—¿Quince mil libras además de las costas? —exclamó Sonia Futtle a la mañana siguiente—. ¿Por difamación involuntaria? No me lo creo.
—Lo pone en el periódico —repuso Frensic tendiéndole un ejemplar del Times—, junto a la noticia sobre ese conductor de camión que iba borracho y mató a un par de niños y ahora tiene que pagar una multa de ciento cincuenta libras. Bueno, además le han retirado el permiso durante tres meses.
—¡Pero esto es una locura! Ciento cincuenta libras por matar a unos niños y quince mil por difamar a una mujer que James no sabía siquiera que existía.
—En un paso cebra —puntualizó Frensic con amargura—. No olvides que era un paso cebra.
—Están locos de atar. No hay por dónde coger las leyes inglesas.
—A Jamesforth tampoco. Ya lo puedes tachar de nuestro catálogo de autores. No quiere saber nada de nosotros.
—¡Pero si no le hemos hecho nada! Nosotros no tenemos por qué leer las galeradas, eso es cosa de los de Pulteney. Si lo hubieran hecho habrían encontrado la parte difamatoria.
—Ni hablar. ¿Cómo se las arregla uno para encontrar a una mujer que se llama Desdemona Humberson, vive en un lugar perdido de Somerset, cultiva altramuces y es miembro del Instituto de Mujeres? Es demasiado delirante para ser cierto.
—Pues le ha salido la mar de bien. Quince mil libras por haberla llamado ninfómana. Vale la pena. Vaya, que si alguien me llamara ninfómana perdida estaría encantada de conformarme con quince…
—Sin duda —se apresuró a decir Frensic, atajando la discusión sobre una eventualidad tan sumamente improbable—. Y yo por quince mil habría pagado a un conductor de camión borracho para que la borrara del mapa en un paso cebra. Aunque me hubiera repartido con él la diferencia, habríamos salido ganando. Y, ya puestos, habría hecho que se cargara también al señor Galbanum. Hay que tener poco sentido común para aconsejar a Pulteney y Jamesforth que entablaran juicio.
—Es que se trataba de difamación involuntaria —alegó Sonia—. James no tenía la intención de calumniar a esa mujer.
—Sí, claro, pero el hecho es que lo hizo y, de acuerdo con la Ley de Difamación de 1952, pensada para proteger a autores y editores de acciones de este tipo, en los casos de difamación involuntaria se exige que los acusados demuestren que tomaron las precauciones oportunas…
—¿Las precauciones oportunas? ¿Y eso qué significa? —Según ese carcamal de juez, significa ir a Somerset y consultar el registro para comprobar si figura alguien llamado Desdemona, nacida en 1928, que contrajo matrimonio con un hombre llamado Humberson en 19 51. A continuación, habría que repasar también el anuario de la Asociación de Aficionados al Cultivo del Altramuz y, en caso de no encontrar a ningún Humberson, probar suerte en el Instituto de la Mujer y, finalmente, echar un vistazo a la guía telefónica de Somerset. Pues bien, como no hicieron nada de todo eso, les han caído quince mil libras y nosotros nos hemos ganado la mala fama de representar a autores que se dedican a calumniar a mujeres inocentes. ¡Envíe sus novelas a Frensic & Futtle y le caerá una demanda! Somos los parias del mundo editorial.
—No puede ser tan horrible como dices. Al fin y al cabo, es la primera vez que nos ocurre algo así… y todo el mundo sabe que James es un borracho empedernido que no recuerda jamás dónde ha estado ni con quién.
—Puede que ellos no, pero los de Pulteney sí. Hubert llamó anoche para decirme que no hacía falta que nos tomáramos la molestia de mandarles más novelas. En cuanto corra la voz, nos veremos metidos en lo que eufemísticamente suele llamarse un problema de liquidez.
—De lo que no cabe ninguna duda es de que tendremos que encontrar a alguien para sustituir a James —comentó Sonia—. Los éxitos de ventas de esa clase no crecen precisamente en los árboles…
—Ni los altramuces tampoco —dijo Frensic antes de retirarse a su despacho.
En conjunto fue un mal día.
El teléfono prácticamente no dejó de sonar. Los autores exigían saber si cabía dentro de lo posible que terminaran en el Tribunal Supremo, sección corte de la reina, por haber utilizado el nombre de gente con la que habían ido a la escuela, y las editoriales les rechazaron novelas que ya tenían apalabradas.
