No era la única persona que se sentía extraña. Para Lord Petrefact, las cosas habían cambiado manifiestamente. Había pasado felizmente una hora, esperando el regreso de sus parientes, y obsequiando a Croxley con repugnantes y odiosos recuerdos de su malcriada infancia y sus vacaciones en aquella casa. Le contó que le había pegado un tiro a uno de los ayudantes de jardinero, con una escopeta de aire comprimido, mientras el pobre blanco estaba agachado sobre unas cebollas, y luego que fue en el estanque de esa misma casa donde, por primera vez en su vida, ahogó a un pequinés, un ejemplar que era el favorito de su tía.
Pero luego llegó la familia. Lord Petrefact les miró a todos con su expresión más repulsiva, y se llevó una sorpresa cuando se encontró con que no le respondían con el mismo desprecio.
—Querido Ronald, cuánto me alegro de encontrarte con tan buen aspecto —le dijo el juez, con una alegría que parecía estar mostrando por vez primera en su vida. Y antes de que Lord Petrefact hubiera podido recobrarse de la conmoción, comenzó a sentirse abrumado por los casi alarmantes buenos tratos de que estaba siendo objeto por parte de todos. Osbert, que en más de una ocasión había declarado que estaría dispuesto a matarle personalmente, le dirigía ahora una mirada resplandeciente.
—Qué magnífica idea has tenido con lo de encargar que escriban la historia de la familia —dijo sonriente—. Me extraña que no se le hubiera ocurrido antes a alguien.
Incluso Randle irradiaba una buena voluntad que en general reservaba para sus tratos con los bichos de su granja de monstruos.
—Eres la imagen misma de la salud, Ronald, te lo aseguro —murmuró Randle. Mientras, Fiona, reprimiendo la repugnancia que le inspiraban los hombres, le dio un beso en la mejilla. Durante un terrible momento Lord Petrefact sólo pudo deducir que se encontraba mucho más enfermo de lo que se imaginaba, y que aquella asombrosa cordialidad anunciaba su conocimiento de que pronto estaría enterrado. Mientras ellos daban vueltas a su alrededor y Croxley empujaba la silla de ruedas hacia la sala, Lord Petrefact hizo acopio de todo su odio y les gritó:
—No me encuentro bien, en absoluto. De hecho, estoy muy mal de salud, pero os aseguro que no pienso morirme en el momento en que a vosotros os convenga. Me interesa mucho eso de la historia de la familia, y resistiré lo que haga falta.
—También nos interesa muchísimo a nosotros —dijo el juez—. Te lo aseguro.
Un murmullo de confirmación de sus palabras brotó de todas las gargantas del grupo. Lord Petrefact se pasó su seca lengua por los labios. Esa aceptación era lo último que jamás se hubiera podido esperar. Y lo que menos hubiera deseado.
—¿Y no os importa que la escriba el profesor Yapp?
Por un instante, a Lord Petrefact le pareció captar cierta vacilación, pero el juez dio al traste con todas sus esperanzas:
—Tengo entendido que es uno de esos radicales —dijo—. Pero seguro que sólo es un perro ladrador.
Lord Petrefact tenía ahora la misma opinión. Si la presencia de Yapp en Buscott no había producido más resultado que esta extrañísima amabilidad por parte de sus parientes, seguro que era muy poco mordedor.
—¿Y os parece bien a todos que se le autorice pleno acceso a los documentos familiares?
—De otro modo no podría escribir bien el libro, me parece —dijo Randle—. Y no me extrañaría que fuese un libro que se vendiese bastante. Ahora mismo estaba Osbert recordándome la estratagema que utilizó el tío Oswald para conseguir que los japoneses le dieran a él el contrato de aquel dique flotante. Al parecer, convenció a tía Georgette de que se metiera una noche en la habitación de un japonés, cuando volvía del retrete, y…
Lord Petrefact escuchó el relato con cierta ansiedad. Si Randle estaba dispuesto a que se publicaran cosas como ésta, también estaría dispuesto a que saliera a la luz cualquier otra cosa. De nuevo tuvo la sospecha de que estaban arrinconándole.
—¿Y qué me decís de esa propensión que tenía Simeón Petrefact por las cabras? —preguntó, tratando de tantear el estado de ánimo de la familia recordándoles a todos lo más repugnante que pudo recordar en ese momento.
—A mí me contaron que le tentaban mucho más si estaban muertas —dijo Osbert—. Todavía calientes, pero muertas.
