22

Cuando le llevaban a Buscott, Lord Petrefact se encontraba de buenísimo humor. Antes de irse de Londres había puesto el punto final a un arreglo entre dos de sus empresas subsidiarias, la Petreclog del Calzado, de Leicester, y la Empresa Estatal Brasileña de Productos Cárnicos, por medio del cual confiaba en que sus obreros de Leicester comprendieran lo poco que les convenía seguir exigiendo un aumento salarial del treinta por ciento, mientras que, al mismo tiempo, transferiría la fábrica de zapatos a Brasil, en donde, con el respaldo del gobierno local, pagaría a los obreros brasileños una cuarta parte de lo que ganaban los ingleses.

—Un movimiento espléndido, sencillamente espléndido —le dijo a Croxley, con terminología de maestro de ajedrez, mientras el coche fúnebre reconvertido, seguido por la ambulancia de la UVI, cuyos miembros se entretenían jugando al palé, se deslizaba por la autopista.

—Como usted diga —comentó Croxley, que siempre que viajaba, de forma tan prematura, en un coche fúnebre, se ponía nerviosísimo—, pero lo que sigo sin entender es por qué razón ha querido usted ir a Buscott. Siempre ha dicho que es un lugar que detesta con toda el alma.

—¿Buscott? ¿De qué diablos está hablando, Croxley? Yo me refería al asunto brasileño.

—Sí, un asunto que seguro que va a aumentar la popularidad de que usted goza en Leicester.

—Así aprenderán esos cerdos a no entrometerse en los negocios de los demás —dijo Lord Petrefact, encantado de su maniobra—. De todos modos, no hay que olvidar que con este traslado estaré ayudando a que un país subdesarrollado pueda mantenerse en pie por sí solo.

—Sí, y calzado con zapatos Petreclog.

Pero Lord Petrefact estaba demasiado encantado consigo mismo para ponerse a discutir con su secretario.

—En cuanto a lo de Buscott, todos tenemos una deuda con nuestra familia. La sangre tira mucho, no sé si lo sabe.

Croxley dudó de que ésa fuera la razón del paso que estaba dando su jefe. En el caso de Lord Petrefact, la sangre jamás había tirado de él, y, a juzgar por lo que conocía de su actitud al respecto, este viaje parecía destinado a provocar una pelea de las de aúpa.

Pero cuando por fin llegaron a la casa familiar de Buscott sólo encontraron un montón de coches que casi cerraban el paso de la avenida, y ni un solo pariente por ningún lado.

—Miss Emmelia se los ha llevado a ver la fábrica —le explicó Annie a Croxley, que se había acercado a llamar al timbre.

—¿A ver la fábrica? —dijo Lord Petrefact cuando recibió la noticia—. ¿Para qué diablos?

—Quizá para mostrarles esos tejidos de moda étnica que producen ahí —dijo Croxley.

Lord Petrefact hizo un ruido despectivo. Había ido a Buscott para tratar de las investigaciones que Yapp iba a realizar en torno al pasado de la familia, y no para hacer una visita con cicerone por la maldita fábrica.

—Maldito si pienso moverme de aquí antes de que regresen —dijo tercamente—. Ya he visto esa fábrica más veces de las que yo quisiera.

Por una vez, y sin que sirviera de precedente, su opinión era compartida por los Petrefact que se habían congregado en la fábrica de fetiches. Emmelia les había demostrado de forma concluyente que había que evitar la publicidad a toda costa. Al juez le habían afectado especialmente los artilugios para uso de homosexuales. Era un hombre que desde hacía mucho tiempo consideraba que los maricas eran delincuentes congénitos a los que había que castigar en la misma cuna para luego, en cuanto fuera legalmente posible, sentenciarles a penas de trabajos forzosos para toda su vida. De modo que sólo le faltó ver aquello. Se puso tan furiosísimo que hubo que llevarle al despacho de Frederick y servirle varias copas seguidas de coñac. Aun así, se negó a continuar la visita con los demás.

Emmelia condujo al resto a los consoladores. Aquí, el general de brigada, que no acabó de enterarse de la utilización erótica de los anteriores artículos gracias a que su conocimiento de los atributos sexuales se limitaba a los de los bichos que utilizaba para sus monstruosos cruces, no tuvo más remedio que reconocer lo que tenía ante sus ojos.

—¡Es monstruoso, absolutamente monstruoso! —exclamó, debido sin duda a que su orgullo se había sentido herido al establecer cierta comparación de tamaño—. Ni siquiera los tigres de Bengala tienen una…, bueno, un…, en fin…, una cosa de semejantes proporciones. Con un aparato así podrían hacerse verdaderas salvajadas. Por otro lado, ¿podría alguien decirme a quién le puede interesar que un artilugio así ande colgando por su casa?

