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Lord Petrefact había empezado a lamentarlo. La tarea que empezó aquella ostra, que le había inmovilizado casi del todo y logrado convertirle en un ser irritable, había sido completada por Yapp con su catastrófica utilización del Baño Sincronizado, más la posterior carrera alocada de su propia silla de ruedas. Ahora se sentía doblemente dependiente de Croxley, pues no sólo necesitaba su infalible intuición y su conocimiento detalladísimo de todas las complejidades del Grupo de Empresas Petrefact, sino también su capacidad de empujar la silla de ruedas. Tras haber comprobado lo peligroso que era tener una silla automática, no tenía intención de confiar su precioso cuerpo a ningún otro modelo del mismo tipo.

Todo esto ya era malo de por sí, pero encima tenía que soportar el fastidio de haber comprendido que no había ninguna necesidad de pagar tantísimo dinero a Yapp. En el momento del trato, Lord Petrefact creyó que su oferta era una precaución necesaria. Cabía la posibilidad de que los Sindicatos le pidieran a Yapp que interviniera como presidente de la comisión de arbitraje que estaba a punto de ser creada para mediar en un conflicto de poca monta: el resultante de su decisión de dejar en el paro a ocho mil obreros de la fábrica de Hull sin pagarles ni cinco por el despido, pero esa posibilidad desapareció gracias a un incendio que arrasó por completo la fábrica. Cualquier otra persona le hubiera estado agradecida al chamuscado bufón que provocó involuntariamente el incendio mientras se fumaba un pitillo en la sala de depósitos de carburante. Pero Lord Petrefact era diferente, pues se sintió estafado. Desde que había llegado a la ancianidad, sentía un perverso placer cada vez que había huelgas, cierres patronales, utilización del trabajo de esquiroles, abusos de capataces y líderes sindicales, así como cada vez que su obstinación provocaba comentarios de asombro e incomprensión incluso en la prensa de derechas. Todas estas dificultades contribuían a que cobrara fuerza de nuevo la conciencia de su poder. Por otro lado, como los beneficios del Grupo de Empresas Petrefact procedían sobre todo de la utilización eficaz de la mano de obra baratísima que había encontrado en África y Asia, Lord Petrefact consideraba que los millones de libras esterlinas que perdían por culpa de las huelgas que él mismo había provocado estaban bien gastados. Ponían furiosos a sus parientes, y servían, en su opinión, para reforzar la moral de otros empresarios.

Pero si estaba dispuesto a despilfarrar el dinero en lo tocante a las huelgas, le enfurecía pensar que no estaba sacando el suficiente provecho de lo que le había pagado a Yapp. Después de haber visto y sufrido todo lo que aquel lunático era capaz de hacer en un solo fin de semana, había llegado a esperar que pronto le llegaría noticias de Buscott diciendo que el pueblo había quedado inundado o devastado por alguna catástrofe. De hecho, cuando supo que el Norte de Inglaterra había sido levemente afectado por un pequeño terremoto, llegó a concebir grandes esperanzas. Confiaba en que los resultados del viaje de Yapp serían parecidos a los de la introducción en Troya del caballo de madera. Pero los días comenzaron a transcurrir y, como no había recibido ninguna nota de protesta firmada por Emmelia, comenzó a pensar que Yapp había renegado de sus obligaciones. Y todavía se sintió más irritado por el hecho de no poder confiar el asunto a Croxley. La condenada entrega a la familia de aquel escrupuloso secretario le convertía ahora en un individuo indigno de su confianza. Hasta hubo momentos en los que solamente su convencimiento, basado en su conocimiento de sí mismo, de que todos los auténticos Petrefact ocultaban en su interior enormes dosis de capacidad de engaño, así como un odio tremendo contra todos sus parientes, le permitió sentirse seguro de que Croxley no era miembro de la familia. Fuera como fuere, no tenía intención de pedirle su consejo a aquel bastardo en este asunto. Y la sonrisa de Lord Petrefact iba siendo cada día que pasaba más torcida, a medida que fracasaban sus esfuerzos por encontrar estímulos capaces de hacer que Yapp comenzara a actuar. Primero le remitió la correspondencia familiar relativa a la relación bígama del tío abuelo Ruskin con varias cabras sucesivas, ocurrida cuando todavía estaba casado con Maude y en una época en la que el bestialismo no era bien visto por la sociedad. Por si esto no era suficiente para provocarle a Emmelia un ataque de histeria galopante, añadió también las cartas que se referían a la neutralísima operación comercial de Percival Petrefact durante la Primera Guerra Mundial, consistente en vender armas tanto a los alemanes como a los aliados. En conjunto, Yapp tenía en su poder suficiente materia prima como para hacer que los Petrefact salieran de su oscuridad, no una sino hasta varias veces. Y como aquel cerdo no empezara pronto a producir repercusiones, Lord Petrefact no tendría más remedio que recurrir a sus abogados a fin de recuperar no ya todo lo demás, sino al menos las veinte mil libras que Yapp había cobrado. Lord Petrefact no podía olvidar su deber de seguir manteniendo la reputación que tenía en la City, donde estaba considerado como el financiero más testarudo de la historia. Para que el paso del tiempo no le resultara tan lento y pesado, se dedicó a gruñirle a Croxley con más frecuencia de lo acostumbrado, llevó a cabo varias purgas de ejecutivos sin esperar a tener la más mínima justificación, y, en general, trató de hacerles la vida lo más infernal posible a todos cuantos le rodeaban. Pero, lamentablemente, Yapp no se le acercó, y cuando, tras haber apartado de sí a Croxley enviándole a hacer un recado innecesario, se puso en contacto por teléfono con la Facultad de Historia de Kloone, la única información que pudo obtener fue que el catedrático estaba ausente y que no había dejado dicho adónde se iba.

