—Bien —dijo el inspector Garnet animadamente mientras se sentaba enfrente de Yapp—, hay dos formas de hacer las cosas. Seguir el camino breve y tranquilo, o el largo y molesto. Decida cuál de los dos prefiere.
Yapp le miró con desdén. Para él, la policía era la guardia pretoriana de la propiedad privada, de los privilegios de unos pocos y de los ricos en general, y esta opinión no había mejorado en los más mínimo desde su detención. Se lo habían llevado de Kloone sin darle tiempo a entrevistarse con su abogado, había pasado tres incomodísimas horas metido en el asiento del coche de policía con toda la ropa empapada, y ahora se enfrentaba a un inspector que llevaba un bigotito que a Yapp le parecía especialmente horrible. Porque para él era un bigote que significaba que ese inspector era un ser humano sin la menor conciencia, ni social ni de ningún otro tipo.
—Venga, diga cuál de los dos prefiere —repitió el inspector.
Yapp hizo un esfuerzo por ajustar sus ideas a la difícil situación en la que se encontraba. Mientras viajaba en coche, estremeciéndose a cada momento, decidió que su única esperanza radicaba en mostrarse palpablemente dispuesto a colaborar en la investigación y en ser sincero. Por poco perspicaces que fueran los policías, por fuerza comprenderían que él no tenía ningún motivo que pudiera inducirle a asesinar a Willy Coppett, así como que era un hombre con amistades influyentes en el Parlamento, ya que no en el poder judicial, y que era manifiestamente absurdo suponer que tenía tendencias homicidas. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad bastaría para demostrar su inocencia.
—Si con esa pregunta se refiere usted a si estoy o no dispuesto a contestar sus preguntas y a hacer una declaración completa, la respuesta es que lo estoy.
El bigote se agitó de forma casi amistosa.
—Espléndido —dijeron los labios que se escondían bajo ese bigote—, eso nos ahorrará mucho tiempo y muchos problemas. Tengo entendido que ya le han advertido de sus derechos y que sabe que no tiene por qué decir nada. De todos modos, sargento, léale al detenido todo ese rollo de sus derechos.
El sargento se los leyó en voz alta, mientras el inspector observaba a Yapp con interés. Era, sin duda, un loco, pero sería una novedad, y hasta una gran diversión, interrogar por una vez a todo un catedrático chiflado, a un hombre con cierta reputación. Además, como había visto varios capítulos de la serie de Yapp sobre los horrores de la vida del siglo XIX, el inspector tenía muchas ganas de empezar el interrogatorio. Sería un buen desafío y, además, aumentaría sus posibilidades de ascenso en el escalafón.
—Bien, vamos primero a tratar de la parte más horripilante de la cuestión —dijo—. ¿En qué momento decidió usted asesinar al difunto?
Yapp se enderezó en el asiento.
—En ningún momento —dijo—. En primer lugar, yo no le asesiné. Y, en segundo, que usted haya partido de esa suposición demuestra que actúa con una tendenciosidad que…
—El detenido niega haber asesinado al difunto —le dijo el inspector a la taquígrafa—. Acusa a la policía de ser tendenciosa. —Se inclinó sobre la mesa y acercó su bigote a la cara de Yapp hasta situarlo a una distancia incómodamente corta—: ¿Cuándo introdujo el cadáver del hombre asesinado en el portamaletas de su coche?
—Nunca —dijo Yapp—. Lo encontré metido allí dentro.
—Así que ya se lo encontró allí dentro, ¿eh?
—Sí. En un avanzado estado de putrefacción.
—Extraordinario. Completamente extraordinario. Dice usted que encontró el cuerpo putrefacto de un enano asesinado en el portamaletas de su coche, pero parece que no se tomó la molestia de llevárselo a la policía. ¿Es eso lo que está diciendo?
—Sí —dijo Yapp—. Ya sé que es extraño, pero eso fue lo que ocurrió.
—¿Qué ocurrió?
—Que me entró un terrible pánico.
—Lógico. Un tipo inteligente y sensible como usted tenía por fuerza que sentir pánico. Es la reacción que era de esperar. ¿Y qué hizo usted después de sentir ese ataque de pánico?
Yapp miró el bigote con cierta vacilación. No sabía si su gesto expresaba comprensión o simple sarcasmo.
—Fui con el coche hasta el río y arrojé allí el cadáver.
—¿Y por qué lo hizo?
—Evidentemente porque no quería que nadie pudiese relacionarme con esa muerte. Era obvio que Willy Coppett había sido asesinado, y que alguien había tratado de echarme la culpa a mí, y que por eso había dejado su cadáver en el portamaletas de mi coche. No quería que me acusaran de ese homicidio.