Frensic permaneció sentado tomando rapé y trató de comportarse de un modo civilizado. Hacia las cinco de la tarde la cosa empezaba a resultarle cada vez más difícil, y cuando el director literario del Sunday Graphic telefoneó para saber si Frensic estaría dispuesto a colaborar en un artículo sobre las iniquidades de la legislación británica en casos de difamación, se mostró francamente maleducado.
—Pero ¿qué pretende que haga? —soltó a voz en cuello—. ¿Que meta la cabeza en uno de esos nudos corredizos para que luego me juzguen por desacato al tribunal? ¡Lo único que sé es que ese idiota redomado de Jamesforth va a apelar la sentencia!
—¿Amparándose en que fue usted quien insertó el párrafo en el que se calumniaba a la señora Humberson? Al fin y al cabo, es lo que le ha aconsejado la defensa…
—¡Por el amor de Dios! ¡A usted sí que le voy a demandar por calumnia! —gritó Frensic—. ¡Galbanum tuvo la cara dura de soltar eso mismo ante el tribunal, donde goza de protección, pero si lo repite usted en público voy a ser yo quien inicie los procedimientos legales oportunos!
—Pues le iba a resultar difícil. Jamesworth no le ayudaría mucho como testigo. Jura que fue usted quien le aconsejó que concediera un mayor papel a la faceta sexual de la señora Humberson y que, cuando él se negó, modificó las pruebas de imprenta.
—¡Eso es una patraña! —soltó Frensic a grito pelado—. ¡Cualquiera diría que me dedico a escribir las novelas de mis autores!
—Pues, ahora que lo dice, hay muchísima gente que está convencida precisamente de eso —comentó el periodista.
Frensic empezó a aullar imprecaciones y regresó a su casa con jaqueca.
Si el miércoles fue un mal día, el jueves no resultó mucho mejor. Collins rechazó El séptimo cielo, quinta novela de William Lonroy, por ser demasiado explícita en cuestiones sexuales; Triad Press declinó la oferta de El último intento de Mary Gold por todo lo contrario, y Cassells devolvió incluso Sammy la ardilla alegando que se centraba únicamente en los logros individuales y denotaba una total falta de interés por los asuntos que atañen a la sociedad. Cape rechazó esto, Secker lo otro. No se aceptó ninguna oferta.
Y, para terminar, hubo un momento de gran tensión dramática cuando un cura ya anciano —cuya autobiografía Frensic había rechazado sistemáticamente, aduciendo que no existía un público lector lo bastante nutrido para un libro que se limitaba a describir la vida parroquial de South Croydon— hizo añicos un jarrón con el paraguas y se negó a marcharse con el manuscrito hasta que Sonia le amenazó con llamar a la policía.
A la hora del almuerzo, Frensic estaba ya al borde de la histeria.
—No aguanto más —gimoteaba. Cuando sonó el teléfono tuvo un sobresalto.
—Si es para mí, diles que no estoy, que tengo un colapso nervioso. Diles…
Era para él.
—Es Margot Joseph —le dijo Sonia cubriendo el auricular con la mano—. Dice que se ha quedado atascada y que no cree que pueda terminar…
Frensic corrió a refugiarse a su despacho y dejó el teléfono descolgado.
—Estaré ausente el resto del día —anunció a Sonia en cuanto la vio entrar al cabo de unos minutos—. Voy a quedarme aquí sentado, meditando.
—En ese caso, podrías leer esto —le propuso Sonia, colocando un paquete encima del escritorio—. Ha llegado esta mañana y todavía no he tenido tiempo de abrirlo.
—Seguramente se trata de una bomba —dijo Frensic apesadumbrado antes de desatar el cordel.
Sin embargo, el amenazador contenido del paquete no era más que un manuscrito pulcramente mecanografiado, acompañado de un sobre dirigido al señor F. A. Frensic.
Frensic le echó un vistazo y reparó con satisfacción en que las páginas estaban inmaculadas y las esquinas sin manosear, signo saludable de que él era su primer destinatario y de que no había ido pasando de un agente a otro.
A continuación, echó una ojeada a la página del título.
Lo único que había escrito en ella era DETENEOS, OH, HOMBRES, ANTE LA VIRGEN. Una novela. No figuraba el nombre del autor ni ninguna dirección para su devolución. Rarísimo.
Frensic abrió el sobre y leyó la carta que contenía. Era breve, impersonal y desconcertante.
Cadwalladine & Dimkins
Abogados
596 St Andrew’s Street Oxford
Distinguido señor:
Le rogamos remita cualquier información referente a la posible venta, publicación y derechos de autor del manuscrito adjunto a la dirección de nuestro bufete, debidamente consignado a la atención personal de P. Cadwalladine. El autor, que desea permanecer en el más estricto anonimato, deja enteramente en sus manos todo lo concerniente a las condiciones de venta, elección de un seudónimo adecuado y demás pormenores.