—Bueno, ¿y cuándo esperan ustedes que esté de regreso? —preguntó. La secretaria dijo que no lo sabía. Los movimientos del profesor Yapp eran siempre erráticos.

—Pues serán muchísimo más condenadamente erráticos como no se ponga en contacto conmigo mañana o, a lo más tardar, pasado mañana —gritó Lord Petrefact, colgando violentamente el teléfono y dejando perpleja a la secretaria respecto a cuál pudiera ser su identidad. Se trataba de una chica de hogar proletario y severa formación, y no se sintió con fuerzas para creer que un aristócrata pudiera ser tan maleducado.

Desde su oficina, Croxley controló la llamada. Una de las escasas ventajas que tenía el odio que ahora sentía Lord Petrefact por las sillas de ruedas con sistema de autopropulsión era que, si bien el viejo diablo podía seguir lanzando insultos con la misma violencia de siempre, ya no estaba capacitado para ir por su cuenta de un lado para otro de la casa, y Croxley podía ocuparse de sus propios asuntos sin temor a que le interrumpiera nada más que el zumbido del interfono, del que, si le daba la gana, podía hacer caso omiso. Y los asuntos de Croxley habían empezado a variar. El fastidio que sentía Lord Petrefact cada vez que pensaba en la maldita fidelidad que para con su familia tenía su secretario particular, sólo estaba parcialmente justificado.

El nuevo régimen de insultos no mitigados al que Croxley estaba siendo sometido había acabado quebrando la tolerancia del secretario. Por otro lado, éste había llegado a una edad en la que oírse llamar a todas horas hijo de puta sifilítica y soplapollas ya no le parecía apropiado ni, por inversión, vagamente adulador. Por si su resentimiento al respecto fuera poco, las recientes purgas de unos ejecutivos que eran perfectamente competentes le habían hecho considerar su propio futuro, y llegar a la conclusión de que su perspectiva de alcanzar tarde o temprano un cómodo retiro estaba siendo puesta en entredicho. A fin de luchar contra esta amenaza resolvió olvidarse de su antigua decisión de no jugar en los mercados financieros, y ahora, tras haber utilizado sus ahorros, obtenido una nueva hipoteca sobre su casa de Pimlico, y controlado las llamadas más privadas de Lord Petrefac, las cosas le habían ido muy bien. Tan bien, de hecho, que con un poco más de tiempo y de actividades en la bolsa, confiaba en alcanzar a corto plazo una situación que le permitiera decirle por fin al viejo cerdo qué opinión le merecía realmente. Pero si sus propios intereses empezaban a ser boyantes, siguió siendo fiel a esa gran parte de la familia que odiaba al aristócrata. Sentía especial veneración por Miss Emmelia, y una de las muchas cosas que lamentaba era que sus bajos orígenes sociales le impidieran venerarla de forma más íntima.

