Mientras se llevaban a Yapp a la cárcel donde debería empezar el cumplimiento de la sentencia, la vida de Buscott volvió a su ritmo normal. En realidad, apenas llegó a perderlo. Mr. Jipson había, es cierto, adquirido una extraña y obsesiva manía, y limpiaba concienzudamente su tractor para después ensuciarlo inmediatamente. Por otro lado, en el bar echaban de menos a Willy, pero, dejando esto aparte, el resto del pueblo seguía siendo tan curiosamente próspero como desde el día en que Frederick puso en marcha su anónima producción al servicio de las más retorcidas fantasías de sus clientes.
Para Emmelia, en cambio, todo había cambiado radicalmente. Al salir del juzgado se enfrentaba a nuevas pruebas de que el mundo no era ese lugar encantador que antes imaginaba, sino un sitio espantoso. Croxley estaba bajando a Lord Petrefact en su silla de ruedas por la escalera de la fachada de la casa familiar de Buscott.
—Magnífico resultado —le estaba diciendo a su secretario particular—. Hace tiempo que no me lo pasaba tan bien. Dos malditos pájaros de un solo jodido tiro. A Yapp le sentencian a cadena perpetua, y a Emmelia le dan una buena lección. Aunque, la verdad, no entiendo qué ganas tenía de organizar una escena en el juzgado.
—Quizá porque sabía que Yapp era incapaz de asesinar a nadie —dijo Croxley.
—Tonterías. Pero si ese cerdo estuvo a punto de matarme a mí en Fawcett, con aquella maldita bañera. Siempre he sabido que ese animal tenía tendencias asesinas.
—Todos cometemos errores —dijo Croxley, y de la expresión de su rostro Emmelia dedujo que, en opinión de Croxley, el hecho de que Yapp no llegase a matar a Lord Petrefact con la bañera era uno de esos errores.
—El único error que ha cometido Yapp es el de no haber tratado de cargarse a Emmelia —dijo con rencor Lord Petrefact—. Si hubiese golpeado a esa condenada mujer con un objeto contundente, y después la hubiese rematado con un instrumento afilado, habría podido contar con todas mis simpatías.
—Ya —dijo Croxley, y, a fin de expresar sus propios sentimientos al respecto, dejó que la silla de ruedas bajase rebotando de mala manera los dos últimos peldaños.
—Así se condene, Croxley —gritó el viejo—. A ver si aprende a ir con más cuidado.
Pero, sin hacerle caso, Croxley empujó la silla hasta el coche fúnebre que les estaba esperando. Emmelia, que seguía observándoles, anotó mentalmente que Croxley era un hombre de talentos sin explorar. Según en qué circunstancias, podía resultarle muy útil. Pero, de momento, lo que más le preocupaba era el destino de Yapp. Esa misma noche telefoneó a Purbeck, que ya se encontraba en su piso de Londres.
—Te he llamado a pesar mío —dijo Emmelia—. Pero he decidido pedirte que consigas que se admita el recurso en el caso de Yapp.
—¿Qué dices? —dijo el juez, incrédulo.
Emmelia repitió su petición.
—¿Recurso? ¿Qué recurso? No sé si sabes que no soy ningún abogaducho de mierda. Además, ese tipo tuvo un juicio justo, y fue hallado culpable por una decisión unánime del jurado.
—Da lo mismo. Es inocente.
—Bobadas. Es culpable.
—Te digo que es inocente.
—Di lo que quieras. La cuestión es que, por lo que al sistema legal respecta, es culpable.
—Pero todos sabemos cómo funciona el sistema legal en este país —dijo Emmelia—. Resulta que yo sé que ha sido condenado a cadena perpetua por un crimen que no ha cometido.
—Querida Emmelia —dijo el juez—, puede que opines que ha sido condenado injustamente, pero es imposible que sepas que es inocente. Suponiendo que acertaras, cosa que dudo, sólo el propio Yapp y el asesino pueden saberlo. Eso es lo único cierto. En cuanto a lo del recurso, a no ser que la defensa presente nuevas pruebas…
Pero Emmelia ya no le escuchaba. Colgó y se sentó en la oscuridad, obsesionada por la idea de que, en algún lugar situado al otro lado de la tapia de su jardín, había otro ser humano que sabía cómo, cuándo y por qué había sido asesinado Willy Coppett. Hasta este momento a Emmelia no se le había ocurrido pensar en él, ni tampoco sentir de forma tan tangible su existencia. Y jamás llegaría a saber quién era. Si la policía, con todos sus agentes, no había llegado a encontrarle, era absurdo creer que ella sola lo conseguiría.
