21

Emmelia no se había enterado de esto. Aislada, por su reclusión voluntaria, de todas las habladurías que circulaban por Buscott, ahora sólo pensaba en los preparativos y organización de la reunión familiar. Ella y Annie estuvieron atareadísimas entrando y saliendo de los dormitorios, aireando sábanas y dando la vuelta a los colchones, y Emmelia se pasó el rato haciendo un esfuerzo por recordar los caprichos personales de cada uno de los Petrefact. El juez usaba una dentadura postiza de un tamaño especialmente grande, y había que dejarle en la mesilla de noche un vaso de la medida apropiada. El general de brigada siempre quería tener en su mesita una botella de whisky de malta, y una tapadera para su orinal, porque, en una ocasión, uno de los monstruos genéticos que producía se le ahogó dentro. Los Petrefact Van der Flett vieron una vez cómo toda su casa se incendiaba, y se negaban a dormir en habitaciones que no estuvieran en la planta baja, de modo que hubo que alojarles en salas en donde normalmente no había camas. Pero lo peor era que Fiona había telegrafiado inesperadamente desde Corfú diciendo que ella y su esposa unisex iban a tomar el avión para asistir al consejo. Al parecer, Leslie no pudo resistir la tentación de conocer de golpe a todos los Petrefact. Emmelia dudaba de la conveniencia de permitir que todos ellos se alojaran en su casa. El juez, por ejemplo, tenía una opinión tan terrible de la homosexualidad, y solía expresarla con tanta violencia, que una vez sentenció a un desdichado atracador, que tenía la desgracia de llamarse Gay, a una condena exageradamente larga de prisión, y se negó a que su tribunal aceptara la apelación. Estaba claro que lo mejor sería lograr que Fiona y Leslie compareciesen lo menos posible por su casa. Haría que se alojaran en la de Osbert.

Pero mientras estaba supervisando todas estas operaciones y reclutaba a varias respetables obreras de la fábrica para que ayudasen a atender a sus invitados, Emmelia volvió a acordarse del despreciable Ronald. En una última y desesperada carta que le envió, escrita en un tono lo más contenido que pudo, le invitó a participar en la reunión del consejo de la familia, y hasta llegó al extremo de explicarle que se trataba de discutir el futuro de la fábrica de Buscott, lo cual era cierto, así como de la posibilidad de que la familia decidiese vender todas sus acciones de esa fábrica, lo cual era falso. Lord Petrefact no contestó a esa carta, tal como ella se temía. Si finalmente acudía, sería para ser testigo presencial de la decepción y la furia de sus parientes ante el hecho de que el nombre de los Petrefact pudiera salir a la luz de las candilejas por tratarse de una familia que era propietaria de una fábrica de fetiches. Justo el tipo de situación que Ronald disfrutaría endiabladamente.

Y Emmelia acertaba cuando se temía que al final Ronald acudiese a la reunión, pues Lord Petrefact había decidido ir a Buscott. La carta de Emmelia había intensificado su apetito de presenciar peleas familiares. Nada era tan divertido para él como esas peleas, y la insinuación de Emmelia según la cual sus parientes podían estar dispuestos a vender sus acciones de la fábrica de Buscott no engañó a Lord Petrefact. Ronald sabía que esto sólo podía significar que querían que él fuese allí para apremiarle con todas sus fuerzas para que frenara las actividades de Yapp en Buscott, que sin duda habían adquirido el grado de eficacia que él conocía por experiencia propia. Lord Petrefact disfrutaba de sólo pensar en los ruegos y exigencias que le dirigirían sus parientes. Bastaría con que se sentase a contemplar la furia de todos ellos, pues su propio silencio sería más devastador que las más elocuentes palabras. Y si, por cierta extraordinaria casualidad, resultaba que estaban dispuestos a venderle la fábrica a cambio de que pusiera fin a las investigaciones de Yapp, fingiría que se lo estaba pensando, y se divertiría viéndoles a todos sudando de nerviosismo y angustia, para al final decirles que no. Ebrio de poder, llamó a Croxley.

—Vamos a salir inmediatamente camino de Buscott. Organice el viaje y búsqueme alojamiento en las cercanías.

—¿No querrá ir a New House? —dijo Croxley—. Lo más probable es que Miss Emmelia tenga habitaciones libres.

Lord Petrefact le hizo callar ofreciéndole su perfil menos favorecido.

