Pero si todo parecía estar conduciendo a Yapp a un terrible destino, había una persona que se sentía cada vez más convencida de que era inocente. Desde que Rosie Coppett dejó la casa de Rabbitry Road para clavar sus carteles de musculosos luchadores en las paredes de un dormitorio del último piso de la mansión de los Petrefact, Emmelia había estado interrogándola casi diariamente acerca de los acontecimiento anteriores y posteriores a la muerte de Willy. Y a cada nuevo relato —una vez le echó a la taza de cacao de Rosie un buen chorro de whisky— Emmelia fue convenciéndose más de que el autor de la muerte de Willy no era Yapp.
Para llegar a esta conclusión se había basado en dos cosas. Por un lado en que, tras haberse quitado de encima su antiguo manto de inocencia, era mucho más capaz de captar esta cualidad en las demás personas. Por otro lado, en que todos los datos proporcionados por Rosie con su relato, y que habían servido para que la policía creyese que Yapp era el homicida, habían conducido a Emmelia a pensar justamente lo contrario. El hecho de que Yapp se hubiese pasado un buen rato arengándola acerca de la iniquidad de la jefa que la explotaba en su trabajo de jardinería, mientras el cadáver de Willy se iba pudriendo en el portamaletas de su Vauxhall, sólo podía obedecer a una de estas dos circunstancias: o Yapp era un loco capaz de desafiar las circunstancias más desfavorables, o era absolutamente inocente. Del mismo modo, sólo un idiota redomado hubiera regresado junto a la viuda del enano que acababa de asesinar con toda la ropa manchada con la sangre de la víctima. Y, aunque por lo poco que le conocía estaba convencida de que Yapp era efectivamente un idiota redomado, tampoco le había parecido que llegase a tales extremos de subnormalidad.
Fuera como fuese, a pesar de las instrucciones de la policía, Rosie le aseguró tajantemente que Yapp no se había acostado con ella ni una sola vez.
—Cada vez que yo le ofrecía un extra, él me decía que no —le dijo Rosie a Emmelia.
A ésta le costó algún tiempo averiguar qué era eso de los extras, y cuando descubrió de dónde había sacado Rosie esa palabra se fue inmediatamente a hablar con los de la Asesoría Matrimonial para decirles que no veía la razón por la cual se dedicaban a fomentar lo que ellos llamaban relaciones sexuales extraconyugales, y que ella, Emmelia, prefería calificar, más sucintamente, de adulterio.
El resto del relato de Rosie inducía a pensar lo mismo. Aunque Yapp fuera un hombre de orígenes proletarios y opiniones socialistas, se había comportado como todo un caballero, con la sola excepción del momento en que, según la policía, agarró a Willy por su cuenta y le mató. Aunque Emmelia había conocido a unos cuantos supuestos caballeros capaces de matar a uno o varios enanos, Yapp no parecía pertenecer a esta categoría. Por muy revolucionarias que fuesen sus ideas, no parecía un asesino. Tal fue la conclusión a la que llegó Emmelia, y nada pudo apartarla de ella.
Rosie opinaba justamente lo contrario. De esta forma su vida —siempre privada de brillantez, y más aún desde la muerte de Willy— sadquiría una aura que hasta entonces sólo había encontrado en las páginas de sus revistas sentimentales. Además, esta convicción satisfacía a los policías y a los abogados que la interrogaron en diversas ocasiones. Para el día en que tenía que empezar el juicio Rosie estaba tan completamente programada que casi se sentía dispuesta a jurar que ella misma había matado a Willy, con tal de tenerles a todos satisfechos, y cuando el inspector Garnet se presentó para llevársela al juzgado de Briskerton tuvo una desagradable sorpresa porque se la encontró vestida con sus mejores galas.
—Vaya por Dios —dijo Garnet, tapándose los ojos para no pestañear ante aquel chillón vestido de color cereza, adornado con una boa que Rosie había heredado de su madre, quien a su vez la heredó de la suya.
—No puede entrar en la sala vestida así. Seguro que Lord Broadmoor cambia de opinión en cuanto la vea, y hasta podría ser que la condenara por escándalo público.
—Podríamos buscarle alguna cosa más adecuada —dijo el agente que acompañaba al inspector.
—¿Y dónde, si puede saberse?
—Hay una empresa funeraria que pertenece a unas partidarias de la Liberación Feminista. Está en Crag Street. Allí tendrán ropa de luto.
De este modo, Rosie fue conducida a la tienda, y le pusieron ropa más acorde con su viudez.
La proximidad de todos aquellos ataúdes la había conmovido muchísimo, y, además, iba vestida como una persona embargada por el dolor de la reciente pérdida.
