De hecho, Yapp había recorrido unos sesenta kilómetros, a una velocidad mucho más elevada de lo que era corriente en él, cuando a su sentimiento de absoluto escándalo por el triste destino de los trabajadores de Buscott se unió un pestazo increíblemente más insoportable. Tuvo que detenerse en un cruce para dejar pasar otros coches, y durante un momento dudó entre seguir adelante o regresar a Buscott para decirle a Mr. Parmiter que el coche que le había alquilado tenía algún problema de funcionamiento cuyas consecuencias olfativas le parecían inhumanas. Sin embargo, después de haber llegado tan lejos, y teniendo en cuenta lo desagradable que era el tipo que le alquiló el Vauxhall, decidió seguir adelante. A lo mejor aquel olor nauseabundo acabaría esfumándose. Y, en efecto, perdía fuerza mientras conducía a gran velocidad, con todas las ventanillas bajadas y con el deshumidificador conectado, pero cada vez que desaceleraba parecía recobrar su tremenda intensidad. Era un hedor especialmente vomitivo. Yapp se sentía incapaz de decir a qué olía exactamente, pero ahora ya estaba seguro de que, contra lo que había pensado en un principio, no tenía nada que ver con los abonos naturales. Jamás había experimentado un olor semejante, y como se veía obligado a notarlo cuando apenas comenzaba a restablecerse de la gripe, su estómago estaba reaccionando de forma violentísima. Desesperado, aparcó en el arcén, bajó del coche, e inspiró aire fresco varias veces.
Sintiéndose ligeramente mejor, metió la cabeza por la ventanilla del coche y olió. Aquel espantoso hedor no había desaparecido, y ahora que podía compararlo con el olor del aire impoluto, sus efectos eran peores que nunca. Fuera cual fuese su origen, seguro que tenía que ver con el coche. Por primera vez, a Yapp se le ocurrió que, además, quizá estuviera que ver con la muerte. ¿Y si había atropellado a un conejo y el cadáver se había quedado enganchado en la correa del ventilador? Abrió el capó y echó una ojeada al motor, pero no había ni rastro de conejos muertos, y el olor que notó allí era muchísimo más soportable que el que flotaba entre los asientos. Yapp dio la vuelta y olió junto a la puerta del asiento trasero. No cabía la menor duda: el pestazo se notaba allí mucho más intensamente, pero cuando miró debajo del asiento, y en el suelo, no encontró nada que pudiera producirlo. Quedaba sólo el portamaletas. Después de haber inspirado aire puro varias veces más, se dedicó a abrirlo. Un instante después retrocedió tambaleándose, tropezó con algo, y se quedó tendido boca arriba cuan largo era, contemplando el cielo. Ya no era un cielo completamente despejado, el tiempo había empeorado, pero, como mínimo, su aspecto era infinitamente mejor que el de lo que había visto en el portamaletas. Cualquier cosa hubiera sido mejor que aquello. El cielo parecía al menos natural y real, mientras que el enano en estado de putrefacción que acababa de ver no parecía ni una cosa ni la otra.