Atentamente,
Percy Cadwalladine
Frensic leyó la carta varias veces antes de volver a fijarse en el manuscrito.
Era una carta muy curiosa. ¿Un autor que deseaba permanecer en el más estricto anonimato? ¿Que dejaba enteramente en sus manos todo lo concerniente a la venta, elección de seudónimo y demás pormenores? Teniendo en cuenta que todos los autores con los que había tenido tratos eran egoístas y entrometidos a rabiar, se le ocurrían muchas cosas que decir de uno que se mostraba tan modesto. De hecho, era muy digno de encomio.
Con el deseo inconfesado de que también el señor Jamesforth hubiera tenido la prudencia de dejarlo todo en sus manos, Frensic pasó la página del título de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen y empezó a leer.
Una hora más tarde aún seguía leyendo, con la cajita de rapé abierta encima del escritorio y el chaleco y los pliegues de los pantalones espolvoreados de blanco. Frensic alargó distraídamente la mano en busca de la caja, se llevó otro pellizco generoso a la nariz y se limpió con el tercer pañuelo. En el despacho contiguo sonó el teléfono. Se oyó a gente subir por la escalera y llamar a la puerta de Sonia. El ruido atronador del tráfico inundaba la calle. Frensic era totalmente ajeno a todo aquel trajín. Pasó otra página y continuó leyendo.
Eran ya las seis y media cuando Sonia Futtle terminó su jornada laboral y se dispuso a marcharse. La puerta del despacho de Frensic estaba cerrada y no le había oído salir, así que la abrió y se asomó por ella. Frensic estaba sentado detrás del escritorio, con la mirada fija en los oscuros tejados de Covent Garden y una sonrisa apenas esbozada en los labios. Era una actitud que le resultaba muy familiar: la postura ante el hallazgo triunfal.
—No me lo creo —le espetó, de pie en el umbral.
—Léelo. No me creas a mí. Juzga por ti misma —le dijo Frensic señalando el manuscrito con ademán indolente.
—¿Es bueno?
—Un éxito de ventas.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente.
—Y es una novela, por supuesto.
—Eso cabe esperar.
—Un libro indecente —prosiguió Sonia, que reconocía los síntomas.
—Indecente no es en absoluto la palabra adecuada. La mente que ha escrito, suponiendo que las mentes puedan escribir, esta odisea de lujuria es de una lascivia indescriptible. —Frensic se puso en pie y le tendió el manuscrito.
—Me interesa tu opinión —le anunció con el tono del hombre que ha recuperado su autoridad.
Con todo, si bien fue un Frensic despreocupado el que se encaminó a su piso de Hampstead aquella noche, a la mañana siguiente fue un Frensic circunspecto el que regresó y escribió una nota en el bloc de Sonia. «Hablaré de la novela contigo durante el almuerzo. No estoy para nadie». Se metió en su despacho y cerró la puerta.
Durante el resto de la mañana, apenas hubo indicios que indicaran que Frensic tenía algo más importante en la cabeza que un remoto interés por las travesuras de las palomas de la azotea de enfrente. Permaneció sentado detrás de su escritorio mirando por la ventana. De vez en cuando alargaba el brazo para coger el teléfono o garabateaba algo en un pedacito de papel, pero la mayor parte del tiempo estuvo sentado. Con todo, las apariencias eran engañosas. El cerebro de Frensic estaba en marcha, viajando por aquel paisaje subjetivo que tan bien conocía y en el que cada editorial londinense suponía una parada para el regateo, un cruce en el que se intercambiaban ventajas comerciales, se hacían favores y se saldaban pequeñas deudas. Y la ruta de Frensic era tortuosa. No bastaba con vender un libro. Con el libro adecuado, eso podía hacerlo cualquier zoquete. Lo importante era colocarlo exactamente en el lugar que le correspondía, de modo que las consecuencias de su venta tuvieran una efectividad máxima y se ramificaran hasta afianzar su reputación y engendrar unas ventajas futuras. Y no sólo para sí, sino también para sus autores.
El tiempo intervenía en sus cálculos, el tiempo y su evaluación intuitiva de libros todavía por escribir, libros de autores establecidos que sabía de antemano que no iban a tener éxito y libros de escritores desconocidos cuyo éxito se iba a ver comprometido debido a su falta de reputación.
Frensic hacía juegos malabares con lo intangible. Era su profesión y se le daba bien.