En pocas palabras, los pensamientos de Croxley erraban a menudo en dirección a Buscott, y se alarmó cuando, al oír esta última llamada, se enteró de que Lord Petrefact había enviado a Walden Yapp allí. Era otro nuevo dato, que sólo contribuía a hacer más enigmática incluso la visita de Yapp a Fawcett. El viejo diablo estaba sin duda tramando cierto plan extraordinariamente maligno contra su familia, pero Croxley no tenía ni idea de cuál pudiera ser. ¿Yapp en Buscott? Raro. Rarísimo. Y la fábrica de Buscott estaba obteniendo, por otro lado, unos magníficos beneficios desde que se dedicaba a los tejidos exóticos. Cosa que también le parecía rara. Rarísima. Jamás se le había ocurrido pensar que Miss Emmelia pudiera ser una mujer de negocios, pero, tratándose de los Petrefact, siempre surgía la sorpresa. Estaba precisamente pensando que cuando se retirara podía instalarse en Buscott —el viejo cerdo no le molestaría allí, y estaría cerca de Miss Emmelia— cuando sonó el interfono y Lord Petrefact pidió su almuerzo.

—Y asegúrese de que me echan un coñac doble en esa taza de consomé sintético —aulló el viejo—. Ayer no fui capaz ni de oler esa porquería.

—De acuerdo —dijo Croxley, y desconectó el interfono antes de que Lord Petrefact pudiera añadir algún insulto. Bajó a la cocina y pensó que, más que coñac, le gustaría meter un poco de estricnina en la comida de su negrero.

Entretanto, en el número 9 de Rabbitry Road, Yapp estaba sentado en la cama y acabó de leer, desganadamente, las cartas que le había enviado Lord Petrefact. Se había recobrado de su gripe veraniega, pero el contenido de las cartas le dejó seco. Aunque sus convicciones políticas no le predisponían especialmente en contra de las relaciones íntimas entre las cabras y el tío abuelo Ruskin, tuvo que admitir que aquellas revelaciones arrojaban nueva luz sobre la familia. Pero fue aquel imparcial comercio de armas llevado a cabo durante la Primera Guerra Mundial por Percival Petrefact lo que más llamó su atención. He aquí unos datos que delatarían ante el mundo entero la verdadera faz del capitalismo multinacional de los Petrefact. Lo que se sentía incapaz de comprender era por qué diablos había puesto en sus manos aquella correspondencia tan extraordinaria. Se consoló pensando que al menos una cosa estaba clara: que tenía que meter mano en los archivos Petrefact del Museo de Buscott. Como encontrarse allí aunque sólo fuera una milésima parte de las acusaciones gravísimas que había en aquellas cartas, la historia de los Petrefact sería coser y cantar. Tenía que ir a ver a Miss Emmelia y conseguir que le autorizase a ver los archivos. Eso era lo esencial.

Se levantó de la cama y, con paso tembloroso, se fue hacia el baño más resuelto que nunca. Pero cuando terminó de afeitarse su resolución había quedado muy diluida por culpa de los ruidos que le llegaban desde la cocina. Rosie Coppett estaba entregándose a otra llorera por la ausencia de su Willy. Yapp suspiró. Si era cierto que Willy se había largado con otra mujer, tal como afirmaba Rosie con mayor insistencia cada día, era evidente que su sentido de la moral era tan restringido como su estatura. Es más, con su actitud había colocado a Yapp en una situación nada envidiable. No podía, en aquellas circunstancias, dejar sola a aquella mujer abandonada y subnormal en su momento de mayor necesidad; al mismo tiempo, quedarse en la casa equivalía a fomentar el escándalo y las habladurías. Mientras se miraba en el espejo de afeitarse, para lo cual tenía que ponerse de rodillas en el suelo porque Willy había sujetado firmemente el espejo en la pared a una altura adecuada para sus propias necesidades, Yapp decidió que no tenía ningún derecho a poner en entredicho la reputación de Mr. Coppett. Es más, los mismos especialísimos instintos que le impulsaban hacia ella hacían que su permanencia allí fuera imposible. Le dejaría a Rosie un cheque por valor de doscientas libras, y se escabulliría cautelosamente. Esa era, sin la menor duda, la mejor solución. De este modo evitaría que se le destrozase el corazón viendo llorar a la pobre mujer en una despedida oficial.

Tras haberse afeitado, y cortado por culpa de la altura del espejo, volvió a su habitación, se vistió, hizo la maleta y rellenó un cheque por trescientas libras. Luego dejó una nota en la que decía que se pondría en contacto con ella tan pronto como fuera prudente hacerlo. Finalmente, con un atrevimiento que más tarde pagaría muy caro, firmó:

«Tuyo, con infinito afecto, Walden Yapp».