Lord Petrefact le miró boquiabierto, y los nudillos con los que se sujetaba a los brazos de la silla de ruedas se le empalidecieron. Algo horrible estaba ocurriendo. Y si no era eso, estaban tomándole el pelo porque confiaban en que la grosera historia de Yapp no llegaría a ser publicada jamás. Pero muy pronto frustraría esa confianza.
—Bien, pues. Ya que todos estáis de acuerdo, lo más adecuado sería, seguramente, preparar un nuevo contrato para el profesor Yapp, un contrato en el que la familia entera apareciese como firmante, y en el que cada uno de vosotros le concediera libre acceso a cualquier documento o información que solicite.
Volvió a observarles, esperando ver algún signo de oposición, pero el juez seguía sonriendo jovialmente, y los demás parecían tan tranquilos como hasta entonces.
—Bien, Purbeck, ¿qué me dices? —preguntó Lord Petrefact bruscamente, a modo de respuesta a esa sonrisa imperturbable. Pero la voz que le contestó era de otro pariente.
—Querido Ronald, dudo mucho que el profesor Yapp vaya a poder continuar sus investigaciones sobre la historia de la familia.
Lord Petrefact volvió lívidamente la cabeza y contempló a Emmelia, que acababa de pisar el umbral. Al igual que los demás, le miraba con una sonrisa en los labios, pero ésta no era una sonrisa bienintencionada como las otras; era más bien triunfal y malévola.
—¿Qué diablos quieres decir? —contestó Lord Petrefact en el tono y la actitud más amenazadores que fue capaz de mostrar dado lo contorsionado de su postura.
Emmelia guardó silencio. Permaneció en el mismo lugar, sonriendo y emanando una compostura que, a su modo, era más amenazadora incluso que la bienvenida del resto de la familia.
—Contesta de una vez, maldita sea —gritó Lord Petrefact. Luego, incapaz de mantener la torsión de su cabeza sobre su hombro izquierdo por más tiempo se volvió hacia el juez. La expresión de Purbeck tampoco aclaraba nada. Miraba a Emmelia tan sorprendido como él mismo. Y también los demás parecían estar muy desconcertados.
Fue el general de brigada quien repitió la pregunta en su nombre:
—Esto… Bueno… ¿Qué quieres decir?
Pero Emmelia no pensaba dejarse seducir tan fácilmente. Cruzó la estancia hasta uno de los timbres, y tiró de él.
—Yo creo que lo mejor sería pedirle a Annie que nos sirviera el té —dijo, y se sentó con la actitud de quien controla plenamente una reunión social de poca importancia—. Es de agradecer que hayas venido, Ronald. Sin ti nos hubiésemos sentido muy solos. Ah, Annie, sírvenos el té aquí mismo. A no ser… —Hizo una pausa y miró a Lord Petrefact—. A no ser que prefieras alguna cosa un poquitín más fuerte…
—¿Y por qué diablos voy a quererlo? Sabes muy bien, por todos los infiernos, que los médicos no me permiten…
—Entonces, Annie, un té, simplemente —le interrumpió Emmelia, y luego prosiguió, recostada en la butaca—: Es terrible, nunca me acuerdo de tus múltiples dolencias, querido Ronald. Y no es de extrañar. Para ser un octogenario, tiene un aspecto muy juvenil.
—Qué coño de octogenario ni… —comenzó a decir Lord Petrefact, mordiendo el anzuelo—. Al cuerno la edad que yo tenga. Lo que quiero saber es por qué se te ha metido en tu dichosa cabezota que el profesor Yapp no va a escribir finalmente la historia de la familia.
—Pues porque, querido Ronald —dijo Emmelia, tras haber saboreado plenamente los efectos de la incertidumbre que había provocado—, porque parece que el profesor… No sé cómo decirlo. Quizá habría que limitarse a decir que tiene en sus manos más tiempo del que…
—¿Tiempo en sus manos? ¿Qué leches estás farfullando? Claro que tiene mucho tiempo en sus manos. No le hubiese contratado si no hubiera sido así.
—No me refiero exactamente al tipo de tiempo al que tú te refieres. Creo que en la jerga popular le llaman a eso «tener para rato».
Lord Petrefact la miró con los ojos desorbitados:
—¿Para rato?
—Para un buen rato. Tengo entendido que esa es la expresión que usan los delincuentes cuando alguien es condenado a una pena de prisión bastante prolongada. Purbeck, ¿no se suele decir así?
