18

—¿Insinúas que el profesor Yapp se ha ido de tu casa esta mañana sin decirte nada, y que has encontrado esta carta y el cheque en el vestíbulo cuando has regresado de la compra?

Rosie, en pie en el salón de New House, tartamudeó:

—S-sí s-señora.

A Emmelia le ponía nerviosa la estupidez de aquella mujer, que venía a sumarse a todo lo que había ocurrido durante la jornada. Se había pasado, contra su costumbre, varias horas al teléfono, llamando a los más importantes miembros de su familia para informarles de que era necesario convocar una reunión del consejo familiar, y le habían contestado con tantas excusas de diversos tipos que no estaba de humor para nada.

—¿Y te ha dicho adónde pensaba ir?

Rosie negó con la cabeza.

—¿Te dijo algo de la fábrica antes de irse?

—Oh, sí, señora, siempre estaba hablando de la fábrica.

—¿Y qué decía?

Me preguntaba por los salarios y por lo que se fabrica allí y cosas por el estilo.

Emmelia estudió esta desagradable confirmación de lo que ya sabía, y quedó más convencida que nunca de la necesidad de celebrar una consulta familiar.

—¿Y tú se lo dijiste?

—No, señora.

—¿Por qué?

—Porque no lo sé, señora. Nunca me lo ha contado nadie.

Emmelia dio las gracias al cielo e ignoró la expresión necia de Rosie Coppett. Era evidentemente subnormal, y en este sentido era una gran suerte que Yapp hubiera elegido como patrona a una persona tan mal informada. Suponiendo que la hubiera elegido para eso, que era mucho suponer puesto que tanto el cheque como la despedida de su carta hacían pensar que su elección se debía a motivos bastantes más lujuriosos y por lo tanto, desde el punto de vista de Emmelia, realmente perversos. ¿Y a qué diablos se refería aquel tipejo cuando decía en la carta que se volvería a poner en contacto con aquella criatura tan retardada mentalmente en cuanto le pareciese prudente hacerlo? Se lo preguntó a Rosie, pero todo lo que ella le supo contestar fue que, en su opinión, el profesor era un perfecto caballero. Emmelia, que había conocido personalmente a Yapp, puso tal afirmación en duda, pero prefirió no manifestar su opinión.

—Bueno, la verdad es que todo esto me parece muy extraño —dijo por fin—. De todos modos, como te ha dado ese dinero, creo que puedes quedártelo.

—Bueno —dijo Rosie—, pero ¿qué me dice de Willy?

—¿De Willy?

—Sigue sin volver a casa.

—¿Se había ido alguna otra vez?

—Oh, no, señora, qué va. Ni una sola vez en todos los años que llevamos casados. Siempre ha venido a cenar a casa, y si no se lo tengo todo preparado se me enfada horrores, y…

—Ya veo —dijo Emmelia, que tenía asuntos más importantes en qué pensar que las costumbres familiares de un enano y su obesa esposa—. Si las cosas son como dices, lo mejor será que vayas a la policía y denuncies su desaparición. No comprendo por qué no has ido ya a hacerlo.

Rosie se retorció los dedos.

—No quería, señora. Willy se pone siempre furioso cuando hago lo que sea sin avisarle.

—Pues no creo que ahora vaya a protestar si no está por aquí —dijo Emmelia—. Anda, vete de una vez. Y pasa directamente por la comisaría.

—Sí, señora —dijo Rosie, y regresó obedientemente a la cocina con Annie.

Sentada ante su escritorio, Emmelia trató de olvidar aquella entrevista tan desagradable. Tenía que preparar la reunión del consejo familiar, y aún no había decidido en qué lugar celebrarla. El juez, el general de brigada, y los primos holandeses de Emmelia, los Van del Fleet Petrefact, habían dicho que preferían que fuese en Londres, pero Osbert, que era el dueño de la mayor parte de las propiedades familiares de Buscott, y también de las tierras de los alrededores del pueblo, tenía no sólo las mismas preferencias que Emmelia por el anonimato sino, además, un temor casi fóbico a que le acusaran de ser un terrateniente absentista en cuanto se alejara aunque sólo fuera un paso de la comarca. Pero desde el punto de vista de Emmelia había una razón más importante y significativa para que la reunión se celebrase en Buscott. Así se ahorraría la vergüenza de tener que explicar detalladamente qué tipo de objetos estaban siendo fabricados en estos momentos en la fábrica. De este modo, sus parientes verían por sí mismos que era imperativo lograr que aquel renegado de Ronald detuviera las investigaciones de Yapp antes de que el nombre de los Petrefact quedara indisolublemente vinculado, a los ojos de la opinión pública, con consoladores, ligueros, cinturones de castidad para hombres y cosas parecidas. Al juez le bastaría echar una ojeada al interior de la fábrica para cometer un asesinato sin pensárselo dos veces. Por su parte, la obsesión genética del general de brigada desaparecería en cuestión de segundos. No, la reunión tenía que celebrarse en la casa familiar, en Buscott. Insistiría todo cuanto fuera necesario. Es más, les diría de la forma más apremiante que la reunión debía celebrarse el siguiente fin de semana. Así nadie pondría objeciones. Ni siquiera el juez juzgaba a nadie los sábados y los domingos.

