27

De todos modos, Emmelia no estaba en condiciones de armar la gorda por su desaparición. El golpe de karate que le propinó Consuelo Smith en la nuez la había dejado casi sin habla. Cuando, a la mañana siguiente, Annie le llevó el té, Emmelia le mostró una nota que decía: «Tengo una laringitis aguda, y no debo ser molestada bajo ningún pretexto». Como de costumbre, Annie obedeció sus instrucciones al pie de la letra, y Emmelia pasó cinco días sin que nadie la molestara. Permaneció en la cama, tomó un consomé a modo de frugal almuerzo, sopa de verduras con semolina para cenar, y estuvo preguntándose a todas horas si llegaría algún día a recobrar la voz. Pero, como mínimo, los periódicos parecían indicar que la policía había abierto de nuevo sus investigaciones sobre el caso de Willy Coppett. El jefe de policía había declarado que se habían producido nuevos acontecimientos y que pronto se presentarían nuevas acusaciones. Todo lo cual resultaba muy gratificante, pero cuando, el sexto día, Emmelia se levantó de la cama y se enteró de que Rosie había desaparecido, su actitud fue de evidente alarma.

—Tendrías que habérmelo dicho inmediatamente —le dijo con un hilo de voz a Annie.

—Es que estaba usted muy enferma, y me había pedido que no la molestaran por nada —dijo Annie—. De todas formas, es una de esas mujeres que tienen tendencia a huir de los sitios. Siempre está pensando en romances y aventuras…

—Pero parece que ese día había ido por el pan. ¿No es extraño que no regresara? Sobre todo teniendo en cuenta que eso ocurrió al día siguiente de… Bueno, el día en que yo me puse enferma…

—Pues lo cierto es que eso fue lo que ocurrió; yo la había mandado al pueblo con la lista de la compra, y no regresó. Ya le digo que siempre andaba soñando con romances y aventuras. Hubiese tenido que bajar yo a la compra.

Pero Emmelia entendió la desaparición de Rosie de otra manera. Era posible que aquella estúpida la hubiese visto regresar después de su tropiezo con aquella enana condenadamente forzuda, y que, por una vez en su necia vida, hubiese sido capaz de sumar dos y dos y obtener un resultado superior a tres. Y si era cierto que había sabido atar cabos…

—Bien, lo mejor será que vayas a la comisaría y denuncies su desaparición —le dijo Emmelia a Annie.

—Ya lo he hecho. He visto al sargento y se lo he contado, pero él se limitó a murmurar no sé qué.

—En tal caso, vuelve a ir y presenta una denuncia oficial —dijo Emmelia. La hora que Annie estuvo fuera la dedicó a limpiar con un trapo del polvo todas las partes del coche que Consuelo había podido tocar, y luego le pasó el aspirador. Había terminado esas operaciones, y entregado el consolador a las llamas de la chimenea del salón, cuando su alarma creció al ver que Annie regresaba a casa en un coche de la policía, acompañada por el inspector Garnet. Con el pulso aceleradísimo, Emmelia se fue al lavabo de la planta baja para serenarse. Cuando emergió de allí, lo hizo con toda la arrogancia de que era capaz.

—Ya era hora —le dijo al inspector—. Hace casi una semana que Rosie ha desaparecido, y mi ama de llaves les informó a ustedes mientras yo guardaba cama. Bien, ¿qué desea usted saber?

El inspector Garnet se estremeció al oír aquel afónico graznido. Sus superiores en la policía no le miraban ya con ninguna simpatía, y no pensaba empeorar las cosas enfureciendo a aquella anciana influyente.

—Nos interesaría saber si alguna vez tomó Rosie prestado su coche, señora.

—¿Que si tomó prestado mi coche? Desde luego que no. No tengo por costumbre prestarle el coche a mis criados, y, además, dudo que Rosie Coppett sepa conducir.

—De todos modos, ¿no hubiera sido posible que ella lo utilizara sin que usted se enterase?

Emmelia meditó la pregunta, y le pareció desconcertante.

—Imagino que sí —dijo—, pero encuentro que su interrogatorio está siendo francamente extravagante. Suponiendo que Rosie utilizara mi coche para fugarse, no entiendo por qué razón iba a devolvérmelo. Hasta donde yo sé, ese coche sigue en las caballerizas.