De ahí sus pensamientos viajaron hacia zonas inesperadas, hacia un vértice de incertidumbre de intensidad propia de la adolescencia pero que no llegó a experimentar en su propia juventud, demasiado protegida para esta clase de sensaciones. Por vez primera en su vida entrevió un mundo en el que, más allá de la capa de riqueza y privilegios, había gente pobre e inocente. En pocas palabras, el rompecabezas de la estructura social, que hasta entonces era para ella como un inmenso jardín con una base de herbácea junto a la que crecían, a modo de bellas especies perennes, las grandes familias inglesas, se descompuso en mil piezas hasta perder por completo el sentido que hasta entonces había tenido para ella.
Salió al exterior sintiendo en su alma una nueva y loca determinación. Si el mundo en el que la habían criado se estaba derrumbando por momentos, y si su propia familia había demostrado claramente estar formada por una pandilla de cobardes, no le quedaba otro remedio que crear, del modo que fuese, un nuevo mundo para sí misma. Sí, devolvería el honor perdido al apellido Petrefact, aunque, en apariencia, tuviese que hacerlo deshonrándolo. Y estaba decidida a una cosa: el profesor Yapp no cumpliría la sentencia. Daría la vuelta a la llamada justicia, y lograría que le pusieran en libertad.
Tenía conciencia, permanentemente, de esa figura anónima del verdadero asesino. Si diera un paso adelante… No lo daría. La gente que anda por ahí asesinando enanos no suele entregarse a la policía por la simple razón de que otro hombre haya sido condenado por el crimen que ellos han cometido. Con muchos menos motivos, su propia familia había contemplado con deleite cómo se llevaban al inocente Yapp a la prisión, y sólo por salvarse de la mala publicidad que hubiese supuesto el que se diera a conocer lo que producía su fábrica de fetiches. Ahora bien, si no localizaba al verdadero asesino… Emmelia tuvo que interrumpir sus pensamientos debido a la aparición repentina de una docena de enanitos reunidos en torno al estanque de los peces de colores. Durante un momento, en la oscuridad, tuvo la espantosa sensación de que estaban vivos. Luego se acordó de que le había dado permiso a Rosie para que trajera a su casa los adornos que tenía en el jardín de Rabbitry Road. La pobre mujer los había distribuido en torno al estanque, donde su hortera vigor parecía burlarse de la ninfa hermafrodita del surtidor. Emmelia se sentó en un banco rústico y se quedó mirando los grotescos monumentos fúnebres erigidos a la memoria de Willy Coppett. Y mientras los contemplaba, una idea brotó en su mente, creció, y finalmente acabó dando frutos.
Media hora más tarde, Frederick, al que Emmelia llamó por teléfono al club de obreros, se encontraba en pie, delante de su tía, en la sala.
—¿Enanitos? —dijo Frederick—. ¿Por qué diablos te interesan los enanitos?
—Quiero nombres y direcciones —dijo Emmelia.
—¿Y pretendes que te los busque yo?
—Exactamente eso.
Frederick la miró con recelo.
—¿Y no quieres decirme para qué quieres esa información?
—Lo único que estoy dispuesta a decir —dijo Emmelia— es que te interesa mucho proporcionarme todos esos datos. Naturalmente, quiero que lleves a cabo toda la operación de forma anónima.
Frederick meditó acerca de sus propios intereses, que no quería arriesgar, pero no vio de qué modo podían estar relacionados con los enanos.
—Podría telefonear al registro laboral del distrito, pero les parecerá bastante extraño que me niegue a dar mi nombre y mis señas. Además, ¿para qué puedo decirles que me interesan tantos datos sobre enanos?
—Ya se te ocurrirá alguna excusa. Y, desde luego, tienes que lograr que no tengan ni idea de quién eres. Eso es lo primero. Lo segundo es que vas a olvidar inmediatamente que has sostenido esta conversación conmigo. Por lo que a ti respecta, jamás has estado hablando de nada de esto con tu tía. ¿Queda claro?
—Vagamente claro —dijo Frederick.
—En este caso, voy a decírtelo de forma que lo puedas entender mejor. He decidido cambiar mi herencia en tu favor. Hasta ahora siempre había pensado dejar mi parte de los negocios familiares a todos mis sobrinos y sobrinas, en proporciones iguales para todos. Ahora serás tú mi único heredero.
—Muy amable de tu parte, la verdad. Demuestras una gran generosidad para conmigo —dijo Frederick, que empezaba a comprender que hacer lo que la tía Emmelia le pedía era actuar en defensa de sus propios intereses.
Emmelia le dirigió una mirada de antipatía.
—No es en absoluto como dices —dijo por fin—. Simplemente lo hago porque es la única forma de tener garantías de que, pase lo que pase, mantendrás la boca cerrada. En caso de que dijeras algo, revocaría el testamento y no te dejaría ni un céntimo.
—No temas —dijo Frederick con una mueca—. No diré nada. Si quieres enanos, tendrás enanos.
