Pero no era allí, sino en otro lugar, en donde se estaba decidiendo en realidad el futuro de Yapp. El primer ataque de Emmelia se produjo en el pueblo de Mapperly, en cuya oficina de correos trabajaba una señora diminuta que atendía al nombre de Miss Ottram. El pueblo estaba a unos treinta kilómetros de Buscott, y Emmelia había llevado a cabo varias operaciones de reconocimiento del terreno antes de descubrir la rutina diaria de su víctima. Miss Ottram salía de su casa cada mañana a las ocho y cuarto para cruzar todo el pueblo andando hasta llegar a la oficina de correos. Luego se pasaba la jornada entera tras el mostrador, y regresaba de nuevo a casa cuando daban las cinco, a fin de dedicarse, según daba a entender en su carta dirigida a Frederick, a cuidar de su jardín. La noche en que Miss Ottram fue atacada no hubo nadie que cuidara de su jardín. Cuando se dirigía caminando a su casa, en el momento en que pasaba por una zona de oscuridad que estaba en el punto equidistante entre dos farolas, se abrió la puerta de un coche, y una voz ronca le preguntó por dónde se iba a Little Burn.
—No conozco ningún lugar que se llame así —dijo Miss Ottram—. Debe de estar en otro pueblo.
Se oyó un ruido de papeles en el interior del coche.
—Es una casa que está en la carretera de Pyvil —dijo la voz—. Por favor, ¿podría ayudarme a localizar Pyvil en este mapa?
Miss Ottram accedió y se acercó al coche. Momentos más tarde tenía una manta encima de la cabeza, y unos brazos fuertes la introducían en el coche.
—Como siga armando tanto ruido le doy una cuchillada —dijo la voz. Y los gritos sofocados que emitía Miss Ottram desde debajo de la manta cesaron de inmediato. Al mismo tiempo, notó que le esposaban las manos a la espalda. El coche se puso en marcha, pero se detuvo un par de kilómetros más adelante. En medio de la oscuridad, Miss Ottram notó que unas manos la agarraban, pero luego oyó de nuevo la voz:
—Maldita sea —dijo—. Demasiado tránsito.
Y Miss Ottram fue arrojada a la carretera, con la cabeza cubierta aún con la manta. El coche arrancó y se alejó de allí a gran velocidad. Media hora más tarde Miss Ottram fue descubierta por un automovilista que pasaba por allí, y conducida a la comisaría de Briskerton, donde contó la terrible historia, aunque dorándola con muchos detalles tan espantosos como falsos.
—¿Así que le dijo que iba a violarla? —preguntó el inspector Garnet.
Miss Ottram asintió con la cabeza.
—Dijo que si no hacía lo que me ordenaba me clavaría la navaja, y luego me esposó las manos a la espalda.
El inspector observó las esposas que un miembro del cuerpo de bomberos había conseguido serrar tras considerables esfuerzos. Eran fortísimas, y como para cerrarlas había que utilizar una llave, resultaba imposible que Miss Ottram se las hubiera puesto ella misma.
Cuando un coche de la policía ya se la había llevado a su casa, el sargento comentó:
—No me ha gustado nada eso de que la amenazaran con un cuchillo. Me recuerda ese otro caso que tuvimos que…
—Ya me he dado cuenta de eso —dijo irritado el inspector—. Pero ese profesor está encerrado. Me interesa mucho más la manta.
Ambos miraron la manta con la mayor atención.
—Pelos de gato —dijo el inspector—. Pelos de gato en una manta de las más caras. Es un dato. Ya veremos si los expertos forenses son capaces de darnos más detalles.
Y se fue a su casa, pero no consiguió dormir.