—No hay modo de llegar al fondo de la mente humana —dijo el inspector—. Hay personas muy irracionales, sabe. ¿Le importaría a usted que revisáramos el coche, para ver si encontramos algunas huellas dactilares?

Emmelia dudó. En realidad, sí le importaba, pero también era cierto que acababa de limpiarlo y que negarse a que lo mirasen podía suscitar sospechas.

—Usted conoce muy bien cuál es su deber. Si necesita alguna cosa más, dígamelo.

—También nos gustaría echarle una ojeada a la habitación de Rosie.

Emmelia asintió con la cabeza y se fue al invernadero, donde regó más de la cuenta sus geranios y media docena de cactus. Estaba sobrexcitada.

En el garaje, los expertos en huellas dactilares comenzaron a sacar conclusiones del estado del Ford.

—Ni una maldita huella por ninguna parte —dijo el sargento detective—. Y si eso no bastara para constituir una prueba, y se lo dice alguien que tiene mucha experiencia, venga a ver esto.

El inspector Garnet se aproximó al coche para mirar el parachoques delantero. Estaba doblado y tenía restos de barro seco.

—Le apuesto ciento contra uno a que este barro es el mismo de la carretera en donde fue encontrado el pedazo de consolador. O sea, que esa Rosie sí sabe en realidad conducir.

El inspector soltó un gemido de cansancio. Este era uno de los elementos de su teoría que no se sostenía de ninguna manera, pero tanto sus superiores como la prensa habían empezado a dudar de su competencia.

—Voy a subir a la habitación de Rosie —dijo, y se dirigió hacia allí pasando por la cocina, donde Annie estaba pelando patatas. Media hora después estaba de regreso en las caballerizas.

—Con esto tenemos todo lo que necesitábamos —dijo Garnet muy satisfecho, dándole unos golpecitos indicativos a su cuaderno de notas—. El ama de llaves nos ha proporcionado todo lo que necesitábamos. No hace falta que importunemos más a esa vieja.

Pero cuando el coche de la policía se iba de la mansión, Emmelia estaba furiosa.

—¿Qué dices que les has dicho? —le gritó a la pálida pero desafiante Annie.

—Les he dicho que salió con el coche el miércoles pasado por la noche, y también la noche del viernes anterior.

Emmelia estaba lívida y la miraba fijamente:

—Pero eso no es cierto. Fui yo la que usó el coche. Y no me digas que no estabas enterada.

—Lo estaba, pero no podía decirlo —dijo Annie.

—Desde luego que sí podías —dijo Emmelia, derribando, en su excitación, una de sus plantas—. Ella se pasó esas noches contigo, viendo la televisión. Ahora la has metido en un buen lío.

—Ya se había metido ella sola —dijo Annie—. La policía está convencida de que fue ella la que mató a Willy. Bueno, eso es al menos lo que ha dicho el inspector, y si él lo dice será porque lo sabe, y ahora debe de creer, además, que Rosie es también la que ha atacado a las enanas.

—¡Por Dios, Annie! ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—Sí, señora, me doy cuenta —dijo Annie con firmeza—. La verdad es que ya estaba harta de tenerla por aquí todos estos meses rondando por la casa como una estúpida y haciéndolo todo con la mayor torpeza. Por otro lado, no pensaba permitir que la policía supiera que usted había estado saliendo en coche por las noches, haciéndoles a las enanas todas esas cosas que dicen. Soy una mujer respetable, desde luego que sí, y tengo que cuidar de mi reputación. Las personas de su categoría quizá puedan dedicarse impunemente a hacer las mayores rarezas, pero no pienso permitir que nadie pueda decir de mí que he trabajado para una señora que atacaba a las enanas. A mi edad, jamás volverían a darme ningún empleo. ¿Verdad que no se le ocurrió a usted pensar en este aspecto de la cuestión?

—Pues no, creo que no —dijo Emmelia arrepentida—. Pero ¿estás en realidad convencida de que Rosie Coppett mató a su marido?