Veinte minutos después vio que Rosie se iba de la casa con la cesta de la compra en el brazo. Cuando ella desapareció camino de Buscott, Yapp abandonó la casa cargado con la mochila y la maleta, dejó ambos bultos en el asiento trasero del Vauxhall, y se fue en dirección contraria. El sol brillaba desde un cielo sin nubes, pero Yapp no estaba para fijarse en la belleza natural del momento. Sólo pensaba que el mundo era un lugar muy triste, y que su propia naturaleza era francamente extraña, tal como demostraba el hecho de que sintiera tanta atracción por el enorme cuerpo y la diminuta mente de una persona como Rosie Coppett.

También notó un extraño olor en el coche, un olor clarísimamente nauseabundo que le recordaba al de un retrete atascado, pero Yapp no hizo caso, imaginó que se trataba de cosas de la agricultura, seguramente que algún campesino de la zona había regado sus campos con orines de cerdo, y se puso a pensar en cómo podía abordar a Miss Emmelia para lograr sus propósitos. A juzgar por lo que había deducido después de rondar aquellos días por Buscott y de hablar con Rosie, tenía la impresión de que se trataba de una mujer un poco excéntrica, muy poco amiga de ver a la gente y salir de casa, pero en general bien vista por sus vecinos. En cualquier caso, era imposible que fuese tan absolutamente desagradable como su hermano, y, aunque él hubiera preferido continuar sus investigaciones sin abandonar la base proletaria, era evidente que sin la autorización de Miss Emmelia no había modo de avanzar un solo paso. Acababa de llegar a esta conclusión, y al final de la colina que conducía hacia New House, cuando recordó que Rosie le había dicho algo acerca de una carta de Miss Emmelia. Durante su enfermedad se olvidó de ella. Ahora ya era demasiado tarde para regresar a recogerla. Tenía que seguir adelante.

Cruzó la verja, avanzó por la avenida de gravilla, y frenó el coche delante de la puerta principal. Durante unos momentos se quedó sentado al volante, admitiendo a regañadientes ante sí mismo que Samuel Petrefact, fundador de la fábrica y de la inmensa fortuna de la familia, fue un hombre de gustos modestos y claramente refinados en cuestión de arquitectura doméstica. Yapp se sintió ofendido. Uno de los fundamentos de su filosofía era que los capitalistas emprendedores que obligaban a sus obreros a llevar vidas miserables tenían el deber de proclamar en las casas que hacían construir ese horrendo pecado al que debían su riqueza. Pero no era éste el caso de Samuel Petrefact. Yapp se apeó y estaba a punto de llamar al timbre cuando tomó conciencia de que había alguna cosa que se estaba moviendo por entre los arbustos que había al final del césped, y, al poco rato, vio que, en efecto, una persona emergía por encima de los arbustos con una horca en la mano. Llevaba puesto un gorro de tela que le tapaba hasta más abajo de las orejas, y tanto sus manos como la vieja bata con la que protegía su vestido estaban manchadísimas de barro. Yapp se encaminó hacia allí por el césped, pero la figura desapareció inmediatamente entre los matorrales.

—¿Podría usted decirme si Miss Petrefact está en casa? —gritó Yapp, dirigiéndose al pedazo de pana que se veía bajo el ramaje de una gran mata de Viburbum fragrans.

La pana retrocedió hacia la espesura.

—Estrictamente hablando, no —dijo una voz malhumorada—. ¿Y usted quién es?

Yapp dudó. No le gustaba que la gente le tratara con tanta arrogancia, ni siquiera cuando quien así lo hacía era un jardinero, pero recordó que era frecuente que los criados de los ricos acabasen adoptando los aires y la falta de encanto de sus amos.

—Me llamo Yapp. Profesor Yapp. Quisiera hablar con Miss Petrefact.

Una serie de gruñidos procedentes de las profundidades de un arbusto de origen australiano parecieron insinuar que no le quedaría más remedio que esperar a que la señora llegase a la casa. Yapp dio media vuelta y echó una ojeada al jardín. Imaginó que era un jardín magnífico, aunque, personalmente, prefería los huertos de los pobres previsores, con sus coles y sus puerros, a toda aquella artificiosidad de plantas extranjeras, céspedes lisos y riachuelos que salían de grifos.