—Sólo quiero saber sus nombres y direcciones, no te confundas —dijo Emmelia, y dicho esto le dio permiso para que se retirase. Una vez sola, comenzó a reunir fuerzas para el siguiente paso. A las doce de la noche salió de la casa cargada con una gran bolsa de la compra y provista de una linterna, y bajó a la fábrica. Una vez allí se coló por una puerta lateral y comenzó a seleccionar cuidadosamente los artículos que le hacían falta. Cuando regresaba a su casa, la bolsa de la compra estaba repleta de consoladores de diversos tipos, dos pares de esposas del departamente de masoquistas, un látigo, unos sostenes sin copa y unas bragas con orificios estratégicos. Emmelia subió a su habitación, lo guardó todo en una cómoda y se acostó con una extraña sonrisa en sus labios. Por primera vez en muchos años se sentía excitada y culpable. Era como si hubiese atracado la despensa de Fawcett House cuando tenía seis o siete años. ¡Cómo odiaba Fawcett House! ¡Y qué extraordinariamente divertido era actuar de forma no respetable! Allí estaba ella, la guardiana de la reputación familiar, dispuesta a restablecer el equilibrio de la santurrona y pecaminosa hipocresía. Por fin actuaba de acuerdo con la verdadera naturaleza de los Petrefact, y, pensando en esto, se durmió poco a poco mientras canturreaba mentalmente una canción cuya letra decía que los vicios ancestrales auguraban terribles guerras futuras.
Durante los siguientes siete días Frederick estuvo muy ocupado tratando de obtener, con ciertas dificultades, los nombres y señas de los enanos del distrito, sin que nadie se enterase de quién era el que pretendía conseguir esa información. Telefoneó a todos los registros laborales de la zona, y gracias a estas llamadas descubrió que, curiosamente, no había escasez de oportunidades de trabajo para los enanos. No logró suscitar el menor interés cuando declaró ser un representante de Disney Productions, que estaba interesada en el proyecto de rodar una nueva versión de Blancanieves con siete enanos de verdad. Luego, cuando manifestó ser un productor de la BBC que quería realizar un documental sobre los enanos considerados como una especie en peligro de extinción, sobre todo tras el asesinato de Willy Coppett, no consiguió tampoco ningún resultado positivo. Al final tuvo que presentarse ante Emmelia con las manos vacías.
—Lo he intentado en todas partes: hospitales, circos, todos los sitios que se me ha ocurrido. Podría probarlo también en la delegación del ministerio de Educación. Es posible que haya cursos especiales para disminuidos de estatura.
Pero Emmelia se enfadó mucho.
—Nada de niños. Aceptaré enanos jóvenes, que hayan dejado atrás la adolescencia, pero no pienso tratar con enanos que no hayan alcanzado la mayoría de edad.
—¿Mayoría de edad? —dijo Frederick, para quien la frase, combinada con la idea de los enanos, tenía connotaciones sexuales de tendencia claramente perversa—. No estarás pensando en…, bueno…
—Aquello en lo que yo pueda estar pensando es cosa mía. En cuanto a ti, búscame los ejemplares que te he pedido.
—Como tú digas —dijo Frederick.
Pero el tema sexual, que había aparecido tan sorprendentemente ahora, la ayudó a resolver por fin su problema. Aquella misma tarde utilizó la columna de Anuncios por Palabras de la Bushampton Gazzette para poner un anuncio que decía que era un Caballero de Crecimiento Restringido que, sintiéndose solitario y estando provisto de medios para vivir de forma acomodada, buscaba una compañera de similar constitución. Luego ponía una lista de aficiones: construcciones, ferrocarriles de juguete y cultivo de bonsais. Y en esta ocasión tuvo suerte, pues al cabo de dos días le llegaron ocho cartas, que se llevó consigo a casa de Emmelia. Ésta las estudió con expresión no muy convencida.
—Hubiese tenido que advertirte que lo que yo busco no son enanas, sino enanos —dijo, y su sobrino creyó que estas palabras eran toda la confirmación que necesitaba para sus sospechas: sin duda, lo que Emmelia buscaba era cierta especie de enano para usos fetichistas.
—Pues me ha costado lo mío reunir a este grupito —protestó Frederick—, y si crees que voy a poner un anuncio diciendo que soy un enano gay que corretea solitario por los bosques en busca de un alma gemela, te aseguro que no lo vas a conseguir. Francamente, ya me resulta bastante desagradable disfrazarme de enano heterosexual, y sólo faltaría que encima tuviese que hacerme la loca.
Emmelia rechazó con un gesto sus objeciones.
—Supongo que no acudiste personalmente al periódico para poner el anuncio —le dijo.
—Desde luego que no —dijo Frederick—. Tendría que haber entrado andando de rodillas, o tratar de convencerles de que, por mucho que yo mida metro setenta y cinco, en realidad tengo la sensación de estar por debajo del metro diez. No, no, llamé por teléfono y pedí que las respuestas me fuesen enviadas a un apartado de correos.
—Bien. Ya veo que tendré que arreglármelas con lo que me has proporcionado. Pero recuerda que, como menciones una sola palabra referida a este asunto ante quien sea, perderás toda posibilidad de ocupar el lugar de tu padre como jefe de esta familia y de su grupo de empresas, aparte de convertirte en cómplice del delito.