—Si lo hizo, allá ella. De todas formas, hubiese podido matarle cualquier día por accidente, como cuando, no hace mucho, nos organizó aquel estropicio dejando que se le cayera de las manos la ponchera de cristal. Si quiere saber mi opinión, mejor que esté encerrada en una celda pequeña; así, por mucho que ande rompiendo cosas, no fastidiará a nadie. Además, con lo tonta que es, lo más probable es que ni siquiera la metan en la cárcel.

Emmelia estaba muy compungida. Primero había sido Yapp, y ahora era Rosie. Dos inocentes y dos tontos que estaban siendo sacrificados en nombre de la honorabilidad, simplemente para evitar un escándalo.

—Mira, Annie, creo que todo esto es escandaloso e intolerable —dijo—. Me niego a que Rosie sea acusada de algo que no ha hecho. Antes de consentir una cosa así, me presentaré ante la policía y confesaré.

Pero Annie no había abandonado su actitud desafiante:

—No le serviría de nada. Juraré que no salió ninguna de esas noches, y ellos pensarán que está usted chiflada. Además, siendo una Petrefact, seguro que no la creerán.

Era cierto. Nadie estaría dispuesto a creerla.

—Bueno, confiemos al menos en que no logren encontrar a Rosie —dijo Emmelia, pero su tono era desesperado. Rosie Coppett no parecía especialmente dotada pata burlar a la policía.

—La encontraron el jueves —dijo Annie—. El sargento Moster nos mandó recado preguntando dónde estaba, y yo le dije que iba a bajar por el pan y que seguramente pasaría delante de la tienda de animales domésticos y que se detendría allí para mirar los conejos. Allí fue donde la pillaron.

Emmelia miró con repugnancia a su ama de llaves.

—Te has comportado como una auténtica malvada —le dijo.

—Si usted lo dice —dijo Annie—. ¿Necesita alguna cosa más?

Emmelia le dijo que no con la cabeza. Todo había acabado. El mundo seguía su inapelable curso. Cuando Annie se fue, Emmelia permaneció sentada, preguntándose cómo era posible que supiera hasta entonces tan pocas cosas acerca de la mujer que había vivido con ella, bajo su mismo techo, durante treinta y dos años. Era el antiguo efecto de los Petrefact, que siempre creían saberlo todo de todo el mundo. Y, si se había equivocado al juzgar a Annie, ¿no podía haberle ocurrido lo mismo con Rosie y Yapp? Quizás hubieran sido ellos los que habían matado a Willy.

Estaba profundamente hundida en estas sombrías meditaciones, y mirando distraídamente a los enanitos de piedra que Rosie había dispuesto al otro extremo del césped. Ahora ya no parecían monumentos a la memoria de Willy, ni tampoco estatuas que conmemoraran la infantil inocencia de Rosie, sino más bien un grotesco grupo que se burlaba de su propia ingenuidad. Ella era la ninfa de la fuente de la que ellos se reían, una reliquia de aquel mundo ordenado e ilusorio en el que los pobres no existían, y los homicidios apenas si llegaban a ser unos dramas lejanos cometidos por personas inimaginablemente malévolas que siempre acababan en la horca. La vida, sin embargo, jamás había sido como ella imaginara, y jamás llegaría a serlo. Era otra cosa.

El inspector Garnet hubiese estado de acuerdo con ella. Durante seis días Rosie había obedecido las instrucciones que le diera de pequeña su mamá: ella le decía siempre que, cuando se sintiera perdida, acudiera a la policía y obedeciera ciegamente sus instrucciones. Como los policías —en este caso no era un solo agente sino todo un montón— le decían una y otra vez que confesara, Rosie hizo, desconcertada, lo que le pedían. Pero jamás repetía ni una sola vez el mismo relato. En estas terribles circunstancias contó con la ayuda de sus lecturas de revistas del corazón. Ahora había descrito el modo en que hubiera podido asesinar a Willy con una enorme multiplicidad de detalles horripilantes, al tiempo que contradictorios, pero sin llegar nunca a admitir que le había asesinado en realidad, y varios detectives terminaron por pedir que se les relevara del caso, mientras que la confianza que el inspector Garnet tenía en su nueva teoría comenzó a tambalearse. Sin embargo, por fin obtuvo una prueba material irrefutable. El barro del coche de Miss Petrefact procedía del mismo lugar en donde fue encontrado el glande del consolador. Ahora ya sólo faltaba comprobar si Rosie sabía conducir.