—Te sorprendería el número de personas que… —dijo Fiona, que montó a continuación en cólera porque comenzó a ver los cinturones de castidad—. Eso es un escándalo. Esperar que alguien vaya por ahí con ese instrumento de tortura clitoridiana es un verdadero insulto a la feminidad moderna.

—Según parece —le explicó Emmelia—, se los venden a los hombres.

—Ah, en ese caso la cosa cambia —dijo Fiona, provocando en Osbert un paroxismo de alarma—. Hay que contener como sea a los varones.

—¿Contener, dices? —chilló Osbert—. Estás loca. Si un hombre se pusiera eso y saliera de caza, seguro que se quedaría enganchado en la primera valla que pretendiera saltar.

Los Van der Fleet Petrefact, que se habían quedado un poco rezagados, estaban observando los Agitadores Termales con Variaciones Enemáticas, y creían que se trataba de una especie de extintores de incendios de uso individual, pero una inspección más detenida de esos aparatos les convenció de que no servían precisamente para eso. Cuando Emmelia les llevó finalmente al Departamento de Cadenas y Sujeciones diversas, estaban todos absolutamente descorazonados.

La única que mantenía cierta calma era Fiona, gracias a sus ideas de Poder Femenino y Tolerancia Sexual.

—Al fin y al cabo, todo el mundo tiene derecho a encontrar su propia satisfacción sexual a su modo —repitió varias veces, y luego, sin darse cuenta de lo irónicas que eran sus palabras ante todas aquellas mordazas, esposas, camisas de fuerza y demás, dijo que la sociedad no tenía ningún derecho a constreñir a los individuos.

—Deja de decir eso de constreñir continuamente —comentó Osbert con una voz quejumbrosa. Seguía obsesionado pensando en las consecuencias que podía tener el uso de un Cinturón de Castidad para Hombres durante una cacería.

—Y olvídate de los derechos de los individuos que están dispuestos a ponerse uno de esos colgajos tan tremendos —rugió el general de brigada, cogiendo con evidente placer un magnífico látigo—. Voy a buscar a ese Cuddlybey, el condenado gerente, y le voy a arrancar la piel a tiras. Tiene que haberse vuelto loco para cambiar la fábrica hasta este punto…

—Ni lo sueñes —le interrumpió Emmelia—. Además, no creo que consiguieras tu propósito. Mr. Cuddlybey se retiró hace catorce años y murió el pasado agosto.

—Pues ha tenido suerte. Porque como le pillara…

—Si en lugar de concentrarte tanto en esos malditos cruces tuyos te hubieses interesado un poco más en los asuntos de la familia, te habrías enterado de estos cambios.

—Entonces, ¿de quién depende ahora la fábrica? —preguntó Osbert. Durante un momento, Emmelia dudó. Pero fue sólo un momento.

—De mí —declaró. El grupo la miró horrorizado.

—¿Quieres decir que…? —balbuceó el general de brigada.

—No diré ni una sola palabra más hasta que haya llegado Ronald.

—¿Ronald?

—Por favor, Osbert, hazme el condenado favor de no ir repitiendo las cosas. He dicho Ronald y me refería a Ronald. Bien, vamos a ver si Purbeck se ha recobrado lo suficiente como para hablar con un poco de coherencia.

Todos ellos regresaron al despacho, en donde el juez, tras haber tomado unas cuantas pastillas con la última copa de coñac, estaba disfrutando de la lectura y visión del catálogo. Su problema no era la coherencia.

—¡El Kit Sodomita Hágaselo-Usted-Mismo! —le estaba gritando al cada vez más acobardado Frederick—. ¿Te das cuenta de que has colocado en el mercado un accesorio para un acto delictivo que merece ser sentenciado con la muerte?

—¿Muerte? —dijo Frederick, tembloroso—. ¿No te parece que es una actividad permitida por la ley, en la medida en que la lleven a cabo dos adultos de forma voluntaria?

—¿Voluntaria? ¿Cómo que voluntaria? Ni el más depravado, perverso, sadomasoquista, perverso, perverso…

—Ya lo has dicho tres veces, tío —dijo Frederick, demostrando una gran valentía.

—¿Qué es lo que he repetido?

—Perverso.

—Y lo diría tres veces más, so pícaro. De hecho, tendría que seguir repitiéndolo. Ni el más perverso, an infinitum perverso del mundo, ni el más cerdoguarroperverso del universo toleraría que le metieran ese aparato tan diabólico por su esfínter…

—Bravo, bravo —dijo Osbert con verdadero entusiasmo. El juez, muy lívido, se volvió hacia él.

—Y no me hace ninguna falta oír tus comentarios, Osbert. Siempre he sospechado que eras un poco raro, sobre todo desde que me metiste en la cama aquella comadreja que me miraba con sus ojos rosados, y que llevaba una lata atada a la cola…

—Jamás he hecho nada de eso. En cualquier caso, te habría metido un hurón.