También a Emmelia le costó dormir esa noche. Una cosa era trazar planes y otra cosa llevarlos a la práctica, y el estado mental de Miss Ottram era para ella un motivo de preocupación. Además, temía que, cuando la enana tenía puesta la manta en la cabeza, algún coche hubiese podido atropellarla. Y no cabía la menor duda de que la pobre mujer se había sentido verdaderamente aterrada. Emmelia contrapesó este pánico con la sentencia sufrida por Yapp, y trató de consolarse pensando que la horrible experiencia de Miss Ottram estaba en parte justificada.
—Al fin y al cabo, la vida en Mapperly debe de ser aburridísima —se dijo a sí misma—, y cualquier estúpida que conteste a un anuncio como el que puso Frederick debería saber que se expone a cualquier cosa. En fin, ahora tendrá algo que contar.
De todas formas, cuando al cabo de otras tres noches Emmelia lanzó un nuevo ataque, utilizó como víctima a una enana más madura, y divorciada, una tal Mrs. Fossen que vivía en una casa municipal situada a las afueras de Briskerton. Mrs. Fossen iba a sacar a su chihuahua a la calle para que echase su meada de todas las noches, cuando se vio enfrentada a una figura enmascarada que llevaba un abrigo del que asomaba la mayor yame-entiende-usted que hubiera visto en su vida.
—Era gigantesca —le dijo al inspector Garnet—. Habría jurado que no era posible tenerla tan enorme. Hubiese podido ocurrirme cualquier cosa, de no ser porque tuve la suficiente presencia de ánimo como para cerrarle la puerta de golpe.
—¿Y dice usted que llevaba puesta una máscara? —dijo el inspector, que prefirió no pensar en cuáles podían ser las consecuencias de la inserción de una enorme ya-me-entiende-usted en el cuerpo de una enana, por muy divorciada que fuese.
—Sí, una máscara negra y brillante, verdaderamente espantosa, pero fue la ya-me-entiende-usted lo que…
—Comprendo. Fue muy prudente al cerrar la puerta de golpe y darle dos vueltas al cerrojo. Muy prudente. Bien, y ahora dígame: ¿recuerda haber visto en algún instante un cuchillo como éste?
Y el inspector le mostró un cuchillo de carnicero de gran tamaño, que había sido encontrado en el jardín.
Mrs. Fossen hizo un gesto negativo con la cabeza.
—En tal caso, no la entretendré más. Dos agentes la llevarán a su casa en coche, y vigilaremos cerca de allí hasta que hayamos detenido a este maníaco.
Aquella noche Emmelia se durmió en seguida. Había logrado su objetivo sin necesidad de recurrir a la fuerza. Por otro lado, el cuchillo de carnicero debía de estar dando a la policía buenos motivos de reflexión.
Y acertaba. A la mañana siguiente el inspector Garnet reunió a los agentes para informarles del problema al que se enfrentaban:
—Hemos demostrado tres cosas muy importantes acerca del hombre que tenemos que encontrar. Los expertos forenses han determinado que los gatos que han dormido en la manta que fue utilizada en el caso de Miss Ottram eran siameses, birmanos, atigrados, y, además, un gato persa por lo menos. Luego está lo del cuchillo. Es viejo y gastado, y tenía restos de raíces de dientes de león. Y en último lugar, tenemos las esposas. Evidentemente, están fabricadas a mano, por un fino artesano del metal. Si alguno de ustedes consigue alguna información que nos conduzca a ese amante de los gatos y adicto a los productos de su propio huerto que, además, se entretiene en los ratos muertos trabajando de herrero, podremos dar este caso por concluido.
—Supongo que mi pregunta será mal recibida, pero ¿habría alguna huella dactilar? —dijo el sargento.
—Nada que nos resultara útil. De todos modos, sólo a un idiota se le ocurriría andar por ahí haciendo cosas de esas sin ponerse previamente unos guantes, especialmente en los tiempos que corren actualmente.
—Sólo un auténtico chiflado andaría por ahí dedicándose a violar enanas —dijo el sargento—, sobre todo si se tiene en cuenta que posee un pene del tamaño de un tronco de árbol, a juzgar por los datos que nos dio Mrs. Fossen.