—He dicho alojamiento. No creo haber mencionado ningún deseo de meterme en una ratonera llena de parientes —dijo con persuasiva malicia.

Croxley se fue. Estaba desconcertado. Primero, Yapp era enviado a Buscott. Ahora, el mismísimo diablo también quería ir allí. ¿Y a qué se refería cuando hablaba de una ratonera llena de parientes? A fin de obtener más informaciones, Croxley telefoneó a todos los hoteles de la zona y pidió dos suites de planta baja, y una garantía de absoluto silencio desde las diez de la noche hasta las nueve de la mañana, más servicio de habitaciones para toda la noche, y el compromiso de que el chef estaría de guardia las veinticuatro horas del día. Armado con siete negativas indignadas, volvió a la oficina de Lord Petrefact.

—No hay habitaciones en ningún hotel —dijo con fingida decepción—. A no ser que acepte usted instalarse en una pensión.

Lord Petrefact emitió varios ruidos incomprensibles.

—Ya me imaginaba que no querría usted ir a una pensión, pero es lo único que hay.

—Pero si ese pueblo es el culo del mundo. ¿Dónde ha preguntado?

Croxley le dejó sobre el escritorio la lista de hoteles. Lord Petrefact le echó una ojeada.

—¿No somos dueños de ninguno de estos hoteles? —preguntó.

—La familia posee…

—No me refería a ellos. Me refería a mí.

Croxley negó con la cabeza.

—Pues no. Si hubiera dicho en Bornemouth…

—No he dicho en Bornemouth, joder. He dicho Buscott, que está a muchos kilómetros de distancia. Bueno, ¿y dónde demonios podemos meternos?

—¿En la ratonera? —insinuó Croxley, provocando una nueva subida de la presión arterial en Lord Petrefact—. En fin, como último recurso, siempre queda la casa de Mr. Osbert.

Lord Petrefact se tomó el pulso.

—Sí, para que me muera de una pulmonía antes de veinticuatro horas —aulló por fin, cuando bajó a ciento treinta pulsaciones—. Ese patán es tan absolutamente medieval que ni siquiera ha oído hablar de calefacciones centrales, y cuando le hablan de camas calientes sólo piensa en un lecho que tenga un lebrel entre las sábanas. No piense ni por un momento, Croxley, que voy a meterme en la cama con un lebrel.

—En ese caso, sólo puedo sugerirle que vaya a casa de Miss Emmelia. Por muchas desventajas que tenga, ella hará lo posible para que se sienta usted cómodo.

Lord Petrefact no estaba muy seguro de que fuera a ser así, pero no manifestó sus dudas.

—Esperemos que sí —dijo—. En cualquier caso, quizá podamos resolver el asunto en un solo día.

—¿Puedo preguntarle de qué asunto se trata?

Otro paroxismo puso fin a la discusión, y Croxley se apresuró a salir y organizar el viaje.

Y así fue como, aquel sábado, los ilustremente oscuros Petrefact se reunieron en la casa familiar de Buscott para hacerle frente a una crisis que en realidad ya había concluido. Pero ellos no llegarían a enterarse hasta más tarde. Yapp tenía por delante todo el fin de semana para reflexionar sobre el peso que tendría ante un jurado las pruebas circunstanciales que le inculpaban, y el inspector Garnet no tenía ninguna prisa.

—Tómese todo el tiempo que necesite —le dijo a Mr. Rubicond, que por fin había conseguido descubrir en dónde estaba detenido su cliente—. Si le cuenta lo mismo que me ha contado a mí, tendrá usted graves problemas de conciencia como ese tipo decida declararse inocente. Su única posibilidad está en decir que es culpable, pero que está loco.

Dos horas más tarde Mr. Rubicond compartía la opinión del detective. Yapp seguía empeñado en afirmar que le habían tendido una trampa, y que le habían metido el muerto en su coche. Y aseguraba que todo aquello lo habían organizado nada más ni nada menos que los Petrefact.

—No bromee, hombre —le dijo Mr. Rubicond—. Ningún juez que esté en sus cabales creerá que Lord Petrefact le contrató para que escribiese la historia de la familia, y que luego le tendieron la trampa del asesinato del enano para impedirle que llegase a escribir esa historia. Si las cosas fueran como usted dice, y le juro que no estoy dispuesto a creerme una hipótesis tan fantástica, si los Petrefact hubieran estado dispuestos a tomar medidas tan extraordinarias como las que dice usted, ¿podría explicarme por qué demonios tenían que asesinar a Willy Coppett, cuando era mucho más eficaz asesinarle directamente a usted?