—Fuera lo que fuese…

—Me parece que sería oportuno que nos olvidáramos del pasado y nos enfrentáramos al presente —intervino Emmelia—. La cuestión que debemos plantearnos es: ¿qué hacemos con Ronald?

El juez volvió hacia ella sus ojos rosados:

—¿Ronald? ¿Qué tiene que ver Ronald con estos diabólicos artículos?

—Todos sabemos que envió a ese profesor Yapp a Buscott para que, al menos en apariencia, investigara la historia de la familia.

El juez ingirió una nueva pastilla.

—¿Crees tú que Ronald está enterado de…, de todo esto? —graznó.

—No puedo estar segura. Pero la cuestión es que como Yapp, ese ser tan diabólico, siga llevando a cabo sus investigaciones, podría acabar enterándose.

Un silencio atemorizado se cernió sobre el grupo familiar, interrumpido solamente por el estrépito que estaba armando Mrs. Van der Fleet Petrefact, que se había caído en la vacía chimenea y derribado de paso todos los utensilios del hogar. Su esposo no le hizo el menor caso.

—Siendo así, hay que impedir que lo averigüe —dijo por fin el juez.

—Desde luego. Estoy completamente de acuerdo —dijo el general de brigada, y hubiera seguido repitiendo la frase de no ser porque recibió una mirada asesina de su hermano.

—Eso es muy fácil de decir, y más difícil de hacer —prosiguió Emmelia—. Ese tipo ya ha tratado de entrar en la fábrica, y también ha pedido los papeles y documentos de la familia, para estudiarlos. Naturalmente, no di mi consentimiento.

Esta vez fue Emmelia la que recibió el impacto de la furia del juez:

—¿Qué no diste tu consentimiento para que viera los documentos familiares, cuando eso podría haberle hecho apartar la vista de la fábrica? —preguntó, alzando en una mano el ominoso catálogo—. La verdad, me parece una decisión muy extraña. Extrañísima.

—Piensa en el escándalo que podría producirse —dijo Emmelia—. Una historia en profundidad de la familia revelaría…

—No revelaría nada, en comparación con esto —aulló el juez—. Como este tipo se entere de que somos propietarios de…, bueno, de como queráis llamar a esto, vamos a ser el hazmerreír, y hasta algo peor, de todo el mundo. Seremos contemplados como la hez de la sociedad. Tendré que dimitir, abandonar la judicatura, y este embrollo tendrá consecuencias incalculables.

De nuevo reinó el silencio en el despacho.

—Sigo pensando que… —comenzó a decir Emmelia, pero una descarga cerrada de palabras la acalló.

—Has permitido que este repugnante jovenzuelo fabricase esas…, esas cosas repugnantes —rugió el juez—. Para mí, tú eres la responsable de la espantosa situación en la que nos encontramos.

El general de brigada y Mr. Van der Flett Petrefact, y hasta Osbert y Fiona, se volvieron hacia Emmelia. Ella permanecía sentada en una silla, casi sin hacerles caso. La familia que ella había estando protegiendo durante tantos años estaba ahora abandonándola.

—De acuerdo —dijo por fin, cuando los insultos comenzaron a cesar—. Acepto la responsabilidad. Decidme, pues, ¿qué tengo que hacer?

—Es obvio, absolutamente obvio. Dale a ese profesor los documentos de los Petrefact. Deja que escriba su historia de la familia.

—¿Y Ronald? Seguro que a esta hora ya habrá llegado.

—¿Adónde?

—A la casa. Recuerda que también le he invitado a él.

El juez pronunció su veredicto:

—La única conclusión que puedo sacar de todo esto es que tienes que haberte vuelto loca.

—Es posible —dijo Emmelia con tristeza—. Pero ¿qué vamos a decirle?

—No le diremos absolutamente nada acerca de esto.

—¿Y sobre la familia? ¿Todo?

—Exacto. Tenemos que distraerle en la medida de lo posible. Y os aconsejo que le tratéis con el mayor respeto. Recordad que tiene en sus manos la posibilidad de destruir todo nuestro futuro.

Y, dicho esto, el juez se puso en pie, avanzó tambalante hacia la puerta, y salió. Los demás le siguieron. Sólo Emmelia permaneció sentada, llorando con nostalgia aquel oscuro pasado que sus parientes estaban dispuestos a destruir a fin de salvar su propio presente. Oyó a Osbert que, ya en el patio, le decía al general de brigada que le volviese a contar la historia de la tía abuela Georgette y el agregado naval japonés.

