Pero esta vez se había equivocado. Emmelia Petrefact solía llevar hasta los extremos más absurdos la tradición familiar de no relacionarse con nadie, pero sus gatos no la imitaban. Porque vivían una agitada y promiscua vida social nocturna, casi siempre en los jardines de los vecinos, y por culpa del sonoro coqueteo nupcial de su siamés favorito, Blueboy, al pie de la ventana del dormitorio del mayor Forlong, y de la notable puntería con la que el mayor le lanzó una maceta con flores, aquella mañana tía Emmelia fue a llevar al casi castrado Blueboy al veterinario, y vio el piquete junto a la verja de la fábrica. Primero dudó un momento, pero sólo un momento. Quizá tendría que cambiar de nombre a Blueboy, y ponerle Bluegirl, pero lo que no podía consentir era que nadie empañara con una huelga el nombre de los Petrefact. Ordenó al chófer que detuviese el coche y que se encargara él de llevar el gato al veterinario, y se apeó de aquel Daimler del año treinta y siete para dirigirse directamente hacia el gentío.
—¿Se puede saber qué pasa aquí? —preguntó, y antes de que los miembros del piquete pudieran explicárselo, ya les había dejado atrás y se colaba en el recinto de la fábrica.
—¿Dónde está Mr. Petrefact? —le preguntó a la mujer del mostrador de Información, pero tan imperiosamente que dejó sin habla a la empleada. Tía Emmelia siguió su camino sin detenerse. El despacho de Frederick estaba vacío. Emmelia entró en el primer taller y se llevó una sorpresa al encontrárselo lleno de mujeres, que estaban trabajando en sus máquinas de coser. Pero lo que más sorpresa le produjo no fue que allí no hubiera la menor señal de huelga, sino el tipo de prendas que estaban confeccionando.
—¿Necesita alguna cosa? —le dijo la encargada del taller. Emmelia miró boquiabierta las prendas de corsetería brillante con estratégicos orificios para la entrepierna, que una de las cosedoras estaba forrando con gamuza, y no encontró palabras con que expresar su horror.
—Es uno de los artículos que más se venden —dijo la encargada—. En Alemania nos lo quitan de las manos.
Emmelia sólo captó subliminalmente sus palabras. Su repugnancia se centraba ahora en otra mujer, que estaba poniendo pelos en lo que tenía todo el aspecto de ser un escroto calvo.
—¿Y eso…? —preguntó Emmelia sin querer.
—Es para ponerlo aquí —dijo la encargada señalando la entrepierna de un maniquí de abultadísimas partes—. Se lleva atado con unas tiras que se abrochan detrás.
—¿Para qué?
—Para que la vagina artificial se sostenga a la altura necesaria, claro.
—Claro —dijo Emmelia, tan embebida en un trance de puritana curiosidad que, aunque quiso dar un tono escandalizado a su comentario, fracasó rotundamente—. ¿Y hay mucha gente que compre eso?
—Tendría que preguntárselo usted al departamento de ventas, pero yo diría que sí. Este año hemos aumentado la producción en un treinta por ciento.
Emmelia se apartó a duras penas de aquel repulsivo objeto y siguió avanzando junto a las filas de mujeres que iban cosiendo las vaginas artificiales, los leotardos de plástico y otros artículos tales como los sujetadores hinchables. Lo que estaba viendo le parecía intolerablemente escandaloso, pero iba acompañado de unas conversaciones intranscendentes que parecían quitar importancia a las prendas que las mujeres estaban cosiendo.
—Y entonces le dije: «si crees que puedes irte todas las noches al pub y beberte allí el dinero de las vacaciones, cualquier día te encontrarás con que, como no te hagas tú la cena, no habrá nadie que te la haga. Si tú juegas a eso, yo también puedo. ¿Te enteras?».
—¿Y él qué te dijo? —preguntó una mujer que estaba bordando la palabra EL en una prenda que hasta ese momento Emmelia había imaginado que sólo necesitaba ELLA, a saber: una compresa sanitaria.