El inspector Garnet le dirigió una mirada desdeñosa.
—En su lugar, yo no me tomaría muy en serio lo que dijo esa mujer. En fin, cualquier persona de su estatura tiene por fuerza que creer que cualquier pene normal es enorme. Es cuestión de perspectiva, y eso de los tamaños siempre es relativo. Si usted midiera lo mismo que un dachshund, también confundiría cualquier lápiz con un cañón.
La policía se pasó varios días seguidos visitando tiendas de animales domésticos y de alimentos naturales, y entrevistó a sus dueños y dependientes, así como a los empleados de varias herrerías. Sus investigaciones no les condujeron, sin embargo, a ningún lado, pero obligaron a Emmelia a actuar con la feroz desesperación que ella hubiese preferido evitar.
Su víctima fue esta vez una tal Miss Consuelo Smith, cuya carta de contestación al anuncio de Frederick hacía pensar que se trataba de una enana ligera de cascos. Pero en esa carta se había olvidado de decir que, además, era una enana con cinturón negro de karate. Fue Emmelia quien tuvo que descubrir personalmente este dato cuando, tras haber telefoneado a Mrs. Smith fingiendo ser el Caballero de Crecimiento Restringido que puso el anuncio por palabras solicitando compañía, se citó con ella frente al Memorial Hall de Lower Busby. El Ford de segunda mano adquirido por Emmelia frenó junto a Miss Smith. Emmelia le abrió la puerta, y la enana entró, para descubrir al punto que aquello no era lo que ella se había imaginado.
—Eh, oiga, pero ¿qué se ha creído? —gritó cuando Emmelia pisó a fondo el acelerador—. Usted no es ningún jodido enano. Usted es un maldito normal.
—Sí, cariño —contestó Emmelia con voz ronca, algo incómoda por el tono con que aquella enana estaba hablándole—, pero me encantan las personas pequeñitas.
—Pues que me muera aquí mismo si alguna vez voy a consentir que me meta mano un coloso. Pare el coche ahora mismo, yo me bajo —gritó Miss Consuelo. Emmelia buscó a tientas su cuchillo.
—Haz lo que te digo, o te rajo —dijo, pero en seguida quedó demostrado que no iba a ser capaz de cumplir su amenaza.
Miss Consuelo empleó una mano para hacer caer el cuchillo al suelo del coche, y la otra para descargar un golpe con el canto en la nuez de Emmelia, que se quedó sin habla y semiasfixiada. Mientras ella trataba de no perder el control del vehículo, Miss Consuelo utilizó tácticas más drásticas incluso, y buscó con sus manos el escroto de su secuestrador. Pero lo que localizó cuando empezó a tantear la entrepierna fue el pene artificial. A diferencia de Mrs. Fossen, su descomunal tamaño no arredró a Consuelo. Todo lo contrario, pensó que había que aprovecharse de las circunstancias y, con la profunda experiencia de una verdadera demi-mondaine, se zambulló hacia él y le clavó los dientes. Pero, para consternación de Consuelo, Emmelia no chilló de dolor, sino que acercó el coche a la cuneta y frenó.
—De acuerdo, puedes bajar —dijo, tras haber recobrado parcialmente la voz.
Pero Consuelo se quedó, dando muestras de una tenacidad que sin duda procedía del nuevo temor que la embargaba. Un hombre que podía seguir hablando con relativa calma después de que le hubiera pegado semejante mordisco en el pene, o era un masoquista más masoquista que el peor masoquista del mundo, o un ser dotado de semejante grado de autocontrol que aquello podía resultar mucho más arriesgado de lo que ella se había temido. Durante un segundo abrió la boca, y luego le pegó de nuevo un mordisco, más fuerte que el anterior. Pero Emmelia ya estaba harta. Se inclinó hacia el lado de Consuelo, abrió ella misma la puerta del coche y, de un empujón, la echó a la cuneta. Luego cerró la puerta y salió a toda velocidad.