—Debe de ser bastante duro —dijo— ser el jardinero que cuida de todo esto.

—Lo es.

La voz procedió esta vez de detrás de una peonía, y le sonó muchísimo más brusca que antes. Yapp dedujo que esta entonación era consecuencia del resentimiento natural de quienes se ven obligados a ganarse la vida con trabajos serviles.

—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

—Prácticamente toda mi vida.

Yapp contempló la perspectiva de una vida entera dedicada a andar a gatas por entre aquellos arbustos y matas, y pensó que era francamente desagradable.

—¿Le dan buena paga? —preguntó, con un tono que insinuaba que ya sabía que la respuesta sería negativa. Una voz apagada que procedía de una osmarea dijo que no era un sueldo del que se pudiera vivir.

El tema era de los que apasionaban a Yapp.

—Seguro que, además, esa mujer no le paga suplemento para los desplazamientos, la ropa de trabajo ni tampoco el descanso para el té.

—Jamás había oído hablar de nada de eso.

—Un auténtico escándalo —dijo Yapp, feliz de haber encontrado por fin en Buscott una persona que tenía un sentimiento proletario de agravio—. ¿Sabe lo que le iría bien? Hacerse miembro de algún sindicato de Obreros de la Horticultura y la Jardinería que luche por sus derechos. A ver, ¿cuántas horas semanales tiene que trabajar para mantener ese jardín tal como exige esa mujer?

Después de toda una serie de gruñidos beligerantes, Yapp oyó una palabra definitiva:

—Noventa.

—¿Noventa? —Era espantoso, pensó Yapp—. Intolerable.

—A veces hasta cien —dijo la voz, mientras se desplazaba hacia un serbal.

—Pero… Es un régimen de explotación inhumano —dijo Yapp, tratando de expresar lo mejor posible la furia que le embargaba—. Esa vieja furcia no tiene ningún derecho a tratarle así. No hay nadie en la industria que trabaje tantísimas horas. Además, seguro que no le paga las horas extras. A que no…

Una sonrisa despectiva procedente de detrás de un nuevo arbusto contestó a su pregunta. Yapp siguió a la figura de mata en mata, lanzando sin parar diatribas contra la explotación de la clase obrera.

—Y no me extrañaría que esta situación se repitiese ahí abajo, en esa fábrica. Todo está podrido. Le aseguro que voy a encargarme de que este pueblo y lo que los Petrefact están haciendo aquí salga en las primeras páginas de los periódicos. Creo que es un ejemplo perfecto de los vicios del capitalismo, de todo lo que es capaz de hacer la clase capitalista para joder al proletariado. Bien, ya puede decirle a esa vieja furcia repugnante que no la necesito para nada, muchas gracias, y que pronto va a enterarse de cuáles son los efectos que sobre todo esto puede tener una campaña publicitaria bien orquestada.

Y tras haber conseguido excitarse hasta sentir una justificada indignación ante el triste destino de los obreros de Buscott, a partir del testimonio de esta entrevista, Yapp volvió al coche, se puso al volante y se fue de allí. Ahora ya sabía lo que tenía que hacer; regresar a Kloone y poner en marcha el equipo de investigadores que había organizado en su facultad. Ya no se limitaría a realizar estudios preliminares basados en las entrevistas personales con los vecinos de Buscott. Aquella pobre gente estaba tan intimidada que nadie se atrevía a hablar. La única forma de que dieran información era proporcionarles el anonimato que el viejo jardinero había obtenido gracias a la protección de los matorrales y arbustos. Había que hacerles llegar la idea de que ahora el mundo exterior estaba dispuesto a protegerles. Y el mundo exterior llegaría muy pronto, en forma de magnetófonos y cámaras de televisión.

A su espalda, la vieja furcia repugnante emergió tras un naranjo y se quedó mirándole algo confusa. Aquel tipo era un idiota de cuidado, pero podía ser peligroso, y se alegró de haber podido observarle de aquella forma, porque así se había mostrado tal como era, sin la protección que le hubiera proporcionado los modales si hubiesen charlado mientras tomaban el té. Y estaba además satisfechísima de haber podido permanecer en la oscuridad, como sus antepasados. Se secó las manos con la bata y se encaminó a la casa, imbuida de una nueva determinación. Había que impedir que las investigaciones del profesor Yapp avanzaran un solo paso más. Ya había llegado demasiado lejos.