El juez hizo un vago gesto de asentimiento.
—¿Quieres decir que ese tipo…? —comenzó a decir Randle, pero Emmelia alzó la mano e impuso silencio.
—El profesor Yapp ha sido detenido —dijo, y se alisó la falda, serenamente consciente de que con aquellas palabras estaba haciendo que la presión arterial de Lord Petrefact subiera a la zona de riesgo inminente.
—¿Detenido? —balbuceó Lord Petrefact—. ¿Detenido? ¡Dios mío, seguro que has narcotizado a ese pobre bruto!
Emmelia dejó de sonreír y se volvió hacia él.
—Le acusan de homicidio —dijo secamente—. En cuanto a tu comentario, no sé si sabes que no suelo frecuentar los hipódromos, y que eso de narcotizar a los caballos me parece…
—Me importa un carajo lo que frecuentes o dejes de frecuentar —aulló Lord Petrefact—. ¿Y quién diablos ha sido asesinado?
—Un enano. Un pobre enano que no le hacía ningún daño a nadie —dijo Emmelia, sacando un pañuelo y frotándose con él los ojos, ironizando sobre lo mal que le había sentado la noticia.
Pero Lord Petrefact estaba tan confuso que ni se fijó. Había retrocedido mentalmente a aquella terrible noche en Fawcett House, cuando Yapp manifestó aquel humanitario interés por cosas que no hubiesen debido preocuparle, por ejemplo, los enanos. ¿Cómo demonios les llamaba aquel patán? Daba igual. Lo que importaba ahora era que el muy chiflado se había cargado a un enano. Porque Lord Petrefact no dudó ni por un instante de su culpabilidad. Al fin y al cabo, aquel cerdo era capaz de provocar el peor caos en donde quiera que fuese, y era precisamente por esta cualidad por lo que él había decidido enviarle a Buscott. Pero un caos enanicida no era lo que él se esperaba. Ahora habría un juicio, y en ese juicio Yapp declararía… Lord Petrefact se estremeció de sólo pensarlo. Una cosa era amenazar a la familia con dar publicidad a todos sus trapos sucios, y otra muy diferente que le acusaran a él de haber enviado a un peligroso asesino de enanos… Apartó de sí estos pensamientos y miró a Emmelia, pero no encontró consuelo alguno en su mirada. De repente, todo encajaba. Ahora comprendía por qué sus parientes se habían mostrado tan acogedores y tan contentos de poder contribuir a la redacción de la historia de familiar. Lord Petrefact abandonó sus aterradas reflexiones y se volvió a los demás familiares.
—Hubiese tenido que sospecharlo —gritó con voz afónica—. ¡Sois la peor pandilla de cerdos traidores que he conocido en mi vida! Pues bien, no creáis que estoy acabado. Todavía no he…
—Pues hazlo de una vez, sea lo que sea —le interrumpió Emmelia secamente—. Es agotador oírte todo el tiempo diciendo bobadas. Además, tú tienes toda la culpa, tú solo. Fuiste tú quien envió a ese Yapp a Buscott. Y lo hiciste sin consultarme. Ni siquiera se lo preguntaste a Purbeck o a Randle…
Esta vez fue Lord Petrefact quien la interrumpió:
—Croxley, llévame al coche. No pienso permanecer aquí ni un minuto más.
—¿Y tu té, Ronald? —preguntó Emmelia adoptando ahora una actitud muy amable—. No celebramos casi nunca reuniones familiares, y me parece que…
Pero Lord Petrefact ya no estaba allí para escuchar sus palabras. Las ruedas de su silla machacaron sonoramente la gravilla, y la familia permaneció en silencio hasta que se oyó la partida del coche fúnebre reconvertido.
—¿Es cierto lo que has dicho, Emmelia? —preguntó el juez.
—Claro que lo es.
Y les mostró el ejemplar de la Bushampton Gazette que hasta entonces había guardado en su bolso. Cuando todos habían leído la noticia, Annie ya les había servido el té.
—Bueno, tengo que admitir que hemos tenido una gran suerte —suspiró el general de brigada—. Eso bastará para frenar a Ronald. Me apostaría mi reputación a que no tiene ni idea de lo que se está cociendo en la fábrica. Nunca le había visto tan encolerizado, como mínimo desde que se enteró de que tía Mildred no le había incluido en su herencia.