—Depende —dijo ella cuando le preguntaron si sabía.

—¿De qué depende? —preguntó el inspector.

—Bueno, me encanta ir en coche —dijo Rosie—. Una vez, la señora de la Seguridad Social, me llevó…

—Pero ¿ha ido alguna vez en el coche de Miss Petrefact?

—Depende —dijo Rosie.

El inspector Garnet se mordió las uñas. Rosie seguía utilizando la misma palabra a fin de averiguar qué es lo que quería saber él en realidad, y el interrogatorio estaba haciéndose insoportable.

—Entonces, ¿ha estado en ese coche?

—Sí.

—¿Dónde?

—En el garaje.

—¿En qué garaje?

—En el de Miss Petrefact.

—¿Y dónde fue desde allí?

—¿Cómo dice? —dijo Rosie, cuya capacidad de atención, siempre limitadísima, estaba ahora mucho más reducida debido a la falta de horas de sueño y el exceso de tazas de café solo que le habían dado. El inspector Garnet ya no tenía uñas que morderse.

—Que adónde fue cuando salió del garaje.

—Depende —dijo Rosie, volviendo a las andadas.

El inspector no pudo soportarlo. Alguna pieza se le rompió en la cabeza.

—Por todos los jodidos infiernos —farfulló, y salió tambaleándose de la habitación, agarrándose un dedo ensangrentado—. Fíjese lo que ha conseguido con sus malditos «depende».

El sargento le miró, y lo que imaginó que era un mordisco de Rosie le recordó otro mordisco mucho más atemorizador.

—Seguro que no es grave —comentó.

—¿Qué no es grave? Era lo único que me faltaba —gritó el inspector—. Como cualquiera de ustedes diga una palabra que termine con «pende» le voy a colgar de la lámpara de mi despacho.

Sonó el teléfono, y, sin pensarlo, el inspector descolgó. Era el jefe de policía.

—¿Ha avanzado algo? —le preguntó—. Acaban de telefonear del ministerio del Interior y…

El inspector alejó el teléfono de su oreja y se quedó mirándolo. No se encontraba en condiciones de escuchar los comentarios de ningún jodido ministerio. Cuando volvió a aproximárselo, su superior estaba preguntándole si todavía estaba allí.

—En parte.

—¿Qué dice?

—Oh, nada, nada. Sólo que me sangra la mano.

—Qué raro —dijo su jefe, con escasa simpatía por su situación—. En fin, volviendo al caso que nos ocupa. ¿Ha confesado ya la viuda de Coppett?

—No —dijo el inspector, decidiendo que lo mejor sería no dar la complicada explicación que tenía que ofrecer.

—Siendo así, lo mejor será que pise el acelerador. Me ha llamado Miss Petrefact, enfurecidísima. Ha dado instrucciones a su abogado para que solicite inmediatamente el habeas corpus, y como no consiga usted que esa condenada mujer hable, la prensa nos organizará un alboroto de los más sonados.

—Haré lo que pueda —dijo el inspector.

Durante el siguiente cuarto de hora estuvo muy activo. Por un lado consiguió que le curasen la herida que se había hecho arrancándose una uña de cuajo, y por otro siguió peleando con Rosie, tratando de averiguar si sabía conducir.

Finalmente llegó a una conclusión, y se dijo a sí mismo que sólo había una forma de averiguarlo. La idea era fruto de la pura desesperación. Cogió el teléfono y llamó al jefe de policía.

—Me gustaría que se encontrara usted presente cuando lleve a cabo una prueba —le explicó—. Será una prueba que nos ayudará a resolver el caso Coppett, y que quizá resulte definitiva. Ahora mismo salimos para allá. Llegaremos dentro de unos veinte minutos.

Y, antes de que su superior pudiera contestar, colgó.

Al cabo de veinte minutos el jefe de policía vio con sus propios ojos a qué se refería Garnet cuando hablaba de una prueba que quizá fuese definitiva.

—Si piensa usted en serio que voy a meterme en ese coche y permitir que lo conduzca una asesina demente por la bajada de Cliffhanger Hill, seguro que también está loco.

