De Hutchmeyer se decía que era el editor más analfabeto del mundo y que, después de haberse iniciado en la vida como promotor de boxeo, había decidido poner sus dotes pugilísticas al servicio del negocio de la edición y en una ocasión había resistido ocho asaltos con Mailer. Se decía también que no leía nunca los libros que compraba y que las únicas palabras que sabía leer eran las que aparecían en los cheques y en los dólares. Se decía que era propietario de la mitad de la selva del Amazonas y que, al mirar un árbol, lo único que era capaz de ver era la sobrecubierta de un libro.
De Hutchmeyer se decían un montón de cosas, la mayoría de ellas desagradables, y a pesar de que en todas había una pizca de verdad, juntas daban lugar a tamañas incongruencias que Hutchmeyer podía escudar tras ellas el secreto de su éxito. Cuando menos, eso no lo ponía nadie en duda.
Hutchmeyer era un hombre de gran éxito. Leyenda viva de su tiempo, acechaba los pensamientos insomnes de todos aquellos editores que en su día habían rechazado Love Story cuando iba a cuatro cuartos, desdeñado a Frederick Forsyth e incluso a Ian Fleming, y ahora se pasaban las noches en blanco maldiciendo su estupidez.
Hutchmeyer, en cambio, dormía a pierna suelta. Y, tratándose de un hombre enfermo, eso era aún más sorprendente. Y es que Hutchmeyer siempre estaba enfermo.
Mientras que el éxito de Frensic radicaba en dejar a sus competidores fuera de combate a base de comida y bebida, Hutchmeyer lo debía a su hipocondría. Cuando no padecía úlcera o cálculos biliares, sufría algún tipo de trastorno intestinal que le obligaba a observar un régimen estricto. Los editores y agentes que se sentaban a su mesa tenían que habérselas con un desfile de seis platos —a cual más pesado y más alarmantemente indigesto—, mientras Hutchmeyer jugueteaba con una rodaja de pescado hervido, un bollito y un vaso de agua mineral.
Hutchmeyer emergía de dichos encuentros culinarios convertido en un hombre más delgado y más rico, mientras que sus invitados regresaban a sus casas haciendo eses y preguntándose qué demonios acababan de contraer.
Pero es que además tampoco les daba tiempo a recuperarse. El horario peripatético de Hutchmeyer —hoy Londres, mañana Nueva York, pasado Los Angeles— tenía un doble objetivo: por una parte le proporcionaba una excusa para insistir en la celeridad de los trámites y le ahorraba así negociaciones prolongadas, y por otra, mantenía a su departamento de ventas despierto. Más de un autor había firmado un contrato sumido en la agonía de tan tremenda resaca, que apenas podía dar con la pluma en el papel, y mucho menos leer la letra pequeña. Y es que la letra pequeña de los contratos de Hutchmeyer era desmesuradamente pequeña. Pero era comprensible, puesto que contenía cláusulas que invalidaban por completo prácticamente todo cuanto quedaba establecido en negrita.
Y además de los riesgos que entrañaba hacer negocios con Hutchmeyer —legales en su mayoría—, estaban también sus modales. Hutchmeyer era grosero, en parte por naturaleza y en parte como reacción frente al esteticismo literario al que se veía expuesto.
Y ésa era una de las virtudes que más apreciaba en Sonia Futtle. Nadie le había visto nunca esteticismo por ninguna parte.
—Eres como una hija para mí —le confesó, estrechándola entre sus brazos en cuanto Sonia entró en su suite del Hilton—. ¿Y qué me tiene preparado mi chica favorita esta vez?
—Una maravilla —repuso Sonia, zafándose de él para luego montar en la bicicleta estática que acompañaba a Hutchmeyer a todas partes.
Hutchmeyer eligió la silla más baja de la habitación para sentarse.
—¿No me digas? ¿Una novela?
Sonia asintió pedaleando con ahínco.
—¿Y cómo se titula? —preguntó Hutchmeyer, para quien lo primero era siempre lo primero.
—Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.
—Deteneos, oh, hombres, ante ¿qué?
