14

Cuando cayó el crepúsculo sobre Buscott, ni el más agudo observador hubiera podido detectar en aquel pueblecito ningún detalle que permitiera adivinar la serie de fuertes emociones que bullían bajo su superficie. En New House, Emmelia estaba decapitando sus rosales con más furia que de ordinario. En la cocina del número 9 de Rabbitry Road, Walden Yapp consumía más bollos calientes de lo que su estómago necesitaba, y miraba a Mrs. Coppett con una expresión de encaprichamiento tan intenso que no era fácil decir si era un adicto a los bollos con mantequilla o si se había enamorado alocadamente de aquella mujer. Por su parte, los simples pensamientos de Rosie giraban en torno a una sola cuestión: no sabía si estaría bien por su parte pedirle al profesor que la llevara a dar un paseo en su Vauxhall. Sólo había ido tres veces en coche, una de ellas cuando a Willy le mordió el tejón y la llevaron corriendo al hospital, y las otras dos cuando la subió hasta su casa la asistenta social. Además, como se había pasado parte del día leyendo una de sus revistas, en la que había encontrado varios relatos en los que los coches desempeñaban un importante papel, la idea de darse una vuelta la obsesionaba.

Pero el lugar en donde podían encontrarse indicios más notables de ebullición era junto a, y debajo de, la barra del Horse and Barge, donde Frederick interrogaba a Willy sobre las costumbres del profesor Yapp, proceso que el patrono de la fábrica trataba de facilitar llenándole la jarra a Willy en cuanto éste la vaciaba. Willy, por su parte, sólo se había enterado de una cosa: que Yapp caminaba condenadamente aprisa, al menos para un enano, de modo que no tuvo más remedio que ir amplificando sus informes a base de inventar cosas y exagerar las pocas que le habían llamado la atención. Y a cada nueva botella de cerveza los inventos iban haciéndose más disparatados.

—Y le dio un jodido beso en la mismísima cocina de mi jodida casa —dijo Willy después de su quinta cerveza—. Un jodido beso a mi Rosie.

—Venga, venga, —dijo Mr. Parmiter, viendo la expresión de escepticismo que asomó al rostro de Frederick—. ¿Cómo va a haber nadie que quiera besar a tu Rosie? A ver, dímelo.

—Yo quiero besarla —dijo Willy—. Soy su marido legítimo.

—Entonces, ¿por qué no la besas?

Willy le dirigió una mirada lívida.

—Porque es cochinamente grande, y yo no.

—Podrías decirle que se sentara, o subirte tú a una silla, ¿no?

—No serviría de nada —dijo Willy en tono lúgubre—. Es imposible metérsela y besarla al mismo tiempo.

—¿Insinúas que el profesor Yapp estaba haciéndole el amor a tu mujer? —preguntó esperanzadamente Frederick.

Willy captó el tono y trató de satisfacerlo con su respuesta. Su vaso estaba vacío.

—Desde luego que sí. Les pillé con las manos en la masa. Rosie sólo llevaba puesto el salto de cama transparente que le regalé por Navidad, hace dos años, y se había maquillado toda la cara, y llevaba sombra de ojos de color verde.

—¿Y se puede saber para qué se había puesto nada menos que sombra de ojos de color verde? —preguntó Mr. Parmiter.

—Para traicionarme —dijo Willy—. Llevamos diez años casados y…

—Otra botella —dijo Frederick, que quería volver al tema de Yapp. Una vez lleno el vaso de Willy, insistió—: A ver, Willy, ¿dónde dices que estaba ocurriendo eso?

—En la cocina.

—¿En la cocina?

—En la puñetera cocina.

—Supongo que quieres decir desde la cocina —dijo Frederick—. Que les viste desde la cocina.

—Qué va. Yo estaba en el jardín. Ellos estaban en la cocina. No me vieron. Pero le di una buena paliza a Rosie en cuanto entramos en el dormitorio.