—Estoy bastante de acuerdo contigo —dijo el juez—, pero no sólo tenemos que pensar en Ronald. La cuestión es si ese Yapp sabe o no sabe qué es lo que produce la fábrica. Si ese tipo mencionara semejante asunto durante el juicio…
—Yo diría que tú podrías utilizar tu influencia para asegurarte de que no lo hace —dijo Emmelia.
—Sí…, claro… —murmuró el juez—, haré cuanto esté en mi mano. —Tomó un sorbo de té, pensando—. De todos modos, sería muy útil averiguar si ha mencionado la fábrica en su declaración a la policía. ¿No podríamos enterarnos?
Aquella noche, mientras Yapp permanecía en su celda, tratando de extraer de aquel horror y aquel caos alguna doctrina que pudiera explicar los motivos por los que se encontraba allí, para encontrarse solamente con una tesis de espantosa conspiración, los Petrefact, reunidos en torno a la mesa del comedor de New House, pusieron en marcha un proceso tendente a confirmar en la realidad su imaginaria hipótesis.
—Yo hubiera dicho que para ti sería muy fácil averiguar si ese Yapp ha mencionado en su declaración algo referido a lo de la fábrica —dijo el juez, dirigiéndose a Emmelia.
Pero esta vez Emmelia no mostró la menor preocupación por este asunto que tan vidrioso le parecía a su familia.
—Pregúntaselo tú mismo a Frederick. Seguro que le encontrarás en el club de los obreros. A esta hora suele estar allí. En cuanto a mí, ahora mismo iré a acostarme.
—Seguro que está conmocionada por todo lo ocurrido —dijo el general de brigada en cuanto ella se retiró. En cierto sentido tenía razón. La conmoción que sintió Emmelia al sentirse abandonada por los parientes a los que siempre había tratado de proteger, una pandilla de cobardes según su opinión actual, había provocado en ella un cambio de actitud muy radical. Permaneció en la cama, oyendo los murmullos que le llegaban desde abajo, y por primera vez sintió cierta simpatía por Ronald. De hecho, era una simpatía muy limitada, y basada sobre todo en que estaba empezando a sentir el mismo desprecio que él por el resto de la familia. Pues bien, que hicieran frente ellos mismos al problema. Ella ya había hecho todo lo que tenía que hacer, y a partir de ahora debían actuar los demás.
Y así lo hicieron en aquel primer momento. A las once de la noche Frederick regresó con una noticia consoladora: la declaración de Yapp, que le había sido transmitida por el sargento Richey —cuya esposa trabajaba en la producción de ropa interior de plástico, una importante sección de la fábrica—, no contenía ninguna referencia a la industria que tenían los Petrefact en Buscott, aparte de una mención de pasada al régimen de explotación obrera que, según el acusado, gobernaba allí las relaciones laborales.
—¿No será eso una indirecta referida a alguna de las cosas que ahora fabricamos? —preguntó Mrs. Van der Fleet Petrefact.
El juez dirigió una mirada crítica a Frederick. Se estaba preguntando si no sería él uno de los principales clientes de sus propios productos.
—¿Qué dices? —le preguntó severamente.
—No lo creo —dijo Frederick—. Sé que su abogado ha ido a verle, y él hubiera mencionado algo si Yapp estuviese enterado.
—Es verdad —dijo el juez—. Y ¿cómo se llama el abogado de ese tipo?
—Me parece que Rubicond, pero no veo qué puede importarnos eso.
—Da igual que tú no lo veas. La profesión legal es como una hermandad, y basta con hacerle llegar a ese tipo una insinuación… —El juez tomó un sorbo de oporto—. Bien, confiemos en que todo salga bien. Dejemos que la justicia siga su curso natural.
Y eso fue lo que hizo la justicia. El lunes, Yapp fue conducido ante la presencia de Osbert Petrefact, que se había puesto su uniforme de juez y dos minutos más tarde se le había negado la libertad provisional bajo fianza. El martes, el juez Petrefact, comentando una sentencia suya contra el cocinero de una escuela, hallado culpable de haber atacado sexualmente a dos menores, afirmó que todos los actos violentos contra los menores y demás personas bajitas, como los enanos, por ejemplo, debían ser tratados con la máxima severidad si no se quería que el imperio de la ley acabara desmoronándose. Al cocinero de la escuela le cayeron diez años de cárcel.