—Era tan pequeñito el pobre Willy —dijo sollozando cuando entró en la habitación donde esperaban los testigos.
Entretanto, en la sala del tribunal Emmelia observaba el desarrollo de la vista. En realidad, aquello no parecía un juicio. Ya se había encargado de eso el propio Lord Broadmoor. Cuando Yapp declaró que pensaba llevar personalmente su propia defensa, el juez montó en cólera.
—¿Que piensa llevar qué? —preguntó, cuando Yapp se calló.
—Mi propia defensa —repitió Yapp.
Lord Broadmoor entrecerró los ojos para escrutarle.
—¿Está usted sugiriendo quizá que los abogados no pueden proporcionarle los mejores servicios que pueda obtener una persona de su posición?
—No digo eso. He tomado esta decisión basándome en otras consideraciones.
—Conque sí, ¿eh? Pues mi decisión de que permanezca usted durante toda la vista esposado a un agente se basa en que no tengo intención de permitir que ningún asesino se escape de esta sala. ¡Espósele, agente!
Mientras Yapp trataba en vano de rechazar el intolerable prejuicio que había llevado al juez a llamarle asesino, un agente le esposó a su propia muñeca.
—¡No tiene ningún derecho a llamarme asesino! —insistía Yapp.
—Yo no le he llamado asesino —replicó el juez Broadmoor—. Lo único que he dicho es que no pienso permitir que ningún asesino se escape de esta sala. Si usted decide llamarse asesino a sí mismo, no soy yo quien va a impedírselo. Bien, la acusación tiene la palabra.
Desde la tercera fila de los bancos destinados al público, Emmelia no prestó apenas atención al fiscal. Estaba estudiando la pálida figura que ocupaba el banquillo de los acusados con los ojos de una mujer que, hasta hacía bien poco, se había pasado la vida acosada por una conciencia escrupulosa y convencida de que era una persona buena. Ahora que se conocía mejor a sí misma, podía reconocer en el rostro de Yapp sus antiguos síntomas. Aparecían en él atenuados, naturalmente, pues el profesor no poseía, como ella, una inmensa fortuna, ni tenía tampoco la seguridad de que jamás sufriría la pobreza. No obstante, la actitud desafiante de Yapp, y su negativa a aceptar el terrible destino que se cernía sobre él, brotaban de una auténtica convicción. La arrogancia que Yapp mostró durante el juicio fue suficiente para convencer definitivamente a Emmelia de su inocencia.
Y suficiente, también, para convencer a Lord Broadmoor de lo contrario. A medida que avanzaba el proceso, la repugnancia que le inspiraba el detenido fue apareciendo cada vez más claramente. Cuando Yapp intentó levantarse del banquillo para interrogar al médico forense, el Dr. Dramble, que acababa de dar su testimonio sobre las heridas que encontró en el cadáver de Willy Coppett, el juez dijo:
—Oiga usted, ¿quién le ha mandado moverse de su sitio?
—Tengo derecho a interrogar al testigo —dijo Yapp.
—Lo tiene —dijo el juez—, desde luego que lo tiene. No cabe la menor duda de que lo tiene. Pero no es eso lo que le he preguntado. Si no me equivoco, y creo que no, le he preguntado que quién le ha mandado moverse de su sitio. Y repito mi pregunta.
—Voy a interrogar a ese testigo —dijo Yapp.
Lord Broadmoor se quitó las gafas y empezó a limpiarlas.
—Usted, de momento, no va a ninguna parte. Si se empeña en hacerle preguntas a este caballero que se ha presentado como testigo en calidad de experto forense, tendrá que hacerlo desde su banquillo. No voy a permitir que un policía inocente sea arrastrado de la muñeca por toda la sala, sólo para que usted pueda divertirse un rato. No me cree más problemas, se lo advierto.
Y el juicio continuó. Yapp tuvo que lanzar sus preguntas a gritos desde su banquillo, y Lord Broadmoor replicó diciéndole al acusado que no armase tanto ruido y que no tratara de intimidar a los testigos con aquel vocerío. Entretanto, Emmelia observó los acontecimientos convencida de que, en cierto modo, ella era responsable de lo que estaba pasando allí. Quizá no fuera personalmente, pero sí como miembro de aquella familia, los Petrefact, cuya enorme influencia estaba recayendo con todo su peso sobre las espaldas de Yapp. Antiguamente, su vida recluida y la locura de la oscura grandeza familiar, impidieron que tuviera conocimiento de la existencia y eficacia de esa influencia. Pero toda aquella ceguera quedó destruida con la visión de su imagen reflejada en aquel escaparate. Ahora se sentía identificada con la persona que su hermano había elegido para enviar a Buscott y, desde allí, destruir la reputación de los Petrefact. Todo aquello resultaba extraño y nauseabundo, pero cuando se fue del juzgado, una vez terminado el primer día de sesiones, Emmelia pudo disfrutar de la visión de Lord Petrefact, bajado con incómodos traqueteos y sobresaltos por la escalera que daba a la calle.