Durante varios minutos Yapp permaneció tendido en el suelo, tratando de alejar aquella imagen de su mente. Pero no lo consiguió, y al final, convencido de que se había vuelto loco y empezaba a tener alucinaciones, se puso en pie y se acercó a mirar de nuevo. Esta vez no cabía la menor duda tanto de la realidad de lo que contenía el portamaletas como la identidad de aquel cuerpo destrozado. Aunque estuviera hecho un estropicio y hubiese adoptado una posición fetal post-mortem, aquel era Willy Coppett, y nadie hubiese podido confundirle con ninguna otra persona, ni siquiera Yapp, que hubiera estado dispuesto a aceptar los primeros síntomas de locura con tal que aquel muerto fuera cualquier otra persona. La locura, con ayuda de la medicina moderna, podía ser curada. Un enano muerto, en cambio, era un mal irreparable. Yapp cerró el portamaletas apresuradamente y se quedó mirando con ojos desorbitados la hierba de la cuneta, haciendo un esfuerzo desesperado por pensar. No era fácil. La presencia de un cadáver, gravemente destrozado además, en el portamaletas del coche que había estado utilizando él durante los últimos días, le impedía toda coherencia. ¿Cómo había ido Willy Coppett a parar a aquel lugar? A Yapp le bastaban las dos ojeadas que había echado para saber que no se había metido allí dentro por voluntad propia. No cabía la menor duda de que alguien le había metido, y ese mismo alguien era quien le había asesinado. No era normal que los enanos, por muy despreciados que se sintieran por los demás mortales, se destrozaran la cabeza con algún instrumento y que luego se metieran dentro del portamaletas de un coche para dejarse morir allí. De eso estaba seguro Yapp, de la misma manera que estaba seguro de que la muerte de Willy había sido provocada por medio del impacto de algún instrumento contundente. Recordó que a veces había pensado que la palabra «contundente» era muy imprecisa, pero las dos ojeadas que le había echado al cadáver de Willy eran suficientes para que ahora le pareciese un término muy exacto. Fuera como fuese, no había tiempo que perder en especulaciones. Tenía que actuar.
Fue al llegar aquí cuando tropezó con otro obstáculo. Al igual que la palabra «contundente», la palabra «actuar» adquiría ahora un sentido muy diferente de lo que hasta entonces había significado para él. No se trataba, en esta ocasión, de manifestar opiniones, de dar conferencias o clases, ni de escribir eruditas monografías. Significaba entrar de nuevo en aquel ruidoso coche, conducirlo hasta la comisaría más próxima, y explicarle a un agente que él, Walden Yapp, se encontraba en posesión, aunque fuera no intencionada, de un enano muerto, en avanzado estado de putrefacción, y víctima indudablemente de un asesinato. Yapp imaginó las consecuencias que tendría tal declaración, y pensó que eran excepcionalmente desagradables. Para empezar, la policía pondría en duda todo su relato. Luego pondría en duda que estuviera cuerdo. Y finalmente, a juzgar por la experiencia que había adquirido de su forma de actuar en el pasado, no pondría en duda que el culpable era él. Pensándolo bien, era increíble que ninguna persona dotada de sentido del olfato hubiera podido conducir aquel apestoso coche durante casi sesenta kilómetros sin enterarse de que en su interior había un cadáver en avanzado estado de putrefacción. Sería imposible hacerle entender a un policía de pueblo que su dolorosa conciencia de la corrupción sociolaboral de Buscott le había impedido notar esa otra corrupción mucho más próxima, o que había conducido casi todo el rato a tal velocidad que los aromas mortuorios no le habían llegado. Tampoco le serviría de nada decir que había creído que se trataba de un conejo muerto. Yapp no tenía ni idea de a qué podían oler los cadáveres de conejos, pero estaba seguro de que la intensidad del pestazo que producen era muy inferior a la causada por el cadáver de una persona de crecimiento restringido. Por si todo esto fuera poco, Yapp no podía olvidar que en muchas ocasiones había alentado con sus discursos a huelguistas militantes y piquetes beligerantes, que había organizado reuniones en defensa de delincuentes acusados sin pruebas suficientes o de minorías perseguidas, ni que en esas ocasiones siempre había denunciado megafónicamente a la policía diciendo que era una fuerza semi-para-militar cuya función consistía en proteger la propiedad privada a expensas del pueblo, y que una vez llegó a decir, con una frase de la que se hizo eco toda la prensa, que la policía era «la avanzadilla del fascismo». En su actual situación, tan comprometida, Yapp lamentó haber dicho todas esas cosas. Difícilmente podían contribuir a que la policía viera con buenos ojos su versión de los hechos. Empezó a recordar los casos de malos tratos en comisaría de los que había tenido noticia frecuentemente, y, por si eso fuera poco para atemorizarle, también se le ocurrió que quienquiera que hubiese asesinado a Willy Coppett, había elegido su portamaletas como tumba circunstancial de forma claramente maliciosa. Le habían tendido una trampa, sin ninguna duda. La paranoia se sumó al pánico. Seguro, le habían tendido una trampa, y no era muy difícil averiguar el porqué. Le habían tendido una trampa para impedir que delatase las deplorables condiciones laborales que sin duda alguna padecían los obreros de la fábrica de Buscott. Era un clásico acto de terrorismo político llevado a cabo por el capitalismo.