Frederick y Mr. Parmiter miraron atónitos a Willy.

—En serio. Si no me creen, pregúnteselo a Rosie. Ya verán como lo admite.

—En la vida habría imaginado… —dijo Mr. Parmiter. Frederick mantuvo silencio. En su mente malévola comenzaban a perfilarse algunos planes. En los cuales tenían un importante papel los enanos cornudos y enfurecidos.

—¿Y qué le hiciste a ese don Juan que tienes de realquilado? ¿Le diste también su merecido? —preguntó Frederick.

—No. No podía hacerlo. Ha pagado una semana por adelantado. Además, usted mismo me pidió que le vigilara.

—Yo diría que le has vigilado muy bien —dijo Mr. Parmiter—. De todos modos, me parece que yo hubiera sido incapaz de ver con los brazos cruzados a mi mujer y a un cerdo jodiendo en la cocina de mi propia casa. Te juro que, en tu lugar, le hubiera ajustado las cuentas a ese tipo.

—Quizá —dijo Willy, al que lo que acababa de inventarse había terminado por deprimir—. Usted tiene el tamaño necesario.

—Pues si dices que eres capaz de zurrarle la badana a tu mujer, me parece que también podrías hacer lo mismo con ese profesorcillo.

—Con las mujeres es diferente. Rosie ha visto mi instrumento, y prefiere cualquier cosa a que le meta un buen palmo entre piernas, ¿comprende?

Mr. Parmiter tomó un largo trago de cerveza y reflexionó sobre lo que acababa de escuchar. Sin duda, pensaba en los deseos sexuales de Mrs. Coppett, y en las intrigantes proporciones de los enanos.

—¿Un buen palmo? —preguntó por fin—. Tú sabrás, claro, pero yo hubiera dicho que…

—Yo mismo lo he medido —dijo Willy con orgullo—. Con una regla. Y antes lo tenía más largo incluso, pero últimamente parece que se haya encogido. Si quiere se lo enseño. Hace un rato lo he usado para cenar. Está en la cocina.

Antes de que Mr. Parmiter se recobrase de la idea de aquella increíble ubicuidad del instrumento de Willy para decir que no tenía ganas de verlo, Willy corrió hacia la cocina y regresó provisto de un enorme cuchillo de aspecto atemorizador. Mr. Parmiter lo contempló con alivio, y Frederick hizo lo mismo, con notable interés.

—Ah, ya —dijo Mr. Parmiter—. Ahora veo a qué te referías. Con ese instrumento podrías hacerle bastante daño a cualquiera.

Frederick hizo un gesto de asentimiento y añadió:

—De hecho, tal como están ahora las leyes, si un hombre mata al amante de su mujer, generalmente sale del juicio con una sentencia suspendida.

—Antes también —dijo Mr. Parmiter—. Todos acababan con la cabeza suspendida de una cuerda, y el resto del cuerpo colgando debajo. Ahora, en cambio, ni siquiera te ponen una multa.

Frederick pagó otra ronda, y durante la siguiente hora, con la ayuda inconsciente de Mr. Parmiter, distrajo a Willy contándole historias de crímenes pasionales. A la hora del cierre, Willy ya estaba afilando su cuchillo en la correa del cinturón y había enloquecido de celos. Frederick, por su parte, se sentía muy animado. Con un poco de suerte, la orden de tía Emmelia quedaría cumplida al pie de la letra esa misma noche. Pronto se librarían de Yapp. Tras haberle dicho otra vez a Willy que vigilase estrechamente al profesor, salió a la calle convencido de que había sabido resolver el problema. Un coche pasó por delante de él, y su felicidad fue completa. Mr. Parmiter, que iba a su lado, se quedó mirándolo boquiabierto.

—Joder, ¿ha visto lo mismo que yo? —dijo—. Y yo que pensaba que Willy estaba exagerando.

