Walden Yapp pasó una noche inquieta. En parte, debido a los ruidos que le llegaban de la habitación contigua. Parecía que los Coppett estaban discutiendo y que Willy estaba de malísimo humor. De hecho, si Yapp no hubiese sido ahora un buen conocedor del desproporcionadamente bien dotado físico de Mrs. Coppett, habría podido creer que su diminuto marido estaba zurrándola en serio. Y si eso ya era preocupante, había otras cosas que también le turbaban. Tenían que ver con la vida sexual.
Llegados a este punto hay que decir que la fama de singularidad que acompañaba a Walden Yapp era justificada. Jamás había sucumbido al cebo de sus alumnos. Otros profesores, y hasta algunos catedráticos casados, sí lo habían hecho, aparentemente en nombre del Progresismo, del Radicalismo político, y de la Liberación Sexual, pues era frecuente que aliviasen la monotonía de las clases y la vida familiar acostándose con las universitarias. Pero Yapp no había caído nunca en esa trampa. De hecho, gracias al abandono en que le había tenido su madre, y a la ética religiosa de su tía, Yapp miraba esos asuntos con desprecio puritano. Lo cual estaba muy bien, pero no le servía como remedio de su propia sexualidad, y debía admitir honestamente que no era especialmente pura.
Por un lado, esa sexualidad se expresaba a base de ciertos sentimientos delicados y cierta devoción distante, inspirados los unos y la otra por algunas mujeres que ya estaban casadas y que ni se fijaban en él. Por otro, tenía unas manifestaciones más siniestras: una auténtica erupción de fantasías e irreprimibles ensoñaciones diurnas en las que se veía haciendo cosas, y dejándose hacer otras, tan notablemente sensuales que luego sentía terribles culpas y hasta sospechaba que quizá fuese un perverso. En pocas palabras, Walden Yapp tenía treinta años, pero en los asuntos sexuales era como si todavía estuviese en la pubertad.
Como antídoto contra estas fantasías incontrolables trabajaba más que nunca y, cuando la tensión era insoportable, cedía a lo que él llamaba el vicio onanista, de acuerdo con la terminología que le habían enseñado. Por suerte, como miembro del seminario que trataba de la Discriminación sexual en la Industria Algodonera, 1780-1850, había leído algunas cosas de R. D. Laing, y fue para él muy tranquilizador comprobar allí que, según este eminente psicólogo, la masturbación podía ser para algunos individuos al acto más honesto del que eran capaces. Aunque lo cierto es que no quedó convencido del todo. El individualismo entraba en conflicto con sus opiniones colectivas, y a pesar de ciertos malabarismos semánticos de Doris, quien afirmó que en la masturbación se podían combinar las dos tendencias, Yapp estaba seguro de que para la plenitud humana eran necesarias las relaciones interpersonales, preferiblemente llevadas a cabo en plan comunitario. Sus instintos eran, sin embargo, de otra opinión, y seguían empeñados en emerger hasta su conciencia con sus solitarias y desconcertantes erupciones.
Y así, tendido en la cama, libre de la presencia real de las abundantes carnes de Mrs. Coppett, que tanto le habían asustado, su imaginación transformó a Rosie en la apasionada criatura de sus fantasías. De hecho, Mrs. Coppett se parecía muchísimo a su amante imaginaria, sobre todo por su falta de inteligencia. Yapp estaba perplejo ante esta particularidad de sus sueños. Si bien adoraba desde lejos a ciertas mujeres inteligentes y de gran moralidad, su lujuria despertaba más bien ante la imagen de mujeres maduras y desprovista de intelecto. Mrs. Coppett encajaba perfectamente en este modelo. Yapp imaginó que estaba acostado con ella, que le besaba sus enormes pechos, que los labios de ella se apretaban contra los suyos y que la lengua de Mrs. Coppett…
Yapp se sentó en la cama y encendió la luz. No podía ser. Debía poner freno a estos sueños irracionales. Buscó a tientas la carpeta que contenía la correspondencia familiar que Lord Petrefact le había enviado, e intentó con ella exorcizar aquellas imágenes, pero Mrs. Rosie Coppett, como si fuese un maravilloso súcubo, no desapareció. Al final Yapp lo dejó correr, apagó la luz y trató de actuar con toda la honestidad posible. Pero de nuevo se encontró con un problema. La cama crujía tan rítmicamente que le impedía concentrarse en lo que estaba haciendo sin sentirse turbado, y también acabó dejándolo estar. Hasta que por fin cayó en un sueño agitado, y a la mañana siguiente despertó con la sensación de que le ocurría algo extraño.