—La virgen —repitió Sonia, y pedaleó con mayor vigor si cabe.
Hutchmeyer tuvo una visión fugaz de un muslo.
—¿Virgen? ¿Me estás diciendo que tienes una novela religiosa que tira de espaldas?
—Más que el demonio.
—En los tiempos que corren, promete. Gustará a todos esos chiflados por Jesús, Superstar, el Zen y cómo reparar automóviles. Y, además, como es el año de la mujer, ahí tenemos a la Virgen.
Sonia se dejó de rodeos.
—No te dejes llevar por el entusiasmo, Hutch. No se trata de esa clase de virgen.
—¿Ah, no?
—Ni hablar.
—¿De modo que existen distintas clases de vírgenes? Suena interesante. Explícate.
Y Sonia Futtle, sentada en aquel artilugio, se explicó sin dejar de mover las piernas arriba y abajo, con una deliciosa apatía que nublaba las facultades críticas de Hutchmeyer, quien hizo gala de una resistencia puramente simbólica.
—Olvídalo —le dijo en cuanto hubo terminado—. Lo mejor será que entierres esa porquería. A los ochenta y todavía follando. No me hace ninguna falta.
Sonia se apeó de la bicicleta y se quedó de pie frente a él.
—No seas necio, Hutch, y escúchame. No lo vas a rechazar. Ni por encima de mi cadáver. Este libro tiene clase.
Hutchmeyer sonrió divertido. Charlatanería de vendedor. Nada de técnicas de persuasión sutiles.
—Convénceme.
—De acuerdo —replicó Sonia—. ¿Quién lee? No, no digas nada; yo te lo diré: los chavales de quince a veintiún años. Son los únicos que leen. Tienen tiempo. Tienen la educación necesaria. El índice máximo de alfabetización se registra entre los dieciséis y los veinte. ¿Estamos de acuerdo?
—Estamos de acuerdo —convino Hutchmeyer.
—Bien. Así que tenemos a un chaval de diecisiete años en el libro con una crisis de identidad.
—Las crisis de identidad ya no se llevan. Todas esas pamplinas siguieron el mismo camino que Freud.
—Desde luego, pero esto es distinto. Este chico no está enfermo ni nada por el estilo.
—¿Me tomas el pelo? ¿Se tira a su abuela y dices que no está enfermo?
—No es su abuela. Es una mujer…
—Escúchame, bonita. Te voy a decir una cosa. Tiene ochenta años, así que de mujer no tiene nada. ¡Si lo sabré yo! Mi esposa, Baby, tiene cincuenta y ocho y no es más que un esqueleto. Eso es lo que queda de ella después de la cirugía estética. A esa mujer le han extirpado más de lo que podrías imaginarte. Tiene tetas de silicona y muslos liposuccionados. Que yo sepa, le han puesto un himen nuevecito cuatro veces, y le han hecho tantos liftings en la cara que ya he perdido la cuenta.
—¿Y todo eso por qué? —replicó Sonia—. Pues porque quiere seguir siendo toda una mujer.
—Toda una mujer no es. Tiene más de pieza de recambio…
—Pero lee. ¿Me equivoco?
—¿Que si lee? Lee más libros de los que yo vendo en un mes.
—A eso iba. Los jóvenes leen y los viejos leen, y de los de en medio ya puedes despedirte porque no te hacen ninguna falta.
—Si le dices a Baby que es un vejestorio, la que va a tener que despedirse eres tú. Usaría tu trasero de estropajo. Lo digo en serio.
—Lo que quiero decir con todo esto es que el Índice Máximo de Alfabetización va de los dieciséis a los veinte, luego existe una laguna y, a continuación, otro IMA de los sesenta en adelante. Dime que te estoy mintiendo.
Hutchmeyer se encogió de hombros.
—Tienes razón.
—¿Y de qué trata este libro? —prosiguió Sonia—. Trata de…
—De un chaval que está como un cencerro y que vive en concubinato con la abuela Moses. Eso ya se ha hecho antes. Cuéntame algo nuevo. Además, es obsceno.