—Esto es lo que tiene usted en común con el asesino —dijo el inspector—. Me refiero, claro, al tipo que metió al cadáver en el portamaletas.
—Es cierto —admitió Yapp.
El inspector abrió un cajón del escritorio y sacó la camisa con la mancha de sangre.
—Me gustaría que le echase usted una ojeada a esta camisa, y que me explicara qué sabe de ella. Mírela detenidamente, no tenemos prisa.
Yapp miró la camisa.
—Es mía —dijo.
—Bien. Dígame ahora si se puso usted esta camisa el día veintiuno de julio de este año…
Yapp desvió la vista del bigote para mirar de nuevo la camisa y hacer, mientras, memoria. El veintiuno de julio fue la noche en que llovió, la misma noche en la que se metió en la arboleda y se quitó los calzoncillos, y pilló el resfriado. Fue la misma noche en que se hizo unos cortes en las manos con la alambrada, y luego regresó a Rabbitry Road y, cuando Rosie vio que llevaba la camisa manchada de sangre, se empeñó en lavársela inmediatamente.
—Sí —dijo.
Esta vez el inspector llegó a sonreír durante unos momentos. Era una prueba. Qué fácil, pensó, sería mi vida si todos los malos fuesen además tan tontos.
—¿Regresó usted a Rabbitry Road con la camisa completamente manchada de sangre?
Yapp volvió a dudar.
—No tenía la camisa completamente manchada de sangre, solamente había manchas en la pechera. Me hice unos cortes en las manos en una alambrada, y supongo que, sin darme cuenta, me las sequé en la camisa.
—Exacto —dijo el inspector—. Y me atrevería a decir que se va a llevar usted una sorpresa cuando sepa que la sangre que había en esa camisa, sangre fresca, por cierto, era sangre de la víctima del crimen, según han podido demostrar los expertos del laboratorio forense.
Yapp enfocó los ojos en aquel malévolo bigote, y no encontró en su gesto el más mínimo consuelo.
—Sí, es una gran sorpresa. No entiendo cómo pudo llegar esa sangre a mi camisa.
—¿No podría ser que el asesino que metió el cuerpo de Mr. Coppett en el portamaletas de su coche no se fijase en que el pobre estúpido aún vivía y estaba desangrándose, y que fue así como le manchó la camisa con su sangre?
Yapp guardó silencio. La trampa iba cerrándose a su alrededor, y todavía no entendía por qué.
—¿Es posible lo que le digo, profesor Yapp? ¿Lo es?
—Si lo que está usted diciendo es que yo metí el cadáver de Willy en el portamaletas…
El inspector levantó la mano:
—No deberíamos hacernos decir el uno al otro lo que no hemos dicho, ¿no le parece? Yo no he dicho que usted metiera el cuerpo del pobre tipo en el portamaletas. Lo único que he hecho ha sido preguntar si, cuando el asesino lo metió allí, hubiese podido mancharse de sangre la pechera de la camisa. Y bien, dígame: ¿hubiese podido mancharse o no?
—Imagino que sí hubiese podido, pero…
—Gracias, eso era lo que quería saber. Bien, volvamos al pánico que sintió usted cuando descubrió el cadáver en el portamaletas, y a su decisión de echarlo al río. ¿Cuándo ocurrió eso?
—Ayer —dijo Yapp, asombrándose de que hiciera un solo día desde que su vida dio aquel espantoso giro.
—¿Y qué fue lo que le llamó la atención acerca del hecho de que llevaba a un enano muerto en su coche?
—El olor —dijo Yapp—. Era un olor terriblemente desagradable. Me detuve para bajar del coche e investigar cuál era su causa.
—Una actitud muy sensata por su parte, sin duda. ¿Le importaría decirme dónde se detuvo para llevar a cabo esa investigación?
De nuevo Yapp vio cómo la trampa iba cerrándose, pero también ahora supo que no podía hacer nada por evitar el desastre. Si decía que había notado el olor en Buscott, y que luego había seguido conduciendo sesenta kilómetros antes de arrojar el cadáver al río… No, tenía que contar la verdad.
—Fue cuando iba por la carretera de Wastely. Si me trae un mapa se lo indicaré.
Le acercaron un mapa y él indicó el lugar.
—¿Y dónde llevó el cadáver desde aquí?
—Al río, por esa parte —dijo Yapp señalando la carretera secundaria y el puente.
—¿Así que condujo usted toda esa distancia antes de preguntarse a qué se debía el olor?
—Anteriormente ya me había empezado a preguntar cuál podía ser la causa, pero en esos momentos estaba preocupado y supuse que sería que algún campesino había estado echando estiércol a sus tierras.
—¿Estiércol a base de enanos muertos?
—Desde luego que no. Imaginé que serían meados de cerdo.