—Querido Ronald —le dijo Emmelia con esa profunda duplicidad que tan fácil le resultaba ahora—, no te he visto entre el público. ¿Estabas ahí?
—¡Qué iba a estar, joder, qué iba a estar! —dijo el viejo, empleando el tipo de expresiones que solían molestar a Emmelia. Pero ésta se limitó a mirarle de forma sonriente.
—¡Qué tonta soy! Ya no me acordaba de que tú vas a ser uno de los testigos —dijo Emmelia mientras Croxley empujaba la silla de ruedas hacia el coche fúnebre—. Por cierto, no sé si te has enterado de que el profesor Yapp ha estado llevando su defensa magníficamente bien, en mi opinión.
Lord Petrefact emitió unos ruidos que debían entenderse en el sentido de que el Jodido Profesor podía meterse su Jodida Defensa en su Jodido Culo, en caso de que le cupiera, y si no, mejor.
—Cuantos «jodidos» de golpe —dijo Emmelia, simpatizando con él—. A juzgar por tu modo de expresarte se diría que la próstata vuelve a traerte de cabeza.
—Al carajo mi jodida próstata —gritó Lord Petrefact.
—Otro. Y van cuatro «jodidos» —dijo Emmelia—. Como sigas utilizando esta clase de palabras cuando declares como testigo, el jurado pondrá muy mala cara.
—Que se joda el jurado.
—¿Dónde te alojas?
—En casa de Reginald Pouling.
—Ah, uno de esos diputados que comen de tu mano. Fantástico. Debe de ser la mar de agradable.
Pero Lord Petrefact ya había ordenado al conductor de su coche fúnebre que lo pusiera en marcha, y la dejó plantada en la acera. Emmelia se alejó de allí caminando, sumida en sus reflexiones. Uno de los posibles enemigos de Yapp quedaba prácticamente anulado. De modo que se puso a pensar en los demás, pero sin grandes esperanzas. ¿Por qué, por ejemplo, no había querido Yapp pedirle a ella que declarase? Al fin y al cabo, había ido a verla a su casa, y llevaba el cadáver en su Vauxhall… Aunque claro, él creía que no había llegado a encontrarla. Imaginó que era un empleado suyo, el pobre y explotado jardinero. En fin, éste era un error fácilmente subsanable. Dio media vuelta y se fue al juzgado, en donde pidió que le permitieran hablar con el acusado. Como el funcionario al que le hizo esta petición era un empleado de la compañía del gas, encargado de la lectura de los contadores, Emmelia tardó un buen rato en averiguar que a Yapp se lo habían llevado a la comisaría de Briskerton.
Finalmente se encaminó hacia allí, y poco después comenzó a explicarle al jefe local de policía que, en efecto, ella era Miss Petrefact, y que tenía nuevas pruebas que podían ejercer una profunda influencia en el resultado del proceso. Pero ni así fue fácil ver a Yapp.
—Mire usted, no es un prisionero dispuesto precisamente a cooperar —le dijo el jefe de policía. Su opinión fue confirmada de inmediato por Yapp, que mandó recado de que ya había visto a suficientes chupasangres Petrefact para lo que le restaba de vida, y que de todos modos, como aquello, más que un juicio, era un auto de fe, cualquier prueba que ella quisiera ofrecerle no le serviría de nada, con lo cual, le estaría muy agradecido si le hiciese el favor de transmitir esos nuevos datos al fiscal.
—Ese tipo está chalado —dijo Emmelia, pero se fue de la comisaría más convencida que nunca de su inocencia.
Los acontecimientos del día siguiente fueron para ella una nueva confirmación de sus ideas.
El fiscal sacó su triunfo, Rosie. No podría decirse que Rosie Coppett, con su disfraz de viuda inconsolable, causara muy buena impresión. Para Lord Broadmoor, era difícil creer que una mujer tan voluminosa hubiese podido estar casada con un enano. Para el jurado, era absolutamente imposible que una mujer tan subnormal pudiera suscitar en nadie, y mucho menos en un catedrático, una pasión tan intensa como para proporcionarle motivos suficientes para cometer un asesinato. Pero, para Yapp, la visión de Rosie, sus palabras, bastaron para reavivar sus viejos sentimientos de compasión y emoción, los cuales, unidos al atractivo de su físico, acabaron convirtiéndole en un ser muy vulnerable. Ahora aquel mismo proceso volvió a producirse, con la ayuda de Lord Broadmoor, y cuando Yapp se puso en pie para interrogarla acerca del adulterio de cuya culpabilidad la policía había llegado a convencerla, el juez decidió intervenir.