En ocasiones vendía libros a cambio de anticipos bajos a editoriales pequeñas, aun sabiendo que de haber ofrecido el mismo libro a una de las grandes editoriales el autor habría conseguido un anticipo sustancioso. En esos casos, el presente se sacrificaba en aras del futuro, a sabiendas de que el favor de entonces sería devuelto más adelante, con la publicación de alguna novela de la que nunca se venderían más de quinientos ejemplares pero que Frensic, por razones íntimas, deseaba ver impresa. Frensic era el único que conocía sus intenciones, como también era el único que conocía la identidad de aquellos autores tan reputados que en realidad se ganaban la vida escribiendo noveluchas policíacas o de porno suave bajo seudónimo.
Era todo un misterio, e incluso Frensic —cuya cabeza era un hervidero de abstrusas ecuaciones en las que se barajaban personalidades y gustos, quién compraba qué y por qué, y todos los detalles sobre las deudas que tenía pendientes y las que tenían con él— era consciente de que no conocía al dedillo todos los recovecos de ese misterio. Siempre existía la suerte, y en los últimos tiempos la suerte de Frensic había cambiado. Cuando ocurría algo así, valía la pena andarse con pies de plomo. Y aquella mañana Frensic andaba con pies de plomo a conciencia.
Telefoneó a varios amigos del mundillo de la abogacía y se aseguró de que Cadwalladine & Dimkins, abogados, era un bufete antiguo, bien establecido y de muy buena reputación que se encargaba de casos de lo más respetable. Sólo entonces se decidió a telefonear a Oxford y pedir que le pusieran con el señor Cadwalladine para hablar sobre la novela que le había mandado.
El señor Cadwalladine le pareció chapado a la antigua. No, lo sentía mucho pero el señor Frensic no podría conocer al autor. Según sus instrucciones, el más absoluto de los anonimatos era fundamental, y para cualquier consulta tendría que dirigirse al señor Cadwalladine personalmente. Por supuesto, el libro era pura ficción. Sí, el señor Frensic quedaba autorizado para incluir una cláusula extraordinaria en el contrato que exonerara a la editorial del pago de cualquier compensación económica producto de una demanda por difamación, aunque siempre había dado por sentado que este tipo de cláusulas se incluían automáticamente en todos los contratos entre editoriales y autores. Frensic dijo que así era, pero que quería tener la certeza absoluta, por tratarse de un autor anónimo. El señor Cadwalladine repuso que se hacía perfectamente cargo de ello.
Frensic colgó y, ya más tranquilo, regresó con menor circunspección a su paisaje subjetivo particular, escenario de transacciones imaginarias. Allí volvió sobre sus pasos, se detuvo ante varias editoriales importantes para reflexionar y siguió adelante.
Lo que Deteneos, oh, hombres, ante la virgen necesitaba era un editor de excelente reputación que le diera el imprimátur de respetabilidad.
Frensic fue reduciendo el círculo de candidatos y finalmente tomó una decisión. Se trataba de una apuesta arriesgada, pero era un riesgo que valía la pena correr. Con todo, antes que nada tendría que conocer la opinión de Sonia Futtle.
Sonia se la dio durante el almuerzo, en un pequeño restaurante italiano al que Frensic solía llevar a los autores de segunda.
—Un libro extraño —le dijo.
—Bastante —corroboró Frensic.
—Pero tiene algo… conmovedor —añadió Sonia, que se iba animando con la tarea.
—Estoy de acuerdo. —Tremendamente perspicaz.
—Desde luego.
—Buena trama argumental.
—Excelente.
—Profundo —dijo Sonia.
Frensic exhaló un suspiro. Era la palabra que estaba esperando.
—¿De verdad lo crees así?
—Sí. De verdad. Estoy convencida de que tiene algo. Es bueno. Te lo digo yo.
—Bueno —dijo Frensic, con poco convencimiento—, puede que sea un anacronismo, pero…
—Ya vuelves a desbarrar. Seamos serios.
—Querida —dijo Frensic—, hablo en serio. Si dices que eso es profundo estoy encantado. Es lo que esperaba que dijeras. Eso significa que gustará a toda esa pandilla de intelectuales masoquistas que son incapaces de disfrutar de un libro a menos que duela. El hecho de que yo sepa que, desde un punto de vista estrictamente literario, ese mamotreto es abominable, puede que no venga al caso, pero tengo derecho a proteger mis principios.
—¿Principios? No conozco a nadie que tenga menos.
—Mis principios literarios —puntualizó Frensic—. Y esos principios me dicen que este libro es malo y pretencioso y que se venderá. Es la combinación de un argumento repugnante con un estilo más repugnante todavía.
