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Cuando preguntaban a Frensic porqué tomaba rapé, respondía que, en justicia, él habría debido nacer en el siglo XVIII. Era, según decía, el siglo que mejor casaba con su temperamento y modo de vida; la era de la razón, del estilo, del progreso y la expansión, y de todas aquellas otras características que él tan manifiestamente poseía. Y el haberse enterado de que algunas de las que no poseía tampoco habían formado parte del bagaje de ese siglo, no hacía sino acrecentar el placer que le producía semejante afectación así como el desconcierto de sus interlocutores y, paradójicamente, le confirmaba en su pretensión de sentirse espiritualmente unido a Sterne, Swift, Smollett, Richardson, Fielding y demás colosos de la novela rudimentaria cuyo talento Frensic tanto admiraba.

Desde que Frensic se había convertido en un agente literario que despreciaba prácticamente todas las novelas que con tanto éxito manejaba, su siglo XVIII particular era el de Grub’ Street y Gin Lane, y le rendía homenaje aparentando una excentricidad y un cinismo con los que se había granjeado una reputación muy útil que hacía las veces de armadura frente a las pretensiones literarias de autores invendibles. En pocas palabras: se bañaba sólo de tarde en tarde, llevaba camiseta de lana todo el verano, comía mucho más de lo que le convenía, bebía oporto antes del almuerzo y consumía rapé en grandes cantidades, de modo que a todo aquel que deseaba tener tratos con él no le quedaba otro remedio que demostrar su aguante y soportar el suplicio de costumbres tan deplorables. Aparte de eso, llegaba temprano al trabajo, leía de cabo a rabo cuantos manuscritos le ofrecían, rechazaba con celeridad todos los que no podía vender y vendía el resto con la misma celeridad, y por lo general llevaba sus negocios con una eficacia sorprendente.

Los editores se tomaban las opiniones de Frensic muy en serio. Cuando decía que un libro vendería, vendía, y es que tenía olfato para los éxitos de ventas, un olfato infalible. Le gustaba pensar que lo había heredado de su padre, un comerciante de vinos de éxito, cuyo olfato para los claretes aceptables aprecios populares había conseguido sufragar aquella educación tan costosa que, junto con el otro olfato, más metafísico, de Frensic, le proporcionaba ventaja sobre sus competidores. Y no es que la relación entre su buena educación y su éxito como experto en literatura comercialmente gratificadora fuera directa. Había labrado su talento de manera indirecta, y al igual que su admiración por el siglo XVIII, aunque real, no dejaba de ocultar una inversión, ese mismo proceso era el que había labrado su éxito como agente literario.

A los veintiún años abandonaba Oxford con una licenciatura mediocre en inglés y la ambición de escribir una gran novela.

Al cabo de un año entero tras el mostrador de la tienda de vinos de su padre, en Greenwich, y frente a su escritorio en una habitación de Blackheath, lo de «gran» ya se había quedado en el camino.

Tres años más como redactor de textos publicitarios y autor del manuscrito rechazado de una novela sobre la vida tras el mostrador de una tienda de vinos de Greenwich consiguieron dar al traste con sus aspiraciones literarias.

A los veinticuatro años Frensic no tuvo ninguna necesidad de recurrir a su olfato para saber que nunca sería novelista. Las dos docenas de agentes literarios que se habían negado a encargarse de su obra ya se lo habían hecho saber. Con todo, la experiencia de su trato con ellos le había revelado una profesión enteramente de su gusto.

Saltaba a la vista que los agentes literarios llevaban una vida interesante, desahogada y completamente civilizada. A pesar de que no escribían novelas, conocían a novelistas —y Frensic era todavía lo bastante idealista para creer que eso constituía un privilegio—, se pasaban el día entero leyendo libros, eran dueños de su tiempo y, a juzgar por lo que le decía su propia experiencia, demostraban una falta de perspicacia literaria de lo más alentador. Además, daba la impresión de que dedicaban buena parte de su tiempo a comer, beber, acudir a fiestas, y Frensic —cuya apariencia contribuía a que limitara sus placeres sensuales a meterse cosas dentro, más que a metérselas a los demás —era bastante gourmet— acababa de descubrir su vocación.