En la tranquilizadora asepsia de sus habitaciones de la Universidad de Kloone, Walden Yapp se desnudó y se dio un baño con un fuerte detergente. El regreso desde Buscott había sido espantoso. Tuvo que andar tres kilómetros para conseguir una lata de gasolina, tuvo que soportar más de un comentario poco elogioso sobre los malos olores, primero de su propia ropa y luego del viejo Vauxhall cuando logró que un viejo le llevara en su coche hasta allí. Yapp trató de justificar esos aromas diciendo que había ido a visitar hacía poco un vertedero, pero el tipo de la gasolinera dijo que aquello le recordaba más bien los hedores que había soportado durante la guerra. Tras unos minutos de silencio, el viejo empezó a rememorar, con notable olfato, el olor de los cadáveres de Montecasino, en cuya batalla participó. Pero como mínimo le proporcionó a Yapp gasolina suficiente como para llegar a la gasolinera, llenar allí el depósito y finalmente regresar a Kloone sin volver a detenerse.

Mientras tomaba su baño antiséptico, Yapp estudió los siguientes pasos que tenía que dar. Tendría que hacer algo con su ropa antes de que la mujer de la limpieza se presentara a la mañana siguiente, y también tenía por fuerza que limpiar a fondo el portamaletas del Vauxhall. Pero debía estudiar otras cosas más abstractas, y, después de haberse secado y vestido con ropa limpia, metió las prendas contaminadas por Willy en una bolsa de plástico, la cerró, y de repente se acordó de dos cosas: la comida, y Doris. Se preparó un plato vegetariano, se sentó ante la terminal de la computadora, y marcó el código.

En la pantalla que tenía ante sí aparecieron los consoladores datos, en ese idioma particular que con tanto cuidado inventó para sus comunicaciones con Doris. Volvía a encontrarse en su singular mundo, y podía también confiar en su cerebro capaz de ejercicios mentales comparables a los de su propia mente. Había varias cosas que quería decirle a Doris. De hecho, ahora que no se veía obligado a emprender acciones inmediatas, se le ocurrió que quizá su computadora podría echarle una mano. Mientras iba comiendo, contempló la pantalla y tomó de repente una decisión. Si hacía una confesión completa de sus actividades en Buscott, le explicaba a Doris las horas y lugares donde habían ocurrido las cosas, pondría por un lado en claro todo aquel maremágnum, y por otro le proporcionaría a Doris unos datos a partir de los cuales ella obtendría unas conclusiones que, tal como correspondía a su posición de observadora de la máxima imparcialidad, estarían libres de toda clase de prejuicios.

Mientras al otro lado de las blancas paredes se iba haciendo de noche, Yapp le confió a la computadora hasta sus más íntimos pensamientos y sentimientos respecto al difunto Willy Coppett y a su viuda Rosie, le dijo todo lo que ellos habían hecho y lo que hizo él mismo, incluyendo hasta detalles tan triviales como los comentarios que hicieron las señoras que estaban tomado el té cuando él les dijo que buscaba algún sitio donde alojarse, y las frases de Mr. Parmiter sobre la evasión de impuestos y las ventajas de comprar el Bedford. Las horas transcurrieron, llegó la medianoche y luego quedó atrás. Y Yapp siguió sentado en comunión mental con su alter ego microprocesado, y a cada nueva pulsación del teclado, y a cada aparición en la pantalla del dígito correspondiente, fue distanciándose de los peligros y el caos de la realidad. Los conflictos fueron desgranándose hasta ser convertidos en unidades simples de impulsos eléctricos negativos o positivos, para luego volver a integrarse en una complejidad numérica que tenía muy poco en cuenta la verdadera naturaleza del mundo, pues así es como le había enseñado Yapp a trabajar con sus sistemas de programación. Solamente hubo diferencias en torno a una cuestión. Cuando, a las cinco de la mañana, Yapp dejó de suministrar datos, completamente exhausto, y le pidió a la máquina que le diera su interpretación, y le preguntó, sin saber por qué: «¿Quién mató a Willy Coppett?», Doris le contestó sin dudarlo: «Alguien». Yapp se quedó mirando aturdido la respuesta.