—Sólo querían desacreditarme —dijo Yapp—. Los capitalistas son muy enrevesados.

—Mire, quizá lo sean, pero, hablando de la posibilidad de que alguien pueda desacreditarle, le confesaré que usted mismo se las ha arreglado solito muy bien. ¿No le dije que no dijese nada?

—Todo lo que he dicho es verdad. Lo único que ocurrió es lo que le he contado.

—Es posible, pero no sé por qué tuvo usted que contarlo todo. Por ejemplo, ¿a qué viene lo de explicarle a la policía eso de que eyaculó en el coche porque Mrs. Coppett le dio un beso? De todas las indiscreciones increíbles con las que me he topado, ésta… No encuentro palabras. Le ha entregado usted en bandeja al fiscal todo lo que necesitaba para acusarle, incluido el motivo.

—Pero tenía que explicar por qué me metí en esa arboleda. Tenía que darles alguna buena razón.

—Eso de tener que quitarse unos calzoncillos sucios me parece que no es precisamente una buena razón. Más bien es una malísima razón. ¿Por qué no se los quitó en el coche?

—Ya se lo he dicho. Había mucho tránsito en esa carretera a aquella hora, y, además, tengo las piernas bastante largas y no me los hubiera podido quitar en un espacio tan reducido.

—Así que decidió usted encaramarse a una verja con alambre de espino en su parte superior, se cortó allí las manos, cruzó luego un sembrado, y se pasó las dos siguientes horas sentado bajo un abeto, con los calzoncillos en la mano, esperando a que dejara de llover, ¿no?

—Exacto —dijo Yapp.

—Y como, cuando llegó de regreso a casa de los Coppett, llevaba puesta una camisa que, según el inspector, estaba manchada de la sangre de Mr. Coppett, debemos suponer que durante el rato que usted dice que se pasó en la arboleda alguien metió el cadáver del difunto en el portamaletas de su coche. ¿Cierto?

—Imagino que debió de ser así.

—Pero no se acuerda usted de en qué lugar estaba ese bosque, ¿no?

—Estoy casi seguro de que podría reconocerlo si se me permitiera dar una vuelta en coche por los alrededores del pueblo.

Mr. Rubicond miró dudoso a su cliente y se preguntó si estaba en sus cabales. Había una cosa acerca de la cual no vacilaba: cuando llegara el día de la vista oral trataría de conseguir que su cliente no llegara a ser llamado como testigo. El muy necio parecía decidido a condenarse a sí mismo con todas y cada una de las palabras que pronunciaba.

—Me parece que la policía no le va a conceder tanta libertad en unas circunstancias como éstas —dijo—. No obstante, si quiere, puedo pedírselo al inspector.

Y, ante la gran sorpresa del abogado, el inspector le concedió la autorización que le solicitaba.

—Aunque sólo sea la mitad de tonto de lo que hasta ahora parece ser, seguro que nos conducirá al lugar exacto del crimen, y allí encontraremos el arma homicida —le comentó el inspector al sargento tras haber dado el permiso.

Durante dos horas, Yapp estuvo sentado en un coche patrulla, entre el inspector y Mr. Rubicond, y se dedicaron a dar vueltas por las carreteras secundarias que rodeaban Buscott, deteniéndose cada dos por tres para observar las puertas y verjas.

—Era en una colina —dijo Yapp—. Los faros de los coches me daban en los ojos.

—Eso también ocurre en terreno llano —dijo el inspector—. Cuando paró el coche, ¿iba cuesta abajo o cuesta arriba?

—Abajo. La verja estaba a la izquierda.

—¿Y no podría decirnos cuántos kilómetros recorrió antes de pararse?

—Lo siento, pero no. En aquellos momentos me sentía muy desdichado y tenía la cabeza puesta en otras cosas —dijo Yapp, mirando con desesperación un paisaje que le parecía absolutamente desconocido, en parte debido a que estaban subiendo la cuesta por la que él había bajado. Fuera como fuese, a consecuencia de los días en que tuvo que guardar cama, y sobre todo de los horrores que había sufrido durante las últimas treinta y seis horas, aquella terrible noche parecía encontrarse ahora a muchos años de distancia, y sus recuerdos de la zona se habían borrado. Es más, sus experiencias habían hecho que el paisaje perdiera todas sus connotaciones románticamente trágicas. Ahora parecía simplemente un escenario criminal y predatorio.