Tras haber deducido que las cosas estaban así, Yapp extrajo una sola conclusión: debía librarse del cadáver lo más rápidamente posible, y de forma que nadie pudiera relacionarle con él. Es más, tenía que devolverlo a su lugar de origen. Pero ¿cómo? No podía, desde luego, regresar con el muerto cargado en el coche. Pero recordó que el río de Buscott pasaba no lejos de donde se encontraba ahora. Yapp consultó apresuradamente su mapa y comprobó que el río estaba a unos cuantos kilómetros al este de allí. Si seguía la carretera que había seguido hasta entonces, llegaría a una carretera secundaria que cruzaba el río: allí encontraría un puente.
Yapp se puso de nuevo al volante del Vauxhall, le dio gracias a Dios de que no hubiese pasado ningún coche desde que aparcó, rezó fervorosamente pidiendo que las recientes lluvias hubiesen convertido el río Bus en un torrente de aguas profundas y veloces, y partió. Al cabo de veinte minutos había llegado al puente. Cuando lo estaba cruzando se alegró al ver que el río tenía un cauce bastante ancho y, probablemente, bastante profundo. Además, la carretera secundaria era tan secundaria como decía el mapa. No se había cruzado con ningún coche y no se veían casas en los alrededores. En ambos márgenes del río se alzaban unas laderas boscosas que conducían a unas mesetas desertizadas, tal como él mismo diagnosticó al verlas de lejos cuando hacía el recorrido de ida hacia Buscott. Dio gracias por el hecho de que nadie rondara por allí, pero, para asegurarse de que así era, avanzó con el coche hasta lo alto de la cuesta que se elevaba al otro lado del puente, y escrutó el sombrío paisaje de brezales. No se veía ni una sola casa de campo. Dio media vuelta con el coche y bajó hasta el puente. Aparcó en un pequeño claro en el que las colillas y cajetillas vacías de tabaco, las latas de cerveza aplastadas y otros restos de civilización, indicaban que era un lugar elegido por la gente para sus meriendas campestres.
Yapp se apeó del coche y trató de oír algo que delatase presencias humanas, pero aparte del ruido de las aguas y de algún que otro canto de pájaro reinaba el silencio. No había nadie por allí. Bien. Los siguientes cinco minutos no le fueron tan bien. El difunto Willy Coppett no solamente olía a infiernos sino que además mostró una gran resistencia a abandonar el portamaletas. Sus diminutos zapatos se engancharon en una esquina, y su cuerpo se había quedado adherido al suelo en varios lugares, de modo que Yapp no tuvo más remedio que agarrarlo con todas sus fuerzas y hasta pegarse a él, pese a la contraindicación de su estómago. Por dos veces tuvo que abandonar sus esfuerzos para vomitar en los helechos, y cuando finalmente logró sacar el cadáver se quedó horrorizado, pues pudo comprobar que Willy no había muerto solamente a consecuencia de las heridas que le había producido un objeto contundente, sino también de las causadas por otro instrumento afiladísimo. De esto último se enteró Yapp cuando la punta de un cuchillo que emergía por la espalda de Willy se clavó tan dolorosamente en el estómago del profesor que, en lugar de llevar el cadáver hasta el puente para una vez allí arrojarlo al río, lo soltó a mitad de camino, y luego se quedó mirando horrorizado cómo el cuerpo iba rodando lentamente por la margen hasta caer en el agua.
Ni siquiera entonces se le pasó el pánico a Yapp. Carecía de experiencia en materia de desembarazarse de cadáveres, y cometió el error de creer que el cuerpo de Willy se hundiría de inmediato. No fue así. El difunto Willy Coppett bajó flotando lentamente río abajo, se enganchó por la chaqueta en una rama que lo retuvo durante unos segundos, giró sobre sí mismo en los remolinos de la corriente, chocó contra un tronco, y finalmente desapareció en un recodo.