A los veinticinco años abría un despacho en King Street, junto a Covent Garden, lo bastante cerca de Curtís Brown, la agencia literaria más importante de Londres, para ocasionar alguna que otra provechosa confusión postal, y anunciaba sus servicios en el New Statesman, cuyos lectores parecían más que dispuestos a aspirar a aquellas ambiciones literarias a las que él acababa de renunciar.

Hecho esto, se sentó y esperó a que llegaran los manuscritos. Tuvo que esperar bastante, y empezaba a preguntarse durante cuánto tiempo seguiría su padre pagándole el alquiler, cuando el cartero le entregó un par de paquetes.

El primero contenía una novela de una tal señorita Celia Thwaite de The Oíd Pumping Station, en Bishop’s Stortford, y una carta que aclaraba que El Esplendor del Amor era la primera obra de la señorita Thwaite.

Después de leerla con náusea galopante, a Frensic no le quedaron motivos para dudar de su palabra. Aquello era un batiburrillo de bobadas romanticoides sin ningún rigor histórico, y trataba con todo lujo de detalles el amor sin consumación de un joven hacendado por la esposa de un cruzado de cuerpo ausente, cuya obsesión por la castidad de su esposa parecía el reflejo de un patológico fetichismo por parte de la señorita Thwaite.

Frensic redactó una nota muy cortés en la que explicaba que El Esplendor del Amor carecía de interés comercial y remitió de nuevo el manuscrito a Bishop’s Stortford.

El contenido del segundo paquete, en cambio, se le antojó a primera vista más prometedor.

Se trataba una vez más de una primera novela, en este caso titulada En busca de la infancia perdida de un tal señor P. Piper, con domicilio en la Seaview Boarding House, Folkestone. Frensic leyó la novela y la encontró perspicaz y tremendamente conmovedora. El señor Piper no había tenido precisamente una infancia feliz, pero describía con agudeza a sus hoscos progenitores y su propia adolescencia traumática en East Finchley.

Frensic se apresuró a mandar el libro a Jonathan Cape e informó al señor Piper de que le auguraba una venta inmediata seguida del aplauso de la crítica. Estaba equivocado. Cape rechazó el manuscrito. Bodley Head rechazó el manuscrito. Lo mismo hizo Collins. Todos los editores de Londres se lo devolvieron, acompañado, eso sí, de comentarios que iban de lo cortés a la pura ironía.

Frensic transmitió a Piper todas aquellas opiniones en versión suavizada y entabló correspondencia con él, con el fin de tratar de encontrar el modo de mejorar la obra y ajustarse así a las exigencias de los editores.

Cuando apenas acababa de recuperarse de aquel golpe tan duro para su perspicacia, recibió otro. Un párrafo de The Bookseller anunciaba que la primera novela de la señorita Celia Thwaite, El Esplendor del Amor, acababa de ser adquirida por Collins por cincuenta mil libras y por una editorial americana por un cuarto de millón de dólares, y tenía grandes posibilidades de resultar vencedora en el premio Georgette Heyer Memorial de Novela Romántica.

Frensic leyó aquel párrafo con escepticismo y sufrió una conversión literaria: si las editoriales estaban dispuestas a desembolsar cantidades astronómicas por un libro que el educado paladar de Frensic consideraba una porquería romanticoide, todo cuanto había aprendido sobre la novela moderna de F. R. Leavis —y más directamente de su tutora en Oxford, la doctora Sydney Louth— era una completa falsedad en el mundo de la publicación comercial y, lo que era peor aún, constituía una amenaza mortal para su carrera como agente literario.

A partir de ese momento de revelación, el enfoque de Frensic cambió radicalmente.

No abandonó sus criterios literarios: los puso patas arriba.