—Qué mundo éste —suspiró Frederick—. En fin, sobre gustos no hay nada escrito.

Al volante del viejo Vauxhall, Walden Yapp hubiese estado de acuerdo con él. Desde luego, no había modo de explicar sus preferencias por Rosie Coppett. El placer infantil que aquella mujer sentía por el simple hecho de dar un paseo en coche le desconcertaba. Por otro lado, su proximidad, y la deficiente suspensión del vehículo, hacían inevitables los contactos entres sus cuerpos. Desgarrado por el tirón de su deseo de aceptar los extras que ella le había ofrecido tan apasionadamente la noche anterior, y por la intensidad con que su conciencia le recordaba que jamás le permitiría seducir a la esposa de un ser de crecimiento restringido, Yapp estuvo conduciendo su coche de alquiler a lo largo de unos quince kilómetros de las carreteras campestres y a través de Buscott, sin pensar ni un momento qué opinión podía merecerles a los vecinos del pueblo aquel paseo automovilístico. A su lado, Rosie reía como una tonta y se balanceaba de un lado para otro, y una vez, al tomar él una curva a demasiada velocidad, se le agarró excitadamente del brazo, con tanta fuerza que a punto estuvo de hacer que el coche cayera por un terraplén. Cuando finalmente Yapp frenó delante de la casa de Rabbitry Road, y recibió un beso de gratitud, a punto estuvo de perder el control.

—No haga eso —murmuró con voz afónica.

—¿Qué? —dijo ella.

—Besarme así.

—Ande, ande. No hay nada tan bonito como los besos.

—Ya lo sé. Pero ¿qué pensará la gente?

—A mí no me importa lo que piensen los demás —dijo Rosie, y le dio otro beso tan vigoroso que también a Yapp dejó de importarle lo que pensara la gente.

—Entre, y le daré un beso de verdad —dijo Rosie, y en cuanto salió del coche anunció en alta voz, ante los diversos vecinos que les observaban, que aquel caballero la había llevado a dar un paseo en coche y que se merecía un beso. Y dicho esto se fue hacia la casa brincando por entre los enanitos del jardín; Walden Yapp se quedó luchando contra su conciencia y contra la tremenda incomodidad de sus prietos calzoncillos. En aquel estado no debía en modo alguno entrar en la casa. La pobre mujer podía extraer de aquel bulto ciertas conclusiones, y por otro lado no podía olvidarse de Willy. Era posible que estuviese en casa, y las conclusiones que él extrajera podían ser más peligrosas incluso que las de su esposa. Yapp dio el contacto otra vez, e iba a ponerse en marcha cuando ella se asomó por una esquina de la casa.

—Espéreme —gritó Mrs. Coppett.

—No puedo —gritó a su vez Yapp—. Tengo que hacer una cosa, y necesito estar solo.

El coche se puso en marcha, y tanto Rosie Coppett como varios vecinos quedaron bastante desconcertados. Tampoco Yapp estaba muy seguro de lo que hacía. En una vida dedicada a la redistribución de la riqueza, al establecimiento de relaciones racionales entre los seres humanos, y a la obtención del saber absoluto, jamás había experimentado una eyaculación involuntaria en pleno crepúsculo. Era un asunto preocupante, y para explicarlo sólo se le ocurría echarle la culpa al pésimo estado de la calzada y a la avejentada suspensión del coche. Pero, pensándolo bien, ni siquiera podía echarle la culpa a eso. Porque, en el momento en que se había producido, el coche estaba detenido. No, aquello era el producto de su reacción psicológica al beso de Rosie, y por vez primera Yapp tuvo que admitir que la teoría del magnetismo animal no era tan despreciable como siempre había creído. Y tuvo que admitir también que lo más conveniente era frenar en cuanto pudiera, para quitarse sus calzoncillos y tirarlos.