—Estoy seguro de que fue a través de esa relación como el tío Oswald consiguió el contrato del dique flotante…

Su voz se alejó hasta hacerse inaudible. Seguro que pensaban recordarle a Ronald todos y cada uno de los antiguos escándalos familiares, con tal de asegurarse de que no se enteraba de cuáles eran los artículos que producía ahora la fábrica de Buscott. Durante unos instantes Emmelia tuvo la tentación de desafiarles a todos y de llevarle a Ronald una copia del catálogo inventado por su propio hijo, para luego desafiarle a que se atreviera a seguir adelante con su proyecto de hacer que escribiesen la historia de la familia. Seguro que, en cuando viera el contenido del catálogo, cambiaría de opinión. Por fin, Emmelia se puso en pie y siguió a sus parientes.

—Prefiero ir a pie —les dijo—. Necesito respirar aire fresco. Y creo que sería mejor que Frederick no subiera a la casa.

Pero Frederick ya había decidido hacer precisamente eso, y a estas horas se encontraba en el bar del Club, pidiendo un whisky triple.

Mientras los demás subían a la casa en el viejo Daimler, Emmelia cruzó la verja de la fábrica y salió a la calle. Hacía mucho tiempo que no paseaba por el pueblo un sábado por la tarde. Sus dominios se reducían desde siempre al jardín, y Buscott no era más que una extensión de ese jardín, pero, al mismo tiempo, el punto de partida de ese ancho mundo que durante tantos años Emmelia había evitado. Sus ocasionales visitas al veterinario las había hecho en coche, mientras que sus paseos nocturnos siempre la llevaban en dirección opuesta al pueblo, hacia los campos. Solía pensar que conocía el pueblo por la sencilla razón de que le llegaban todas las habladurías que circulaban por él, pero esta tarde, consciente de que había sido abandonada por sus parientes, vio Buscott con otros ojos. Los edificios seguían siendo los mismos, agradables, con confortables interiores insinuados a través de sus ventanas; y las tiendas eran tal como ella las recordaba, con la diferencia de que en sus escaparates aparecía una sorprendentemente amplia gama de artículos. De todos modos, hubo algo que le pareció extraño y casi irreconocible en aquellas calles. Hizo una pausa ante la tienda de Cleete, el centro de horticultura, y estudió su oferta de bulbos para el otoño, y se vio reflejada en el cristal. La imagen le produjo un sobresalto. Porque había tenido la sensación de que Ronald estaba mirándola. Pero no era Ronald Petrefact, el lord de la familia, que ahora no podía moverse de su silla de ruedas, sino el antiguo Ronald de hacía veinte años. Emmelia estudió el reflejo sin vanidad y dedujo de él una cosa. Quizá Ronald no fuera una buena persona —y las dudas al respecto eran mínimas—, pero ¿y ella? ¿Acertaba cuando pensaba, como siempre, que ella lo era? ¿Había estado engañándose?

Se quedó un momento pegada al escaparate mientras sus pensamientos se volvían hacia su interior, hacia el núcleo mismo de lo que sabía de su persona. No era precisamente un ser encantador. La sangre de aquellos despreciables Petrefact, a los que ella había dotado románticamente de virtudes que jamás llegaron a poseer, fluía también a través de sus venas, tan implacablemente como en las de todos ellos, y como en las de su hermano. Durante sesenta años había estado subyugado su propia naturaleza a fin de mantener bien alta su reputación y conservar la aprobación del mundo en general, un mundo por el que sólo sentía desprecio. Era como si hubiese seguido siendo siempre la niña pequeña que no quería disgustar a sus papás ni a su niñera.

Ahora, con sesenta años, reconocía por fin a la mujer que en realidad era. Como para subrayar el vacío de los años dejados atrás, vio la imagen reflejada de una mujer joven que empujaba un cochecito con un crío, y esa imagen se fundió con la suya propia para después reaparecer al otro lado. Emmelia dio media vuelta, furiosísima, embargada por unos sentimientos que estaba experimentando por vez primera en su vida. La hipocresía le había arrebatado su propia vida. Se sentía estafada. A partir de ahora pensaba utilizar a fondo todas esas dotes de malicia que poseía por derecho desde la cuna.

Cruzó, con pasos más firmes, la calle en dirección a New House Lane, y estaba a punto de comenzar la ascensión hacia su casa cuando por el rabillo del ojo vio el cartel que colgaba delante de la tienda que vendía periódicos. El cartel anunciaba así los titulares del día: CATEDRÁTICO ACUSADO DE HOMICIDIO. TODA LA INFORMACIÓN.

Por tercera vez en aquella misma tarde Emmelia tuvo el conocimiento de que le estaba ocurriendo alguna cosa extraordinaria.

Entró en la tienda, compró la Bushampton Gazette, y leyó el reportaje completo en la misma acera. Cuando lo terminó, su nueva actitud estaba confirmada. Comenzó a caminar a grandes zancadas hacia su casa, y se sintió exultante, disfrutando de la libertad que produce la malicia.