Yapp no se quedó esperando. Aliviado por no ser ya el conductor de un coche fúnebre evidentemente ilegal, volvió a ponerse al volante del viejo Vauxhall y regresó por donde había venido, pensando que dentro de dos horas volvería a encontrarse en sus pacíficas habitaciones de Kloone, dándose un baño. Pero como solía ocurrir con sus teorías, la realidad demostró que se equivocaba. Una hora más tarde, a unos tres kilómetros de Wastely, el Vauxhall se quedó parado y su motor agonizó. Yapp probó dos veces a ponerlo en marcha con ayuda del starter, pero sin éxito, y luego se dijo que el indicador del depósito de carburante estaba bajo cero.
—Mierda —dijo Yapp con una violencia muy poco corriente en él, y se apeó.
En el número 9 de Rabbitry Road, Rosie Coppett había regresado de la compra en el mismo estado de incertidumbre mental en el que acostumbraba encontrarse siempre, a no ser que tuviera a su lado alguna persona capaz de interpretar por ella sus propias ideas. Desde la misteriosa partida de Willy, Yapp había servido para cumplir esta función, de modo que había seguido haciendo sus cosas como siempre, diciéndose a sí misma que el profesor ya se encargaría de pensar qué era lo que había que hacer para encontrar a Willy. Pero la carta que encontró en la mesita del vestíbulo, el cheque por trescientas libras y, sobre todo, el hecho de que la habitación que había ocupado el profesor estuviera vacía, acabaron convenciéndola de que también él la había abandonado. Rosie se llevó el cheque y la carta a la cocina y se quedó mirándolos con auténtico desconcierto. Aquella enorme suma de dinero que él parecía haberle dado era, para ella, completamente incomprensible. Al fin y al cabo, el profesor había rechazado los extras que ella le ofreció, y Rosie sabía que no había hecho por él nada que no hubiera hecho también por cualquier otro realquilado, y, sin embargo, allí estaban aquellas trescientas libras. ¿Para qué? ¿Y por qué le decía el profesor en la carta que se pondría en contacto con ella tan pronto como fuera prudente hacerlo, y por qué firmaba la carta con aquella despedida tan afectuosa, rubricada con su nombre de pila? Lentamente, pero con determinación, Rosie analizó las piezas del rompecabezas. El profesor había ido a alojarse a su casa, y le había pagado mucho más de lo que ella le había pedido; no había aceptado los extras que ella le ofreció, pero dijo que ella le gustaba y la abrazó para consolarla, y aquel fue un rasgo sincero, de eso estaba segura; Willy había desaparecido sin previo aviso al cabo de un par de días, y ahora era el profesor el que, tras haber estado muy enfermo, también se largaba, y dejándole todo aquel dinero. Había dejado igualmente la carta de Miss Petrefact, sin abrir, y la camisa que ella le lavó varias veces, tratando vanamente de limpiar la mancha de sangre, colgaba todavía del alambre, donde Rosie esperaba que el sol acabaría borrando la mancha. Y ahora estaba sola, sin más compañía que la de Blondie y Héctor, y ninguno de los dos podía decirle qué era lo que tenía que hacer.
Se preparó un té bien cargado, tal como su mamá le dijo que tenía que hacer siempre que le ocurriese alguna cosa desagradable. Luego se comió varias rebanadas de pan con mermelada, sin dejar de preguntarse a quién podía acudir en su dilema. Los vecinos no le servían de nada en este caso. Willy se pondría como una furia si ella iba a decirles que su marido se había ido. La señora que había ido a darle consejos matrimoniales tampoco era una buena solución. Fue ella la que le dijo que dejara a Willy, y ahora que Willy se había ido aquella señora le diría que se lo tenía merecido, y no era verdad. Siempre había sido una buena esposa para él y nadie podía decir que no era así, y no le parecía bien andar diciéndoles a las esposas que dejaran a sus maridos. Lo cual la condujo a acordarse del vicario, pero éste era un presuntuoso que nunca se detenía a charlar con ella cuando salía de la iglesia, como hacía con las señoras más ricas. Además, él era el que les había obligado a decir en voz alta que nunca se separarían, y ahora que Willy había incumplido su palabra, el vicario se enfadaría mucho y no dejaría que Willy siguiera cantando como siempre en el coro. No sabía a quién acudir.