—¿Qué iba a decir, el pobre? No podía venirme con que…
Tampoco Emmelia supo qué decir. Siguió caminado junto a mujeres que, mientras cosían, hablaban de la comida de los niños, del último episodio de «Arriba y abajo», del lugar al que pensaban ir de vacaciones, y de los problemas matrimoniales de las demás. Luego llegó junto a un grupo de auténticas artistas que se dedicaban a pintar realistas venas en unos objetos que más bien parecían unos saleros grandes e inacabados, y empezó a tener la sensación de que estaba volviéndose loca. Se desplomó en una silla y se quedó mirando al vacío con ojos dementes.
Al otro extremo del taller la encargada estaba discutiendo acaloradamente con la mujer del departamento de información.
—¿Y cómo querías que yo lo supiese? La dejas pasar, y, naturalmente, he creído que era una cliente…
—Pues es Miss Petrefact, te lo aseguro. La vi el año pasado en el Concurso de flores. Estaba en el jurado de las begonias.
—No entiendo por qué no le has impedido el paso.
—Y cómo iba a hacerlo. Ha preguntado por Mr. Petrefact, y se ha ido a su despacho directamente. A Mr. Petrefact le va a dar un ataque cuando se entere.
—Me parece que no será el único que tenga un ataque —dijo la encargada, y corrió en pos de Miss Emmelia, que se había puesto en pie y se encaminaba hacia lo que antiguamente se utilizaba como taller para la reparación de los telares.
—No puede entrar ahí —dijo la encargada, en un tono exageradamente imperativo que sirvió para que volviese a despertar en Emmelia la conciencia de su importancia.
—Desde luego que puedo —dijo con renovada autoridad—. Además, eso es justamente lo que voy a hacer.
—Pero… —A la encargada le faltó la voz. Emmelia la dejó atrás, abrió la puerta e inmediatamente perdió el pequeño resto de esperanza que aún albergaba, en el sentido de que la fábrica conservase todavía parte de su propósito inicial. Primero vaciló, y luego su atención se centró en una correa transmisora, que era el lugar de donde parecía proceder la ráfaga de aire caliente y de olor nauseabundo que la había detenido hacía un instante. La correa transportaba una hilera interminable de aquellos repugnantes saleros que había visto en la otra sala. Mientras desfilaban ante sus ojos volvió a tener el mismo sentimiento de irrealidad que antes, pero a lo bestia. Porque ahora emergían de ellos una especie de varitas mágicas, considerablemente gruesas, unas protuberancias alargadas que sólo hubiese podido definir vagamente, y que prefería no definir ni siquiera así. En pocas palabras, lo que hasta hacía no mucho tiempo había sido el taller de reparación de telares se había convertido en una cosa que sólo era un sueño, una auténtica pesadilla en forma de fábrica de penes de plástico perpetuamente erectos. Emmelia cerró la puerta e intentó mantener la compostura.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó la encargada con ansiedad. El orgullo de Emmelia reaccionó.
—Por supuesto —dijo secamente. Luego, impulsada en parte por una incomprensible curiosidad, pero sobre todo por su firme sentido del deber, volvió a abrir la puerta y entró de nuevo. La encargada la siguió, muy en contra de su voluntad. Emmelia miró con severidad los penes artificiales.
—¿Y cómo llaman a eso? —preguntó, y la respuesta le sirvió para ampliar su vocabulario con el término «consoladores».
—¿Y hay muchos hombres que tengan que comprarlos?
Pero la respuesta que obtuvo sirvió para borrar definitivamente su esperanza de que la fábrica de los Petrefact estuviese dedicada a remediar los problemas de los mutilados sexuales.
—Los compran las mujeres —dijo la encargada en voz muy baja.
—Ya imagino que en último término los usan las mujeres, pero de entrada supongo que son los hombres quienes…
—Las lesbianas —explicó la encargada, en voz más baja incluso.