—Mrs. Coppett ya ha padecido bastante en sus manos como para que podamos tolerar ahora que la someta usted a una inquisición en torno a los actos físicos que constituyen adulterio —dijo—. Este tipo de interrogatorio, tan sórdido como abrumador para la testigo, me parece una verdadera ofensa. Le ordeno que se abstenga de formular esa clase de preguntas.
—No obstante, dudo que ella sepa el significado de lo que acaba de declarar —replicó Yapp.
El juez se volvió hacia Rosie:
—¿Conoce usted el significado de lo que ha declarado? —le preguntó. Rosie hizo un gesto de asentimiento—. ¿Cometió usted adulterio con el acusado?
Rosie volvió a hacer un gesto de asentimiento. El guapo policía le había dicho que así era, y ella sabía que los policías no dicen mentiras. Su mamá siempre le había dicho que, en caso de perderse, fuese enseguida a buscar a un policía. Ahora estaba perdida, muy perdida, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Siendo así —dijo el juez, dirigiéndose al jurado—, pueden ustedes dar por establecido que el acusado y la testigo cometieron un acto de adulterio.
—No es cierto —dijo Yapp—. Está usted acusando falsamente a Mrs. Coppett de un acto que, no siendo delictivo, es no obstante…
—Yo no estoy acusando a Mrs. Coppett de nada —gruñó el juez—. Ella ha admitido abiertamente, y con una franqueza que dice mucho más en favor de ella que en favor de usted, que cometió adulterio con usted. Me parece ahora evidente que sus intentos de hacer que la testigo vacile para posteriormente desacreditar su testimonio, y, encima, a base de revolver repugnantes detalles sexuales implícitos en el acto mismo del adulterio, no solamente demuestran su vileza sino que tratan de un asunto que no incumbe a este tribunal.
—Tengo derecho a demostrar que no es cierto lo que ha afirmado la acusación. Que no hubo adulterio —dijo Yapp.
Pero Lord Broadmoor no le hizo ningún caso.
—Está usted aquí porque se le acusa de homicidio. No vaya a creer que esto es un tribunal de divorcio. La cuestión del adulterio no tiene relación con el delito del que se le acusa.
—No, pero ha sido utilizada por el fiscal para argumentar cuál fue el motivo que supuestamente me impulsó a cometer ese delito. La acusación afirma que asesiné a Mr. Coppett precisamente porque yo era el amante de su esposa. De modo que la cuestión del adulterio parece estrechamente relacionada con el caso.
—Mire usted —dijo Lord Broadmoor, que hacía tiempo que había perdido la paciencia—, su defensa tiene que consistir en convencer al jurado de que las pruebas que se presentan contra usted carecen de fundamento, no son verdaderas, y son insuficientes para servir como base de un veredicto de culpabilidad. Sea tan amable de continuar su interrogatorio sin hacer nuevas referencias a lo del adulterio.
—Pero es que a mí me parece que ella no entiende lo que significa en realidad esa palabra —dijo Yapp.
El fiscal se puso en pie.
—Señoría. La prueba H, en mi opinión, contribuirá a que salgamos de este atasco.
—¿La prueba H?
El fiscal alzó en el aire el corsé mutilado que utilizó Rosie la noche de los extras, y lo zarandeó ante las narices de los miembros del jurado.
—Santo Cielo, hágame el favor de retirar esa cosa de mi vista —dijo Lord Broadmoor con voz afónica. Luego miró a Yapp—. ¿Niega usted que la testigo se puso ese…, bueno, esa prenda y la usó en su presencia, tal como ella misma ha reconocido?
—No lo niego —dijo Yapp—, pero…
—No me venga a mí con peros, oiga. Bien, el acto de adulterio ha quedado demostrado. Puede continuar usted su interrogatorio de la testigo, pero voy a advertirle una cosa. No le consentiré ni una pregunta más sobre los actos físicos que hubo entres ustedes dos.
Yapp miró desesperado a todos los presentes en la sala, pero no encontró apoyo en ninguna de las caras que le miraban. En su silla de testigo, Rosie había empezado a llorar inconteniblemente. Yapp hizo un gesto de abandono.
—No haré más preguntas —dijo, y se sentó.