—Te equivocas, Hutch, estás muy equivocado. Es una historia de amor, y no bromeo. Significan mucho el uno para el otro. Se necesitan mutuamente.
—Pues yo no necesito a ninguno de los dos.
—El uno da al otro todo lo que por sí solo no tendría. A él le entrega la madurez, experiencia, sabiduría, el fruto de toda una vida…
—¿El fruto? ¿El fruto? ¡Jesús! ¿Quieres que vomite o qué?
—… y ella obtiene juventud, vitalidad, la vida —prosiguió Sonia—. ¡Es fantástico! Lo digo en serio. Es un libro profundo y cargado de sentimiento. Es liberacionista. Es existencialista. Es… ¿Recuerdas lo que pasó con La mujer del teniente francés? Barrió América entera. Pues Deteneos es lo que América estaba esperando. Los diecisiete aman a los ochenta. Aman, Hutch, aman. De modo que todos los jubilados se van a comprar el libro para averiguar lo que se han estado perdiendo, y a los estudiantes les encantará el mensaje seudofilosófico. Lánzalo con gracia y seremos los reyes. Con el contenido nos meteremos en el bolsillo a los chiflados por la cultura, con el porno a los rarillos, y a los blandurrios sentimentaloides con el romance. Es el libro ideal para toda la familia. Vendería…
Hutchmeyer se puso de pie y echó a andar por la habitación.
—¿Sabes una cosa? Quizá tengas algo de razón en todo eso —reconoció—. Me pregunto: ¿Compraría Baby una historia como ésa? Y tengo que admitir que sí. Y siempre que a esa mujer le encanta algo lo compra todo el mundo. ¿Cuánto?
—Dos millones de dólares.
—¿Dos millones…? Debes estar de broma.
Hutchmeyer se quedó boquiabierto. Sonia volvió amontar en la bicicleta.
—Dos millones y no estoy de broma.
—¡Vamos, bonita, vamos! ¿Dos millones? ¿Por una novela? ¡Ni hablar!
—Dos millones o me iré a mover las piernas a Milenberg.
—¿Ese cicatero? Nunca podrías conseguir esos dos millones. Aunque te vendieras por toda la Avenida de las Américas no te serviría de nada.
—Los derechos para América, edición de bolsillo, cine, televisión, serie, clubs de lectores…
Hutchmeyer bostezó.
—Dime algo nuevo. Todo eso ya lo tengo.
—De este libro no.
—Supongamos que Milenberg compra. No conseguís el precio que pedís y me lo quedo yo. ¿Qué saco de todo esto?
—Fama —repuso Sonia, sin más—. Fama, sencillamente. Este libro te situará entre los grandes de todos los tiempos. Lo que el viento se llevó, Forever Amber, El valle de las muñecas, El doctor Zhivago, Aeropuerto, Los insaciables. Saldrías en el Almanaque del Reader’s Digest.
—¿En el Almanaque del Reader’s Digest? —repitió Hutchmeyer con respeto reverencial—. ¿Tú crees que podría conseguirlo?
—¿Que si lo creo? Lo sé. Se trata de un libro de prestigio sobre el potencial de la vida. Nada de una novelucha pretenciosa y frívola. Con un mensaje como el de Mary Baker Eddy. Una sinfonía de palabras. No hay más que ver quién lo ha comprado en Londres. No se trata de una de esas empresas que se crean de la noche a la mañana…
—¿Quién? —preguntó Hutchmeyer con recelo.
—Corkadale.
—¿Que Corkadale lo ha comprado? La editorial más antigua…
—La más antigua no. Murrays es más antigua —le corrigió Sonia.
—Pues antigua a secas. ¿Por cuánto?
—Cincuenta mil libras —repuso Sonia sin vacilar.
Hutchmeyer se la quedó mirando fijamente.
—¿Que Corkadale ha pagado cincuenta mil libras por este libro? ¿Cincuenta de los grandes?
—Cincuenta de los grandes. A la primera. Sin rechistar.
—Yo tenía entendido que tenían problemas. ¿Los ha comprado un árabe?