—¿De manera que estuvo usted conduciendo durante sesenta kilómetros y pensando que, a lo largo de toda esa distancia, todos los campesinos de la comarca estaban echando meados de cerdo a sus campos, eh? ¿No le parecen muchos meados?
—Ya le he dicho que en aquellos momentos me sentía preocupado —dijo Yapp.
El inspector asintió con la cabeza.
—No me sorprende en lo más mínimo. Quiero decir que tenía usted auténticos motivos de preocupación, ¿verdad?
—Así era, en efecto. Acababa de entrevistar al jardinero de Miss Petrefact, y me sentí escandalizado cuando le oí decir que trabajaba una semana laboral de noventa horas, a veces de hasta cien, y que cobra una miseria. Me parece un ejemplo claro de explotación de la mano de obra.
—Un verdadero escándalo. Así que luego echó el cadáver al río y se fue en coche a su casa, ¿no es así?
—Exacto —dijo Yapp.
—¿Y qué hizo entonces?
—Me di un baño.
—¿Y luego?
—Comí un poco y me metí en cama —dijo Yapp, tras haber decidido rápidamente que, como no le habían preguntado nada referente a su diálogo con Doris, no hacía ninguna falta que lo mencionase. Todavía estaba enfadado con la computadora por haber dicho que la persona que tenía más motivos lógicos para asesinar a Willy Coppett era Rosie, y Yapp pensó que jamás les contaría a los inspectores cuáles eran las conclusiones a las que había llegado Doris. La pobre Rosie debía de estar sufriendo muchísimo, y sólo le habría faltado tener que soportar que la policía la acusara de asesinato.
—Y esta mañana ha llevado usted el coche al túnel de lavado, y ha hecho todo lo posible por borrar toda huella de la utilización del portamaletas de ese coche como escondrijo de un cadáver, ¿no es así?
—No me quedaba otro remedio. Es un coche de alquiler, y sólo iba a tenerlo durante un mes. ¿Cree que si en realidad hubiese asesinado a Willy había utilizado un coche de alquiler para ocultar su cadáver durante tanto tiempo? Claro que no. Eso carecería de lógica.
El inspector asintió con la cabeza.
—Pero quizá no pretendía guardar ahí el cadáver durante tanto tiempo —dijo—. Bien, regresemos a la noche del crimen. ¿Le importaría explicarme con todo detalle sus movimientos durante la noche?
Yapp le dirigió una mirada profundamente triste. Desde luego que le importaba, pero había decidido decir la verdad y ahora ya no podía arrepentirse.
—¿Da usted por supuesto que la muerte se produjo la noche del veintiuno de julio? —preguntó, para retrasar el momento fatal.
—Exacto —dijo el inspector—. Esa noche fue la última vez que el difunto fue visto con vida. A las once de la noche, Willy Coppett salió del pub donde había estado trabajando, y ya no regresó a su casa. Por otro lado, usted llegó a esa casa, completamente empapado y con la camisa manchada de sangre, poco después de la medianoche. Bien, si quiere ahora explicarme todo lo que hizo esa noche, quizá contribuya a la resolución de este caso.
—Pues bien, a última hora de la tarde del día veintiuno Mrs. Coppett me pidió que le diera un paseo en coche.
—¿Se lo pidió ella, o la invitó usted?
—Ella me lo pidió —dijo Yapp—. Como probablemente ya sepa usted, los Coppett no tienen coche, porque el crecimiento restringido de Mr. Coppett le impedía conducir un modelo corriente, mientras que la falta de formación y cortedad mental de Mrs. Coppett le impedían a ella aprobar el examen de conducir. De todos modos, dudo que tuvieran dinero suficiente como para permitirse ese lujo.
—De modo que se la llevó usted a dar un paseo. ¿Adónde?
—Aquí —dijo Yapp señalando el mapa.
—¿A qué hora dieron ustedes ese paseo?
—Creo que fue de las siete a las nueve, más o menos.
—¿Y qué pasó después de eso? —preguntó el inspector, que ya había estudiado las declaraciones de los vecinos, que dijeron haber visto a Yapp y Mrs. Coppett besándose.
—Me fui a dar otra vuelta en coche —dijo Yapp.
—Así que se fue a dar otra vuelta —dijo el inspector con ominosa monotonía.
—Sí.
El inspector se atusó el bigote.
—¿Y podría decirse, sin faltar a la verdad, que cuando se encontraba usted junto a la casa de los Coppett, besó a Mrs. Coppett?
—En cierto modo —dijo Yapp, con una valentía que estaba un poco fuera de lugar. Pero le resultaba insoportable la idea de que la pobre Rosie fuera sometida a un interrogatorio como el que estaba soportando él.
—¿En cierto modo? ¿Le importaría ser un poco más explícito? ¿La besó o no la besó?