—Eso ya lo sé —tecleó—. Pero ¿quién tenía motivos para hacerlo?

—Rosie —dijo la pantalla. Yapp sacudió negativamente la cabeza y tecleó con furia:

—¿Quién tenía los medios para hacerlo?

De nuevo apareció en la pantalla el nombre de Rosie. Los dedos de Yapp bailaron febrilmente sobre el teclado.

—¿Y por qué iba ella a hacer una cosa así? —preguntó.

—Enamorada de ti —contestó la pantalla. Las palabras parecían temblar ante sus ojos.

—Lo que pasa es que estás celosa —dijo Yapp, pero la última frase de la pantalla permaneció inalterable.

Yapp desconectó la computadora para borrarla, se puso en pie y, con paso vacilante, se dejó caer vestido en la cama.

En una sala de la comisaría de Buscott, Rosie Coppett permanecía sentada en una silla llorando. Había seguido las instrucciones de Miss Petrefact, y denunciando la desaparición de Willy ante el agente que estaba de guardia al otro lado del mostrador. Pero éste le comunicó que ya había sido encontrado. Durante un instante se sintió feliz, pero sólo durante un instante.

—Muerto —dijo el agente con la brutal estupidez de un joven que creía que porque todo el mundo decía que Rosie Coppett era medio imbécil tampoco tenía ninguna clase de sentimientos. Lo cierto era justamente lo contrario. Rosie era una mujer de sentimientos sobreabundantes, y no sabía expresarlos como no fuera llorando. Pero la sonrisa que se había asomado a sus labios tardó unos momentos en desintegrarse. Para entonces, el agente ya había ido a buscar al sargento.

—Tranquila, tranquila —dijo el sargento apoyándole la mano en el hombro—. Lo lamento muchísimo.

Fue la última palabra amable que le dijeron a Rosie aquel día, y ella ni la oyó. A partir de aquel momento sólo se empeñaron en pedirle que pensara. Llegó el inspector procedente de Briskerton, apartó al sargento y comenzó a interrogarla. Rosie fue conducida a una sala desprovista de adornos, y le hicieron preguntas que ella no supo cómo contestar. Sólo se le ocurría seguir llorando y diciendo que no sabía. ¿Tenía Willy algún enemigo? Rosie dijo que no. Pero alguien le ha asesinado, Mrs. Coppett, de modo que lo que usted dice no puede ser cierto, ¿no le parece? Rosie no sabía que a Willy le hubieran matado. Asesinado, Mrs. Coppett, asesinado. La palabra apenas causó impresión a Rosie. Willy estaba muerto. Nunca podría prepararle otra vez el té, ni haría que se pusiera furioso por permitir que Blondie andara por entre las coles. Jamás volvería a salir los domingos por la tarde para dar un paseíto. Ya no le podría comprar postales de conejos. Jamás volvería a verle. Jamás, jamás, jamás.

Esta certeza se iba y venía para volver a irse y regresar, cada vez con mayor intensidad. Y las preguntas que le estaban haciendo no tenían la menor relación con ese hecho. Las fue contestando casi sin tener conciencia de lo que decía. No recordaba cuándo le había visto por última vez. ¿Fue el lunes, el martes, el miércoles, Mrs. Coppett? Pero el momento era tan poco importante como la forma en que Willy hubiese podido morir, y la simple mente de Rosie sólo pensaba en la perspectiva que le aguardaba: un tiempo indefinido sin Willy.

Al otro lado de la mesa, el inspector Garnet la observaba detenidamente, tratando de decidir si estaba hablando con una mujer estúpida pero inocente, con una mujer estúpida y culpable, o con una mujer cuya estupidez no le impedía poseer una asombrosa astucia que, tras la fachada de necio dolor, sabía casi instintivamente cuál era la mejor forma de ocultar su culpabilidad. Su larga carrera de detective y su breve curso acelerado de criminología habían ejercido un poderoso influjo en el inspector Garnet, quien opinaba que todos los delincuentes y criminales, especialmente los autores de asesinatos familiares, eran gente estúpida, de emociones inestables y al menos parcialmente listas. Tenían que ser gente estúpida para creer que podían violar la ley y librarse de las consecuencias; y también tenían que ser inestables emocionalmente porque de lo contrario no serían capaces de cometer actos de tan escandalosa violencia; y tenía que ser parcialmente listos porque la tasa de homicidios por resolver seguía creciendo a pesar de la brillante labor de la policía.

