El mismo diluvio que había sido testigo de la muerte de Willy Coppett y de la incomodidad mental y física de Walden Yapp, había conducido a Emmelia al interior del cobertizo. Desde su infancia, cuando iba a visitar a tía María, Emmelia solía utilizar aquel mismo lugar como refugio en sus momentos de desdicha. Era una construcción vieja, con una parra que se encaramaba por su pared y que en verano producía una cantidad de follaje desproporcionadamente grande para los escasos racimos que daba. En invierno, Emmelia lo utilizaba para guardar macetas. Y allí, oculta por las hojas de la parra, y también, aunque en menor grado, por las algas que crecían en los puntos donde se superponían los cristales, rodeada de viejas macetas de tierra cocida y de esquejes de geranios, y con un par de gatos que se habían refugiado de la lluvia, permanecía sentada en la oscuridad escuchando el golpeteo del las gotas y sintiéndose casi segura. Este era su sancta sanctorum, frágil y viejo pero oculto tras la tapia del huerto, que a su vez era un refugio en el interior de los muros que circundaban New House. En ningún otro lugar podía Emmelia saborear su propia oscuridad social tan religiosamente, o librarse tan completamente de la invasión de noticias que le llegaban por medio de The Times o la radio. Emmelia desdeñaba la televisión, que en aquella casa sólo veía Annie, en el antiguo cuarto de las botas, mientras le sacaba brillo a la plata. No, Emmelia no quería malgastar el tiempo ocupada en enterarse de lo que pasaba en el mundo exterior, pues, hasta donde ella podía decir, los cambios que reflejaban los blancos rastros dejados en el cielo por los aviones a reacción, y que parecían constituir el centro de ciertos debates públicos en torno a la necesidad del progreso, tan sentida por quienes escribían en la prensa o hablaban por la radio, no eran más que cosas efímeras que la propia naturaleza se encargaría algún día de borrar del mapa con un simple encogimiento de hombros, y con tan escaso sentimiento de culpabilidad como cuando sepultaba los bosques o transformaba la región del Sahara en un desierto. Ni siquiera la idea de la obliteración nuclear le parecía amenazadora, o en todo caso mucho menos amenazadora de lo que, a los ojos de los hombres del siglo XIV, llegó a ser la Peste Negra. La naturaleza era un ciclo de vida y muerte, y Emmelia se sentía satisfecha poniéndose simplemente a la entera disposición de la naturaleza, con un alegre fatalismo para el que no había alternativa. En su orden de cosas, los Petrefact eran una antigua especie de planta parlante, en permanente peligro de extinción, a no ser que pudieran hundir sus raíces en la rica marga de los valores del pasado.
A pesar del aplomo que había mostrado esa misma tarde en la fábrica, Emmelia había regresado a casa profundamente turbada. Aunque ella era la primera en admitir que entre los antiguos valores de su familia estaba su capacidad de hacinar sin la menor comodidad a los negros que eran transportados en barco para su venta como esclavos, o de hacer trabajar en las peores condiciones a los obreros de la fábrica de Buscott, así como la evidente predisposición de sucesivas generaciones de Petrefact para hacer cualquier cosa que exigieran las diversas épocas, por muy desagradable que fuese desde el punto de vista de cada época, su descubrimiento de que Frederick se había hundido hasta lo más ruin, convirtiéndose en algo así como un alcahuete mundial, fue más de lo que podía soportar. También le pareció doloroso que hubiera tenido que enterarse de todo esto por sí sola, pues nadie le había comunicado nada. Aunque permanecía alejada de la vida social de Buscott, Emmelia podía, gracias a los servicios de Annie, enorgullecerse de estar muy enterada de las cosas que les ocurrían a sus vecinos. Pero cuando a su regreso a casa interrogó a su asistenta, Annie negó estar enterada de los cambios sufridos por la fábrica. Emmelia se vio obligada a creerla. Annie llevaba treinta y dos años con ella, y jamás le había ocultado nada. Todo esto obligó a Emmelia a admitir que Frederick tenía mucha más autoridad y discreción de lo que cabía imaginar viendo los repulsivos productos que fabricaba. Tendría que interrogarle para averiguar por medio de qué métodos había conseguido tanto silencio.