—Pues sí que nos ha servido de mucho —dijo el inspector una vez de vuelta en la comisaría, y con Yapp encerrado de nuevo en su celda—. De todas maneras, no podrá decir que nos hemos negado a cooperar con usted.

Mr. Rubicond tuvo que asentir a sus palabras. Parte de las tareas rutinarias de su oficio consistía en acusar a la policía de brutalidad y de haber negado sus derechos a sus clientes, pero en esta ocasión todos los agentes estaban actuando con una desconcertante rectitud en la que el abogado encontró una confirmación para sus sospechas: no cabía duda de que Yapp era, efectivamente, un asesino. Los policías se mostraron incluso dispuestos a permitirle presenciar el post-mortem, un privilegio al que con mucho gusto hubiera renunciado.

—Golpeado en la cabeza con el clásico instrumento contundente, y luego rematado con varias puñaladas en el estómago —dijo el médico forense.

—¿Algún dato que permita deducir cuál fue el instrumento?

El médico hizo un gesto negativo con la cabeza. El recorrido realizado río abajo por el cadáver de Willy había borrado todas las pruebas de que había sido atropellado por un tractor. Hasta sus botitas habían sido limpiadas de todo barro por el agua.

—Bien, ya ve, Mr. Rubicond, cómo están las cosas. Si su cliente está dispuesto a hacer una confesión completa, no me extrañaría que pudiera salirse de ésta con una sentencia más leve que si se empeña en negar su participación en los hechos. Pero Mr. Rubicond no pensaba dejarse camelar tan fácilmente. Tenía que considerar sus propios intereses. No era tan frecuente que un catedrático universitario asesinara a un enano; el juicio tendría sin duda mucha publicidad; y Walden Yapp era, además, una personalidad muy conocida, y apreciadísima en los círculos progresistas que no habían tenido aún la oportunidad de conocerle en persona; también debía de ser una persona bastante rica, y un juicio prolongado, seguido de la subsiguiente apelación, podía resultar para su abogado un negocio muy provechoso.

—Estoy convencido de su inocencia —dijo, bastante animado, y se fue de la comisaría. El inspector Garnet se sentía tan entusiasmado como él, pero por otras razones.

—No quiero —les dijo a los miembros de sus equipo— que me estropeéis la buena marcha de este caso con ningún error. Tratad al profesor Yapp con la máxima consideración. No vayáis a confundirle con un rufián de poca monta. Y no pienso tolerar que nadie le diga a la prensa que hemos maltratado a ese cerdo. Cuidádmelo bien.

En el mostrador del Horse and Barge dominaban unos sentimientos muy diferentes.

—No tendrían que haber suprimido la pena de muerte —dijo Mr. Groce, que se mostraba especialmente agraviado por la desaparición de Willy. Se había quedado sin nadie que le ayudara a lavar y secar las jarras. Mr. Parmiter opinaba lo mismo que él, pero desde otra perspectiva.

—Nunca me pareció bien que Mr. Frederick defendiera el derecho que le asistía a Willy a emplear su jodido cuchillo de carnicero para vengarse del tipo ése que andaba ligándose a su Rosie. No me extrañaría que todo empezara porque Willy se lanzó a por él, y que el otro le ganara por la mano.

—Supongo que tendrás que ir como testigo, porque el coche te lo alquiló a ti.

—También tendrás que ir tú a declarar. Seguro que fuiste la última persona que vio a Willy con vida, con la sola excepción del asesino, claro.

Mr. Groce reflexionó sobre esa posibilidad mientras Mr. Parmiter reflexionaba sobre la posibilidad de que la policía le pidiera sus libros mayores, no muy limpios, como prueba.

—Que me muera si voy a mencionar las amenazas de Willy —dijo por fin Mr. Groce—. Sería darle a ese bastardo una oportunidad de decir que lo hizo en defensa propia.

—Cierto. Por otro lado, Willy dijo que había visto a Rosie besándose con ese tipo. Eso se sabe.

—Cuanto menos digamos, mejor nos irá. No pienso abrir la boca para permitir que ese Yapp se libre de la condena. Si alguna vez ha habido alguien que mereciese balancearse del extremo de una cuerda, ese alguien es él.

—Y tampoco tengo intención de complicar a Mr. Frederick en todo este asunto —dijo Mr. Parmiter. Y al final acordaron no decir nada y dejar que la justicia siguiera su simple curso.