—Pues no he notado que el estilo tuviera nada malo replicó Sonia.
—Naturalmente que no. Eres americana, y los americanos no tenéis por qué cargar con nuestra herencia de los clásicos. No os dais cuenta de que media un abismo entre Dreiser y Mencken, o entre Tom Wolfe y Bellow. Esa es la ventaja que tenéis. Esta falta de espíritu discriminador tiene para mí un valor incalculable y un efecto tranquilizador. Si estás dispuesta a aceptar frases rocambolescas hasta la saciedad, salpicadas de comas, enmarañadas con paréntesis, verbos que no concuerdan y calificativos calificados cuya comprensión, para colmo, requiere que se lean por lo menos cuatro veces con la ayuda de un diccionario, ¿quién soy yo para llevarte la contraria? Esos compatriotas tuyos, con esas ansias de superación que nunca me han hecho ninguna gracia, adorarán este libro.
—Puede que el argumento no les vuelva locos. Me refiero a que ya se ha hecho antes, ¿no? Ahí está Harold y Maude.
—Pero nunca con un lujo de detalles tan exquisitamente nauseabundo —repuso Frensic, antes de tomar un sorbo de vino—, ni tampoco con visos lawrencianos. Por lo demás, ésta es precisamente la carta que nos hará ganar la partida. Los diecisiete aman a los ochenta. La liberación de los seniles. ¿Qué hay más sugerente que eso? A propósito, ¿cuándo tiene previsto Hutchmeyer dejarse caer por Londres?
—¿Hutchmeyer? Debes de estar como un cencerro —dijo Sonia.
Frensic sostuvo en alto un ravioli en señal de protesta.
—No uses esa expresión. No soy ninguna cabra.
—Ni Hutchmeyer es la Olympia Press. Intelectualmente es bastante mediocre. Nunca tocaría un libro como ése.
—Lo haría si le tendiéramos la trampa adecuada.
—¿Trampa? —repitió Sonia, recelosa—. ¿Qué trampa?
—Estaba pensando en un reputado editor londinense que aceptara el libro en primer lugar… y así luego te podrías encargar ya de vender a Hutchmeyer los derechos para la edición americana.
—¿En quién?
—Corkadale —dijo Frensic. Sonia meneó la cabeza.
—En Corkadale están demasiado chapados a la antigua y son muy pedantes.
—Precisamente. Tienen prestigio y además están arruinados.
—Tendrían que haber renunciado a la mitad de su fondo hace un montón de años.
—Tendrían que haber renunciado a sir Clarence hace ya un montón de años. ¿Has leído su necrológica? —Sonia no la había leído—. De lo más entretenido. Y también instructiva. Un sinfín de alabanzas por los servicios prestados a la literatura, con lo cual venían a decir que había subvencionado a más poetas y novelistas no leídos que ningún otro editor londinense. ¿Resultado?: ahora están arruinados.
—En cuyo caso, lo último que pueden hacer es permitirse el lujo de comprar Deteneos, oh, hombres, ante la virgen.
—Lo que no pueden hacer es permitirse el lujo de no comprarla —le corrigió Frensic—. Durante el funeral, tuve ocasión de intercambiar cuatro palabras con Geoffrey Corkadale. No tiene intención de seguir los pasos de su padre. Corkadale está a punto de resucitar del siglo dieciocho. Geoffrey está buscando un éxito de ventas. Corkadale tendrá Deteneos y nosotros tendremos a Hutchmeyer.
—¿Y tú crees que eso va a impresionar a Hutchmeyer? ¿Qué demonios pueden ofrecer los de Corkadale?
—Distinción —repuso Frensic—, un pasado de lo más distinguido. La chimenea en la que se apoyara Shelley, el sillón en el que la señora Gaskell se quedó embarazada, la alfombra en la que vomitara Tennyson. Si bien no los incunables de La gran tradición, por lo menos una representación nada desdeñable de la historia de la literatura. Al aceptar gratis esta novela, los de Corkadale le concederán la santidad cultural.
—¿Y tú crees que el autor se contentará con eso? ¿No se te ha ocurrido pensar que querrá también algún dinero?
—El dinero lo conseguirá de Hutchmeyer. Vamos a sacarle un fortunón. Además, este autor es único.
—Eso ya lo he deducido por el libro —dijo Sonia—. ¿Qué más tiene que le haga único?
—En primer lugar, no tiene nombre —le explicó Frensic, y le detalló todas las instrucciones que le había hecho llegar a través del señor Cadwalladine—. Lo cual nos concede una total libertad de acción —concluyó.