Consuelo se quedó sentada en la cuneta, mirando las luces de posición que se iban alejando, cuando de repente se dio cuenta de que tenía una cosa en la boca. Con la repugnancia natural, la escupió y dio rienda suelta a sus emociones.
Diez minutos después, en un estado de horror histérico ante la atrocidad que creía haber cometido, entró tambaleándose en la comisaría de Lower Busby, y poco después se enjuagó la boca con desinfectante puro, para finalmente hacer un intento de explicar lo ocurrido.
—¿Dice en serio que le arrancó de un mordisco la punta del capullo a ese hijo de puta, y que el tipo no soltó ni un grito? —le preguntó el agente, pero pronto se quedó sin palabra porque de la impresión se le había acalambrado la entrepierna.
—Lo digo en serio, y ya estoy harta de repetírselo —dijo Consuelo.
—Vamos a ver. Dice usted que este hombre la recogió en su coche y que intentó violarla…
—Ni pudo intentarlo —dijo Consuelo—. Le di un golpe en la garganta, y luego, como estaba en plena erección, le pegué un mordisco en la punta de esa bestialidad de cosa que tenía, y cuando, tras librarme de él, conseguí por fin bajarme del coche, todavía me quedaba un pedazo entre los dientes.
—¿Un pedazo entre los dientes?
—Pues claro, estúpido, un buen pedazo de su pene —dijo Consuelo. Luego se enjuagó de nuevo la boca—. Lo escupí, y he venido corriendo aquí.
El policía empalideció y cruzó con más fuerza incluso sus piernas.
—La verdad, lo único que se me ocurre decir es que a estas horas anda rondando por ahí un pobre cabrón que debe de estar deseando no haberse cruzado jamás en su camino, Miss Consuelo. Seguro que ya debe de haberse desangrado y que le van a encontrar muerto. El muy desdichado.
Consuelo Smith le miró con odio.
—Lo que faltaba —dijo rencorosamente—. Y encima era un normal. Seguro que si me hubiesen violado y asesinado no sentiría usted tanta compasión como la que ahora parece inspirarle ese cerdo. En cambio, sólo porque le he mordido…
—Bien, bien. Tiene razón. Sólo que…
—Pues era un hombre, y, encima, normal, altísimo…
Pero Consuelo se quedaría más tarde muy confundida cuando el inspector Garnet, con la ayuda de un grupo de agentes, encontró el fragmento de pene de plástico y le dio esa información.
—No te jode —dijo enfurecido Garnet, al ver el glande de plástico—. Justo cuando parecía que ese cerdo no volvería a atacar, y que bastaba darse una ronda por todos los hospitales hasta encontrar alguno donde hubiesen atendido a un tipo al que le faltaba la punta de la polla… Y ahora resulta con que era una polla artificial. ¿Y qué nos dice este nuevo dato?
—Que ese bastardo sabía lo que se jugaba al meterse en esa especie de ratonera humana —dijo el agente de Lower Busby, que seguía caminando de forma muy rara.
—Y un huevo —dijo el inspector, agravando así el trauma del agente—. No necesitamos que venga un comecocos para saber que nos estamos enfrentado a un impotente, un tipo incapacitado para la vida sexual, que ni siquiera es capaz de tirarse a una mujer normal.
—Sería mejor que no lo dijera de esta forma cuando Miss Consuelo pueda oírle. No parece mostrarse muy amable…
—¿Amable? —Esta vez fue el inspector el que tembló—. Después de haber visto lo que es capaz de hacer esa enana con lo que yo diría que es un cruce entre un neumático radial y un pene, jamás en la vida acercaría mis intimidades a menos de dos metros de esa mala puta.
—No me refiero a eso —dijo el agente—. Me refiero a que no le va a gustar que alguien diga que ella no es una mujer normal. Debe ser socia fundadora del Partido de la Liberación de las Enanas. Odia a los hombres, pero sobre todo a los normales.
