver publicada su novela.

Se presentó en Lanyard Lañe ataviado con el traje azul marino que reservaba para las visitas oficiales a Londres y con una expresión de autocomplacencia que alarmó a Frensic, quien prefería ver a sus autores subyugados y ligeramente deprimidos.

—Me gustaría presentarle a la señorita Futtle, mi socia —le dijo en cuanto entró—. Se encarga de la rama americana del negocio.

—Encantado —dijo Piper, con una ligera inclinación de cabeza, un hábito que debía a Hans Castorp.

—Su libro es sencillamente adorable —le felicitó Sonia—. Me parece maravilloso.

—¿De veras?

—Tan perspicaz —insistió Sonia—, tan profundo…

Frensic se removió, incómodo, en el fondo de la sala. El se habría decantado por una táctica menos descarada, y el acento de Sonia, que sospechaba había tomado prestado de la Georgia de 1861, le sacaba de quicio. Sin embargo, parecía tener una influencia favorable sobre Piper.

Se estaba sonrojando.

—Es muy amable por su parte —murmuró.

Frensic decidió imponerse.

—Vamos a ver, en lo que se refiere al contrato de Corkadale para publicar En busca —dijo, consultando su reloj de pulsera—, ¿por qué no bajamos y discutimos el asunto mientras nos tomamos una copa?

Bajaron al pub de enfrente y, mientras Frensic pedía las bebidas, Sonia continuó con la ofensiva.

—Corkadale es una de las editoriales más antiguas de Londres. Tienen un prestigio enorme, pero de todos modos creo que deberíamos hacer cuanto esté a nuestro alcance para que su obra llegue al público más amplio posible.

—Lo importante —intervino Frensic, ya de regreso con un par de gin tonics para Sonia y para él y uno doble para Piper— es que lo conozcan. Corkadale no está mal para empezar, pero su índice de ventas no es ni mucho menos envidiable.

—¿Ah, no? —repuso Piper, que nunca había pensado en asuntos tan materiales como los índices de ventas.

—Están chapados a la antigua, así que, en el caso de que aceptaran En busca…, cosa que todavía no es del todo segura, ¿serían los más indicados para promocionarla? Esa es la cuestión.

—Pero yo creía que ya estaban de acuerdo en comprarla… —dijo Piper, un tanto incómodo.

—Nos han hecho una oferta, una buena oferta, ¿pero vamos a aceptarla? —insistió Frensic—. Eso es lo que hay que discutir.

—Sí —repuso Piper—, sí, la vamos a aceptar.

Frensic miró a Sonia con ojos inquisitivos.

—¿Y qué hay del mercado americano? —preguntó.

—Si lo que queremos es venderla a una editorial americana, nos va a hacer falta empezar con alguien más importante que Corkadale, alguien con empuje y ambición, capaz de promocionar el libro a lo grande.

—Eso es exactamente lo que creo yo —dijo Frensic—. Bien es verdad que Corkadale tiene prestigio, pero le podría cortar las alas de cuajo.

—Pero… —dijo Piper, a aquellas alturas ya totalmente al acecho.

—Aupar una primera novela en Estados Unidos no es cosa fácil —le interrumpió Sonia—, y en el caso de un autor británico desconocido es como…

—¿Tratar de vender fuegos artificiales en el infierno? —le sugirió Frensic, haciendo un verdadero esfuerzo por no mencionar ni helados ni esquimales.

—Me quitas las palabras de la boca —dijo Sonia—. No les interesa.

—¿Ah, no? —dijo Piper.

Frensic fue a por otra ronda y, cuando volvió, Sonia había pasado a la ofensiva.

—Un autor británico en Estados Unidos necesita algo especial. Con los de suspense es fácil, y con el romance histórico más fácil todavía. Ahora bien, si En busca tratara sobre los petimetres de la Regencia o, mejor aún, sobre María, la reina de los escoceses, no tendríamos ningún problema. Con esa clase de cosas se les cae la baba, pero es que En busca es de una profundidad intelectual…

—¿Y qué me dices de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen? —intervino Frensic—. Ese libro sí que va a arrasar en América.

—Sin duda —corroboró Sonia—. Bueno, habría arrasado si el autor hubiera podido ir a promocionarlo.

Ambos se sumieron en un lúgubre silencio.

—¿Y por qué no puede ir? —preguntó Piper.

—Está demasiado enfermo —dijo Sonia.

—Es demasiado reservado y tímido —añadió Frensic—. No hay más que ver en cómo insiste en utilizar un seudónimo.

—¿Un seudónimo? —se extrañó Piper, sorprendido de que un autor no quisiera ver su nombre en la portada de un libro.

—Una verdadera tragedia —prosiguió Sonia—. Y como no puede ir, tendrá que renunciar a dos millones de dólares.

—¿Dos millones de dólares? —dijo Piper.

—Y todo porque tiene osteoartritis y el editor americano insiste en que haga una gira de promoción y no la puede hacer.

—¡Pero eso es terrible! —exclamó Piper.

Frensic y Sonia asintieron, más apesadumbrados que Piper, si cabe.

—Y tiene esposa y seis hijos —añadió Sonia.

Frensic dio un respingo. La esposa y los seis hijos no estaban previstos en el guión.

—¡Qué calamidad! —se lamentó Piper.

—Y con una osteoartritis en fase terminal nunca va a tener la oportunidad de escribir otro libro.

Frensic dio otro respingo. Eso tampoco estaba previsto ni el guión.

Pero Sonia no cejaba.

