Durante los siguientes días, mientras el inspector Garnet se restablecía de sus diversas magulladuras y heridas, los Petrefact celebraron una reunión del consejo de familia en Fawcet House. Emmelia fue llevada hasta allí por Osbert, en el coche de éste, e incluso Lord Petrefact se vio forzado, ante las amenazas que pesaban ahora sobre su propia reputación, a presentarse también. Por otro lado, la idea de que su hermana pudiera ser la atacante de las enanas sirvió para redimir a Yapp.
Ya le dije que ese necio era incapaz de hacerlo —le dijo a Croxley—. Es evidente que consiguió que esa furcia los hiciera por él.
—Le felicito —dijo Croxley—. Debe usted de sentirse orgulloso. Dicen que toda publicidad, por mala que sea, siempre es beneficiosa.
—Cierre el pico —dijo Lord Petrefact, para quien esa máxima se había convertido en anatema.
Era casi exactamente el mismo consejo que Purbeck estaba dándole a Emmelia.
—En caso de que te lleven, cosa que dudo mucho que llegue a ocurrir, no digas absolutamente nada. No estás obligada a proporcionarle a la policía ninguna clase de prueba que pueda ser utilizada contra ti. El inspector, si se presenta, tendrá que hacerte esta advertencia. En caso de que no lo hiciera, él mismo estaría infringiendo la ley.
—En una palabra, me aconsejas que les mienta —dijo Emmelia—. Pero recuerda que no soy inocente. Que soy una necia…
—No eres tú quien ha de decirlo —interrumpió el juez apresuradamente—. Es el fiscal quien tiene que demostrarlo y convencer al jurado de que así es.
—A no ser que yo misma me declare culpable —dijo Emmelia.
Toda la familia la miró horrorizada. Hasta Lord Petrefact empalideció.
—Pero no puedes hacerlo —dijo el general de brigada, rompiendo el silencio—. Quiero decir que…, piensa en la familia…
—Piensa en la cárcel. Piensa en los manicomios para delincuentes locos… —dijo el juez, en tono más siniestro incluso.
—Piensa en la publicidad —dijo Lord Petrefact, casi gimiendo.
Emmelia le contestó mirándole a la cara:
—Tú eres quien hubiese tenido que pensar en la publicidad antes de contratar al profesor Yapp para que escribiera la historia de la familia —dijo en tono muy seco—. Si no hubieses enviado a ese pobre hombre para que husmease en Buscott, hoy no se encontraría donde está.
—Esta frase me parece carente de lógica —dijo el juez—. Yapp hubiese podido asesinar a cualquier otra persona en cualquier otro lado.
Emmelia alzó la vista y la posó en un retrato de su madre, tratando de encontrar apoyo en ella, pero no halló allí más que el impecable aburrimiento de una mujer que había dedicado su vida a cumplir su deber en cientos de banquetes y fiestas de fin de semana. Su mirada opaca no le brindaba el menor apoyo. Sólo le recordó que la lealtad a la familia era más importante que las preferencias personales. Nada había cambiado ni nada cambiaría nunca. En toda Inglaterra la gente seguía comportándose tan alocadamente como ella en los últimos días, pero, a diferencia de los otros, Emmelia era una persona influyente y, gracias a ello, podía librarse de las consecuencias de sus actos. La inocencia no tenía lugar en aquel mundo tan dividido.
—Estoy dispuesta a seguir vuestro consejo, pero con una condición —dijo por fin—. Que utilicéis vuestra influencia…
—Si no haces lo que te decimos, nuestra influencia no servirá de nada —la interrumpió el juez—. Si perdemos nuestra fama de ciudadanos probos, nos quedamos sin influencia. Esta es la clave de la cuestión.
Durante unos momentos Emmelia estuvo a punto de ceder y aceptar sumisamente lo que le pedían, pero ese impulso sólo duró unos momentos. Alzó la vista y vio una sonrisa triunfal en los labios de Lord Petrefact. Era un grotesco recordatorio de los tiempos de su rivalidad infantil, algo así como una calavera sonriente. Una provocación.
—Quiero discutir este asunto con Ronald, a solas —dijo con voz serena.
—Como quieras —dijo el juez, poniéndose en pie, pero Lord Petrefact no opinaba lo mismo.
—No me dejéis solo con ella —chilló—. Está loca. Está como una cabra. ¡Por Dios…! ¡Croxley!
Pero sus dos primos ya habían salido, y estaban hablando en voz baja junto a la puerta.
—¿Crees tú que…? —decía el general de brigada.
El juez hizo un gesto negativo con la cabeza.
