19

A pesar de la ordalía padecida el día anterior tras su preocupante sesión de trabajo con Doris, Yapp se despertó temprano y, por culpa de sus dificultades, no se volvió a dormir. A la brillante luz matutina de su monástica celda, comprendió lo estúpido que había sido cuando se libró de aquel modo del cadáver de Willy. Hubiese tenido que ir directamente a la policía. Ahora que volvía a encontrarse en el cuerdo mundo de la universidad era fácil verlo así, pero no lo había sido tanto cuando se hallaba en una carretera solitaria, rodeado de las influencias irracionales y predatorias de la Naturaleza. Ya era tarde para actuar con prudencia, y no le quedaba más remedio que seguir el camino que con tanta precipitación había emprendido.

A las ocho se fue de su casa, cargando con la bolsa de basura que contenía la ropa apestosa. Tras abrir la bolsa, como le llegó aquel intenso olor, decidió que no era prudente llevar la americana y los pantalones a la tintorería. También decidió que jamás en la vida volvería a ponerse aquellas prendas. A las ocho y media se fue en coche al vertedero municipal y, después de esperar a que no hubiera ningún camión de basura por los alrededores, echó la bolsa por la pendiente de porquería municipal, pensando que, con un poco de suerte, pronto quedaría sepultada la bolsa bajo más desperdicios.

A continuación tenía que limpiar el portamaletas del Vauxhall. Willy se había desangrado aparatosamente por todas partes. Yapp regresó en coche a la ciudad, y volvió a lamentar, como le había ocurrido muchas veces, que sus principios le impidieran tener toda clase de propiedades privadas, y, en este caso, coche propio. Tampoco tenía un garaje donde restregar secretamente el portamaletas. No le quedaba otro remedio que usar un establecimiento de lavado de coches que tuviera autoservicio. Se detuvo ante una droguería para comprar desinfectante y detergente, y luego, para asegurarse de que nadie sospechara, compró un poco de agua oxigenada. Luego se fue a un túnel de lavado, abrió el portamaletas y destapó los dos frascos de limpieza, vertió todo su contenido en el portamaletas y, con la vastísima experiencia de quien jamás ha metido su coche en un túnel automático de lavado, se metió en la máquina con el portamaletas abierto, para asegurarse de que quedaba libre de toda huella. Durante los siguientes minutos, los automovilistas que entraban en la ciudad pudieron disfrutar del espectáculo producido por la acción de un túnel automático y modernísimo de lavado de coches sobre un viejo Vauxhall cuyo portamaletas había sido dejado deliberadamente abierto al entrar bajo los potentes cepillos y chorros de agua y jabón. Yapp, atrapado en el interior del vehículo por el torbellino de los cepillos y la potencia de los chorros de líquido, sólo pudo deducir, a juzgar por el ruido que le llegaba, qué era lo que estaba ocurriendo. Los cepillos cerraron el portamaletas primero para luego, mientras limpiaban el guardabarros trasero, dejar que se abriese otra vez, pero en el viaje de regreso se encontraron de camino aquel portamaletas abierto. Una máquina menos concienzuda hubiese podido detener su marcha, pero ésta no lo hizo. Mientras el interior del portamaletas se llenaba de una mezcla de detergentes diversos, que fueron dejando tras el coche unos grandes charcos de color gris, los tremendos cepillos arremetieron con enorme eficacia contra la cara inferior de la tapa del portamaletas. Después, dispuestos a pasar al techo, la arrancaron limpiamente de sus bisagras, que debían de estar muy oxidadas, y se la llevaron por delante mientras realizaban la siguiente fase de su barrido, para finalmente lanzarla por encima del parabrisas y del capó hasta que cayó en el suelo. Yapp permaneció mirando con los ojos muy abiertos. El parabrisas se había roto, y los cepillos comenzaban su camino de regreso hacia él. Ahora ya imaginaba que había cometido una grave equivocación. La imaginaba, y pudo también sentirla. El agua, generosamente saturada con cierto producto de limpieza, le dejó literalmente empapado, y el paso de la tapa del portamaletas por encima del techo le ensordeció. Desde su punto de vista, aquella máquina infernal sólo podía hacer una cosa más para acabar de empeorar las cosas: pasarle el monstruoso cepillo por la cara, arrastrando consigo fragmentos del roto cristal del parabrisas. Ante tan espantosa perspectiva, Yapp hizo caso omiso de las instrucciones claramente impresas junto al tragaperras de la entrada en el túnel de lavado, abrió la puerta para salir, y esto es lo que hubiera hecho de no haber sido porque uno de los artilugios de la máquina la cerró de golpe. Yapp miró de nuevo los cepillos, que seguían aproximándosele, y se acurrucó boca abajo en el asiento. Durante dos increíbles minutos permaneció allí, empapado, salpicado de cristales rotos y fragmentos del limpiaparabrisas, mientras la máquina continuaba realizando su labor destructora. Cuando terminó su ciclo, el Vauxhall ya no olía, ni vagamente, a Willy. Los detergentes y desinfectantes dominaban ahora el ambiente. Por otro lado, era un coche francamente especial. No solamente había perdido la tapa del portamaletas, sino que ya no tenía la puerta que tan imprudentemente abrió Yapp, y su interior estaba tan empapado como el propio profesor.