Frensic pasó a rechazar cualquier novela que se aproximara, siquiera mínimamente, a los criterios que Leavis establecía en La Gran Tradición —y con mayor vehemencia la señorita Sydney Louth en su trabajo La novela moral—, como obra totalmente inaceptable con miras a su publicación, y a promocionar, sin escatimar esfuerzos, todos aquellos libros que ellos habrían desechado con desdén.

Gracias a este extraordinario giro, Frensic prosperó.

A los treinta años había conseguido labrarse una envidiable reputación entre los editores como agente que sólo recomendaba futuros éxitos de ventas. Además, con una novela de Frensic se tenía la seguridad de que harían falta p0cos cambios y escaso trabajo de edición. Tenían siempre ochenta mil palabras de extensión y, en el caso de la novela rosa histórica, de lectores más voraces, ciento cincuenta mil.

Empezaban con un impacto, proseguían con varios impactos más y terminaban felizmente con un impacto todavía mayor. En pocas palabras: contenían los ingredientes que más apreciaba el paladar del público.

Con todo, a pesar de que las novelas que Frensic ofrecía a las editoriales apenas necesitaban cambios, las de aspirantes a autores que llegaban a su escritorio rara vez se libraban de su minuciosa inspección sin sufrir alteraciones fundamentales.

Tras descubrir los ingredientes del éxito de masas en El Esplendor del Amor, Frensic se dedicó a aplicarlos a todos los libros que caían en sus manos, hasta hacerlos emerger del proceso de reescritura convertidos en tartas de ciruela literarias o vinos de ricos matices: introducía sexo, violencia, suspense, romance y misterio, envueltos en la verborrea grandilocuente de rigor que les daba respetabilidad cultural.

Frensic era muy aficionado a eso de la respetabilidad cultural, pues le garantizaba reseñas en los mejores periódicos y creaba en los lectores el espejismo de estar tomando parte en un peregrinaje hacia el templo de las ideas. El sentido tenía que quedar, necesariamente, poco claro. Se presentaba, eso sí, bajo un encabezamiento general cargado de significado, pero es que sin él la sección del público que despreciaba la mera evasión habría quedado fuera del alcance de los autores de Frensic. De ahí que éste insistiera siempre tanto en el sentido, y en general sabía dosificarlo con perspicacia y precisión, a sabiendas de que en dosis excesivas podía resultar tan letal para las posibilidades de un libro como una pinta de estricnina en una sopa poco espesa, mientras que en dosis homeopáticas tenía un efecto tonificante sobre las ventas.

Lo mismo podía decirse de Sonia Futtle, a la que Frensic había elegido como socia para sus tratos con las editoriales extranjeras.

Sonia Futtle había trabajado con anterioridad para una agencia neoyorquina y, como era americana, sus contactos con los editores de Estados Unidos tenían un valor inestimable. Además, el mercado norteamericano era sumamente ventajoso: las cifras de ventas eran más altas, el porcentaje sobre los derechos de autor más elevado, y los incentivos que ofrecían los clubs del libro, enormes. Como era de esperar en alguien que iba a ampliar sus negocios en esa dirección, Sonia Futtle se había encargado ya de ampliarse personalmente en casi todas las demás, y tenía, sin lugar a dudas, unas proporciones nada casaderas.

Esto fue lo que acabó por convencer a Frensic de que había que cambiar el nombre de la agencia por el de Frensic & Futtle y unir su suerte impersonal a la de ella.

Por otro lado, Sonia Futtle era una gran entusiasta de los libros que trataban sobre relaciones interpersonales, y Frensic había desarrollado una especial alergia hacia las relaciones interpersonales.

Así pues, mientras él se concentraba en libros menos exigentes, libros de suspense, novelas policíacas, de sexo —cuando no eran rosas— e históricas —cuando no contenían sexo—, de ambiente universitario, ciencia ficción y violencia, Sonia Futtle se encargaba del sexo romántico, de los romances históricos, de los libros sobre la liberación tanto de la mujer como de los negros, traumas de adolescencia, relaciones interpersonales, y animales.

Los libros de animales se le daban especialmente bien, y Frensic, que casi había perdido un dedo en beneficio de la heroína de Las nutrias a la hora del té, estaba encantado de dejar en sus manos aquella parte del negocio.