—Nada de árabes. Se trata de una empresa familiar, así que Geoffrey Corkadale ha pagado los cincuenta grandes porque sabe perfectamente que este libro les va a sacar del atolladero. ¿O acaso te crees que arriesgarían una cantidad de dinero semejante si pensaran que iban a quebrar?
—¡Mierda! —soltó Hutchmeyer—, alguien tiene que tener fe en este libro de la puñeta…, pero ¡dos millones! Nadie ha pagado jamás dos millones por una novela. Robbins un millón, pero…
—Ahí está, Hutch. ¿O te crees que pido dos millones porque sí? ¿Por qué me chupo el dedo? ¡Son los dos millones los que hacen el libro! Cuando pagas dos millones la gente se entera y tiene que leer el libro para averiguar por qué has pagado ese dinero. Y tú lo sabes perfectamente. Eres único en tu clase. Con diferencia. Y, además, con la película…
—Quiero mi tajada de la película. Y nada de porcentajes de una cifra. A medias.
—Hecho —aceptó Sonia—. Trato hecho. Será a medias con la película.
—Y el autor…, ese tal Piper, también lo quiero —impuso Hutchmeyer.
—¿Que lo quieres? —dijo Sonia, poniendo los pies en el suelo de golpe—. ¿Para qué lo quieres?
—Para vender el producto. Estará ahí, en primera fila, donde todo el público pueda verle. El tío que se tira a las de geriatría. Apariciones en público por todo el país, firma de ejemplares, tertulias en televisión, entrevistas y todas esas mandangas. Lo vamos a presentar como si se tratara de un genio.
—No creo que le haga ninguna gracia —comentó Sonia, con nerviosismo—. Es una persona tímida y reservada.
—¿Tímida? ¿Lava sus trapos sucios en público y ahora resulta que es tímido? ¡Por dos millones, traseros tendrá que lamer si se lo pido!
—Dudo que esté de acuerdo…
—Estará de acuerdo, si no, no hay trato que valga. Si voy a volcarme con este libro él también tendrá que hacerlo. Es mi última palabra.
—De acuerdo —se resignó Sonia—, si es lo que quieres…
—Eso es lo que quiero —insistió Hutchmeyer—, como te quiero a ti…
Sonia consiguió escabullirse y regresó a toda prisa a Lanyard Lañe contrato en mano.
Se encontró con un Frensic de aspecto decididamente inquieto.
—Lo tengo en el bote —anunció, bailoteando sin gracia por la habitación.
—Maravilloso —exclamó Frensic—. Eres genial. Sonia se dejó de cabriolas.
—Con una condición.
—¿Condición? ¿Qué condición?
—Primero las buenas noticias. El libro le ha encantado. Le gusta con locura.
Frensic la miró con extrañeza.
—¿No es una decisión un tanto prematura? Al fin y al cabo, todavía no ha tenido la oportunidad de leer la cosa ésa.
—Se lo he explicado…, le he hecho una sinopsis y le ha encantado. Lo considera un libro que viene a llenar ese vacío que había que colmar…
—¿Un vacío que había que colmar?
—El vacío generacional. Tiene la sensación…
—Ahórrate lo que siente —la interrumpió Frensic—. Un hombre que es capaz de hablar de colmar vacíos generacionales carece de lo que se entiende por emociones humanas normales.
—Está convencido de que Deteneos hará por la juventud y la edad lo que Lolita hizo por…
—¿La responsabilidad paterna? —le sugirió Frensic.
—Por el hombre de mediana edad.
—¡Por el amor de Dios! Si éstas son las buenas noticias, la lepra no puede andar muy lejos. Sonia se dejó caer en un sillón y sonrió.
—Espera a que te diga el precio.
Frensic esperó.
—¿Y bien?
—Dos millones.
—¿Dos millones? —repitió Frensic haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz ¿Libras o dólares?
Sonia le dirigió una mirada cargada de reproche.