Se sentó con sumo cuidado, para no hacerse más heridas con los cristales, y se quedó mirando con desesperación aquel caos. Por si aún hacía falta algo que le acabara de convencer de que las máquinas deberían estar prohibidas, pues les quitaban sus empleos a los obreros honrados, el túnel automático de lavado reafirmó para siempre esta convicción de Yapp. Ningún empleado de garaje, por torpe que fuese, habría sido capaz de dejar un coche en este estado después de lavarlo. Era como si hubiese dejado el Vauxhall bajo los efectos de un martillo neumático. De todos modos, ahora no tenía tiempo para esta clase de reflexiones. No le quedaba otro remedio que regresar con el coche a la universidad, esperar a que se secara, y hacerlo reparar.

Yapp se apeó, recogió la tapa del portamaletas, la metió en el interior de éste, y empezó a hacer esfuerzos por arrancar la puerta del mecanismo del túnel de lavado, en donde había quedado firmemente prendida, cuando un grito le interrumpió. A él no le sonó a grito, pues en sus oídos resonaba todavía el estruendo del metal chocando contra el metal, pero la expresión del hombre que se lo lanzó sugería que se trataba de un grito.

—Jodido estúpido, ¿no sabe leer? ¿No ha visto las instrucciones? —aulló el tipo—. Mire cómo me ha dejado el túnel.

Yapp miró, y tuvo que reconocer que la máquina no había salido muy bien parada del encuentro. El agujero del parabrisas había serrado las cerdas del cepillo, y la barra a la que iban sujetas estaba profundamente combada.

—Lo siento —murmuró.

El hombre le miró con cara de demente:

—¡Mucho más lo va a sentir cuando haya acabado con usted! —gritó—. Voy a meterle un auténtico lío con la policía y con la compañía de seguros y…

Pero la palabra policía produjo en Yapp efectos galvanizadores. Los tipos uniformados que quería evitar, y que le habían inducido a meter el coche en el túnel, podían aparecer ahora y empezar a formularle preguntas que no podía contestar sin hundirse todavía más en el embrollo.

—Le pagaré los daños —dijo desesperadamente—. No hace ninguna falta que llame a la policía. Podemos resolver este desgraciado incidente de forma discreta, ¿no le parece?

—No te jode —dijo el hombre, mirando a Yapp y al coche con odio profundo. Y se le ocurrió que un loco que andaba por el mundo conduciendo un coche con dieciséis años de antigüedad, y que lo utilizaba para destruir túneles de lavado, no era la persona más indicada para hablar de discreción—. Usted se va a quedar aquí hasta que llegue la poli.

Y para asegurarse de que Yapp no huía de allí, por improbable que fuese, en su destrozado coche, cogió las llaves de contacto y se fue con ellas a la oficina. Yapp le siguió lúgubremente, sin darse cuenta de que dejaba tras de sí un rastro de detergente y fragmentos de cristal.

—Mire usted —dijo metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un remojado talonario de cheques—, le aseguro que…

—Yo también se lo aseguro: ahora mismo llamo a la policía —dijo el hombre, y le arrebató el talonario para acabar de asegurarse de que no se iba.

Marcó el número y al poco rato se puso a hablar con alguien de comisaría. Yapp escuchó descorazonado. Primero pensó que quizá a la policía no le interesaría el caso; luego se le ocurrió que, aunque llegara la policía, no cabía la menor duda de que aquel túnel de lavado que con tanta eficacia se había llevado por delante la tapa del portamaletas y la puerta, tenía por fuerza que haber arrastrado con la misma eficacia toda huella de Willy Coppett. Pero estos pensamientos esperanzados fueron interrumpidos por una pregunta del dueño del túnel.