Pero todavía le pareció más importante averiguar si su propio hermano estaba o no enterado de lo que estaba haciendo su hijo. Si lo sabía, y había enviado al profesor Yapp con intención de que éste propagara la noticia al mundo entero, sólo podía deducir que Ronald estaba rematadamente loco. Lo cual era muy posible. Una vena de demencia recorría la historia familiar. Cuando emergía, a veces lo hacía en forma de leves excentricidades, como la obsesión del general de brigada por los cruces genéticos más imposibles, y otras en forma de absoluta locura, como en el caso de aquel primo segundo que, tras haber leído a una edad demasiado tierna una versión no censurada de Winnie the Pooh, acabó convencido de que él era Roo y de que todas las mujeres grandotas eran Kanga, de modo que en varios banquetes de gala llenó de oprobio a la familia porque se empeñaba en sentarse en el regazo de cualquier invitada de gran tamaño. Al final no hubo más remedio que facturarle para Australia. Una vez allí, fiel a sus orígenes, el joven ganó una fortuna con la cría de ovejas.
Sentada en la oscuridad del cobertizo, entre las macetas y las plantas que constituían su propia monotonía, Emmelia tomó una decisión. Daba igual que Ronald estuviera loco o que conservara cierto grado de cordura: al enviar al profesor Yapp a Buscott había puesto en gravísimo peligro la reputación de la familia, y no quedaba más remedio que pararle los pies. No era suficiente que Frederick se librase de Yapp. De hecho, en este momento lamentó haberle dado esta orden. Frederick era impetuoso y tan poco digno de confianza como su padre. Podía cometer alguna imprudencia, y, por otro lado, expulsar a Yapp de Buscott no haría más que confirmar las sospechas de Ronald, si es que no eran más que eso. Conociendo a Ronald como ella lo conocía, no le cupo la menor duda de que la próxima vez su hermano enviaría al pueblo a una docena de horribles periodistas o, peor aún, a todo un equipo de televisión.
Cuando amainó la lluvia, Emmelia abandonó el cobertizo y volvió a la casa. Una vez allí se sentó ante su escritorio y redactó una carta cautelosa, y luego una segunda carta más brusca, las metió en sendos sobres, y se encaminó al viejo cuarto de las botas.
—He dejado un par de cartas en la bandeja del vestíbulo —le dijo a Annie—. Quiero que te encargues de que el cartero se las lleve y las entregue mañana por la mañana.
—Sí, mamá —dijo Annie. Emmelia estuvo a punto de repetirle por enésima vez a lo largo de aquellos treinta y dos años que no la llamase «mamá». Era uno de los problemas familiares que formaban parte de la vida cotidiana de la casa, y Emmelia era tan incapaz de acostumbrase a aquel apelativo como de lamentarlo del todo.
Emmelia subió al dormitorio pensando en otro empleado de la familia. Porque siempre le quedaba el recurso de pedirle ayuda a Croxley. Sí, Croxley, su querido Croxley. Y, pensando en él, Emmelia se quedó dormida.
Walden Yapp apenas durmió. Mientras que durante la noche anterior no pudo conciliar el sueño debido a los ruidos que hacía Willy, que parecía estar dedicándose a maltratar a su esposa, esta vez lo que no le dejaba dormir era la ausencia del enano, para la que no había explicación alguna, unida a la creciente agitación de Rosie.
—No es normal que no venga a cenar —le había dicho Rosie cuando Yapp regresó, lleno de arañazos y con las manos manchadas de sangre—. Oh, ¿y qué le ha pasado a usted? ¿Se puede saber qué ha estado haciendo?