—Frenzy, eres un cabrón, un cabrón desagradecido. Consigo…
—Querida, estaba tratando únicamente de averiguar el posible alcance de los horrores que estás a punto de revelarme. Te has referido a una condición. Pero es que si ese amigo tuyo de la Mafia hubiera estado dispuesto a pagar dos millones de libras a cambio de este galimatías de palabras habría pensado de inmediato que había llegado el momento de hacerlas maletas y marcharse de la ciudad. ¿Qué es lo que quiere ese cerdo?
—En primer lugar, quiere ver el contrato con los de Corkadale.
—Me parece bien. No hay nada malo en eso.
—Sólo que no aparece mencionada en ninguna parte la suma de cincuenta mil libras que Corkadale ha pagado por Deteneos —objetó Sonia—. Por lo demás, me parece de rechupete.
Frensic la miró boquiabierto.
—¿Cincuenta mil libras? Pero si no han pagado…
—Como había que impresionar a Hutchmeyer, le he dicho…
—Lo que hay que hacer con ése es que le vean la cabeza. ¡Los de Corkadale no tienen ni cincuenta mil peniques, no hablemos ya de libras!
—Cierto, cosa de la que Hutchmeyer estaba perfectamente enterado, de modo que le he dicho que Geoffrey había puesto en juego su fortuna personal. ¿Entiendes ahora por qué quiere ver el contrato?
Frensic se frotó la frente y se puso a pensar.
—Supongo que siempre tendríamos la posibilidad de redactar un nuevo contrato, convencer a Geoffrey de que lo firmara de momento y hacerlo trizas en cuanto Hutchmeyer lo hubiera visto. Seguramente a Geoffrey no le hará ninguna gracia, pero con la tajada que le corresponde de los dos millones… ¿Qué otro problema hay?
Sonia vaciló.
—Este no te va a gustar. Insiste, pero insiste de verdad, en que el autor viaje a Estados Unidos para una gira de promoción. Jubilados, estoy encantado y ese tipo de chorradas para la televisión, y firmas.
Frensic cogió el pañuelo y se lo pasó por la cara.
—¿Insiste? —farfulló—. Pues no puede insistir. Tenemos a un autor que se niega incluso a estampar su firma en un contrato, así que no hablemos de aparecer en público, una especie de chiflado con agorafobia o algo así, ¿y ahora resulta que Hutchmeyer quiere que desfile por América y aparezca en televisión?
—Insiste, Frenzy, insiste; no es que lo quiera. O el autor se aviene o no hay trato.
—Entonces, no hay trato —concluyó Frensic—. Ese hombre no se avendrá. Ya oíste lo que dijo Cadwalladine. Anonimato total.
—¿Ni siquiera por dos millones?
Frensic meneó la cabeza.
—Ya advertí a Cadwalladine que íbamos a pedir una suma considerable y repuso que el dinero no tenía ninguna importancia.
—Pero es que dos millones no es dinero. Es una fortuna.
—Lo sé, pero…
—Intenta hablar con él otra vez —le interrumpió Sonia, tendiéndole el teléfono.
Frensic lo intentó otra vez. Con todas sus fuerzas.
El señor Cadwalladine se mostró categórico: dos millones de dólares eran toda una fortuna, pero, de acuerdo con las instrucciones de su cliente, el anonimato era más importante que meras…
Fue una conversación de lo más desalentador para Frensic.
—¿Qué te había dicho? —le recordó a Sonia en cuanto hubo colgado—. Tenemos tratos con una especie de lunático. Con dos lunáticos: Hutchmeyer el segundo.
—¿De modo que nos vamos a quedar aquí sentados, viendo tranquilamente cómo el veinte por ciento de dos millones de dólares se va por el desagüe sin hacer nada por impedirlo? —le espetó Sonia.
Frensic desvió sus ojos tristones hacia los tejados de Covent Garden y exhaló un suspiro. El veinte por ciento de dos millones eran cuatrocientos mil dólares, más de doscientas mil libras.
Esa habría sido la comisión que les correspondía por la venta. Además, gracias a la demanda por difamación de James Jamesforth, acababan de perder a otros dos autores buenos.