—¿Qué matrícula tiene su coche?

—De hecho, no es mío, sabe —dijo Yapp, vacilando—. Lo he alquilado. No sé la matrícula.

—Dice que es de alquiler —dijo el hombre al teléfono—. Sí, un Vauxhall viejo… Espere.

Dejó el teléfono y salió de la oficina. Cuando regresó, sus ojos tenían un brillo más peligroso que antes.

—Exactamente la que usted dice —dijo a la policía—. CFE 9306 D. ¿Por qué le buscan? ¿Y cómo dice que se llama?

Y miró recelosamente a Yapp.

—¿Cómo se llama?

—Soy el profesor Walden Yapp, de la Univ…

—Dice que se llama Yapp —le dijo el hombre a la policía—. Exacto…

Colgó de repente y rodeó la mesa de la oficina sin perder de vista a aquel tipo que estaba siendo buscado por la policía. Luego cogió una palanca de las de quitar neumáticos.

—Magnífico día —dijo, como sin darle importancia pero evidentemente nervioso. Pero Yapp no se encontraba en condiciones de percibir estos detalles. Estaba viviendo un día indudablemente diabólico y la falta de sueño empezaba a afectarle. De todas maneras, se preguntó cuáles debían de ser los efectos de haber sido lavado al tiempo que se limpiaba el viejo Vauxhall, y por el mismo y brutal procedimiento, sobre todo teniendo en cuenta que su constitución ya se encontraba debilitada tras la gripe y tras el tremendo hallazgo del cadáver del enano en el portamaletas. Empezó a temerse una pulmonía doble, y cosas peores.

—Óigame —le dijo Yapp—. No puedo esperar aquí con la ropa tan mojada. Me iré a mi casa, me mudaré, y volveré para tratar con usted todo este asunto dentro de un rato.

—No se le ocurra… —empezó a decir el dueño del túnel, pero recordó que la policía le había advertido explícitamente de que se enfrentaba a un hombre desesperado y muy violento, y que en ninguna clase de circunstancias debía hacer nada que pudiera enfurecerle—. Como quiera, pero la policía no tardará ni un minuto.

—Dígale a la policía que estaré de regreso dentro de una hora —dijo Yapp, y se fue camino de la universidad. Mientras, el dueño del túnel telefoneó de nuevo a la comisaría.

—Ese cabrón se ha escapado. Ha salido a la carrera. He intentado detenerle, pero no ha servido de nada. Me ha golpeado la cabeza con un objeto contundente.

Para hacer más plausible su relato, y para asegurarse de que su foto saldría en el Kloone Evening Guardian, con la publicidad gratuita que aquello supondría para su negocio, se rasgó la camisa, rompió una silla y se dio en la cabeza con la palanca que había cogido como arma defensiva; el golpe resultó más fuerte de lo que había pretendido. Cuando el primer coche de policía entró en su establecimiento, los gemidos que emitía eran auténticos.

—Se fue corriendo después de atacarme —le dijo al agente que le encontró—. No puede haber ido muy lejos. Un tipo alto, con toda la ropa mojada. Completamente empapada.

Llegaron más coches de policía, se oyeron voces metálicas por las radios, y sirenas aullando en la distancia. La cacería de Walden Yapp había empezado. Cinco minutos más tarde ya había concluido, y Yapp fue detenido en una parada de autobús mientras discutía con un cobrador, a quien trataba de convencer de que los empleados de la compañía de transportes públicos no tenían ningún derecho a negarles el acceso a los presuntos pasajeros, y mucho menos a llamarles «lavanderías ambulantes». Los agentes le retorcieron los brazos en la espalda, le pusieron unas esposas, le dijeron que les acompañara sin resistirse, y le arrojaron al asiento trasero de un coche que inmediatamente partió a una velocidad innecesariamente suicida.

La pesadilla había comenzado.

Y prosiguió con absoluta eficacia y completa ignorancia de la verdad. Horas más tarde, el Vauxhall había sido despedazado un poco más por los técnicos forenses, que centraron su atención en el portamaletas al notar que en el piso había grandes dosis de desinfectante. Sin embargo, ni toda esa cantidad de productos de limpieza y antisépticos bastó para que los técnicos no pudieran demostrar de forma irrebatible que en aquel portamaletas había sido depositado un cadáver. Las habitaciones de Yapp proporcionaron más pruebas. Unos zapatos embarrados, y unos calcetines, fueron llevados al laboratorio para proceder al análisis de la tierra que se les había pegado. Cuando encontraron los calzoncillos de Yapp, manchados de semen, los expertos decidieron requisar el resto de artículos y pertenencias del apartamento de Yapp, y llevárselo todo para su detenido estudio bajo el microscopio.