—Sí —dijo el inspector—. Por otro lado, sólo se me ocurre este modo de averiguar si sabe conducir o no. Si es ella la mujer que atacaba a las enanas, tiene que saber conducir. Y si no sabe conducir es imposible que sea la mujer que atacaba a las enanas, y, por otro lado, tenemos pruebas materiales de que fue el coche de Miss Petrefact el utilizado en los ataques. Puede que yo sea un poli tonto, pero no me dejo sobornar, y…

—Si esa mujer no sabe conducir y la deja al volante por la pendiente de Cliffhanger Hill, pronto dejará de ser usted policía para convertirse en cadáver —dijo el jefe de policía. El inspector ignoró su comentario.

—No voy a detener a una subnormal ni a acusarla de haber cometido un delito que no puede haber cometido.

—¿No habría ninguna otra forma de averiguarlo? ¿Sabe ya si tiene permiso de conducir?

El inspector dijo que no tenía.

—Entonces no tiene usted derecho a dejar que conduzca un coche por una vía pública —dijo el jefe de policía.

—Si no me permite que lleve a cabo esta prueba, tendré que someter a Miss Petrefact a un interrogatorio —dijo—. No hay otra alternativa.

—¿Interrogar a Mis Petrefact? Santo Dios, ¿sabe lo que está diciendo? Cómo puede sospechar…

—Puedo sospechar, y sospecho —dijo el inspector, interrumpiéndole—. Tal como le he dicho antes, estoy seguro de que el coche utilizado para atacar a las enanas pertenece a Miss Petrefact. El pelo de gato encontrado en la manta utilizada en el ataque contra Miss Ottram coincide con el de los gatos que tiene ella en su mansión, y el consolador mordido ha sido producido en la fábrica que tienen los Petrefact en Buscott. Además, Miss Consuelo Smith declaró que su atacante tenía voz de mujer, aunque un poco grave. Sumando todo esto, no parece que la culpable pueda ser Rosie Coppett.

—¿Qué me dice del ama de llaves?

El inspector Garnet esbozó una sonrisa malévola.

—Es posible que sea ella la que ha tratado de despistarnos. Me dijo que Rosie salió las noches en que se llevaron a cabo los ataques.

—Bien, ¿y qué?

—Pues nada. Que todo cuadra, si Rosie sabe conducir. Pero si no sabe…

—¿No es posible que la atacante de las enanas fuera la propia ama de llaves?

—Es demasiado bajita y demasiado delgada.

—Joder —dijo el jefe de policía, y se dirigió entristecido y acobardado hacia el coche. Salieron de la cumbre de Cliffhanger Hill.

—Bien, Rosie —dijo el inspector abandonando el volante—. ¿Ves esta bonita bajada? Ahora vas a demostrarnos lo bien que conduces. Siéntate tú al volante, y yo me sentaré ahí, a tu lado, y…

—¡Pero si no sé conducir…! —dijo Rosie sollozando—. No le he dicho que supiera.

—Si es así, tienes tiempo hasta llegar al pie de la colina para aprender un poco.

—Mierda —dijo el jefe de policía, fuera de sí, mientras Rosie, empujada por el inspector, se ponía al volante. Garnet se colocó en el asiento de al lado de ella y se puso el cinturón de seguridad.

—Adelante —dijo, ignorando la mirada de espanto que asomaba a los ojos de Rosie—. Las marchas son una hache de las corrientes, y el freno de mano es esta palanca de aquí.

—¿Y cómo se pone en marcha? —preguntó Rosie.

—Da un giro a esa llave.

—Dios mío —dijo el jefe de policía, y trató de abrir la puerta, pero Rosie ya había accionado el contacto. Ante su sorpresa, el motor se había puesto en marcha.

—Ahora el freno de mano —dijo Garnet, decidido a que el jefe de policía se convenciera de una vez por todas de que Rosie Coppett no podía ser la atacante de las enanas, y estimulado por la agitación que notaba atrás. Pero antes de que tuviera tiempo de disfrutar de la situación, el coche había empezado a bajar la pendiente y estaba cobrando velocidad.