—Tiene que haber alguna manera de arreglar esto —murmuró—. Hutchmeyer conoce al autor tanto como nosotros.
—En efecto —replicó Sonia—. Es Peter Piper. Su nombre aparece bajo el título.
Frensic la miró con renovado interés.
—Peter Piper —musitó—. Es una buena idea.
Después de cerrar el despacho por lo que quedaba de noche, se dirigieron al pub de enfrente a tomar una copa.
—Si encontráramos la manera de convencer a Piper de que actuara como suplente… —dijo Frensic, después de haberse atizado un buen whisky.
—Al fin y al cabo sería una posibilidad de conseguir ver su nombre impreso —repuso Sonia—. Y si el libro se vendiera…
—Oh, se venderá, por eso no te apures. Con Hutchmeyer siempre se vende.
—Bueno, pues entonces, Piper ya tendría un pie en el mundo editorial y puede que hasta pudiéramos encontrarle un negro para En busca….
Frensic negó con la cabeza.
—Piper no consentiría nunca una cosa así. Me temo que tiene principios. Pero, por otra parte, si convenciéramos a Geoffrey para que se aviniera a publicar En busca de la infancia perdida como parte de este contrato… Le voy a ver esta noche. Celebra una de sus clásicas cenas. Sí, puede que hayamos encontrado algo. Piper haría cualquier cosa por verse publicado, y un viaje a Estados Unidos con todos los gastos pagados…
¡Brindemos por eso!
—Con probarlo no se pierde nada-dijo Sonia.
Esa noche, antes de dirigirse a Corkadale, Frensic pasó por su despacho y redactó dos nuevos contratos: uno por el cual Corkadale se avenía a pagar cincuenta mil por Deteneos, oh, hombres, ante la virgen y otro que garantizaba la publicación de la segunda novela del señor Piper, En busca de la infancia perdida. El anticipo por la segunda era de quinientas libras.
—Al fin y al cabo, vale la pena arriesgarse —dijo Frensic a Sonia, mientras cerraban por segunda vez el despacho con llave—. Y hasta estoy dispuesto a poner quinientas libras de nuestro bolsillo si Geoffrey no se compromete a cumplir su parte en el anticipo de Piper. Lo importante es tener la garantía de que publicarán En busca de…
—Además, está en juego el diez por ciento de dos millones que se lleva Geoffrey —le recordó Sonia al despedirse—. Supongo que eso puede ser un argumento bastante convincente.
—Haré cuanto esté en mi mano —prometió Frensic mientras paraba un taxi.
Las clásicas cenas de Geoffrey Corkadale eran lo que Frensic había bautizado en un momento de mal humor de gansadas.
Uno tenía que pasarse el rato con una copa en la mano, a la que seguía un plato servido de un bufet frío, y hablar sin profundizar y a través de alusiones sobre libros, obras de teatro y personajes, pocos de los cuales se habían leído, visto o conocido, pero que eran útiles por cuanto actuaban de catalizador en aquellos encuentros epicenos que constituían el verdadero propósito de las pequeñas veladas de Geoffrey.
Por regla general, Frensic tendía a evitarlos por frívolos y un tanto peligrosos.
En realidad, eran demasiado andróginos para que uno se sintiera a gusto, y además le desagradaba correr el riesgo de que le sorprendieran hablando a la ligera sobre un tema que desconocía por completo. Lo había practicado ya con suficiente frecuencia en sus tiempos de estudiante universitario como para que le apeteciera la perspectiva de seguir haciéndolo años más tarde. Por otra parte, el hecho de que nunca hubiera mujeres con pretensiones matrimoniales y que fueran invariablemente o demasiado viejas o difíciles de reconocer (en una ocasión, Frensic había echado los tejos a un crítico teatral eminente con consecuencias espantosas) tendía a quitarle las ganas. Frensic prefería aquellas otras fiestas en las que existían sólo unas mínimas probabilidades de tropezarse con alguien que pudiera convertirse en su esposa, pero en las reuniones de Geoffrey eso podía dejar de ser una probabilidad para convertirse en un hecho. De ahí que Frensic procurara evitarlas y limitara su vida sexual a relaciones esporádicas con mujeres todavía atractivas pero que no se tomaran a mal su falta de pasión y encanto, mientras daba rienda suelta a la pasión por mujeres jóvenes en los vagones de metro, pasión que le resultaba imposible expresar entre Hampstead y Leicester Square.