Tras comprobar cuáles eran las terribles heridas que había padecido Willy, el inspector llegó a la conclusión de que aquel había sido un crimen pasional. No había nada en Buscott que pudiera interesar a los gángsters o a los sindicatos del crimen. Por otro lado, el informe preliminar del forense había descartado la posibilidad de que Willy hubiese podido ser objeto de abusos sexuales. No, todas las pruebas apuntaban a un asesinato familiar corriente, aunque espantoso. Y Mrs. Coppett era una mujer muy fuerte, mientras que su fallecido esposo era un tipo pequeñito. El inspector no dio muchas vueltas cuando trató de encontrar un posible motivo. El hecho de que el difunto fuese enano le parecía un buen motivo, y su fama de tipo furioso, otro motivo no menos bueno. En último lugar, había que tener en cuenta el hecho de que Rosie Coppett no hubiese ido a informar de la desaparición de su esposo hasta el momento en que su cadáver ya había sido encontrado. Esto le hizo pensar al inspector que aquella mujer estaba utilizando toda su astucia. Su negativa a contestar directamente las preguntas que él le hizo confirmaba esa suposición. Al inspector le preocupaba en especial que la viuda fuese incapaz de decir cuándo abandonó Willy su casa por última vez. Suponiendo, claro, que no hubiese muerto en la casa.

De modo que mientras el inspector seguía con su infructuoso interrogatorio de la viuda a pesar de que ya era una hora muy avanzada de la noche, otros detectives fueron al número 9 de Rabbitry Road, donde tomaron buena nota de la predilección que Mrs. Coppett sentía por los profesionales de la lucha libre y en general por hombres de características físicas que evidentemente no tenía el pobre Willy. También cogieron la camisa de Yapp, que seguía tendida, y estudiaron la mancha, tomaron notas sobre la cuna donde dormía Willy, se fijaron en que la cama de Yapp estaba deshecha, y, con la locuaz ayuda de los vecinos, extrajeron de todo esto unas conclusiones absolutamente infundadas.

Armados con estas nuevas pruebas, regresaron a la comisaría y celebraron una conferencia con el inspector Garnet.

—¿Que un catedrático se ha estado alojando en esa casa? —preguntó asombrado—. ¿Y por qué diablos se alojó allí?

—Eso es lo que no entendemos. Ninguno de los vecinos sabía el motivo de esa elección, pero hay un par de ellos que nos han asegurado sin vacilar que vieron personalmente a Mrs. Coppett y al tipo ése abrazándose y besándose en el rellano, el martes por la noche. Y la vieja de al lado y su marido dicen que los Coppett estaban siempre peleándose. La semana pasada, justo antes de que llegara el profesor, tuvieron una regañina de cuidado.

—Conque sí, ¿eh? ¿Y dónde está ahora el profesor? ¿Cómo se llama?

—Se ha ido esta mañana. Mrs. Mane, la vieja que vive en la casa de al lado, afirma haberle visto partir poco después de que Mrs. Coppett saliera para hacer la compra. Conducía un Vauxhall, matrícula CFE 9306 D. Se llama Yapp.

—Unos datos muy útiles —dijo el inspector, y volvió al lado de Rosie. Mientras, la camisa manchada fue enviada a los expertos del laboratorio para su análisis.

—Bien, quiero que me diga algo acerca de ese hombre que se hace llamar profesor Yapp —le dijo Garnet a Rosie—. ¿Qué clase de relaciones tenía usted con él?

Pero Rosie seguía con sus pensamientos fijos en lo que sería ahora su vida sin Willy, y no entendía muy bien a qué se refería el inspector con eso de «relaciones». El inspector le repitió la pregunta tratando de explicarse con la mayor claridad. Rosie le contestó que el profesor Yapp le había tratado con amabilidad, con muchísima amabilidad. El inspector estuvo muy dispuesto a creerla, pero aunque su comentario fue intencionadamente sarcástico, a ella se le escapó la indirecta y luego se hundió en un nuevo silencio. Fue entonces cuando el inspector hizo un desesperado intento de producirle una conmoción que diera buena cuenta de ese silencio, y, siguiendo una técnica policíaca de amplios precedentes, se la llevó a identificar el cadáver de Willy. Pero ni siquiera aquello le arrancó de su mudo dolor.