Entre el público, Emmelia se estremeció. El cambio que había empezado ante el escaparate no había dejado de ir profundizándose. Si entonces tomó conciencia de que era una mujer rica, protegida y, además, bastante engreída, ahora estaba presenciando unos acontecimientos tan alejados de toda noción de justicia y verdad que se sintió obligada a intervenir. Impelida por la clásica arrogancia de los Petrefact, se puso en pie.
—Señoría —gritó—. Tengo que dar una información ante este tribunal. La mujer que está dando testimonio en estos momentos es empleada mía, y jamás ha cometido…
No pudo seguir.
—¡Silencio en la sala! —rugió Lord Broadmoor, aireando así los sentimientos suscitados por aquel extraño corsé visto momentos antes—. Llévense de aquí a esa arpía.
Durante un instante, Emmelia se quedó tan conmocionada que no fue capaz de encontrar respuesta. Jamás, en medio siglo, le había hablado nadie en tales términos ni en ese tono. Para cuando recobró la voz ya estaban llevándosela a empellones de la sala.
—Una arpía, ¡sí! —gritó volviéndose al juez—. Sepa usted que soy Miss Petrefact, y que esto no es un juicio sino un verdadero travestí de la justicia. Exijo que se me escuche.
Las puertas de la sala se cerraron a sus espadas y su protesta apenas llegó a oírse en el interior.
—Llame al siguiente testigo —dijo el juez, y Mr. Groce, el dueño del Horse and Barge, apareció en la sala para declarar que Willy Coppett había dicho, en su presencia, que el acusado estaba liado con su esposa, Mrs. Rosie Coppett. Pero Yapp no prestaba ya atención. Estaba demasiado preocupado por la figura extraña y vagamente familiar que había intervenido desde los bancos del público, una mujer que afirmaba ser Miss Petrefact pero cuya voz… Sí, ¿qué importaba? Lo esencial era que había dicho que el proceso era un travestí de la justicia. Y así era, en efecto, pero que un Petrefact dijera eso en un juzgado y ante todo el mundo suponía que toda su teoría de la conspiración podía ser un error. Todavía trataba de encontrarle solución a este problema insoluble cuando el fiscal terminó su interrogatorio de Mr. Groce.
—¿Tiene que hacerle alguna pregunta la defensa a este testigo? —preguntó Lord Broadmoor. Yapp dijo que no con la cabeza, y Mr. Groce se retiró.
—Llamen a Mr. Parmiter.
Y el hombre del garaje salió a declarar y confirmó las palabras de Mr. Groce. Yapp tampoco quiso interrogarle.
Aquella noche, en su celda, Yapp sucumbió a las dudas de las que había estado huyendo durante toda su vida. La intervención de Emmelia no era sólo una amenaza contra su capacidad de defender su inocencia frente a la acusación de homicidio que pesaba sobre él. Era, sobre todo, una amenaza contra la doctrina social que constituía la base de su inocencia misma. Sin una conspiración que sostuviera sus ánimos y sus teorías, no había lógica alguna para su situación; es más, ya no cabía confiar en sus teorías de progreso social y avance histórico, por las que estaba padeciendo aquella forma moderna de martirio. Y, si todo eso fallaba, no le cabía más remedio que pensar que estaba siendo víctima de una serie caótica y fortuita de circunstancias que su cerebro no era capaz de explicar. Por vez primera en su vida, Yapp se sintió completamente solo en medio de un universo amenazador.
A la mañana siguiente, ojeroso y hundido, oyó a Lord Broadmoor decirle que le correspondía el turno a la defensa. Tenía que resumir sus conclusiones y convencer al jurado de su inocencia. Pero él se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza. Dos horas más tarde el jurado emitió su veredicto de culpabilidad, y el juez se volvió de nuevo hacia Yapp.
—¿Tiene usted algo que decir antes de escuchar la sentencia?
Yapp trató de recordar sus viejas denuncias del sistema social y de la explotación capitalista, el discurso que había preparado días atrás, pero no pudo articular palabra.
—Jamás en mi vida he matado a nadie, y no sé por qué estoy aquí —murmuró desde su asiento. Entre los que estaban escuchando, sólo Emmelia, de incógnito tras un velo negro, le creyó. Lord Broadmoor pensaba de otra manera, y tras lanzar una serie de vitriólicas parrafadas acerca de los peligros que trae consigo la manía de dar una educación universitaria a los miembros de la clase obrera, y después de haber atacado a todos los profesores universitarios, funesta especie donde las haya, y de quejarse de los malditos estudiantes, sentenció a Walden Yapp a cadena perpetua, y se fue alegremente a comer.