Sin embargo, aquella noche se había presentado con un propósito concreto y se encontró con que la casa estaba abarrotada.
Frensic se sirvió una copa y se unió a la fiesta con la esperanza de acorralar a Geoffrey.
Pero le costó su tiempo. La escalada de Geoffrey a la cabeza de Corkadale le confería un atractivo del que hasta entonces había carecido, así que Frensic tuvo que soportar estoicamente el examen al que le sometió un poeta de Tobago que quería conocer su opinión sobre The Prancing Nigger y que le confesó que Firbank le parecía divino y ofensivo al mismo tiempo. Frensic admitió que compartía sus sentimientos, pero agregó que la labor de Firbank había sido indudablemente puntera, y hasta al cabo de una hora no consiguió —gracias a la estratagema involuntaria de encerrarse en el lavabo— acorralar por fin a Geoffrey.
—Querido, esto está pero que muy mal —protestó Geoffrey cuando Frensic, después de haber aporreado la puerta, consiguió librarse por fin con la ayuda de un frasco de desmaquillador—. Deberías saber ya que la puerta del lavabo de hombres no se cierra nunca con pestillo. Demuestra una gran falta de naturalidad. El encuentro fortuito…
—Este no es un encuentro fortuito —le atajó Frensic, tirando de Geoffrey hacia el interior antes de volver a cerrar la puerta—. Quiero hablar contigo. Es importante.
—Pero no vuelvas a cerrar con pestillo… ¡Oh, Dios santo! Sven es de un celoso obsesivo. Se pone terriblemente frenético. Debe de ser la sangre vikinga.
—Deja eso ahora. Hutchmeyer nos ha hecho una oferta. Una oferta sustanciosa.
—¡Vaya!, negocios —se quejó Geoffrey, desplomándose sobre la taza del inodoro—. ¿Sustanciosa hasta qué punto?
—Dos millones de dólares.
Geoffrey se agarró del rollo de papel higiénico para no caerse.
—¿Dos millones de dólares? —repitió con un hilillo de voz—. ¿Estás seguro de que son dos millones de dólares? ¿No me estarás tomando el pelo?
—Es la pura verdad —le aseguró Frensic.
—¡Pero eso es magnífico! ¡Qué maravilla! Y tú, cielito…
Frensic le devolvió a la taza del váter de un empujón.
—Hay un pero. Dos, para ser exactos.
—¿Peros? ¿Por qué tiene que haber siempre peros? ¡Como si la vida no fuera ya bastante complicada!
—Hemos tenido que impresionarle con la cantidad que has pagado por el libro.
—Pero si prácticamente no os he pagado nada. En realidad…
—Precisamente, así que hemos tenido que decirle que nos habías pagado cincuenta mil libras por adelantado, y quiere ver el contrato.
—¿Cincuenta mil libras? Mi querido amigo, no podríamos siquiera…
—Lo sé —le interrumpió Frensic— no hace falta que me expliques vuestra situación económica. Estáis…, tenéis un problema de liquidez.
—Por decirlo de un modo suave —dijo Geoffrey, retorciendo un pedazo de papel higiénico entre los dedos.
—De lo cual Hutchmeyer está al corriente, de ahí que quiera ver el contrato.
—Pero ¿de qué va a servir? Ese contrato dice…
He traído otro —se le anticipó Frensic, rebuscando en el bolsillo— que sí nos servirá y tranquilizará a Hutchmeyer. Según este acuerdo te comprometes a pagar cincuenta mil libras…
—Espera un momento —dijo Geoffrey, poniéndose de pie—, si crees que estoy dispuesto a firmar un contrato en el que se establece que voy a pagarte cincuenta mil libras estás en un tremendo error. Puede que no sea un lince para los negocios, pero por ahí no me la das.