—Nada, nada —dijo Yapp, que sólo quería subir a su cuarto y guardar los manchados calzoncillos en la maleta antes de que se le quedaran congelados en el bolsillo.
—Yo no diría que eso no es nada. Menudos cortes se ha hecho. Pero si está manchadísimo de sangre.
—No es más que un arañazo. He resbalado y me he caído.
—Qué va, qué va. Fíjese, si hasta tiene toda la pechera de la camisa enrojecida —dijo Rosie.
Yapp bajó la vista y comprendió por primera vez que había estado sangrando más profusamente de lo que se había imaginado. También había sangre en su americana. Cuando Mr. Jipson examinó el cuerpo que había atropellado, tratando de averiguar qué era, acabó manchándose muchísimo, y luego había dejado la sangre en la puerta del coche de Yapp cuando metió la cabeza para ver si había alguien dentro.
—Como no me dé toda esa ropa ahora mismo, no habrá manera de limpiarla del todo —dijo Rosie—. La leche es lo mejor que quita esa clase de manchas.
Pero Yapp se negó a quitarse la camisa.
—No tiene importancia —murmuró—. Puedo regalarla a alguna institución benéfica y ellos se la darán a los pobres. Además, es una camisa muy vieja.
A pesar de sus protestas, Rosie insistió y le obligó a quitársela. Más tarde, cuando Mr. Clebb, que vivía cuatro casas más arriba, sacó a mear a su perro, pudo ver a un sospechoso Yapp sentado en la cocina, desnudo de cintura para arriba. Junto a él, Mrs. Coppett estaba lavándose las manos en una jofaina, y como la jofaina estaba apoyada en las rodillas de Yapp, y Mr. Clebb no llegó a ver qué era exactamente lo que Mrs. Coppett estaba restregando, el vecino hizo ciertas deducciones respecto a lo que allí ocurría.
Rosie, por su parte, trabajó a fondo con la camisa, utilizando, sin demasiado éxito, un cuarto de litro de leche. Luego lavó bien la camisa y la puso a secar en el alambre. Yapp se fue a la cama con las manos vendadas y pensando que, si finalmente pillaba el tétanos, no sería por culpa de Rosie. Por otro lado, aquellas rebeldes manchas de sangre le tenían perplejo. Hubiese podido jurar que no se había secado las manos en la pechera de la camisa, pero antes de que hubiese podido reflexionar más a fondo sobre este asunto, se vio interrumpido por los sollozos que llegaban desde la habitación contigua. Supuso que Willy había regresado y estaba abusando otra vez de Rosie, pero cuando notó que los sollozos no se interrumpían, su buen carácter le obligó a entrar en acción. Saltó de la cama, estornudó tres veces, se estremeció, se puso el pantalón encima del pijama y salió al rellano.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, consciente de que no era la pregunta más adecuada en aquellas circunstancias. Rosie Coppett dejó de sollozar y abrió la puerta del dormitorio.
—Lloro por Willy —dijo—. Nunca había tardado tantísimo en volver a casa. Me amenazó con hacerlo, y ahora lo ha hecho.
—¿Qué ha hecho?
—Largarse con otra mujer.
—¿Otra mujer? —Aunque Yapp no conocía muy bien a Willy Coppett, esta explicación le parecía muy poco plausible.
—La culpa es mía —prosiguió la desdichada viuda—. No le cuidaba suficientemente bien.
—Estoy seguro de que eso no es cierto —dijo Yapp, pero Rosie no pensaba dejarse consolar tan fácilmente, y ahora, con un cambio de actitud que dejó perplejo a Yapp, se le abrazó. Él intentó librarse del fuerte apretón, pero no era fácil. En esta ocasión, la imagen de Rosie abrazada al profesor Yapp fue vista por Mrs. Mane, que vivía en la casa de al lado y había salido a ver si conseguía enterarse de qué estaba pasando en el hogar de los Coppett. Cuando Yapp logró por fin soltarse, Mrs. Mane ya no albergaba la menor duda respecto a lo que se estaba cociendo en casa de sus vecinos.