—¡Éste no es mi Willy! —dijo Rosie entre lágrimas—. Ni Willy ni nadie.

—La pobrecilla, sufre una tremenda conmoción —dijo el sargento—. Puede que sea rematadamente tonta, pero tiene los mismos sentimientos que todos los mortales.

—Más pena sentirá cuando yo termine con ella —contestó el inspector, pero, como también él tenía sueño, le dieron a Rosie unas mantas y la metieron en una celda con una taza de chocolate.

Junto a la sala de interrogatorios, un detective revisó el contenido de su bolso y encontró el cheque y la carta de Yapp.

—Este era el detalle que faltaba —le dijo el inspector Garnet al sargento—. Caso cerrado. Mañana por la mañana obtendremos del banco las señas de ese profesor, y le interrogaremos. ¿O no le parece bien que también le pongamos a él en un aprieto?

—Haga lo que le dé la gana con ese tipejo. Lo único que yo le digo es que Rosie Coppett es incapaz de asesinar a nadie, ni siquiera a Willy. Es demasiado tonta para eso. Y además, se querían. Lo sabe todo el mundo.

—No es eso lo que dicen los vecinos. Sus informaciones no concuerdan con lo que usted dice.

—¿No es siempre esa la actitud de todos los vecinos? —dijo el sargento, y regresó a su mesa. Deseó con todas sus fuerzas que nadie hubiese llamado a este inspector de Briskerton. No le hubiera importado que la brigada criminal investigara otras cosas en aquel pueblo, pero que vinieran a acusar a Rosie Coppett de homicidio le parecía intolerable.

En su granja situada en el fondo de una hondonada, a un par de kilómetros de Rabbitry Road, Mr. Jipson dormía casi tan pacíficamente como Willy. Había transcurrido una semana desde que metieran el cadáver en el portamaletas del viejo Vauxhall, y durante estos siete días Mr. Jipson había logrado aquietar su conciencia. Examinó la parte delantera del tractor por si la pintura había saltado, y no encontró ningún desperfecto; lo regó de nuevo, y, por si acaso, se fue con él al estanque de los patos que había detrás de la granja, y luego lo utilizó para la limpieza del establo de las vacas, donde terminó absolutamente cubierto de barro y estiércol. Además, su mujer había sido llevada al hospital para que le extirparan la matriz, y no rondaba por allí para observarle, hacerle preguntas difíciles o molestarle. De haberse encontrado en casa quizá hubiera notado ciertos cambios en el humor de su marido. Pero en estos momentos Mr. Jipson había vuelto a ser el de siempre. La muerte de Willy había sido un accidente, y era una cosa que hubiese podido ocurrirle a cualquiera. No era culpa suya que el condenado enano hubiera elegido su tractor para meterse bajo sus ruedas, y Mr. Jipson no veía de qué modo podía nadie culparle de un accidente. Trabajó con esfuerzo durante esa semana, vivió decentemente, y pensó que no tenía sentido revelar su secreto a nadie. Era una cosa que había ocurrido, y punto. De todas formas, seguro que los ocupantes de aquel viejo Vauxhall tenían algo que ocultar. Si no hubiera sido así, ¿acaso habrían escondido tan completamente a Willy Coppett? Este último fue, para Mr. Jipson, el argumento más convincente de todos cuanto se le ocurrieron. Ninguna persona que no fuera culpable de alguna otra cosa habría estado llevando por esas carreteras de Dios, con aquel calor que estaba haciendo, un coche cuyo portamaletas contuviera el cadáver de un enano atropellado. Lo normal habría sido que informaran inmediatamente a la policía. Por otro lado, ¿qué estaba haciendo esa gente a esas horas de la noche cuando ocurrió el accidente? Quienes fueran no se encontraban en el coche, ni tampoco parecía posible que estuvieran por las cercanías. De otro modo le hubieran visto a él cuando cogía el cadáver y lo metía en su coche. Mr. Jipson estuvo pensando en los terrenos cercanos al punto de la carretera donde pasó todo aquello, y se acordó de la arboleda. Esas tierras formaban parte de los terrenos propiedad de Mr. Osbert Petrefact. Ahora recordó que éste había estado teniendo problemas por culpa de los cazadores furtivos que se colaban en su coto. Sí, era eso. Y la caza furtiva era un delito, lo cual era mucho más grave, por ejemplo, que un simple accidente de carretera. En consecuencia, aquellos cazadores furtivos se tenían mucho más merecidos que él los problemas con los que se habían encontrado.

A Mr. Jipson no le costó ningún esfuerzo conciliar el sueño.