Yapp aparcó en la cuneta y se apeó del coche. Estaba a punto de comenzar a desabrocharse el cinturón cuando vio los faros de un coche. Yapp se escondió detrás del Vauxhall hasta que el otro vehículo pasó de largo, y tuvo que volver a esconderse al cabo de poco ante la presencia de un nuevo coche.

—Vaya —dijo Yapp, y comprendió que, si iban a enfocarle a cada momento, lo mejor sería irse de allí y probar en otro lado. Pero ¿dónde? Cerca de donde estaba había un seto con una verja, y pensó que quizá al otro lado le dejarían tranquilo. Yapp se encaramó a la verja, descubrió, una vez en lo alto, que estaba protegida con varias tiras de alambre de espinos, se llevó varios arañazos, y tras dejarse caer al otro lado descubrió que también allí le perseguían los focos como a un artista de cabaret, pues de nuevo un coche emergió de la curva cercana y le alcanzó con sus faros. Se puso en pie y parpadeó. Había un campo y, al otro lado, algo que parecía una arboleda. Allí no podría verle ningún coche. Yapp cruzó el campo, muy pegajoso, trepó hasta lo alto de un muro de piedra y empezó a quitarse los calzoncillos. Luego trató de limpiar toda huella de su pecado de los pantalones. Estaba tan oscuro que esta tarea no resultaba fácil. Y, para empeorar todavía más las cosas, empezó a llover. Yapp se acurrucó al pie de un abeto y maldijo su suerte.

Cuando Willy se fue del Horse and Barge estaba bastante ebrio. Subió tambaleándose la cuesta de Tythe Lane, tuvo un altercado con un perro que le salió al paso junto a la puerta de casa de Mrs. Gogan, y luego apuñaló varios cubos de basura como medio de descargar la furia que sentía contra todos los perros y todos los Yapp del mundo. Luego se encaminó hacia la carretera, donde tuvo dificultades para saber si era un solo coche, o dos, lo que venía hacia él. Por los faros, hubiera dicho que eran dos y que avanzaban el uno junto al otro. Cuando le dejaron atrás, Willy todavía no estaba seguro de cuántos había. Lo único claro era que, como al llegar a su casa se encontrase a Rosie ofreciéndole extras al profesor Yapp, iba a enseñarle a ese cerdo de qué color eran sus propias tripas. En fin, que el enano que subía hacia Rabbitry Road estaba furiosísimo. Fue entonces cuando se puso a llover. Willy no hizo caso de la lluvia. Estaba acostumbrado a empaparse casi siempre. Pero los pies volvían a dolerle. Esta era otra cuenta que tenía que ajustarle a Yapp. No pensaba pasarse todo el día siguiente trotando de un lado a otro del pueblo en pos de aquel zanquilargo. Para darles un descanso a sus pies, se subió a un viejo mojón, pero se cayó, y en el percance perdió el cuchillo.

—Mierda —dijo Willy, y empezó a buscarlo a tientas por el suelo. Pero había desaparecido. Willy se puso a gatas y reptó hasta la calzada. Acababa da tocar la hoja, y de darse un buen pinchazo, cuando tomó vagamente conciencia de un ruido. Algo estaba bajando por la carretera en dirección hacia donde él se encontraba, algo que parecía muy oscuro y muy grande. Con un esfuerzo desesperado, intentó ponerse en pie y retirarse hacia la cuneta. Pero no lo hizo a tiempo. Momentos después Willy Coppett se había convertido en un enano destrozado, y Mr. Jipson había frenado su tractor.

Se apeó y retrocedió para arrancar de su vehículo al condenado bicho que se había cruzado en su camino. Suponía que sería una oveja, pero le bastó echar una ojeada para comprobar que se había equivocado. Las ovejas no suelen llevar zapatos, ni siquiera de talla de niño. Mr. Jipson encendió un cerilla, y antes de que el viento y la lluvia la apagasen, ya se había convertido en un ser aterrorizado. Acababa de matar al único y más querido enano de Buscott. No cabía la menor duda respecto a la identificación, ni tampoco, pensó Mr. Jipson, respecto a la muerte de Willy. Era imposible atropellar a una persona tan pequeña con un tractor tan grande, y que todavía quedase un resto de vida en la víctima. Pero quiso asegurarse, cogió la muñeca de Willy y le tomó el pulso.