—Y en cuanto al problemilla del seudónimo, supongo que podríamos matar dos pájaros de un tiro y decir que es de Peter Piper. De este modo, vería por fin su nombre impreso en la portada de una novela.
—Así es —corroboró Frensic con tristeza—. Mucho me temo que, de no ser de esta forma, el pobre Piper no triunfará nunca.
—Además, con eso nos ahorraríamos los gastos de su almuerzo anual y ya no tendrías que repasar la nueva versión de marras de su En busca de la infancia perdida. A propósito, ¿a quién le ha tocado ser modelo este año?
—A Thomas Mann —repuso Frensic—. Sólo de pensar en frases de dos páginas me asusto. Pero ¿estás realmente convencida de que con eso pondríamos punto final a sus delirios de grandeza literaria?
—Quién sabe, el hecho de ver su nombre en la portada de una novela de verdad y de que le tomen por el autor…
—Es la única oportunidad que tiene de verlo impreso, me apostaría mi buen nombre —dijo Frensic.
—Así que encima le haríamos un favor.
Esa misma tarde, Frensic llevó el manuscrito a Corkadale. En la portada, bajo el título, Sonia había añadido «de Peter Piper». Frensic estuvo hablando largo y tendido con Geoffrey Corkadale y salió por la noche de su despacho plenamente satisfecho de sí mismo.
Al cabo de una semana, los responsables editoriales de Corkadale deliberaban acerca de Deteneos, oh, hombres, ante la virgen en presencia de aquel pasado del que dependían los vestigios de su reputación. Retratos de escritores difuntos revestían las paredes de la sala de juntas, y a pesar de que Shelley no estaba presente, ni tampoco la señora Gaskell, personalidades insignes menores ocupaban su lugar. Librerías con puertas vidrieras albergaban primeras ediciones, y reliquias del ramo ocupaban algunas vitrinas. Plumas de ave, estilográficas Waverley, cortaplumas, un tintero que al parecer Trollope había dejado olvidado en un tren, una salvadera que había utilizado Southey y hasta un pedacito de papel secante que, colocado ante un espejo, revelaba que inexplicablemente Henry James había escrito «cariño» en una ocasión.
Y en el centro de aquel museo, el director literario, señor Wilberforce, y el redactor de más alto rango, señor Tate, sentados alrededor de una mesa de nogal ovalada, cumplían con un rito semanal. Mientras sorbían madeira y mordisqueaban pastelillos, miraban alternativamente, y con igual desaprobación, a Geoffrey Corkadale y el manuscrito que tenían delante. Habría sido difícil determinar cuál de ellos les disgustaba más. No cabía duda de que el traje de ante de Geoffrey y su camisa floreada no casaban con el ambiente. Sir Clarence no les habría dado nunca su aprobación. El señor Wilberforce se sirvió un poco más de madeira y meneó la cabeza.
—No puedo mostrarme conforme —dijo—. Me resulta totalmente incomprensible que nos planteemos siquiera la posibilidad de prestar nuestro nombre, nuestro gran nombre, a la publicación de esta… cosa.
—¿Así que el libro no le ha gustado? —preguntó Geoffrey.
—¿Gustarme? Me costó lo indecible resignarme a terminarlo.
—Bueno, no siempre se puede contentar a todo el mundo.
—Pero es que nunca habíamos tocado un libro como éste. Tenemos que pensar en nuestra reputación.
—Y eso por no hablar de nuestros números rojos —intervino Geoffrey—. Hablando con desagradable franqueza, les diré que hemos de elegir entre nuestra reputación y la bancarrota.
—¿Y tiene que ser forzosamente con este espanto de libro? —se quejó el señor Tate—. Pero bueno, ¿lo ha leído usted?
Geoffrey asintió.
—En realidad sí. Sé que mi padre no tenía por costumbre leer a nadie posterior a Meredith, pero…
—Su pobre padre —se lamentó el señor Wilberforce con ternura— debe de estar removiéndose en su tumba con sólo pensar que…
—Donde, con un poco de suerte, dentro de poco tiempo le hará compañía la llamada heroína de esta repugnante novela —auguró el señor Tate.
Geoffrey se atusó un mechón rizado de pelo.
—Teniendo en cuenta que incineraron a papá, yo diría que la eventualidad de que se remueva o de que le hagan compañía no me parece demasiado probable —murmuró.
El señor Wilberforce y el señor Tate exhibían una expresión ceñuda.
—Deduzco, pues, que sus reparos se basan en el hecho de que el romance de la novela se establece entre un chico de diecisiete años y una mujer de ochenta.