—A veces yo mismo he sentido la tentación de hacerlo —dijo el juez—, y pienso que un asesinato en el seno de la familia no deja de tener sus ventajas, a veces. En cualquier caso, sería mucho mejor que decidiesen que Emmelia no está en condiciones de hacer una declaración, y la mandasen a un manicomio, en lugar de tener que padecer todos la vergüenza de un juicio contra ella por su manía contra los enanos.
Pero Emmelia iba a ser estafada todavía una vez más. Cuando se levantaba de su asiento, Lord Petrefact se desplomó hacia adelante, cayó de la silla de ruedas y se quedó paralizado en el suelo. Durante cinco minutos Emmelia estuvo mirándole, y luego se apartó porque llegó Croxley con todo el equipo de médicos pisándole los talones. Era tarde. Para entonces, Lord Petrefact ya había ido a reunirse con sus antepasados.
Garnet no estaba muy seguro de sí mismo cuando llegó a la mansión de los Petrefact para interrogar a Emmelia, y mientras le conducían al salón su estado era francamente inquieto. El ataúd que encontró en el vestíbulo y el coche fúnebre que aguardaba junto a la fachada, eran malos augurios para sus pesquisas. Y sólo faltó que fuera el juez Petrefact quien le recibió en el salón.
—Mi prima está muy apenada por la muerte de su hermano, señor inspector —le dijo el juez—. Tenga la bondad de explicarme qué le trae por aquí…
El inspector se guardó su cuaderno de notas.
—Sólo quería preguntar si Miss Petrefact sabía que su coche fue utilizado por la persona que cometió recientemente una serie de delitos.
El juez le lanzó una mirada malévola.
—Incluso para usted, señor inspector, debe de ser obvia la respuesta a esa pregunta. Si mi prima hubiese tenido la más mínima sospecha de que ocurría una cosa así, hubiera sido la primera en informarle. Ya que no hizo nada de eso, la pregunta es impertinente.
Cuando el inspector abandonaba New House sabía que su carrera había terminado.
—En este país —le dijo amargamente al sargento—, tienes que ser pobre o negro para conseguir un poco de justicia.
Hacía una magnífica mañana de primavera cuando Yapp fue avisado, mientras se encontraba en la biblioteca de la nueva cárcel, de que tenía que presentarse en el despacho del alcaide. Había estado muy ocupado en la preparación de una conferencia que tenía que pronunciar ante los presos matriculados en la Universidad a Distancia. Su título era «Factores ambientales determinantes y su papel en la psicología criminal», y tenía el paradójico mérito, en opinión de Yapp, de estar en curiosa contradicción con la realidad. Todos sus compañeros de prisión procedían de excelentes medios sociales, y sus delitos habían resultado, casi sin excepción, de los impulsos debidos a la codicia económica. Pero Yapp había abandonado hacía mucho tiempo su antigua adoración de los datos estadísticos y también la de la verdad. Por culpa de su empeño en decir la verdad había dado con sus huesos en la cárcel, y su supervivencia, en cambio, había sido consecuencia de la imaginación más absurda.
En pocas palabras, se había resignado a sí mismo, y pensaba que él era lo único seguro e indudable de aquel mundo caprichoso en donde vivía. De hecho, ni siquiera estaba completamente seguro de sí mismo. Su pasión por Rosie, que aún alentaba en su alma, era un saludable recordatorio de sus impulsos irracionales, pero éstos eran, como mínimo, una cosa suya contra la que luchaba con sus propias fuerzas y hasta donde podía. En este sentido, la vida en prisión le estaba sentando bien. Nadie esperaba de él que fuera un buen preso. Como era el único asesino de este nuevo penal, y además se trataba de un asesino psicopático, todos suponían que tenía que ser un tipo horrible e intratable. Los funcionarios de prisión comprobaron que su presencia podía resultarles útil, pues en cuanto alguno de los presos comenzaba a crearles problemas, bastaba amenazarles con enviarle a la celda de Yapp para que se pusiera a cumplir al pie de la letra todas las normas del reglamento de la cárcel.
A consecuencia de su horrible reputación, había siempre bastante público en las conferencias de Yapp, todos los presos le presentaban a tiempo los trabajos que él les encargaba, y cuando les dirigía la palabra en cualquier ocasión se sentía escuchado con una concentración que jamás encontró en sus años de catedrático de la Universidad de Kloone. La vida en prisión tenía además otras ventajas para él. Era una vida prácticamente no jerárquica, excepto en el sentido más abstracto del término (el hecho de que Yapp hubiera asesinado a un enano le colocaba en el primer lugar de la liga de la delincuencia), y carente de toda discriminación en lo relativo a la comida y alojamiento. Incluso los más ricos agentes de bolsa y políticos en extradición tomaban el mismo desayuno que el más pobre ladronzuelo o que el más perverso vicario, y todos llevaban la misma ropa. Todos, también, se levantaban a la misma hora, seguían la misma rutina y se acostaban al mismo tiempo. De hecho, Yapp reservaba sus simpatías para los guardianes y el resto de funcionarios, que al salir de la prisión tenían que regresar a sus casas para soportar a sus fastidiosas esposas, sus espantosas cenas, sus preocupaciones económicas y el resto de incertidumbre que trae consigo el mundo exterior.