—Pon una jodida marcha —gritó, pero Rosie no hizo caso de sus instrucciones. Agarrada catatónicamente al volante, y con los pies pisando simultáneamente el acelerador y el embrague, miraba fijamente al frente. Por primera vez en su vida, Rosie no se sentía capaz de seguir las instrucciones de un policía, aunque llegaba a oír su voz por encima del ruido del acelerado motor. A su espalda, el jefe de policía había dejado de moverse. Cuando pasaban junto a una señal de circulación que anunciaba pendiente del diez por ciento y recomendaba a todos los conductores que utilizaran las marchas cortas, tuvo el total convencimiento de que Rosie era absolutamente incapaz de conducir. El coche, que debía de ir aproximadamente a ciento veinte kilómetros por hora, se encaminaba directamente hacia un camión de una empresa de reparto de gasolina, que ascendía pesadamente la cuesta.

El jefe de policía pronunció una blasfemia a modo de oración, y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos vio al inspector que, obstaculizado por lo que en otras circunstancias hubiera merecido su nombre corriente de cinturón de seguridad, trataba frenéticamente de arrebatarle a Rosie el control del volante al que ella seguía fuertemente agarrada, al tiempo que hacía todo lo posible por pisar con su pie derecho el pedal del freno, cosa que no conseguía por culpa de la palanca de cambio, que seguía en punto muerto, estorbándole su acción. Mientras dejaban atrás un segundo camión y se dirigían hacia una curva, el inspector se lanzó a fondo. Agarró el cambio de marchas, metió la marcha atrás con todas sus fuerzas y, de una patada, apartó el pie de Rosie del pedal del embrague. Durante una fracción de segundo dio la sensación de que el coche estuviera dudando, pero sólo fue durante una fracción de segundo. Al instante siguiente, la caja de cambios, desgarrada por la contradicción entre la orden recibida, las ocho mil revoluciones a las que giraba el motor, y los ciento veinte kilómetros por hora a los que avanzaban las ruedas, estalló. Mientras las partículas de aquella exquisita pieza de sofisticada mecánica penetraban como balazos por los orificios que iban abriendo en el piso del coche, el jefe de policía tuvo por un momento la ilusión de que acababan de pisar una mina subterránea. Sin duda, los efectos eran exactamente los mismos. Hubo primero una explosión, luego una descarga de metralla, y, cuando el eje de transmisión se clavó en el asfalto, experimentó la sensación de estar siendo catapultado por los aires. Durante un prolongado segundo el coche comenzó a flotar, en efecto, hacia la curva, pero luego cayó pesadamente sobre la carretera, con tal fuerza que ambas ruedas delanteras salieron disparadas hacia los lados, mientras que las traseras se hundían hacia dentro, bajo la carrocería. Cuando finalmente reinó el silencio, y las resonancias del castigado metal perdieron intensidad, oyó a Rosie que gemía:

—Ya le dije que no sabía conducir.

El jefe de policía separó sus ojos inyectados en sangre del respaldo del asiento delantero, contra el que había ido a dar su cabeza, y contempló con espantada fascinación una de las ruedas delanteras, que saltaba por encima de un Volkswagen que estaba subiendo la cuesta, e iba a estrellarse contra el muro de piedra que había en la curva. Luego, el jefe de policía hizo un gesto de asentimiento. Lo que Rosie Coppett acababa de decir era la más pura verdad. No sabía conducir. Y ningún profesor de conducir que estuviera medianamente en sus cabales se atrevería jamás a sentarse a su lado para darle clases. Por otro lado, esto significaba que Rosie no podía ser la atacante de las enanas.

Le distrajo de estos deprimentes pensamientos la serie de ruidos que estaba emitiendo el inspector, cuyo rostro había adquirido un color horripilante. Durante un momento maravilloso, el jefe de policía pensó que, con suerte, Garnet estaba agonizando.

—¿Se encuentra bien, inspector? —preguntó animadamente. El comentario salvó la vida de Garnet.

—No te jode… No, no me encuentro bien —estalló el inspector, escupiendo un fragmento de la guantera que se le había metido en la boca—. Y ahora, ¿me cree cuando le digo que Rosie no sabía conducir?

—Sí.

—¿Me da su autorización para interrogar a Miss Petrefact?

—Supongo que tendré que dársela, si cree que ése es su deber, pero le aconsejo que antes vaya a que le hagan una cura de urgencia.