—Me parece repugnante —le dijo a su marido, volviendo a meterse en la cama—. Y pensar que ella y ese hombre están aprovechándose de un pobre enano… Rosie debería avergonzarse de sí misma. En cuanto a él, no sé cómo se atreve a llamarse caballero.
En el número 9, sin embargo, Yapp se comportó como un caballero. Hizo cuanto estuvo en su mano por tranquilizar a Rosie, dijo que seguramente el retraso se debía a la tormenta —«Probablemente esté refugiado en el pub y haya decidido quedarse a dormir allí»—, la convenció de que no era probable que Willy hubiese corrido la suerte que ella se imaginaba (a saber, que le hubieran metido otra vez en la madriguera de un tejón o se encontrara en algún hospital) ya que en tal caso, le dijo, habría recibido ya noticias de ese presunto hospital, mientras que, por otro lado, estaba convencido de que meter a seres de crecimiento restringido en madrigueras de tejones era ilegal.
—No, en Buscott no lo es. No sería la primera vez que lo hacen —dijo ella, y luego, tras haber dejado a Yapp horrorizado con su relato de la cacería y sus consecuencias, ella misma decidió que su teoría no era correcta—. No, eso no puede ser —añadió—. No es la época.
—Sea o no la época, me parece pura barbarie —dijo Yapp, para quien el deporte de la caza era tan vil como la medicina privada, y que, de haber podido, hubiese abolido ambas prerrogativas exclusivas de los ricos y privilegiados.
—En verano no van a cazar. Qué bobada —dijo Rosie—. Pero a veces le hacen ratear.
—¿Ratear?
—Sí, le meten en un cerco con cien ratas para ver cuántas es capaz de matar en un minuto. Luego le sacan a él y meten a un terrier, y cruzan apuestas.
—¡Santo Dios!
—No crea, que la última vez, con lo de las apuestas, Willy ganó cien libras.
—Espantoso —dijo Yapp con un estremecimiento.
—Y no fue porque ganase él. Bitsy, el perro de Mr. Hord, mató muchas más ratas. Pero le dieron el dinero por la de mordiscos que se llevó.
Tras haber escarpado de la lista de espantosas posibilidades que fue enumerando Rosie, Yapp se metió en cama pero fue incapaz de dormir. Permaneció tendido en la oscuridad, presa de una profundísima depresión y víctima de repentinas sacudidas de pánico en las que se imaginaba metido en un sótano con un centenar de ratas frenéticas. A pesar de la influencia de los Petrefact y de las estadísticas computerizadas del propio Yapp, Buscott era en apariencia una población típica del siglo XX, y hasta un lugar relativamente próspero, pero por debajo de esa superficie seguían practicándose deportes bárbaros, prohibidos por la ley y completamente opuestos a sus ideas progresistas. Yapp trató de encontrar una explicación racional para estos anacronismos, pero le ocurrió lo mismo que cuando reflexionaba sobre cosas como Idi Amin, Camboya, Chile, Sudáfrica y el Ulster; acabó llegando a la conclusión de que había gente a la que le gustaba matar por matar y que no sentía el menor respeto por los procesos históricos.
Y si su mente estaba hiperactiva, lo mismo le ocurría a su cuerpo. Le escocían las manos, le dolía la cabeza y sentía dolores en las piernas y la espalda. Además tenía un frío espantoso y un tremendo catarro que comenzó con el goteo de la nariz y pasó luego a unos estornudos violentísimos acompañados de toses. Yapp daba vueltas y más vueltas en la cama, y sólo se durmió al amanecer. A las diez le despertó Rosie.
—Menudo catarro que ha pillado usted —le dijo—. No tenía que haberse mojado tanto ayer noche. ¿Dónde se metió? —Palpó la americana, que Yapp había dejado en una silla—. Está empapada. No me extraña que se haya puesto enfermo. Mire, quédese en la cama y ahora le subiré un té bien calentito.