Yapp había llegado incluso a una fase en la que hacía caso omiso del efecto embrutecedor que suele atribuirse a las condenas indefinidas, y a sus ojos la vida de la prisión era como el equivalente moderno de la vocación monástica en la Edad Media. Así ocurría al menos en su propio caso. Seguro de su absoluta inocencia, su tranquilidad espiritual era completa.
Fue por lo tanto con cierta irritación como se fue con el funcionario hasta el despacho del alcaide, para luego entrar allí y mirar sombríamente al jefe de la prisión.
—Ah…, Yapp. Tengo una magnífica noticia para usted —dijo el alcaide—. Me acaba de llegar una nota del ministerio del Interior donde dice que el juez acaba de concederle la libertad condicional.
—¿Cómo?
—La libertad condicional. Naturalmente, tendrá que presentarse…
—No quiero salir de aquí —le interrumpió Yapp—. Me encuentro muy a gusto, y hago todo lo posible por ayudar a mis compañeros de prisión, y…
—Esta es sin duda la razón por la cual se ha tomado esta decisión —dijo el alcaide—. En mis informes he subrayado siempre que su comportamiento penitenciario es ejemplar, y, por mi parte, le aseguro que sentiré que nos deje.
Pero, a pesar de sus protestas, Yapp fue conducido a su celda, y una hora más tarde le echaron de la prisión, con un maletín en la mano. Le acompañaba una funcionaria encargada de los casos de libertad condicional, una mujer muy fuerte que vestía ropa más bien masculina.
—Ha tenido suerte —le dijo la mujer mientras se dirigían al coche—. No hay nada mejor que empezar una nueva vida con un día soleado.
—¿Nueva vida? Y una mierda —dijo Yapp, y durante un momento pensó que quizá podría regresar a su celda si le propinaba un buen puñetazo a aquella mujer. Pero su característica lentitud para ponerse en acción le salvó de hacerlo, y además estaba acordándose de Doris, a la que había echado mucho de menos. Sólo ella le había sido fiel. Como mínimo, eso era lo que él suponía, y ahora que podría proporcionarle todo el nuevo material adquirido en sus últimas experiencias, confiaba en que al menos ella sería capaz de encontrar cierto grado de racionalidad en el aparente caos de acontecimientos que había vivido.
—Seguiré haciendo mis investigaciones en Kloone —dijo Yapp, y se instaló en el coche.
También Croxley pensaba en la computadora. Siempre había sabido que aquella máquina acabaría suplantándole. Y eso fue lo que ocurrió al día siguiente de la llegada de Frederick a la jefatura del Grupo de Empresas Petrefact. Aunque el difunto Lord Petrefact hizo cuanto estuvo en su mano por evitar que le sucediera su hijo, a la postre no le sirvió de nada. La familia se aglutinó en torno a Frederick, como si fuera un inmenso enjambre de abejas en torno a una reina, y Croxley se vengó de su antiguo jefe explicando a la familia hasta dónde llegaban sus excentricidades. Como premio, le habían ofrecido la gerencia de la fábrica de Buscott. Tuvo la tentación de aceptar, pero prevaleció su discreción. Los oscuros acontecimientos de Buscott habían perjudicado notablemente a Yapp. Y, por otro lado, Frederick se parecía demasiado a su padre como para confiar en él. De modo que, en lugar de aceptar el cargo, Croxley utilizó sus últimos días en el Grupo de Empresas Petrefact para hacer unas cuantas chapuzas en los datos de la computadora. Nadie los descubriría en mucho tiempo, y para entonces Croxley se habría convertido en un millonario. Le pareció que su maniobra era un adecuado tributo al tortuoso carácter de su difunto jefe, y no le cabía duda de que el viejo diablo hubiera sabido apreciar su astucia.
En New House, Rosie Coppett estaba muy atareada preparando la masa para una tarta de ruibarbo. A través de la ventana alcanzaba a ver a Miss Emmelia, al otro lado de los cristales del invernadero. Annie comentaba las habladurías locales con el lechero. Un rumor según el cual Mr. Jipson había decidido vender el tractor. A Rosie no le interesó aquel asunto. Jamás serviría para entendérselas con ninguna máquina. Además, hacía buen día, y Miss Emmelia le había dicho que la autorizaba a tener un conejito, a condición de que no lo dejara correr entre las lechugas.