—Y con esos dos millones de dólares tal vez habría podido costearse un nuevo tratamiento…

Frensic se levantó precipitadamente y fue en busca de más copas. Aquello ya era demasiado. —Si pudiéramos encontrar a alguien que le sustituyera… dijo Sonia, mirando fijamente a Piper a los ojos con toda Intención—. Como está dispuesto a utilizar un seudónimo y el editor americano no lo conoce… —añadió, dejando en el aire un montón de sobreentendidos.

—¿Y por qué no le cuentan la verdad al editor americano? —preguntó Piper.

Frensic, que regresaba armado con un par de gin tonics y uno triple para Piper, decidió intervenir.

—Porque Hutchmeyer es uno de esos hijos de mala madre que se aprovecharían del autor para bajar el precio —dijo.

—¿Y quién es Hutchmeyer? —quiso saber Piper.

Frensic miró a Sonia.

—Díselo tú.

—Pues resulta que es uno de los editores más importantes de Estados Unidos. Vende más libros que todas las editoriales de Londres juntas y, cuando compra, el éxito está asegurado.

—Y cuando no, pues es cuestión de suerte —dijo con tranquilidad Frensic.

Sonia tomó el relevo.

—Si consiguiéramos que Hutchmeyer comprara En busca se le habrían terminado los problemas. Tendría las ventas aseguradas y dinero suficiente para seguir escribiendo toda la vida.

Piper estudió aquella gloriosa perspectiva y bebió unos sorbos de su triple de ginebra. Aquél era el limbo que llevaba tantos años esperando, saber que por fin iba a ver En busca impreso. Así que si pudieran convencer a Hutchmeyer de que lo comprara… ¡Ah, qué dicha! Una idea iba tomando cuerpo en su embotada cabeza.

Sonia la vio forjarse y volvió a la carga.

—Si encontráramos el modo de que Hutchmeyer y usted se pusieran en contacto… —dijo—. Vamos a suponer que pensara que usted es el autor de Deteneos

Pero Piper ya estaba al cabo de la calle.

—Entonces compraría En busca —repuso, e inmediatamente sintió que las dudas le reconcomían—. Pero ¿no le importaría al autor de ese libro?

—¿Que si le importaría? —intervino Frensic—. Mi querido amigo, lo que le estaría haciendo usted es un favor. Nunca escribirá otro libro, y si Hutchmeyer se niega a cumplir con su parte del trato…

—Y lo único que tendría que hacer usted es sustituirle en la gira de promoción —insistió Sonia—. Así de sencillo.

Frensic metió cuchara en el asunto.

—Y por esa ganga le pagarían veinticinco mil dólares más gastos.

—Sería una publicidad estupenda —siguió arremetiendo Sonia—. Justo la oportunidad que le hace falta.

Piper estaba totalmente de acuerdo. Era justo la oportunidad que le hacía falta.

—Pero ¿no sería ilegal eso de pasearme por ahí fingiendo que he escrito un libro que no es mío? —preguntó.

—Naturalmente, contaría con el consentimiento del verdadero autor. Por escrito. Así no incurriría en ninguna ilegalidad. Hutchmeyer no tendría por qué enterarse, aunque de todos modos nunca lee los libros que compra. No es más que un hombre que negocia con libros. Lo único que quiere es un autor que vaya de gira firmando ejemplares y haciendo apariciones públicas. Además, tiene una Opción sobre la segunda novela del autor.

—Pero yo creía haber entendido que el autor nunca podría escribir un segundo libro —dijo Piper.

—Exactamente —subrayó Frensic—, así que el segundo libro del mismo autor será para Hutchmeyer En busca de la infancia perdida.

—De ese modo ya tendría la partida ganada —dijo Soma—. Con el respaldo de Hutchmeyer nunca le puede salir mal.

Fueron al restaurante italiano que había al doblar la esquina y reanudaron la discusión. Todavía quedaba algo que tenía a Piper inquieto.

—Pero si Corkadale quiere comprar En busca, ¿no complicaría eso mucho más las cosas? Al fin y al cabo, conocen al autor del otro libro.

Frensic negó con la cabeza.

—En absoluto. Verá usted, como nos encargamos de su obra y no puede venir a Londres, todo esto quedaría entre nosotros. Nadie se enteraría nunca.

Piper sonrió a sus espaguetis. Era todo tan sencillo… Estaba a punto de obtener el reconocimiento. Alzó los ojos hacia Sonia.

—Está bien. Todo vale en el amor y en la guerra —dijo.

Sonia le devolvió la sonrisa antes de levantar su copa.

—Brindemos por eso —murmuró.

—Por el nacimiento de un autor —la secundó Frensic.

Y bebieron.

Más tarde, aquella misma noche, Piper firmaba dos contratos en el piso de Hampstead de Frensic. El primero arbitraba la venta de En busca de la infancia perdida a Corkadale a cambio de un anticipo de mil libras. El segundo establecía que, como autor de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen, aceptaba realizar una gira de promoción por Estados Unidos.

—Con una condición —precisó, mientras Frensic se apresuraba a descorchar una botella de champán para celebrar la ocasión.

—¿Cuál?

—Que la señorita Futtle me acompañe.

Resonó un fuerte impacto cuando el corcho fue a estrellarse contra el techo.

En el sofá, Sonia se echó a reír alegremente.

—Secundo la moción —dijo.

Frensic no puso reparos, como tampoco los puso a la hora de cargar con un Piper muy borracho hasta su cuarto de invitados y acostarle.

Piper sonreía feliz mientras dormía.