Emmelia hizo un puchero con los labios y luego, enderezando su cuerpo, se puso a andar. Cuando llegó al final de la nave vio una máquina que envolvía un nuevo artículo.
—Son azotes para masoquistas —le explicó la encargada cuando Emmelia se interesó, de forma casi mayestática, por saber qué era aquello.
—Asombroso.
Y de esta forma siguieron avanzando, y cuando llegaron junto a un joven que estaba martillando unos cinturones de castidad para varones, Emmelia fue lo bastante mayestática como para detenerse a su lado, tal como lo hubiera hecho la reina si estuviese visitando una industria de interés nacional, y preguntarle si le gustaba su trabajo y si se sentía realizado haciéndolo. El joven miró boquiabierto. Emmelia sonrió y siguió su camino. De las molduras para la fabricación de consoladores y los cinturones de castidad hechos a mano pasaron a las capuchas, cadenas y demás accesorios para la flagelación, y de ahí al departamento de cautiverio, donde Emmelia se interesó especialmente por las mordazas hinchables.
—Comprendo. Deben de usarse junto con los azotes claro —dijo, y sin esperar ninguna explicación más precisa examinó diversos modelos de látigos.
Ni siquiera los estimuladores clitoridianos llegaron a afectar su compostura.
—Debe de ser extremadamente gratificante saber que se trabaja para producir tantísimo placer para tantísimas personas —le dijo a la chica que trabajaba en la sección de control de calidad.
La encargada iba empalideciendo por momentos, pero Emmelia se limitó a proseguir su visita, dirigiendo sonrisas amables a todas partes y aparentando una serenidad inmutable. Por dentro, sin embargo, estaba furiosa, y sentía una gran necesidad de una taza de té.
—Esperaré en el despacho —le dijo a la encargada cuando terminó la visita—. Tenga la amabilidad de traerme una tetera bien cargada.
Y, dejando a la encargada presa del pánico, Emmelia se fue al despacho de Frederick y se sentó ante el escritorio.
En el Club Liberal y Sindicalista de los Obreros de Buscott, Frederick terminó su placentero almuerzo con una partida de billar, y estaba a punto de volver a la fábrica cuando le llamaron por teléfono. Diez segundos después estaba tan blanco como un muerto, y todo deseo de ir a la fábrica le había abandonado.
—¿Que mi tía qué? —gritó.
—Que está sentada en su oficina —dijo su secretaria—. Se ha recorrido toda la fábrica y dice que esperará a que usted regrese.
—Dios mío. ¿No podría librarme de ella…? Bueno, supongo que no, que es imposible.
Colgó y volvió al bar.
—Sírveme una copa de algo que sea muy fuerte y que no huela —le dijo al barman—. Y mejor si tienes algún ingrediente que sirva para alejar a las tías.
—El vodka no huele apenas, pero no he probado nunca qué efecto tiene sobre las tías.
—¿Sabes qué les daban a los condenados a la horca?
El barman le recomendó un cognac. Frederick se tomó una dosis triple, intentó frenéticamente encontrar alguna explicación que pudiera satisfacer a tía Emmelia y, viendo que no lo conseguía, lo dejó correr.
—Allá voy —murmuró, y regresó a la fábrica. El piquete seguía rondando junto a la verja, pero Frederick les dijo que se largaran. La estratagema había servido para que Yapp no entrara, pero había provocado la visita de tía Emmelia, aunque no comprendía por qué diablos había tenido que elegir precisamente este día para bajar al pueblo. En cualquier caso, éste era un problema secundario. La cuestión era que había bajado. Soltando una maldición que abarcaba a Yapp, a su padre, a su tía Emmelia y a la hipocresía social que le había permitido ganar una fortuna y que ahora estaba a punto de arrebatársela, Frederick entró en la fábrica y fingió llevarse una sorpresa al encontrar a tía Emmelia sentada en su despacho.
—Encantado de verte —dijo, tratando de mostrarse seductor.