Al final se acordó de la carta de Miss Petrefact dirigida al profesor, y que éste no llegó a abrir. Pensó que no estaría bien que Miss Petrefact llegara a pensar que ella no se la había entregado. Lo mejor sería que la devolviese. Y así, arrastrada sin saberlo por la costumbre que imponía una actitud de deferencia para con los miembros de la familia Petrefact, Rosie metió todos los papeles y el sobre en su bolso, salió de la casa, pasó junto a la ahora triste colección de enanitos de jardín que había reunido Willy, y se encaminó pesadamente hacia New House.
Media hora más tarde estaba sentada en la cocina, contándole a Annie todos sus problemas mientras ella iba limpiando unas judías.
—¿Así que te dejó un cheque por trescientas libras? ¿Y por qué crees que lo hizo? —dijo Annie, que se había sentido muy interesada por el hecho de que la camisa del profesor tuviera una rebelde mancha de sangre justo el día en que Willy había desaparecido. Rosie rebuscó en el bolso y sacó finalmente el cheque.
—No lo sé. Ni siquiera sé qué hay que hacer para meter este dinero en mi libreta de ahorros. Siempre se encarga Willy de estas cosas.
Annie estudió el cheque y la carta que lo acompañaba.
—«Con infinito afecto, Walden Yapp» —leyó en voz alta, y luego miró a Rosie con recelo—. No parece que sea la carta de un realquilado. Yo diría que suena a otra cosa. No me dirás que intentó alguna cosa contigo, ¿no?
Rosie se sonrojó y luego soltó una risilla.
—En realidad no. No hizo nada de eso que insinúas. Pero siempre se mostró muy amable, no creas. Dijo que me apreciaba, y que me respetaba como mujer.
Annie le dirigió una mirada más desconfiada incluso que antes. Jamás había oído a ningún hombre, y mucho menos a todo un profesor de universidad, diciéndole a ella que la apreciaba. En cuanto a lo de respetar a Rosie Coppett como mujer, cuando la pobre era una niña casi subnormal, seguro que el hombre que había dicho esas palabras ocultaba intenciones bastante turbias.
—Creo que habría que enseñarle todo esto a Miss Emmelia —dijo Annie, y sin dar tiempo a que Rosie protestara diciendo que no quería causarle problemas a Willy, el ama de llaves de Miss Emmelia ya se había llevado el cheque y la carta. Rosie se quedó sentada, limpiando el resto de judías, en actitud abstraída. Estaba muy nerviosa pero, al mismo tiempo, se alegraba de haber ido a New House porque así ya no tendría que seguir pensando qué era lo que debía hacer. Miss Petrefact decidiría.
A unos treinta kilómetros de allí, el cadáver de Willy se deslizó por encima de una pequeña represa, dio vueltas en la espuma durante algunos minutos, avanzó golpeándose contra las rocas, y siguió su camino río abajo. Estaba regresando a Buscott, por vía fluvial, pero no fue así como volvió a entrar en su pueblo. Unos chicos que estaban jugando al pie del puente de Beavery divisaron el cadáver y se pusieron a correr por la orilla gritando de excitación, siguiéndolo en su avance. Cuando la corriente arrojó a Willy contra el tronco de un árbol caído, ellos ya estaban allí para cogerlo de los pies y arrastrarlo fuera del agua. Durante unos minutos contemplaron aquella imagen en atemorizado silencio. Luego subieron hasta la carretera y detuvieron al primer coche que vieron. Media hora más tarde varios policías se habían presentado en aquel lugar, y la brigada de investigación criminal había sido advertida de que el cadáver de un enano, presumiblemente asesinado, e identificado de forma extraoficial como Willy Coppett, había sido descubierto en el río Bus.