—¿Qué delito? —empezó a decir Frederick, pero en seguida cambió de opinión. Prefería no enterarse de nada. Fuera lo que fuese lo que tía Emmelia se traía entre manos, era mucho mejor abstenerse de participar. Y, dicho esto, se fue. Además, para evitar que nadie pudiera complicarle en aquel oscuro asunto, tomó el coche y se dirigió a Londres, en donde preparó urgentemente unas vacaciones en España.
Durante la semana siguiente, Emmelia continuó haciendo sus preparativos. Compró en Briskerton un coche de segunda mano, pasó por los ocho pueblos en los que, según las respuestas que habían enviado al anuncio de Frederick, residían las ocho enanas que contestaron a su solicitud de compañía, y tuvo en general un comportamiento tan extraño que hasta Annie acabó mencionándolo.
—No entiendo qué le ha pasado —le dijo a Rosie, en quien había delegado las tareas de la colada—. Hace años y años que sólo salía al jardín, y ahora anda rondando por ahí como si fuese una cualquiera.
Eso mismo pensaba a veces la propia Emmelia. Tampoco ella sabía qué nombre darle a sus correrías, ni qué se había hecho a estas alturas de su antigua forma de ser, o qué había ocurrido con sus escrúpulos familiares. Sin embargo, lo único que le preocupaba no era el qué, sino el cómo; eso, y la conciencia de que ya no se aburría ni se sentía obligada, por culpa de su falta de ocupaciones, a escribir largas cartas a sus parientes con la idea de conseguir que todos creyeran que era lo que evidentemente no había sido nunca: una anciana dama encantadora y amable.
En lugar de esas características, en estos momentos habían hecho acto de presencia otras muy distintas, unos rasgos ásperos y hasta brutales que eran su paradójica respuesta al golpe que había sufrido su anterior versión blanda y dulzona del mundo, y todo a consecuencia de los sucios métodos que ese mundo había utilizado para condenar a una persona tan necia como inocente. Encima, Lord Broadmoor la había tachado de arpía. Emmelia buscó la palabra en el diccionario y encontró su significado original: «Mujer de fuerza y espíritu masculinos. (Palabra de origen latino que significaba mujer guerrera)». En conjunto, le pareció que ésta era una buena definición de su actual estado de ánimo, y le pareció tranquilizador que los antiguos romanos describieran de este modo a algunas mujeres. Esto bastaba para situarla en una tradición mucho más rancia que la de los Petrefact. Pero a pesar de todo no había podido borrar completamente su anterior personalidad, y por las noches se despertaba aterrorizada cuando estaba soñando en la operación que había planeado llevar a cabo.
Para aplacar el pánico de esos momentos, reforzó su resolución a base de leer The Times de la primera a la última página todos los días, y bajar cada noche al cuarto de las botas, para ver allí la televisión con Annie y Rosie. De estos encuentros con la locura y la violencia del mundo Emmelia salía reconciliada con la relativa bonachonería de sus propios planes. Un hombre había incinerado a veintidós personas en Texas, «para divertirse»; en Manchester, un padre de cinco hijos había violado a una anciana; en Teherán se habían producido nuevas ejecuciones en masa de personas denunciadas por haber «pecado contra Dios»; otro soldado británico había muerto en el Ulster cuando se suponía que trataba de evitar que protestantes y católicos se mataran entre sí; una canguro de catorce años, al ver que el bebé que tenía a su cargo no paraba de llorar, había decidido arrojarle por la ventana. Y como si todos estos actos de violencia insensata no bastaran para convencerla de que el mundo estaba loco, vio también algunas series de televisión en las que los detectives y los sospechosos de diversos delitos caían víctimas de balas disparadas con evidente placer, mientras Annie y Rosie y, seguramente, millones de personas más, lo contemplaban con más placer si cabe.
Emmelia salía de estas sesiones muy tranquilizada. Si el resto del mundo se comportaba tan irracionalmente y sin motivos reales que justificaran tanta chifladura, no tenía por qué preocuparse. Al cabo de un mes, Emmelia había experimentado una transformación interna tan radical que hasta para sí misma era una persona irreconocible. Exteriormente seguía siendo Miss Emmelia Petrefact, la vieja anciana a la que le gustaba cultivar su jardín, cuidar de sus gatos y amar a su familia.
A Yapp no le quedaba casi nada de su pasado. En cuanto llegó a Drampoole, la prisión donde debía cumplir su sentencia, le quitaron su ropa, casi todo su cabello, todas sus posesiones personales, y la ilusión de que los delincuentes no eran más que víctimas del sistema social. Sólo su conocimiento de que la mayor parte de los presidiarios eran miembros de la clase obrera había obtenido una confirmación, y, junto a esto, la experiencia de averiguar qué era lo que pensaba el proletariado de los asesinos de niños. Los frenéticos intentos que hizo por explicar que no había asesinado a nadie, y el hecho de que no era lo mismo un niño que un enano, no le salvaron de ser víctima de los brutales ataques de los dos asesinos de verdad que compartían la celda con él.