Tía Emmelia no hizo ningún caso.
—Cierra la puerta y siéntate —dijo—. Y, ante todo, haz desaparecer de tu rostro esa sonrisa estúpida. Con la de cosas desagradables que he visto durante la última hora ya tengo más que suficiente. Y sabes que no soporto el pelotilleo.
—Claro —dijo Frederick—. Por otro lado, antes de que empieces a lanzar ataques contra la pornografía, los perversos y la falta de instintos morales, permíteme que te diga que…
—Cállate —dijo tía Emmelia—. Tengo cosas más importantes en que pensar que en tus monstruosos principios. Además, si existe un mercado que pide artilugios tan singularmente desprovistos de buen gusto como esos Agitadores Termales con variaciones Enémicas que he visto anunciados en el último catálogo, supongo que no es del todo absurdo tratar de satisfacerlo.
—¿En serio?
Emmelia se sirvió otra taza de té.
—Por supuesto. Nunca he entendido muy bien en qué consisten las fuerzas del mercado, pero tu abuelo las tenía en gran estima, y no encuentro motivos para dudar de su buen criterio. No, lo que más me preocupa es la presencia de esos hombres con pancartas desfilando ante la puerta de la fábrica, para que les vea todo el que pase. Quiero saber qué hacen ahí.
—Impedir que entre el profesor Yapp.
—¿El profesor Yapp?
—Ha venido a Buscott para enterarse de lo que pasa en la fábrica.
—¿Ah, sí? —dijo Emmelia, pero ahora su voz adoptó una entonación de ansiedad.
—Y por si eso fuera poco, se aloja en casa de Willy Coppett, en Rabbitry Road, y ha estado dando vueltas por todo el pueblo preguntando a qué nos dedicamos y cosas así.
Con mano temblorosa, tía Emmelia dejó en la mesa su taza de té.
—En ese caso, nos enfrentamos a una crisis. ¡Rabbitry Road! ¡Los Coppett! ¿Por qué diablos puede haber decidido alojarse ahí en lugar de hacerlo en The Buscott Arms o algún otro hotel decente?
—Sólo Dios lo sabe. Supongo que su deseo de permanecer en el anonimato mientras husmea por aquí.
Emmelia reflexionó sobre esta posibilidad y acabó pensando que era la explicación más plausible.
—Esto parece confirmar que ha empezado a escribir la historia de la familia. Y me parece que ni siquiera tu padre, por quien siento la más mínima consideración posible, hubiera estado dispuesto a ensuciar el nombre de los Petrefact revelando que ahora tenemos una fábrica de productos para fetichistas. En mi juventud, a los tipos como Yapp les tachábamos de husmeadores de las vidas ajenas. Ya sé que ahora la gente prefiere decir que se dedica al periodismo de investigación, pero eso es un eufemismo. Sea como fuere, tenemos que librarnos de él.
—¿Librarnos de él?
—Eso he dicho, y lo digo en serio.
Frederick se quedó mirándola de hito en hito y se preguntó cuál era el alcance de sus palabras. Había diversas formas de «librarse» de la gente, y por el tono que su tía había empleado cabía deducir que estaba pensando en el método más drástico.
—Sí, pero…
—Nada de peros —dijo Emmelia, con más firmeza que nunca—. Si este hombre hubiese venido aquí por algún motivo honroso, se habría presentado en New House para anunciar sus intenciones. En cambio, por lo que me dices se ha alojado en casa de una deficiente mental y de un enano, y en un barrio absolutamente insalubre. Me parece de lo más siniestro.