De haber tenido la oportunidad, le habría cedido a Piper también, pero éste se aferraba a Frensic como al único agente que le había alentado jamás, y Frensic, cuyo éxito era inversamente proporcional al fracaso de Piper, acabó por resignarse a la idea de que nunca abandonaría a Piper y de que éste tampoco abandonaría su denostada En busca de la infancia perdida.

Todos los años se presentaba en Londres con una flamante versión de su novela y Frensic le invitaba a almorzar, le explicaba los inconvenientes que veía y Piper replicaba que una gran novela tenía que tratar sobre gente real en situaciones reales, y que nunca podría adaptarse a las fórmulas comerciales tan chabacanas de Frensic.

Todos los años se despedían como buenos amigos, Frensic maravillado ante la increíble perseverancia de aquel hombre y Piper dispuesto a ponerse a trabajar en una nueva búsqueda de la misma infancia perdida en otra casa de huéspedes de otra población costera.

Y así, año tras año, la novela iba sufriendo transformaciones parciales y el estilo se transfiguraba para adaptarse al último modelo de su autor.

Frensic no tenía otro remedio que culparse a sí mismo de ello.

Cuando se conocieron, cometió la imprudencia de recomendarle La novela moral de la señorita Louth como obra digna de estudio, pero contrariamente a Frensic, que había llegado a la conclusión de que las opiniones de la señorita Louth sobre los grandes novelistas del pasado eran perniciosas para cualquiera que tuviera la intención de escribir una novela hoy en día, Piper había adoptado aquellos patrones como propios. Gracias a la señorita Louth, había escrito una versión a lo Lawrence de En busca de la infancia perdida, otra a lo Henry James; James se había visto sustituido por Conrad y éste a su vez por George Eliot; existía también una versión Dickens e incluso una Thomas Wolfe, y un verano espantoso había dado lugar a una Faulkner. Sin embargo, en todas acechaba la figura del padre de Piper, su desdichada madre y el tímidamente pubescente Piper en persona. Enlazaba una derivación con otra, pero su agudeza seguía siendo de un trillado insufrible, y acción inexistente.

Frensic desesperaba, pero permanecía leal, y esta actitud resultaba incomprensible para Sonia Futtle.

—¿Por qué lo haces? —le preguntaba—. Jamás lo conseguirá, y todos esos almuerzos cuestan una fortuna.

—Es mi memento mori —respondía Frensic, críptico, consciente de que la muerte que Piper le ayudaba a recordar no era otra que la suya propia, la del joven aspirante a novelista que había sido una vez, la traición de cuyos ideales literarios aseguraba el éxito de Frensic & Futtle.

Sin embargo, aunque Piper le copaba un día al año, un día de expiación, durante el resto Frensic proseguía su carrera de una manera más provechosa.

Dotado de un apetito excelente, un hígado de hierro y una fuente de buenos vinos a bajo precio que manaba de las bodegas de su padre, Frensic podía permitirse el lujo de mostrarse pródigo en sus convites. En el mundo editorial eso suponía una gran ventaja, pues mientras que otros agentes regresaban a sus casas tambaleantes después de esas cenas en las que los libros se gestan, promocionan o compran, Frensic era capaz de seguir comiendo y bebiendo con decoro, sin dejar de defender sus novelas ad nauseam y jactarse de sus «hallazgos».

El último era James Jamesforth, un escritor cuyas novelas tenían un éxito tan absoluto que, por razones fiscales, se veía obligado a vagar por el mundo como fugitivo alcohólico que huye de la fama. Gracias a las ebrias evoluciones itinerantes de Jamesforth de un paraíso fiscal a otro, Frensic se encontraba ahora en el Tribunal Supremo, en la sección de la corte de la reina, declarando en el caso de difamación de la señora Desdemona Humberson versus James Jamesforth —autor de Las garras del infierno— y Pulteney Press, editores de la susodicha novela.

Frensic se pasó dos horas en el estrado de los testigos y cuando lo abandonó era un hombre desmoronado.