—Sabemos muy bien lo que hay que hacer con los cabrones como tú —le dijeron, e inmediatamente se pusieron a hacerle objeto de diversas prácticas sexuales repugnantes y dolorosísimas, que sin duda habían aprendido en la dura escuela de la vida que tanto había venerado Yapp hasta aquel día. A la mañana siguiente ya no sentía veneración alguna, y tampoco se sentía capaz de pedir que le atendiera el médico de la prisión. No le quedaba ni siquiera un resto de voz, y al final de la primera semana seguía hablando sólo en susurros. Fue entonces, sin embargo, cuando los guardianes de la prisión, que sentían evidentemente el mismo odio contra los asesinos de enanos que sus compañeros de celda, decidieron que, por su propio interés, tenían que llevarle al médico para no tener que habérselas con el alcaide de la prisión, que sin duda les hubiera pedido explicaciones al enterarse de que había un cadáver en una de las celdas que ellos controlaban.
—Como sueltes el más mínimo quejido te arrancaré los cojones de cuajo —dijo gratuitamente el más alto de los criminales cuando Yapp salía cojeando de la celda—. Le dices al matasanos que te has caído de la litera, ¿entendido?
Yapp obedeció estas instrucciones.
—¿De la litera? —dijo el médico, proyectando la luz de su linterna hacia el escocido esfínter de Yapp—: ¿Ha dicho litera?
—Sí —susurró muy afónico Yapp.
—¿Y puede explicarme sobre qué cosa cayó exactamente?
Yapp le contestó que no estaba seguro.
—Yo sí lo estoy —dijo el médico, que conocía de sobra a los maricas, y que tenía contra ellos tantos prejuicios como contra los asesinos de niños—. Bien, póngase en pie.
Yapp trató de obedecer, y gimió desconsoladamente.
—¿Y qué le pasa a su garganta? No me diga que es, además, un «garganta profunda»…
Yapp dijo que no sabía qué era eso de ser un «garganta profunda». Cuando el médico accedió a ampliar su vocabulario, el pobre profesor contestó:
—Desde luego que no soy nada de eso. —Su voz afónica expresó toda la indignación de que era capaz—. Me ofende que me acuse de una cosa así.
—En ese caso, ¿le importaría decirme cómo es que tiene la cavidad bucal y las cuerdas vocales en este lamentable estado? —dijo el médico mientras le introducía una espátula en esa irritadísima zona.
Yapp contestó con un gorgoteo.
—A ver si aprendes a tratar de usted al médico —le dijo el guardia carcelario, acompañando sus palabras con un golpe en las costillas.
El médico le quitó la espátula y se volvió a su mesa para redactar el informe.
—Un supositorio vaginal por cada una de las extremidades, tres veces al día —le recetó—. Y, por cierto, ¿no podrían meterle en una celda donde hubiese alguien que no se sintiera tan atraído por los encantos sexuales de esta pobre bestia?
—Como no sea con Watford… —dijo el guardián.
—En fin no nos queda otro remedio —dijo el médico—. De todos modos, tendremos que estar preparados para hacer lavados de estómago.
—Como usted diga.
Yapp fue introducido de un empujón a su celda. Recogió allí sus mantas y fue observado con expectación por sus dos compañeros.
—Me lo llevo a la celda de Watford —dijo el guardián—. Vosotros dos ya os habéis divertido bastante.
—Así aprenderá ese cerdo —dijo el asesino más bajito.
Yapp salió cojeando al pasillo. Sus premoniciones eran espantosas.
—¿Qué pasa con Watford? —preguntó con su vocecilla.
—¿Dices en serio que nunca habías oído hablar del envenenador de Bournemouth? Menudo catedrático. En fin, vivir para ver. Ya te irás enterando —dijo el guardián. Y, al final del pasillo, abrió la puerta de otra celda—. Watford, te he traído compañía.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Watford en cuanto cerraron la puerta. Era un hombre bajo y rechoncho que miraba a Yapp con gran interés.
Yapp, que apenas miró al otro preso, se dejó caer en la cama y decidió, por primera vez en su vida, que lo mejor era ocultar la verdad.
—Seguro que has hecho alguna cosa bastante horrible —prosiguió el alegre Mr. Watford, dirigiéndole una sonrisa radiante desde su cama—. Nunca me traen gente agradable.
Yapp graznó sin llegar a articular ninguna palabra, y se señaló la boca.
—Ah, eres mudo —continuó Mr. Watford—, qué bien. El silencio es oro, como yo digo siempre. Así será todo mucho más fácil. ¿Quieres que te haga un reconocimiento médico?
Yapp negó con la cabeza.