Pero fue en los periódicos de Lord Petrefact donde con mayor saña fue fustigado Yapp, aunque sin mencionar su nombre. Todos esos periódicos publicaron un editorial en el que se subrayaba que los enanos formaban una especie en peligro de extinción, una minoría cuyos intereses no estaban suficientemente protegidos. En el más respetable de esos periódicos, The Warden, se decía que las Personas de Crecimiento Restringido merecían de una sociedad supuestamente compasiva un trato preferente, y se proponía que se les permitiese trabajar jornadas laborales reducidas, y que se le pagase una pensión de invalidez. El jueves, hasta el primer ministro había sido sometido en el Parlamento a una pregunta acerca de los Derechos Humanos de los enanos, y de la normativa vigente en el Mercado Común respecto al trato merecido por las personas según su estatura. Un diputado liberal llegó al extremo de amenazar con proponer una ley que obligara a todos los medios de transporte público a ofrecer para ellos asientos de la medida adecuada y en número suficiente.
En fin, que la suposición de que Willy Coppett había sido asesinado por el profesor Yapp estaba tan arraigada en la opinión pública que hasta se pudo ver por televisión una marcha de protesta de enanos que exigían ser protegidos de la violencia y abusos de las Personas de Crecimiento Exagerado. De hecho, los enanos demostraron que su supuesta inferioridad no era tal, ya que hicieron que tuviera que batirse en retirada el contingente de policías que fue urgentemente enviado a la zona para impedir que los enanos chocaran con una manifestación alternativa de mujeres que hacían una campaña en defensa del Aborto para los Casos de Hijos Enanos. En la subsiguiente mêlèe, varias mujeres abortaron en la calle a consecuencia de las palizas recibidas, y un enano adolescente, que fue arrancado a duras penas de debajo de la enorme barriga de una embarazada, fue conducido urgentemente a un hospital porque la policía creyó que se trataba de un sietemesino.
No acabaron aquí las cosas. Mientras se veían estas escenas por televisión, se estaban dando numerosos y siniestros pasos a fin de desacreditar a Walden Yapp y garantizar que su juicio fuera lo más breve posible, su condena garantizada, su sentencia muy larga, y su declaración libre por completo de referencias a la familia Petrefact. Gracias a esa influencia telepática que empapa todo el sistema legal británico, Purbeck Petrefact tenía cierto control remoto sobre el abogado Sir Creighton Hore, el socio de Mr. Rubicond. El prestigioso letrado rechazó la oferta que se le hizo de un puesto de magistrado, pero captó la indirecta. De todas formas, ya había decidido que sería un acto de locura legal permitir que Yapp fuese interrogado como testigo.
—Es evidente que ese tipo está más loco que una cabra. Por otro lado, el caso de Regina versus Thorpe y otros nos proporciona el precedente que necesitábamos.
—¿No podríamos declarar, simplemente, enajenación? —preguntó Mr. Rubicond.
—Podríamos hacerlo, pero, por desgracia, el juez Broadmoor será quien entienda ese caso, y no suele aceptar ninguna prueba que no esté de acuerdo con las reglas de McNaghten.
—¡Pero si esas reglas dejaron de estar vigentes hace muchísimos años!
—Amigo mío, ya lo sé. Pero Lord Broadmoor, vaya usted a saber por qué razones, supongo que personales, no ha aceptado jamás que un acusado se declare culpable con la eximente de enajenación permanente o transitoria. Podemos considerarnos afortunados si logramos que nuestro cliente salga de ésta con una pena inferior a la cadena perpetua.
—Es extrañísimo que le hayan dado el caso a Broadmoor —dijo Rubicond, que era muy ingenuo. Sir Creighton se reservó para sí su opinión.
Las olas de la influencia de los Petrefact llegaron más lejos incluso. Hasta en la Universidad de Kloone, en donde tan famoso y popular había llegado a ser Yapp, hubo muy pocas demostraciones de simpatía para con su desdichada situación, y esas escasas demostraciones fueron prontamente sofocadas por la asombrosamente generosa dotación otorgada por la Fundación Petrefact para la creación de dos nuevas cátedras y la construcción de un nuevo edificio que pronto se convertiría en la Residencia Willy Coppett para Micropersonas. Sólo hubo un par de colegas de Yapp que trataron de visitarle en su celda, pero resultó que el profesor estaba tan abatido que no quiso ver a nadie que perteneciera al mundo que tan bruscamente le había apartado de sí.