—Pues que odie a quien quiera, pero ya me dirá usted a mí si lo que le hizo a ese pedazo de caucho es normal o qué.
Regresaron a la comisaría y presentaron la nueva prueba a Consuelo.
—No se preocupe, Miss Smith —dijo el inspector—, seguro que no hay peligro de contagio de la sífilis…
Pero Consuelo no le escuchaba. Tenía puesta toda su atención en el glande de plástico.
—Ya sabía yo que pasaba algo raro —dijo—. No me extraña que no gritase.
—Es evidente —dijo el inspector—, que estamos enfrentándonos a un psicópata sexual al que no se le levanta y…
—Y una mierda. A quien se enfrenta usted es a una mujer —le interrumpió Consuelo.
El inspector Garnet le dirigió una sonrisa afable:
—Desde luego que sí, Miss Smith. Toda una mujer, y muy valiente además.
—No me refiero a mí, necio. Digo que la persona que me atacó es una mujer. No sé cómo no me di cuenta antes. Al principio hablaba con voz grave, pero luego el timbre subió varias octavas.
—Es lógico, después de que usted…
—Mire, listo —dijo Consuelo despectivamente—, esto no es un pene de verdad, ¿no se acuerda ya? Y por eso no gritó.
El inspector se hundió desconsoladamente en una silla.
—¡Claro! ¡Tiene razón! ¡Es una mujer!
—Desde luego que lo es. Además, usaba un tonillo presumido, como si hablara con una persona del servicio.
—Ya. Bueno, teniendo en cuenta todos los factores, me atrevería a decir que esa mujer… —Pero el inspector se interrumpió al notar la mirada despectiva que seguía dirigiéndole Consuelo—. Bien, ahora basta con que encontremos a una lesbiana de clase alta, que tiene gatos, que ha perdido un cuchillo de trinchar la carne y la punta de un pene artificial, y que es habilísima fabricando esposas. No puede haber por ahí muchas mujeres que respondan a todas estas características.
—Además tiene un Ford Cortina, mide un metro sesenta y cinco, pesa unos cincuenta y cinco kilos, y tiene inflamada la muñeca izquierda, lo garantizo.
—Muchísimas gracias, Mrs. Smith. Nos ha ayudado usted de una forma maravillosa. Ahora, un coche de la policía la llevará hasta su casa. Si necesitamos más información…
—Hay que joderse —dijo Miss Smith—, ahora entiendo por qué hay tanto delincuente suelto por ahí. ¿Así trabajan ustedes? ¿No se les ha ocurrido preguntarme cómo diablos me metí en ese coche? ¿O acaso creen que tengo por costumbre subirme a coches de desconocidos sin tener para ello alguna buena razón? Puede que no les llegue a ustedes ni a la cintura, pero me parece que tengo más seso en mi cabeza que el que ustedes esconden bajo esos cascos.
—Yo no llevo casco —dijo malhumorado el inspector, y miró casi con simpatía el fragmento de pene artificial—. Bien, ¿por qué subió al coche?
—Porque había contestado a un anuncio publicado en la Gazette hace algún tiempo, y esta tarde he recibido una llamada telefónica. Era uno de esos anuncios que piden señoras.
—¿Señoras? ¿Qué clase de señoras?
—Señoras como yo, naturalmente —dijo Consuelo, buscando mientras en el interior de su bolso, del que finalmente extrajo el recorte de prensa.
El inspector lo leyó.
—«Caballero de crecimiento restringido busca…». ¿Acostumbra usted contestar esta clase de anuncios?
—Prácticamente cada día, sí —dijo Consuelo—. Si es que no hay día en que no salgan. Últimamente, periódico que cojes, periódico que va lleno de anuncios de enanos que piden compañía… ¿Es que no tiene cerebro?
—No hace falta que se ponga ofensiva —dijo el inspector—, estamos aquí para ayudarla.