—Bueno, bueno, como quieras. Aunque, no creas, soy mucho más experto que el médico de la prisión, que tampoco es decir gran cosa, claro. Mira, la naturaleza me dotó de todo el talento necesario para que fuera un gran médico, pero mi procedencia social fue un obstáculo insalvable. Mi papá era conductor de tranvías cuando no estaba bebido, y un sádico cuando estaba borracho. Y como mamá tenía que fregar suelos para completar su sueldo, tuve que dejar la escuela a los catorce años. Mi primer empleo fue con un chatarrero. Tenía que separar el plomo de cañerías de lo demás. No creas, el plomo es un metal muy interesante. Gracias a él obtuve mis primeros conocimientos acerca de los efectos fisiológicos de los metales venenosos. El arsénico también es un metal, no sé si lo sabes. Pues bien, de ahí pasé a trabajar con un fotógrafo…
La horrible historia de la vida de Mr. Watford siguió durante un buen rato, mientras Yapp trataba de conciliar el sueño. En otras circunstancias, el catedrático de Kloone hubiera sentido interés y hasta simpatía por su compañero de celda, pero como sabía que en el último capítulo de esa historia su protagonista se convertía en el envenenador de Bournemouth, y que él era la siguiente víctima elegida por el destino, apenas si notó los sentimientos que generalmente provocaba su aguda conciencia social. Por otro lado, sus anteriores compañeros de celda le habían permitido obtener de la forma más traumática un conocimiento de primera mano acerca del funcionamiento del cerebro del asesino corriente. Para sobrevivir en la letal compañía de Mr. Watford no le quedaba otro remedio que establecer una superioridad inmoral sobre aquel monstruo. Sobre todo, tenía que ser diferente y sutil, y declararse autor de algún tipo horrendo de crimen muy especial. Por primera vez en su vida, Yapp se enfrentaba a un problema que era personal, inmediato y real, y que no tenía la más mínima relación con lo político, lo histórico ni lo social.
Cuando le llevaron la cena, Yapp ya había tomado una decisión. Con auténtico asco y una sonrisa horrible, le pasó a Watford su bandeja, sacudió la cabeza y señaló su boca.
—¿Qué pasa? ¿No quieres esta bazofia? —preguntó el envenenador. Yapp volvió a sonreír, y esta vez se adelantó hasta que su cara quedó inquietantemente cercana a la de Mr. Watford.
—Falta sangre —graznó Yapp.
—¿Sangre? —dijo Watford mirando primero la horrible sonrisa de Yapp, luego las salchichas, y de nuevo la sonrisa de su compañero—. Bueno, ahora que lo dices, la verdad es que las salchichas de la prisión no tienen casi carne.
—Sangre de verdad —susurró Yapp.
Mr. Watford se retiró un poco.
—¿Sangre de verdad?
Sangre fresca —dijo Yapp, volviendo a acercársele, como si estuviera persiguiéndole—. Fresca, recién brotada de la yugular.
—¿Yugular? —dijo Mr. Watford, empalideciendo consideradamente—. ¿Qué quieres decir con eso?
Pero Yapp se limitó a sonreír, de forma más horrible incluso que antes.
—¡Me han metido un loco en mi celda! —exclamó Mr. Watford.
Yapp dejó de sonreír.
—No quería ofenderte —dijo apresuradamente Mr. Watford—, sólo quería decir que… —Se interrumpió y dirigió una mirada vacilante a las salchichas—. ¿Seguro que no quieres cenar? Quizá no te sentirías tan… Bueno, a lo mejor te encontrarías más a gusto…
Pero Yapp dijo que no con la cabeza y se tendió de nuevo. Mr. Watford le miró con cautela y comenzó a comer, muy despacio. Durante varios minutos reinó el silencio en la celda, y la tez de Mr. Watford había recobrado parte de su color normal, pero Yapp atacó de nuevo.
—Enanos —gruñó. Un pedazo de salchicha que Mr. Watford estaba acercando a su boca con el tenedor comenzó a temblar aparatosamente.
—¿Qué pasa con los enanos? —dijo Mr. Watford, utilizando esta vez un tono beligerante—. Estoy aquí tomando tranquilamente mi cena y tienes que…
—Pequeños enanos.
—Joder —dijo Mr. Watford, pero con acento apocado. Yapp sonreía de nuevo—. Bueno, bueno. Como tú digas. De todos modos, yo habría dicho que todos los enanos son pequeños.
Pero Yapp no pensaba dejarse ablandar.
—Sangre de pequeños enanos recién nacidos.
Mr. Watford dejó en el plato el pedazo de salchicha y se quedó mirando a Yapp.
—Mira, tío. Estoy tratando de cenar, y el tema de los jodidos enanos recién nacidos y de su maldita sangre no contribuye precisamente a que tenga una buena dig… ¡Dios mío!
Yapp se había puesto en pie y se le acercó un paso. Mr. Watford retrocedió hacia la pared.