Lo mismo pensaba Frederick, pero a él le parecía mucho más siniestro incluso lo de «librarse» de Yapp por el procedimiento que tía Emmelia parecía haber insinuado. Sin embargo, antes de que pudiera presentar ninguna objeción, Emmelia prosiguió:
—Y como has sido tú solo, por tu cuenta y riesgo, el que ha decidido meternos en unas actividades tan comprometedoras, el que, por ejemplo, acaba de colocar a Nicolás en una situación tan comprometida que podría hacerle perder las elecciones para diputado en North Chatterswall, aparte de crearle dificultades a su tío el juez y a tus demás parientes, creo que tienes el deber de sacarnos a todos del aprieto en el que nos has metido convirtiendo una respetable fábrica de pijamas en una empresa dedicada a la producción de artículos obscenos. Cuando ese tipo haya desaparecido, ven a comunicármelo.
Y antes de que Frederick pudiera preguntar de qué modo podía hacer «desaparecer» a Yapp, tía Emmelia se puso en pie y abandonó austeramente el despacho. Desde la entrada de la fábrica se la pudo oír cuando le gritaba a la secretaria de Frederick que no necesitaba ningún taxi.
—Caminaré. El aire fresco me sentará muy bien —dijo.
Frederick vio cómo cruzaba el patio y salía de la fábrica, y durante un momento se preguntó por qué razón los ingleses habían llegado a pensar que el asesinato era más respetable que la masturbación. Por otro lado, ¿quién había sido el demente que tuvo la insensata ocurrencia de decir que las mujeres eran el sexo débil?
Este era una asunto que no preocupaba a Yapp. Su paseo alrededor de Buscott y a través de sus calles había sido fastidiado por su creciente sensación de que, fuera como fuese, se había convertido en un personaje muy conocido por todos. En otras poblaciones hubiera podido pensar que el hecho de que le reconocieran era adulador y hasta merecido, pero en Buscott todo aquello tenía un aire más bien ominoso. Bastaba con que entrase en una tienda o que le preguntase a algún transeúnte por unas señas para que se notase inmediatamente la reticencia con que era recibido. En la biblioteca, donde trató de conseguir algunos libros sobre la historia municipal, la bibliotecaria se quedó helada en cuanto le vio, y no le ayudó en absoluto a lograr su propósito. Incluso las mujeres del establecimiento que, el primer día, le indicaron que buscara alojamiento en casa de los Coppett, dejaron de hablar en cuanto entró él para pedir un café. Y todavía le pareció más hiriente oír que se ponían a hablar otra vez en cuanto él abandonaba el local. Todo aquello era misteriosísimo y bastante turbador. Durante un rato se preguntó si no se habría puesto casualmente alguna prenda que estaba considerada como de mal gusto, o que los lugareños tomaban supersticiosamente como señal de malos augurios. Pero en su forma de vestir no había nada marcadamente distinto del vestuario del resto de la gente. No obstante, si se hubiese dado media vuelta para mirar a su espalda, había encontrado el motivo de su aislamiento: el agitado Willy, cuyas contorsiones faciales y cuyo índice, señalando permanentemente a Yapp con toda clase de aspavientos, bastaban para avisar hasta al más tonto de que no era conveniente relacionarse con Yapp.
Pero Walden Yapp estaba demasiado metido en sus conjeturas teóricas para notar que le seguía una sombra diminuta. Uno de los presupuestos básicos de su fe ideológica era que cada población podía ser dividida en categorías espaciales de diferenciación de clase socioeconómicas. Una vez se pasó varios meses programando los datos de Macclesfield en Doris, su computadora, junto con las respuestas de la encuesta llevada a cabo en esa ciudad por sus alumnos más voluntariosos. El resultado, no muy sorprendente, era que en los barrios más ricos vivían, por lo general, votantes conservadores, mientras que en los barrios pobres dominaban los votantes del laboralismo.