—¿Ah, sí? Pues, mire, cuando vuelva a necesitar su ayuda llamaré a los bomberos, sabe —dijo Consuelo recogiendo sus cosas y poniéndose en pie—. Ya sé que soy una persona de crecimiento restringido, aunque prefiero que me llamen enana a secas, pero al menos soy capaz de pensar como un ser adulto, cosa que no todo el mundo puede decir. Bien, ya se apañarán ustedes como puedan.
Hubo un suspiro de alivio generalizado cuando Consuelo se fue.
—Bueno, al menos nos ha dado algunas informaciones bastante útiles —comentó el inspector—. Quiero que vayan a comprobar si las anteriores víctimas habían contestado también a ese anuncio de los cojones.
El sargento cogió la punta del pene de plástico y con expresión reflexiva la dejó caer en el interior de una bolsa.
—Y si conseguimos localizar a unas cuantas enanas solitarias más, bastará con que vigilemos sus casas y, con un poco de suerte, atraparemos a quienquiera que esté dedicándose a molestarlas.
Pero la esperanza concebida tan apresuradamente por el inspector se desvaneció muy pronto. Consuelo Smith se puso al teléfono en cuanto llegó a su casa, dispuesta a vender al mejor postor su relato de lo ocurrido. Y tuvo tanto éxito que cuatro periódicos de Fleet Street aparecieron a la mañana siguiente con grandes titulares que decían: EL OBSESO DE BUSHAMPTON ATACA DE NUEVO A UNA ENANA.
Al mediodía, Briskerton ya estaba repleto de reporteros imbuidos de espíritu investigador, que finalmente lograron de Garnet una declaración en la que se negaba a admitir que el profesor Yapp hubiera sido detenido y condenado injustamente por el asesinato de Willy Coppett.
—Si es como usted dice —preguntó un periodista que había sobornado al telefonista de la policía hasta conseguir que le revelase que Consuelo Smith era la tercera enana que había sido atacada en los últimos días—, ¿le importaría decirme qué medidas piensa adoptar la policía para proteger a los demás enanos de la comarca?
—Sin comentarios —dijo el inspector.
—Entonces, ¿cree usted que no hay ninguna relación entre estos ataques más recientes y el asesinato de Mr. Coppett?
—Desde luego que no —dijo el inspector, que posteriormente sostuvo una horrorosamente prolongada entrevista con el jefe de policía de la comarca, quien sostenía la misma opinión que el periodista.
—Estos nuevos ataques los ha cometido una mujer —dijo el inspector, tratando de defenderse de forma bastante ilógica—. Los expertos forenses nos han proporcionado pruebas que lo corroboran. En esa manta que han podido analizar había huellas de polvos faciales y barra de labios. Y algunos cabellos teñidos.
—Parece que ni siquiera se le ha pasado por la imaginación pensar que la acusación contra el profesor Yapp estuvo basada primordialmente en las pruebas que proporcionó Mrs. Coppett. Si estima en algo su carrera, le aconsejo que vaya ahora mismo a interrogarla. Y digo que ahora mismo, antes de que tengamos en nuestras manos otro maldito caso de asesinato, ¿me oye bien?
El inspector Garnet abandonó el despacho de su superior abrumado por un verdadero instinto homicida.
—Toda la jodida culpa es suya —le gritó al sargento en cuanto llegó a la comisaría de Buscott—. No me hubiese confundido tanto si no hubiera hecho caso de todas esas majaderías que me dijo usted acerca de que aquella mala puta era subnormal, y muy buena persona y que estaba muy enamorada de su maravilloso Willy.
—No mentí. Es tal como se lo dije. Lo juro.
—Pues para su información, le diré que siente tanto atractivo por los enanos que se cargó al necio que tenía por marido, y luego nos obligó a hacer el ridículo brindándonos a Yapp como presunto culpable. Ya ve todo lo subnormal que es.
—¿Y qué me dice del hecho de que el cadáver estuviera en el portamaletas del coche de Yapp, y del asunto de las manchas de sangre de su camisa?