—Bien, bien —dijo, temblando de pies a cabeza—. Me parece muy bien que te guste la sangre de los enanos recién nacidos. Lo único que te pido es que…
—Fresca. Recién brotada de sus yugulares —prosiguió Yapp, frotándose sus huesudas manos y mirando fijamente el cuello de Mr. Watford.
—¡Socorro! —gritó el prisionero, que salió disparado de la cama y se fue hacia la puerta—. ¡Sacadme de aquí! Este tipo no debería estar en la cárcel sino en un manicomio.
Pero cuando los dos vigilantes se tomaron la molestia de investigar sus quejas, Yapp estaba tranquilamente sentado en su cama, comiendo salchichas y puré de patata.
—A ver, ¿qué pasa aquí? —dijo uno de los guardias, apartando a Mr. Watford.
—Este tipo está loco. Está completamente loco. Me habéis metido a un psicópata en la celda. No quiere comer, y se pasa el rato diciendo que quiere beber sangre de enanos recién nacidos… —Watford se interrumpió y se quedó mirando a Yapp—. Antes se negaba a comer…
—Pues ahora ya está comiendo, y no me extraña que antes no quisiera hacerlo, teniendo en cuenta que tú andabas cerca —dijo el vigilante.
—Pero todo el rato hablaba de sangre de enanos.
—¿Qué quieres que haga, que hable de arsénico? Además, tú no eres enano, ¿no?
—Me mira como si lo fuese. Y tengo el derecho a hablar de venenos cuando me apetezca. Es mi especialidad. ¿Por qué crees, si no, que estoy aquí?
—De acuerdo, pero también él tiene derecho a hablar de enanos y de sangre —dijo el guardia—. ¿Por qué crees que él está aquí?
Mr. Watford miró a Yapp con renovado espanto.
—Dios mío, no me digas que…
—Exacto, Watford. Su especialidad consiste en asesinar a enanos pequeñitos y hacer con ellos verdaderas carnicerías. El alcaide había pensado que formaríais una buena pareja. Ninguno de los demás lo quiere a su lado.
Pero antes de que Mr. Watford tuviera tiempo de decir que tampoco él lo quería por compañero, la puerta se cerró de golpe, y le advirtieron desde fuera que, como volviese a armar ruido, le castigarían. Mr. Watford se acurrucó en un rincón y sólo se atrevió a subir de nuevo a su cama cuando apagaron las luces.
Entretanto, Yapp había estado meditando sobre cuál debía ser su siguiente paso a fin de conservar su vida. La ocasión se la proporcionó Mr. Watford, que trató de vencer su insomnio a base de masturbarse. Yapp creyó que en esta ocasión lo más eficaz sería adoptar una entonación religiosa, y comenzó a canturrear en siniestros susurros:
—«A todos los sonrosados y horribles enanos, a todos los bajitos gordezuelos y diminutos, a todos los enanos blancuzcos y malvados, a todos los extermina el Señor».
Mr. Watford dejó de masturbarse.
—No soy ningún enano —dijo—. Me gustaría que te entrase esa idea en tu cabezota.
—Los enanos se masturban —dijo Yapp.
—Seguro que sí —dijo Mr. Watford, incapaz de encontrar el modo de discutir la lógica de Yapp, pero preocupadísimo por las consecuencias que pudieran derivarse de su aceptación—. Pero eso no quita que yo no sea un enano.
—Derramar la semilla contribuye a frenar el desarrollo —dijo Yapp, recordando un comentario bastante enrevesado que le oyó pronunciar una vez a su religiosísima tía, hablando precisamente de esta cuestión—. El Señor Dios de la Verdad ha hablado.
Desde su cama, Mr. Watford decidió que lo mejor sería no discutir con aquel chiflado. Si aquel loco con el que se veía obligado a compartir la estrecha celda creía no solamente que él era Dios sino, además, que masturbarse estaba mal y que beber sangre de los enanos pequeñitos estaban bien, allá él con sus problemas. Se volvió hacia un lado, y no consiguió dormirse.
Los horrores de la noche estaban lejos de haber terminado. Tras descubrir los magníficos efectos que se conseguían haciéndose el loco ante un auténtico envenenador que, según la opinión de Yapp, por fuerza tenía que estar verdaderamente loco, el catedrático decidió que tenía que ampliar el tratamiento. Tanteó en uno de los bolsillos de su pantalón y encontró uno de los supositorios vaginales que le había recetado el médico de la prisión, y que aún no había utilizado. Dudó un instante. Comerse un pesario no debía de ser agradable, pero seguro que era mejor que tomarse alguna de las mortales pócimas que Watford mezclaría, tarde o temprano, con la comida. Y, con una resolución que en parte nacía en su ascético pasado, Yapp se llevó el pesario a la boca y empezó a masticarlo ruidosamente. Watford se volvió en su cama.
—Eh —dijo—, ¿qué estás haciendo?
—Como —dijo Yapp, con la boca llena de gelatina y lubricante para el colon.