—Es verdad que nos besamos.
—Y luego se fue usted otra vez en el coche. ¿Por qué?
—Ujum… Ejem… —murmuró Yapp.
—Me parece que esta clase de respuesta no va a llevarnos a ningún lado. Voy a repetirle la pregunta. ¿Por qué se fue otra vez en coche?
Yapp miró a su alrededor, pero las blancas paredes no parecieron respaldarle en su proyecto de mentir. Hacerlo ahora significaría poner en entredicho el resto de sus declaraciones.
—De hecho, tenía conciencia de haber realizado un acto que seguramente le parecerá a usted un poco raro.
El inspector pensó que seguro sería así. En realidad, todo aquel asunto era bastante raro, rarísimo. Tan raro como el sistema de enseñanza que permitía que un tipo tan absolutamente loco como Yapp ocupase una cátedra universitaria.
—Verá usted —dijo Yapp tragando saliva de vergüenza—, debido a la proximidad física de Mrs. Coppett, yo había tenido una emisión involuntaria.
—¿Una qué?
—Una emisión involuntaria —dijo Yapp, revolviéndose en su silla.
—En otras palabras, que se había usted corrido. ¿Es eso lo que trata de decir?
—Sí.
—Y eso ocurrió cuando ella se la cascó, ¿no?
—Desde luego que no —dijo Yapp, muy envarado—. Mrs. Coppett no es de esas mujeres. Lo que he dicho es que ocurrió debido a la…
—Sí, a la proximidad no sé qué.
—Física. Quería decir que hubo contacto, proximidad física.
—¿Ah, sí? ¿Y diría usted que las pajas, o, si lo prefiere así, la masturbación, no requieren precisamente contacto, proximidad física?
—Repito que no hubo nada de eso. Lo único que digo es que la estrecha proximidad física del cuerpo de Mrs. Coppett cuando iba en mi coche tuvo en mí ese desafortunado efecto.
El inspector le miró encantado. Había conseguido que aquel necio comenzara a trotar, y no pararía hasta verle galopando.
—¿Intenta en serio convencerme de que le bastó tener a Mrs. Coppett sentada a su lado para que se le reventaran las cañerías?
—Me niego a aceptar esas clases de expresiones. Me parecen toscas, vulgares e impropias de…
—Oiga, jefe —le interrumpió el inspector, inclinándose hacia él sobre el escritorio y acercando muchísimo su cara a la de Yapp—, no está usted en una situación que le permita negarse a aceptar nada que no sea la violencia física, y creo que le costaría mucho demostrar que aquí se le ha torturado, de modo que no me venga con paparruchas de estudiante progre. Ni esto es ninguna universidad de mierda, ni me está usted dando clase, ¿entendido? Usted es nuestro sospechoso número uno de un asesinato bastante asqueroso, y ya tengo pruebas suficientes como para hacer que le metan en prisión y le juzguen y le condenen y que su apelación sea rechazada. De modo que no se me ponga a decir qué clase de jodido lenguaje tengo que utilizar. Limítese a seguir contando lo que hizo esa noche.
Yapp se estremeció. En estos momentos se estaba entrometiendo en su vida la cara más horrible de la realidad, y no había forma de ignorar la amenaza que expresaba aquel bigote. Yapp siguió relatando los acontecimientos de aquella aciaga noche, y dijo sólo la verdad y nada más que la verdad, y, después de haberle escuchado, el inspector Garnet pudo borrar de su mente todo resto de duda que pudiera quedarle respecto a la culpabilidad de Yapp.
—Así que se sentó en una arboleda con los calzoncillos en la mano, y se quedó allí durante dos horas, mientras llovía a cántaros. ¿Y espera que me lo crea? —dijo el inspector cuando Yapp ya había sido acusado oficialmente del homicidio del difunto Mr. William Coppett y conducido a una celda—. Y encima resulta que ni siquiera es capaz de precisar dónde estaba la arboleda, ni dónde esa condenada verja que dice haber saltado, y que no sabe ni tan sólo en qué carretera de los cojones aparcó el coche. Me encanta su declaración, en serio. Como mínimo, todo esto me basta para librar a esa mujer del aprieto en el que se había metido. Me parece que podría soltarla.
Y mientras Yapp permanecía sentado en la celda y se asombraba ante la magnitud de la infamia de que eran capaces los Petrefact, que estaban sin duda dispuestos a sacrificar la vida de una persona de crecimiento restringido con tal de proteger su preciosa reputación, Rosie fue sacada de la comisaría y oyó decir que ya estaba en libertad.
Esa era una palabra que para ella carecía de todo significado. Ahora que no estaría obligada a cuidar de Willy, la libertad ya no le servía de nada.