—Sí, una camisa que ella tuvo el cuidado de dejar tendida en el jardín de su casa, para que nosotros la encontráramos allí. En cuanto a lo del cadáver en el portamaletas del coche, ¿no se le ha ocurrido pensar que si Yapp hubiese asesinado a Willy no habría utilizado su propio coche como ataúd durante una semana entera? Para empezar, hubiese metido el cadáver en cualquier otro sitio. En cambio, ella… A ella sí se le pudo ocurrir, a fin de tenderle una trampa a ese maricón de mierda. Y bien, ¿dónde está ahora esa mujer?
—En New House, con los Petrefact —dijo el sargento—. Oiga, por cierto, ¿cómo es que ahora ha cambiado de opinión?
—Las preguntas las hago yo, sargento. Y la primera es… No. Yo mismo le daré la respuesta. Gatos. Siameses, birmanos, un persa y un montón de gatos mestizos. Todos ellos dormitando encima de una manta carísima. ¿No es así?
El sargento le miró boquiabierto. Luego dijo:
—No sé exactamente cuántos tiene, pero podría decirse que Miss Petrefact tiene un hotel para gatos.
—Gracias. En segundo lugar, consoladores y esposas de fabricación artesanal. En Buscott hay una tienda que vende esta clase de productos.
—Los fabrican también allí mismo —admitió el sargento.
El inspector se frotó las manos.
—¿Lo ve? Ya lo sabía. Rosie ha podido obtener todos estos artilugios con suma facilidad.
—Cierto, pero ¿cuál es su motivo?
—La frustración —dijo el inspector, volviendo a su primera teoría—. La frustración sexual. Se casó con un maldito enano, y ella es una mujer condenadamente grande, con unas tremendas exigencias eróticas. Pero él, bueno, lo suyo debía de ser cosa de cinco o seis centímetros a lo sumo. Si Rosie quería más, sus polvos debían de parecer un parto al revés… De modo que ¿qué es lo que Rosie decidió hacer en estas circunstancias?
—Prefiero ni pensarlo.
—Se pasa el día soñando con musculosos gimnastas, luchadores y levantadores de pesas. Supongo que recuerda las fotos que tenía en la cocina. ¿Necesita más pruebas? Rosie se vuelve loca, se carga a su marido y mete el cadáver en el coche del profesor, y cuando consigue que le acusen a él del homicidio, ella empieza a descargar sus frustraciones contra todas las enanas de la comarca. ¿Tengo o no tengo razón?
—Parece una verdadera chifladura.
—Porque ella está verdaderamente chiflada. Bien, vaya ahora mismo a casa de Miss Petrefact y llévese de allí a Rosie sin armar escándalo y de forma que no se entere nadie, y nos la traeremos a Briskerton, y, una vez la tengamos aquí, Miss Rosie Coppett va a cantar como una diva de ópera, y hará una confesión completa, aunque para ello tengamos que pasarnos una semana entera interrogándola veinticuatro horas cada día. ¿Entendido?
—La verdad, eso de llevársela de allí sin armar escándalo lo veo difícil —dijo el sargento—. Miss Petrefact se enterará tarde o temprano, y cuando lo sepa seguro que armará la gorda. Los Petrefact son prácticamente los amos de todo el pueblo, y, encima, Miss Emmelia tiene un primo que es juez. Antes de que haya podido empezar usted a interrogarla tendrá la comisaría llena de abogados reclamando el habeas corpus y…
—He dicho que sin armar escándalo —dijo el sargento—, y quiero que no se arme ningún escándalo.
Luego resultó que no hizo falta ir a New House. Rosie Coppett fue avistada delante de la tienda de animales domésticos Mandrake, y se mostró encantada de aceptar aquella invitación a dar un paseo en un coche de la policía. A las seis de aquella tarde se encontraba en la comisaría de Briskerton, contestando a las preguntas del inspector.