—¿Y qué diablos tienes que comer a estas horas de la noche? —preguntó Mr. Watford, para quien no había en el mundo nada tan interesante como todo lo relacionado con la ingestión de lo que fuera.
—¿Quieres un poco? —dijo Yapp—. Alarga el brazo.
Pero Mr. Watford no pensaba dejarse engañar.
—Déjalo en el taburete.
Watford cogió lo que Yapp depositó en donde él le había dicho.
—¿Qué coño es esto? —preguntó después de haber repasado aquella cosa con los dedos, sin lograr identificarla.
—Si no quieres, devuélvemelo —dijo Yapp.
Watford vaciló. Le gustaba mucho comer, lo que fuese, pero la experiencia de sus víctimas le aconsejaba ser cauteloso. Por otro lado, tanto la textura como la forma del pesario no parecían muy apetecibles.
—Me parece que me lo guardaré para mañana por la mañana. De todas formas, gracias.
—Nada de eso —rugió Yapp—. O te lo comes ahora, o me lo devuelves inmediatamente. No pienso desperdiciarlos. Sólo me quedan dos.
Watford devolvió el pesario al taburete de forma inmediata.
—Sigue picándome la curiosidad —dijo—. ¿Qué es?
Yapp cogió la cosa e hizo unos ruidos que parecían gorgoteos.
—Cojones de enano —murmuró—. Durante unos segundos no se oyó ningún ruido procedente del lado de Watford, que hacía tremendos esfuerzos para evitar que la cena que había tomado poco antes no volviera a salir por donde había entrado. Luego soltó un aullido de repugnancia y saltó de la cama para ponerse a aporrear la puerta de la celda con el taburete. Los demás presos de la galería comenzaron a sumar sus propios ruidos a aquel estruendo. Mientras, Yapp escupió al retrete el resto de pesario que le quedaba en la boca, se enjuagó la boca y tiró de la cadena.
Yapp estaba pacíficamente tendido en su cama cuando se abrió la puerta y Watford se lanzó a los brazos de los guardias. Esta vez no dio ninguna explicación. Para asegurarse de que se lo llevaban a la seguridad de una celda de castigo, se limitó a golpear con el taburete la cabeza de uno de los guardias, y a darle un buen mordisco al otro.
Había empezado la conversión de Yapp a la realpolitik carcelaria. Y este proceso continuó a la mañana siguiente. Llamado por el alcaide para que explicara de qué modo había contribuido a que el envenenador de Bournemouth pasara de ser un preso odiado a un preso demente, manifestó que, tras haber meditado sobre la cuestión, opinaba que la enfermedad de Watford, que antes de su ingreso en la cárcel de Drampoole se había manifestado en forma de un intento libidinoso de ocupar vicariamente el lugar del padre en relación con su propia madre mediante la eliminación química de aquellos a quienes él veía como imágenes de su padre, se había agravado a consecuencia de la metamorfosis ambiental que había sufrido en prisión, y ahora se había transformado en una esquizofrenia paranoide terminal que era el resultado obvio de su prolongado encarcelamiento así como de la total ausencia de relaciones sociosexuales normales.
—Conque sí, ¿eh? —dijo el alcaide, tratando desesperadamente de mantener su autoridad ante este ataque de jerga sociopsicoanalítica. Yapp se permitió el lujo de manifestar otras opiniones igualmente meditadas en torno al tema del encarcelamiento por períodos indefinidos, contemplados desde el punto de vista de la psicología de la Gestalt, hasta que finalmente el alcaide descargó una patada contra el suelo y ordenó que se lo llevasen a su celda.
—Por todos los santos —murmuró el alcaide ante el vicealcaide—. Si no hubiese escuchado todo eso con mis propios oídos, no hubiese creído posible que pudiera haber gente así.
—Pues yo lo he escuchado con los míos, y sigo sin creer que esto haya sucedido —dijo el vicealcalde, que había ocupado este mismo cargo en Irlanda del Norte y estaba curado de espantos—. No olvide el historial de este tipo. Es un extremista fanático, y el clásico organizador de jaleos. Como le dejemos suelto, en menos que canta un gallo habrá conseguido que todos los asesinos que tenemos encerrados aquí se pongan a escribir guarradas en las paredes con sus propios excrementos, y a exigir que se les conceda el estatus de terrorista.
—Y pensar que ésta era una cárcel pequeña y tranquila —suspiró el alcaide mirando entristecido el retrato autografiado—. Sea como fuere, ahora ya sabemos qué ha sido lo que ha sacado de sus casillas a ese espantoso envenenador. Imagínate lo que significa estar encerrado en una misma celda con un tipo que usa esa clase de vocabulario.
Al cabo de un par de días el alcaide escribió una carta oficial al ministerio del Interior en la que pedía con urgencia que el profesor Yapp fuese trasladado a una cárcel de máxima seguridad para miembros de la clase profesional.