Entretanto, Yapp permanecía en la comisaría de Kloone, exigiendo que se respetasen sus derechos, sobre todo el de telefonear a su abogado.

—Todo a su hora —le dijo el detective, y tomó nota de que Yapp no había preguntado por qué había sido detenido. Luego, cuando le dieron permiso para telefonear, dos sargentos y un agente escuchaban desde otra habitación a fin de corroborar la prueba, por si el juez decidía no aceptar como tal prueba la grabación. Era típico de Yapp que su abogado fuese un tal Mr. Rubicond, al que había consultado varias veces por asuntos relacionados con la actitud de la policía en su enfrentamiento contra diversos tipos de manifestaciones de estudiantes. Como en cada uno de esos casos los estudiantes se negaron a llevar a cabo la manifestación, y la policía no tuvo ocasión de extralimitarse en el cumplimiento de su deber, Mr. Rubicond había acabado adquiriendo una visión muy escéptica de Yapp y de sus llamadas requiriendo sus servicios.

—¿Qué le han qué? —preguntó Mr. Rubicond.

—Detenido —dijo Yapp.

—Imagino que no le acusan de nada, ¿no?

—Sí, de homicidio —dijo Yapp, hablando en voz baja y con un tono siniestro del que tomaron buena nota los policías desde la habitación contigua.

—¿Homicidio? ¿Ha dicho «homicidio»? —El tono de Mr. Rubicond era comprensiblemente incrédulo—. ¿Y a quién se supone que ha asesinado usted?

—A una persona de crecimiento restringido que se llamaba Mr. Willy Coppett, cuya residencia estaba en el número 9 de Rabbitry Road, en Buscott…

—¿Una persona de crecimiento qué? —preguntó Mr. Rubicond.

—Crecimiento restringido. Dicho con el lenguaje discriminatorio más usual, un enano.

—¿Un enano?

—Eso he dicho —gruñó Yapp, para quien la sordera de su asesor legal empezaba a resultar muy fastidiosa.

—Ya me parecía que era eso lo que había dicho. Sólo pretendía confirmarlo. Entonces, ¿es cierto?

—Lo es.

—En tal caso, me resultará imposible actuar en calidad de defensor —dijo Mr. Rubicond—, a no ser, claro, que esté usted dispuesto a declararse culpable. Pero no se preocupe, podemos alegar atenuantes…

—No he dicho que fuera cierto que asesiné a Mr. Coppett. He dicho que es cierto que he dicho que ese señor era un enano.

—Muy bien. Ahora, no diga nada más hasta que yo llegue. Supongo que se encuentra usted en la comisaría central, ¿no?

—Exacto —dijo Yapp, y colgó. Cuando Mr. Rubicond se presentó finalmente allí, Yapp había desaparecido, pues se encontraba de nuevo en un coche de policía que estaba conduciéndole a Buscott. La transcripción de lo que había dicho por teléfono, añadida a los datos de los expertos forenses, había llegado ya a manos del inspector Garnet, cuya opinión acerca de la astucia de Rosie recibió un duro golpe cuando se descubrió que la mancha de sangre de la camisa que estaba tendida en casa de los Coppett era del mismo tipo que la del hombre asesinado.

El sargento seguía empeñado en decir cada dos por tres que la mujer a la que el inspector pretendía acusar era subnormal.

—Y que lo diga. Subnormal profunda —comentó ahora el inspector—. Cualquier asesina que deje una prueba como ésta colgando del alambre de su propia casa tiene que ser completamente subnormal, a no ser, claro, que sólo trate de inculpar a ese bastardo de Yapp. En cuyo caso, quizá esta mañana esté más dispuesta a colaborar en los interrogatorios.

Reajustados sus prejuicios, el inspector volvió a enfrentarse a Rosie. Mejor dicho, a programarla.

—Veamos —dijo—, hemos detenido a su maravilloso profesor Yapp, y estamos seguros de que tuvo escondido el cadáver de su esposo en el portamaletas de su coche. De hecho, Willy no había muerto todavía cuando el profesor lo metió allí dentro. Estuvo desangrándose en ese portamaletas, y los cadáveres no suelen desangrarse. Bien, ¿podría decirme ahora por qué le lavó usted su camisa?