—Sí —confirmó el señor Wilberforce con mayor énfasis del que deseaba—, así es. Aunque no sé cómo tiene el coraje de utilizar la palabra «romance»…
—Relación, entonces. El término carece de importancia.
—No es el término lo que me preocupa —dijo a su vez el señor Tate—, ni siquiera la relación. Si se redujera a eso, la cosa no sería tan terrible. Son los fragmentos de en medio los que me fastidian. No tenía la menor idea de… Oh, bueno, dejémoslo. Todo el asunto es espantoso.
—Pues son precisamente esos fragmentos de en medio —aclaró Geoffrey— los que van a hacer que se venda el libro.
El señor Wilberforce meneó la cabeza.
—A mi juicio —dijo—, tengo motivos para pensar que correríamos el riesgo, un riesgo considerable, de que nos demandaran por obscenidad, y en mi opinión con bastante razón.
—Estoy de acuerdo —le secundó el señor Tate—. Bueno, no hay más que reparar en el episodio en el que usan ese caballito mecedora y la ducha…
—¡Por el amor de Dios! —se quejó el señor Wilberforce con voz chillona—. Tener que leerlo ya fue bastante penoso. ¿Es imprescindible pasar ahora por una autopsia?
—El término es pertinente —prosiguió el señor Tate—. El título, sin ir más lejos…
—De acuerdo —intervino Geoffrey—, admito que resulta de cierto mal gusto, pero…
—¿De mal gusto? ¿Qué me dice de aquel fragmento en el que…?
—Por favor, Tate, déjelo, sea buen chico —le interrumpió el señor Wilberforce, con un hilillo de voz.
—Como les decía —prosiguió Geoffrey—, estoy dispuesto a reconocer que este tipo de libro no es del agrado de todo el mundo…
—Oh, venga, por el amor de Dios, Wilberforce… En cualquier caso, se me ocurren media docena de libros como ése…
—Pues a mí no, gracias a Dios —comentó el señor Tate.—… que en su tiempo se consideraron censurables, pero…
—¡Cite sólo uno! —le retó el señor Wilberforce a voz en cuello—. ¡Cite sólo uno que se pueda comparar con éste! —insistió, señalando el manuscrito.
—Ladi Chatterlej —respondió Geoffrey.
—¡Bah! —soltó el señor Tate—. Al lado de esto, Chatterlej tiene la pureza de la nieve inmaculada.
—Además, Chatterlej está proscrita —dijo el señor Wilberforce.
Geoffrey Corkadale exhaló un suspiro.
—Dios santo —rezongó entre dientes—, que alguien haga el favor de explicarle que la época de los georgianos ya ha pasado.
—Pues es una verdadera lástima —comentó el señor Tate—, porque con algunos nos fue bastante bien. El mal empezó a arraigar con El pozo de la soledad.
—Otro libro obsceno —dijo el señor Wilberforce—, pero no lo publicamos.
—La putrefacción empezó a arraigar —atajó Geoffrey— cuando a tío Cuthbert se le metió en su cabeza de chorlito convertir en pasta de papel el Manual del perfecto bailarín de salón de Wilkie y publicar en su lugar la Guía de setas comestibles de Fashoda.
—Fashoda fue un desacierto —convino el señor Tate—. Recuerdo que el forense fue de lo más ofensivo.
—Pero volvamos a nuestra situación actual —dijo Geoffrey—, que desde el punto de vista económico es tanto o más fúnebre. Vamos a ver, Frensic nos ha ofrecido esta novela y, en mi opinión, deberíamos aceptarla.
—Nunca habíamos tenido tratos con Frensic —objetó el señor Tate—. Según tengo entendido, a la hora de regatear es muy duro de pelar. ¿Cuánto pide esta vez?
—Una cantidad puramente simbólica.
—¿Una cantidad simbólica? ¿Frensic? Eso no va con él. Por lo general pide el oro y el moro.
Aquí tiene que haber gato encerrado.
—El gato encerrado es ese puñetero libro. Cualquier merluzo se daría cuenta de eso —soltó el señor Wilberforce.
—Los planes de Frensic van por otros derroteros —dijo Geoffrey—. Tiene prevista una venta al otro lado del Atlántico.
Los dos ancianos suspiraron a dúo ostensiblemente.
—Ah —soltó el señor Tate—, una venta para América. Eso podría cambiar notablemente las cosas.
—Exactamente —convino Geoffrey—, y Frensic está convencido de que el libro tiene cualidades que pueden resultar muy del agrado de los americanos. Al fin y al cabo, no todo se reduce a sexo, y hasta hay fragmentos con visos lawrencianos. Eso por no hablar de las referencias a numerosas y eminentes personalidades literarias. Ahí están el grupo de Bloomsbury, por ejemplo, Virginia Woolf y Middleton Murry. Y la filosofía.