Yapp murmuró unas palabras de agradecimiento y volvió a dormirse. A las once, cuando el cartero entregó la carta que le había escrito Emmelia, tenía tanta fiebre que ni siquiera sintió interés por lo que pudiera decirle.
—Es de Miss Petrefact —dijo Rosie, consciente de lo importante que era tener esa carta en sus manos. En otro momento, este detalle hubiese fastidiado a Yapp, pero ahora no le importó.
—Ya la leeré luego. Quiero dormir.
Yapp se pasó el día durmiendo, mientras Rosie vivía preocupada, sobre todo por Willy y su desaparición, pero también por el profesor y por lo que Miss Petrefact podía haberle escrito en la carta. Pensó bajar al pub y enterarse de si Willy había dormido allí, consideró también la posibilidad de ir al matadero, y hubiese ido si el profesor no se hubiese encontrado enfermo. ¿No había que llamar a un médico? No podía pedirles a las vecinas que le avisaran. Nunca había tenido buenas relaciones con Mrs. Mane, y no quería rebajarse ahora a pedirle ese favor. Para tranquilizarse, limpió la casa, preparó unos pastelitos para acompañar el té de Willy, y leyó el horóscopo del periódico en el que su marido había traído envuelta la tripa tres días atrás. Tuvo que revolver el cubo de basura para encontrarlo, y luego, cuando por fin concluyó que ella era Piscis, vio que allí no decía nada de maridos desaparecidos, aunque hacían unas predicciones muy acertadas acerca de los beneficios económicos, los enamoramientos, y la necesidad de ser cuidadoso con la salud. Tras llorar a gusto un buen rato y mostrarle su afecto a Blondie, el conejo, que no supo recibirlo con agradecimiento, se asomó a la habitación de Yapp con la esperanza de encontrarlo despierto y pedirle consejo, pero el profesor siguió durmiendo sin enterarse de la realidad que estaba cerniéndose sobre él.
Los demás personajes del drama lo vivían de forma distinta, con la excepción de Willy, que no lo vivía de ninguna manera. Tendido en el portamaletas del Vauxhall, su cuerpo se había quedado rígido en una postura espantosa, a modo de parodia vestida de un feto, y ya no estaba en condiciones de recordar la realidad que le había atropellado. Mr. Jipson, para asegurarse de que nadie pudiera relacionar su tractor con lo ocurrido, ya lo había lavado varias veces con una manguera, y ahora estaba muy ocupado manchándolo otra vez de barro. En New House sí había cierta realidad en marcha. Frederick, llamado a consejo por la carta de su tía, estaba asombrado porque ahora resultaba que su pariente había cambiado de opinión.
—¡Pero si me dijiste que me librara de ese tipo! —replicó cuando ella le contó que le había escrito una carta a Yapp—. ¡Cómo es posible que ahora le hayas invitado a venir aquí!
—Exacto. Pienso entretenerle y, como mínimo, averiguar qué es lo que sabe.
—Algo debe de saber, pero que me aspen si entiendo cómo ha podido enterarse. Por algo nuestro nombre es ahora Sociedad Anónima de Productos de Fantasía. —Emmelia le miró con escepticismo—. Quiero decir que éste ha sido el secreto de nuestro éxito. El principal obstáculo de la venta individual ha sido siempre el hecho de que atendemos a las necesidades de personas sexualmente inseguras.
—¿Ah, sí? Por lo que pude ver, yo diría más bien lo contrario. Para ponerse ese cinturón con enema incorporado hay que tener los nervios de acero.
—Cuando digo sexualmente inseguros me refiero a que son personas introvertidas. Suelen ser tan tímidos que ni siquiera se atreven a entrar en Sex Shops o a consentir que les envíen los productos que necesitan por correo.
Emmelia comprendió la situación así descrita, pero mantuvo silencio.
—Lo que quieren es comprar nuestros productos sin necesidad de revelar su identidad, y así es como lo hacemos. Les garantizamos el anonimato más absoluto.