Además, comenzaba a sucumbir al relumbrón de una nueva teoría: la del martirio. Era una palabra que contaba con honrosos antecedentes, y que además le protegía de la posibilidad de creer que no era más que la víctima inocente de alguna confusión. Cualquier cosa le parecía mejor que esto. Entre otras cosas, porque aceptar esta suposición significaba dejarse seducir por la hipótesis que predica la naturaleza caótica y fortuita de la existencia, después de haberse pasado toda la vida creyendo ciegamente en esa otra teoría según la cual la historia sigue un curso predeterminado a que afirma que el futuro feliz de la humanidad está garantizado. Admitir lo contrario podía conducirle a una consecuencia desastrosa, en consonancia con lo que Mr. Rubicond le había aconsejado: que se hiciera el loco. Pero admitir que las cosas seguían patrones arbitrarios podía producir, en su caso, una locura más real que fingida. De modo que finalmente Yapp prefirió seguir diciéndose a sí mismo que alguien le había tendido una trampa, y siguió actuando de acuerdo con esta idea.
—Quiero ser interrogado como testigo —protestó cuando el abogado le dijo que no sería así—. Es mi oportunidad de contar la verdad.
—¿Acaso la verdad no coincide con lo que declaró usted ante la policía? —preguntó Mr. Rubicond.
—Coincide plenamente con lo que dije —afirmó Yapp.
—En tal caso, esa declaración será presentada ante el juez y el jurado, y no hace ninguna falta que empeore usted las cosas añadiendo nada más. Naturalmente, si está dispuesto a salir de este embrollo con una sentencia de cuarenta años, en lugar de una cadena perpetua que sería puramente nominal, no soy quién para impedírselo. Lord Broadmoor lleva algún tiempo esperando una oportunidad para batir todos los récords de duración de las penas de prisión de esta país, y como declare usted en el juicio, tengo la impresión de que no desaprovechará esa oportunidad que usted le estará brindando. ¿Está completamente seguro de que no preferiría más bien declararse culpable y que este proceso terminara lo antes posible?
Pero Yapp se empeñaba en declararse inocente, y seguía convencido de que todo aquello no era más que una conspiración tramada por esos cerdos capitalistas de los Petrefact.
—De todos modos, tendrá usted oportunidad de decir unas palabras cuando el jurado regrese con su veredicto —dijo sombríamente Mr. Rubicond—. Pero, si sigue mi consejo, incluso entonces debe permanecer en silencio. Lord Broadmoor es muy duro para toda clase de manifestaciones que puedan ser consideradas como falta de respeto a la autoridad del tribunal, y, según cómo, podría añadir unos cuantos años más a la condena.
—La historia me absolverá —dijo Yapp.
—No creo que el jurado lo haga —dijo Mr. Rubicond—. Mrs. Coppett va a producir entre las personas que lo compongan una impresión tremenda, y a juzgar por lo que he oído decir, ya ha confesado su adulterio.
—¿Adulterio? ¿Conmigo? Imposible. Además, es falso, y dudo mucho que ella sepa lo que significa esa palabra.
—El jurado en cambio sí lo sabrá —dijo Mr. Rubicond—. Y esa especie de corsé mutilado no va a beneficiarnos en absoluto. Seguro que Broadmoor hará que el jurado se fije muy bien en esa extraña prenda. Y su espantoso aspecto bastará para que el jurado se tema lo peor.
Yapp se quedó hundido en un horrible silencio en el cual, confirmando que era un hombre de buen corazón, comparó su propia situación con la de la desdichada Rosie, y llegó a la conclusión de que la suya era peor sólo por muy poquito.
—Ahora que no tiene que cuidar de Willy debe de estar medio loca —comentó por fin.
Mr. Rubicond volvió a preguntarse cómo era posible que un hombre de la formación y la inteligencia de Yapp hubiese podido encontrar, tal como confesó ante la policía, algún tipo de remoto atractivo en una deficiente mental que, encima, era esposa de un enano. Éste era el principal de los factores que le hacían pensar que su cliente era, a la vez, un asesino y un loco.
—De todos modos, tengo entendido que ha sido contratada por Miss Petrefact, y que está bien cuidada. No sé si esto le servirá a usted de consuelo.
No era así. Yapp regresó a su celda doblemente convencido de que le habían hecho caer en una trampa. Dos días después despidió a Mr. Rubicond y a Sir Creighton Hore, y anunció que tenía intención de llevar personalmente su propia defensa.