—De acuerdo —se rindió Frensic, resentido mientras doblaba el contrato—. Si es así como lo ves, adiós trato.
—¿Qué trato? Ya has firmado el contrato que nos autoriza a publicar la novela.
—No me refiero a nuestro trato, sino al de Hutchmeyer. Adiós también a nuestro diez por ciento de dos millones de dólares. Ahora bien, si quieres…
Geoffrey volvió a sentarse.
—Lo dices en serio, ¿verdad? —consiguió articular por fin.
—Muy en serio.
—¿Y me prometes que Hutchmeyer está dispuesto a pagar una cantidad tan increíble?
—Te doy mi palabra —repuso Frensic, con toda la solemnidad que le permitía el cuarto de baño.
Geoffrey lo miró con escepticismo.
Si lo que dice James Jamesforth es…
—De acuerdo. Lo siento. Es que esto ha sido un golpe. ¿Qué quieres que haga?
—Limítate a firmar este contrato y yo te extenderé un pagaré personal por cincuenta mil libras. Eso tendría que ser garantía suficiente…
De pronto fueron interrumpidos por alguien que aporreaba la puerta.
—¡Salid de ahí dentro! —chillaba una voz escandinava—. ¡Sé perfectamente lo que estáis haciendo!
—¡Oh, cielos, Sven! —exclamó Geoffrey antes de empezar a forcejear con el pestillo—. Tranquilízate, cariño —le suplicó—, sólo estábamos hablando de negocios.
A su espalda, Frensic tuvo la prudencia de armarse con la escobilla del váter.
—¡Negocios! —bramó el sueco—. Ya sé qué negocios os traéis…
La puerta se abrió de golpe y los ojos furiosos de Sven recorrieron el lavabo.
—¿Qué está haciendo ése con la escobilla?
—Sven, cariño, sé razonable —le rogó Geoffrey.
Sin embargo, Sven se debatía entre las lágrimas y la violencia.
—¿Cómo has podido, Geoffrey? ¿Cómo has podido?
—No ha podido —intervino Frensic con vehemencia. El sueco le dio un repaso de la cabeza a los pies.
—¡Y encima con un hombrecillo tan repugnante y rechoncho!
Ahora era Frensic el que le miraba con ojos que echaban chispas.
—Puede que esté rechoncho —le espetó—, pero no tengo un pelo de repugnante.
Se produjo un momento de forcejeo y finalmente Geoffrey se llevó como pudo por el pasillo a un Sven lloroso.
Frensic devolvió el arma a su sitio y se sentó en el borde de la bañera.
Cuando Geoffrey volvió, Frensic ya tenía tramada una nueva táctica.
—¿Dónde estábamos? —le preguntó Geoffrey.
—Tu amiguito me tildaba de hombrecillo repugnante y rechoncho.
—Ay, cariño, lo siento, pero la verdad es que has tenido suerte. La semana pasada uno se llevó una auténtica paliza, y lo único que había venido a hacer el pobre hombre era arreglar el bidet.
—Bueno, volvamos al contrato. Estoy dispuesto a hacerte otra concesión. Puedes quedarte con la próxima novela de Piper, En busca de la infancia perdida, a cambio de un anticipo de mil libras…
—¿Con su próxima novela? ¿Ya está trabajando en otra?
—Casi la tiene terminada, y es muchísimo mejor que Deteneos. Te la cederé prácticamente por nada, siempre que firmes este contrato para Hutchmeyer.
—Muy bien, de acuerdo —aceptó Geoffrey—. No tengo otro remedio que confiar en ti.
—Si dentro de una semana no te lo he devuelto para que lo rompas en pedazos, estás en tu derecho de ir a ver a Hutchmeyer y contarle que todo esto es un fraude. Eso te Cubrirá las espaldas.
Y así fue como se firmaron los dos contratos en el cuarto de baño de Geoffrey Corkadale.
Frensic se encamino a su casa exhausto y dando tumbos y, a la mañana siguiente, Sonia le enseñó a Hutchmeyer el contrato de Corkadale.
El trato se había cerrado.