—Sin embargo, tu propio anonimato no está garantizado.
—Hasta donde sabemos, lo está —dijo Frederick—. Ponemos anuncios en los medios habituales, y nuestro servicio de venta por correo tiene la central instalada en Londres. Todas las comunicaciones entre esa oficina y el departamento de ventas se realiza de forma codificada y por medio de computadoras, de modo que ni siquiera las chicas de la oficina de Londres saben que están hablando con Buscott.
Emmelia se recostó en el respaldo, cerró los ojos, y escuchó aparentemente sin interés. Como mínimo, Frederick seguía la tradición de los Petrefact y se esforzaba por permanecer en la oscuridad, cosa que no podía decirse de su padre. Estaba soñando ya en la extraña imagen de Lord Petrefact con uno de aquellos cinturones de castidad con temperatura regulable, cuando de golpe se despertó y oyó a Frederick, que estaba explicándole los métodos de entrega que empleaba su empresa.
—… y en las poblaciones que tienen una estación ferroviaria importante, con departamento de consigna de equipajes, depositamos allí el pedido, y remitimos el recibo por correo al domicilio del cliente desde el buzón más próximo, para que no haya manera de que puedan seguir nuestra pista. Es absolutamente sencillo.
—¿Sí? —dijo Emmelia, bostezando—. A mí me suena bastante complicado, pero no soy técnica en la materia. Si conoces al cliente, como tú le llamas, y también conoces sus señas…
—Ya te he explicado ese aspecto de la cuestión. Nosotros desconocemos el nombre del cliente. Él telefonea a la oficina de Londres y hace su pedido y entonces se le otorga un número secreto. Luego él nos da un nombre falso y nosotros le proporcionamos un número de apartado de correos al que él va a recoger su correspondencia. Naturalmente, no todo el mundo nos pide un servicio tan personal. Este método es mucho más caro que el corriente, pero, de todos modos, sea cual sea el método elegido por nuestros clientes, jamás remitimos los pedidos desde Buscott. Toda la correspondencia y todos los envíos llevan matasellos de Londres.
—¿Incluso las ventas al extranjero? —preguntó Emmelia.
—De eso se encargan empresas subsidiarias —dijo Frederick en tono complaciente—, y la relación con ellas también se hace por medio de una computadora que usa un lenguaje en clave.
—Entonces, es posible que algún miembro del personal de la fábrica se haya ido de la lengua.
Frederick dijo que no con la cabeza.
—Todos nuestros empleados han tenido que ser objeto de investigaciones a fondo antes de ser contratados. Además, todos ellos tienen que firmar la Ley de Secretos Oficiales.
—Pero no puede ser. Es ilegal.
—Te equivocas —dijo Frederick sonriendo—. El Departamento de Fomento de Deserciones en el Bloque oriental, perteneciente al Servicio Secreto de Su Majestad, es un buen cliente nuestro. Tenemos pedidos regulares de consoladores y otros artículos. —Hizo una pausa y se quedó un momento abstraído—. Quizá ésta sea la explicación.
—Para mí esto no es ni una explicación ni nada —dijo Emmelia—. Te aseguro que no hay nada en el mundo que pueda inducirme tan poco a la deserción como uno de esos monstruosos artilugios. Preferiría pasarme toda la vida trabajando en una mina de sal que…
—No me refería a eso. Me refiero a Yapp. Ese tipo es un bolchevique nato, y de lo más retorcido que te puedas imaginar. Es posible que todo este embrollo haya sido inspirado por el KGB. Los rusos son capaces de cualquier cosa con tal de crearnos problemas.
—En ese caso, deben de ser anatómicamente extrañísimos —dijo Emmelia—. En fin, el caso es que he invitado a ese tipo a que venga a tomar el té conmigo, y voy a mantener la invitación. Si es tu padre quien nos lo ha enviado, te juro que se acordará toda su vida.