El señor Tate asintió.
—Cierto, cierto. Es la clase de batiburrillo capaz de volver locos a los americanos, pero lo que no comprendo es qué vamos a sacar nosotros de todo eso.
—El diez por ciento de los derechos de autor para la edición americana —le informó Geoffrey—. Eso es lo que vamos a sacar nosotros.
—¿Y el autor estará de acuerdo?
—Frensic parece estar convencido de que sí, y si el libro entra en la lista de éxitos de ventas de Estados Unidos, aquí se venderá como rosquillas.
—Si… —repitió el señor Tate—. Ese es un «si» con todas las mayúsculas. ¿Y a qué editor norteamericano tiene en mente?
—A Hutchmeyer.
—¡Ah!, ahora empiezo a ver la jugada.
—Hutchmeyer es un ladrón y un bellaco —sentenció el señor Wilberforce.
—Y también uno de los editores norteamericanos de mayor éxito —le corrigió Geoffrey—. Si decide comprar un libro, se vende. Y, además, paga unos anticipos astronómicos.
El señor Tate asintió.
—Tengo que reconocer que nunca he comprendido las leyes del mercado americano, pero lo que sí es cierto es que a menudo pagan unos anticipos astronómicos, en especial Hutchmeyer. Puede que Frensic esté en lo cierto. Supongo que es un riesgo.
—Un riesgo que es lo único que tenemos —puntualizó Geoffrey—. La alternativa es sacar la empresa a pública subasta.
El señor Wilberforce se sirvió un poco más de madeira.
—Me parece una humillación atroz. Sólo de pensar que nos hemos rebajado hasta el nivel de esta…, de esta pornografía seudointelectual.
—Si eso nos permite continuar siendo económicamente solventes… —repuso el señor Tate—. Y a propósito, ¿quién es ese tal Piper?
—Un pervertido —afirmó el señor Wilberforce sin vacilar.
—Según Frensic es un joven que ya lleva algún tiempo escribiendo —explicó Geoffrey—. Esta es su primera novela.
—Y esperemos que sea la última —insistió el señor Wilberforce—. Aunque supongo que podría haber sido peor. ¿Cómo se llamaba aquella pobre muchacha que se castró y luego escribió un libro para confesarlo públicamente?
—Yo creía que eso era imposible —intervino Geoffrey—, lo de castrarse una mujer, quiero decir. Ahora bien, en el caso de un hombre…
—Seguramente está pensando en ese A sangre fría que escribió un tal McCullers —le interrumpió el señor Tate—. Yo, personalmente, nunca lo he leído, pero según me han dicho es abominable.
—Así que estamos de acuerdo —dijo Geoffrey para cambiar de tema y alejarse de aquella discusión que empezaba a parecerle intolerable.
El señor Tate y el señor Wilberforce asintieron con tristeza.
Frensic recibió su decisión sin dar muestras de entusiasmo.
—Todavía no podemos estar seguros de Hutchmeyer —confesó a Geoffrey durante un almuerzo en Wheeler’s—. Hay que evitar a toda costa que se produzcan filtraciones a la prensa. Si saliera a la luz, Hutchmeyer no picaría, así que propongo que nos refiramos al libro simplemente como a Deteneos.
—Me parece muy apropiado —aceptó Geoffrey—. Tardaremos por lo menos tres meses en tener las pruebas a punto.
—Eso nos concederá un margen de tiempo para trabajarnos a Hutchmeyer.
—¿Y estás realmente convencido de que existe la posibilidad de que compre?
—Del todo —repuso Frensic—. Los encantos de la señorita Futtle ejercen una enorme influencia sobre él.
—Extraordinario —dijo Geoffrey con un estremecimiento—. Claro que si hay algo que está claro después de haber leído Deteneos es que sobre gustos no hay nada escrito…
—Pero es que Sonia es además una vendedora excelente —aseguró Frensic—. Insiste en pedir anticipos altísimos y esas cosas siempre impresionan a los americanos. Demuestra que tenemos fe en el libro.
—¿Y ese tal Piper está de acuerdo con nuestra tajada del diez por ciento?
Frensic asintió. Ya había hablado de ello con el señor Cadwalladine.
—El autor ha dejado todo lo referente a las negociaciones y condiciones de venta enteramente en nuestras manos —dijo sin faltar a la verdad.
Así que todo el asunto quedó en suspenso hasta que llegó Hutchmeyer a Londres en avión, la primera semana de febrero, acompañado de todo su séquito.