—Porque estaba manchada de sangre —dijo Rosie.

—De la sangre de Willy, Mrs. Coppett, de la sangre de Willy. Hemos podido demostrarlo.

Rosie le miró fijamente. Su cerebro no era capaz de encajar esta afirmación, pero sus sentimientos la dirigieron, y pasó de su anterior estado de tristeza al de ira.

—No lo sabía. De haberlo sabido no la hubiera lavado.

—¿Qué hubiera hecho de haberlo sabido?

—Le hubiera matado —dijo Rosie— con el cuchillo de trinchar.

Interiormente el inspector sonrió, pero su rostro no cambió de expresión. Estaba oyendo lo que quería oír.

—Pero no lo hizo, ¿verdad? No lo hizo porque no lo sabía, y no lo sabía porque él no le dijo nada. ¿Qué ocurrió la noche en la que el profesor regresó a su casa con la camisa manchada de sangre?

Rosie hizo un esfuerzo por recordarlo. Era dificilísimo. Intentó volver a visualizar la escena, pero la cocina había sido su hogar desde hacía un montón de años, el centro de su vida, el lugar en donde cocinaba y leía sus revistas y daba de comer a Willy todas las noches, y allí estaba, en un rincón, el cesto de Héctor, y en las paredes de esa cocina tenía sujetas con chinchetas sus fotos de luchadores, porque su mamá le había dicho que su papá fue un luchador, aunque ya no se acordaba de su nombre y a lo mejor uno de los hombres de las fotos de la cocina era su papá. Y ahora todo aquello había sido malogrado por un hombre que fingió que sentía un gran afecto por ella, un hombre al que ella había estado cuidando cuando se puso enfermo, y resultaba ahora que ése era el hombre que había asesinado a su Willy, y el profesor tenía unos cortes en las manos. Rosie lo recordaba de forma muy confusa.

—Así que tenía cortes en las manos, ¿eh? Y eso fue la misma noche que llegó a casa con la camisa manchada de sangre…

Rosie reaccionó ante el interés demostrado por el inspector. Menos mal que ahora había alguien que estaba ayudándole a entender las cosas.

—Sí. Y tenía la americana mojada. Le dije que iba a pillar un resfriado, y así fue. Se pasó cuatro días en cama. Le subí la comida a la cama porque tenía fiebre.

El inspector Garnet reprimió un primer impulso de preguntarle a Rosie qué otros servicios le hacía a Yapp en la cama. Lo importante era conseguir que aquella mujer siguiera hablando. Tarde o temprano lograría que le revelase toda la verdad. Y en cuanto a Rosie fue añadiendo nuevos datos, el inspector aprovechó la circunstancia para atacarla con nuevas pruebas. Por ejemplo, el hecho de que los vecinos la hubieran visto en brazos de Yapp, y también el testimonio de Mr. Clebb, quien dijo que había visto a Rosie masajeando el pene de aquel cerdo cuando él pasaba por delante de casa de los Coppett, paseando a su perro. Y Rosie siguió hablando, y a cada palabra que pronunciaba, y a cada nuevo codazo del inspector, que seguía empujándola en la dirección que a él le interesaba, la imaginación de la pobre mujer, sobrestimulada desde hacía tiempo por sus lecturas de revistas y fotonovelas, fue dando una capa de brillante lustre a los acontecimientos. El inspector se mostró especialmente interesado cuando Rosie le contó la escena de la llegada de Yapp a su casa, pidiendo que le alojase y diciendo que quería extras. Cuando, poco a poco, el inspector cameló a Rosie hasta lograr que ella le explicara en qué consistían esos extras, y cuando consiguió dejar claramente impreso en la mente de Rosie que Yapp había llegado a decir explícitamente que lo que quería era acostarse con ella, el inspector se sintió por fin satisfecho. Había logrado encontrar el móvil del crimen, y llegó a convencerse de que Rosie sería una excelente testigo para la acusación, capaz de provocar una conmoción a cualquier jurado.

—Firme esto —dijo finalmente, entregándole el texto de su declaración—, y en seguida podrá irse a su casa.

Rosie firmó y volvió a su celda. Ahora ya sabía por qué habían asesinado a Willy. El profesor estaba enamorado de ella. Se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. En fin, ahora podía darle vueltas a este asunto, y esto le ayudó a no pensar tanto en Willy.