—Joder —dijo Mr. Jipson, y meditó sobre las consecuencias legales del accidente, así como acerca del daño que sufriría su reputación en el pueblo. Buscott no se oponía a la caza del zorro, pero matar enanos era otra cosa. Además, no llevaba encendidos los faros del tractor, que además carecía de placas de matrícula, y, por si todo eso fuera poco, había bebido más de la cuenta. Sumando estos factores a la popularidad de Willy, en menos de treinta segundos tomó la decisión de no decirle nada a nadie respecto al accidente. Lo mejor sería arrojar el cadáver a una zanja y volver corriendo a casa. Pero el cadáver sería encontrado, la policía investigaría… Con la zanja no bastaba. Además, cien metros más arriba había pasado junto a un coche, y, aunque no había visto a nadie, lo más probable era que sus ocupantes rodaran cerca de allí, y que ahora estuvieran preguntándose por qué se había detenido. Por otro lado… Mr. Jipson comenzó a utilizar toda su astucia. Subió carretera arriba hasta el coche aparcado y miró en su interior. No había nadie. No había tampoco nadie al otro lado de la verja. Reflexionó un momento y luego trató de abrirla empujando. Cedió. ¿Y si soltaba el freno de mano y empujaba el coche cuesta abajo? No, no era lo más adecuado. Primero tendría que apartar el tractor, y correría el riesgo de que los ocupantes del coche le pillaran a mitad de la operación, pues podían regresar en cualquier momento. Por otra parte, también podía llevarse el cadáver de Willy lo más lejos del lugar del accidente. Mr. Jipson abrió el portamaletas y lo dejó abierto.

Después bajó corriendo hasta el tractor, cogió un saco de plástico que llevaba en el asiento, se puso unos guantes, y con toda la destreza y experiencia criminal de quien había visto cientos de capítulos de «Hawai Cinco-0» y «Kojak», recogió el cadáver con sumo cuidado y se lo llevó hacia el coche. Tres minutos más tarde Willy Coppett estaba metido dentro del portamaletas, el saco de plástico colgaba de un gancho del tractor, donde la lluvia lo lavaría rápidamente de sangre, y Mr. Jipson seguía su camino convencido, al menos temporalmente, de que había sabido librarse magníficamente bien de un accidente bastante horrible. A su espalda, la vida de Willy Coppett iba desvaneciéndose poco a poco, indoloramente, a medida que acababa de desangrarse. Ni siquiera había perdido su cuchillo, aunque ahora ya no lo sujetaba en la mano. Empujado por la rueda delantera del tractor, se la había clavado en el estómago.

Había transcurrido media hora tras estos acontecimientos cuando Walden Yapp decidió que ya había amainado la lluvia lo suficiente como para regresar al coche sin quedar empapado. Sin soltar los braslip que llevaba bien sujetos con una mano, se encaramó a lo alto del muro de piedra, atravesó el embarrado campo, volvió a clavarse el alambre de espinos en la mano, y por fin, con inesperada resolución, se sentó al volante del Vauxhall. Había decidido abandonar la casa de Rabbitry Road a la mañana siguiente. Quedarse allí, ante una presencia tan estimulante como la de Rosie, equivalía a provocar el desastre, y aunque teóricamente Yapp despreciaba conceptos tales como el honor y la conciencia —excepto en su acepción de conciencia social—, su honradez innata le decía que jamás debería interponerse entre un enano y su esposa.

Rosie Coppett había acertado, y no por primera vez. Walden Yapp era un auténtico caballero.