Pero estos prejuicios simplistas chocaban en Buscott con la realidad que iba encontrándose a cada paso. Tras comprobar que no había nadie dispuesto a hablar de la fábrica ni de los Petrefact —hecho que Yapp se explicó a sí mismo diciéndose que su mutismo se debía al temor que sentían todos de perder sus empleos o sus casas—, trató de interrogar a la gente acerca de sus opiniones políticas. Y resultó que todos le decían que no se metiera en donde nadie le había llamado, e incluso había quienes le cerraban la puerta en las narices sin saludarle siquiera. Todo aquello estaba siendo muy descorazonador, sobre todo cuando vio que no era fácil encontrar ejemplos de graves penurias ni de actitudes de protesta. Un viejo se le quejó de que había tenido que dejar la jardinería por culpa de su artritis, pero luego Yapp descubrió con decepción que el hombre no hablaba de cuidar los jardines de los demás, sino el suyo propio.
—No insinuará usted que pierdo el tiempo cuidando el jardín del primer cabrón que me lo pida, ¿no? No soy ningún estúpido.
En fin, que Buscott no era solamente un pueblo próspero, sino que, encima, era muy alegre. Yapp no había conocido jamás un caso parecido.
Cuando terminaba la jornada y su decepción alcanzaba las cotas más elevadas, empezó a sentirse torturado por dos ideas. Quizá Lord Petrefact le había enviado allí con deliberados propósitos de demostrarle que el sistema capitalista podía ser beneficioso para todos. Por otro lado, también le asediaba la idea de aprovecharse de las carantoñas y las especiales dotes sexuales de Mrs. Coppett. Las dos cosas le parecían alarmantes, pues tanto convertirse en la víctima de los engaños de aquel cerdo capitalista, como verse atraído por el generoso cuerpo de una subnormal —casada, para más señas, con un ser de crecimiento restringido—, eran posibilidades horrorosas. Y lo peor de todo era que ya no le cabía ni la menor duda respecto a cuáles eran los sentimientos que Mrs. Coppett le inspiraban. En cierto sentido, aquella mujer representaba todo lo que su singular educación le había enseñado a despreciar y compadecer. Y eso era lo malo. No podía despreciar a Rosie Coppett por su falta de desarrollo racional e intelectual, pues era evidente que la pobre era una minusválida mental. Por otro lado, su amable sencillez duplicaba y hasta triplicaba la compasión que inspiraba a Yapp, y este hecho, sumado a sus atractivas piernas, sus abundantes pechos, y (cuando no estuvieran ocultas por aquel corsé mutilado) sus presumiblemente formidables nalgas, la transformaban en la mujer de sus más espantosas fantasías y sus más nobles sueños. Tratando de apartar de sí la idea especialmente noble de trasladar a los Coppett a la Universidad de Kloone y darle allí al pobre Willy un trabajo digno, regresó de nuevo a la fábrica. Al fin y al cabo, había una huelga, y para que hubiese una huelga los obreros tenían que tener motivos de queja. Sí, lo mejor sería centrar allí sus investigaciones.
Pero cuando llegó ante la verja el piquete había desaparecido, y los obreros empezaban a regresar a sus casas. Yapp detuvo a una mujer de mediana edad.
—¿Huelga? ¿Qué huelga? Aquí no hay ninguna maldita huelga, ni es probable que la haya nunca. El salario es demasiado elevado para que quepa ese riesgo —dijo, y se fue apresuradamente, dejando a Yapp más desilusionado y desconcertado que nunca. Dio media vuelta y emprendió el camino hacia Rabbitry Road. Rosie debía de estar preparando la cena, y él se sentía espiritual y corporalmente hambriento.
Las necesidades de Willy eran muy diferentes. Estaba agotado. En su vida había caminado tantísimo en un solo día. Trabajando en el matadero casi no tenía necesidad de andar. Las reses muertas llegaban hasta su puesto de trabajo. Total, que decidió que no estaba dispuesto a subir primero la cuesta para cenar en casa, y tener luego que bajar otra vez para tomarse unas cervezas en el bar. Cenaría en el mismo bar y luego regresaría temprano a casa para ver cuáles eran las intenciones de aquel zanquilargo catedrático. Entró en el bar por la puerta trasera y se dedicó a meterse en la barriga todo el cocido que le cabía, antes de que llegase la hora de la apertura al público.