Se fue al baño, muy concentrado en sus pensamientos, e hizo un esfuerzo por repasar su plan de actividades para la jornada. Visitaría el Museo local y preguntaría por el Conservador de los Archivos de la familia Petrefact, y en cuanto obtuviera estos documentos trataría de hallar allí algunos datos acerca de las condiciones de trabajo y los sueldos en la primera industria familiar, la que creó Samuel Petrefact. A partir de esa sólida base estadística iría avanzando hasta llegar a los actuales miembros de la familia. Aunque Lord Petrefact quería que su labor fuera más bien de tipo biográfico, un relato de las actividades de las diversas generaciones de Petrefact, Yapp no pensaba alejarse de sus principios de siempre. Actuaría a su modo, pasando de lo general a lo particular. Ya había decidido que el libro se titularía: El legado Petrefact. Un análisis de los orígenes del capitalismo multinacional. Y si al viejo no le gustaba, allá él. El contrato daba a Yapp libertad de acción, y no en vano era catedrático de Historiografía Demótica.
De modo que cuando bajó a desayunar ya se sentía más en forma. Pero cuando llegó a la cocina su racionalismo sufrió un nuevo ataque. Willy se había ido ya a trabajar, y Mrs. Coppett, abandonando la parafernalia erótica de la noche anterior, se mostraba ahora con cara limpia y actitud hogareña, así como peligrosamente preocupada y tímida.
—No sé qué debe de pensar usted de mí —le dijo a Yapp poniéndole un plato de gachas de avena en la mesa—, sobre todo siendo catedrático y todo eso.
—Ese aspecto carece de importancia —dijo Yapp con modestia.
—Qué va. Willy me lo contó ayer noche. Estaba enfadadísimo.
—Lo siento. ¿Le dijo por qué estaba tan enfadado?
Mrs. Coppett echó un par de huevos en la sartén.
—Porque usted era un catedrático. Hablaron de eso en el pub.
Yapp soltó una maldición muda, mientras tragaba una cucharada de gachas. En cuanto la noticia corriera por todo Buscott, los Petrefact comenzarían a preguntarse por qué no había ido a verles. Por otro lado, tarde o temprano tenían que enterarse, y había sido una ingenuidad por su parte creer que podría llevar a cabo sus investigaciones sin que los miembros de la familia lo supieran.
Mientras seguía comiendo y pensando, su atención era reclamada constantemente por Mrs. Coppett, que iba cocinando y charlando, aunque sólo fuera para dar vueltas y más vueltas en torno a la circunstancia de que Yapp fuese un catedrático, título que seguramente ella no entendía pero que le confería a él una tremenda importancia a sus ojos. Fue al pensar esto cuando las ideas igualitarias de Yapp hicieron un esfuerzo por manifestarse.
—No debería usted considerarme como una persona especial —le dijo, contradiciendo plenamente lo que pensaba en realidad. Ahora que Mrs. Coppett iba vestida decentemente, se había convertido de nuevo en una atractiva mujer proletaria cuyos atributos físicos quedaban especialmente realzados por la absoluta ausencia de atributos mentales—. No soy más que un huésped de su casa. Me gustaría que me tutease.
—Oooh —dijo Mrs. Coppett, y reemplazó el vacío plato de gachas por otro de huevos fritos y tocino—. Sería incapaz…
Yapp se concentró en los huevos y mantuvo silencio. Un resto de perfume de anoche todavía flotaba en el ambiente, y esta vez captó el mensaje y se sintió estimulado. Además, Mrs. Coppett tenía unas piernas magníficas. Comió apresuradamente el resto del desayuno y estaba a punto de irse cuando ella le entregó una fiambrera.
—Bocadillos. No vaya a ser que se quede con hambre.
Yapp murmuró una frase de agradecimiento y volvió a sentirse abrumado por aquellos sentimientos de profunda simpatía que le inspiraba la simplona amabilidad de la mujer. Esta actitud, unida al resto de sus atractivos, sobre todo de sus piernas, tuvo unos efectos devastadores. Tratando de controlar sus deseos de tomarla entre sus brazos y besarla, Yapp dio media vuelta y se fue corriendo por entre los gnomos del jardín. Luego comenzó a bajar andando hacia Buscott, con la mente concentrada por un lado en el ataque histórico que iba a lanzar contra los Petrefact, y por otro en el ataque erótico que le hubiese gustado lanzar contra Mrs. Coppett.
Willy trataba entretanto de explicarse en el matadero ante su jefe. Le había pedido que le dejase el día libre, aparentemente sin motivo alguno, y cuando le faltaron las palabras no se le ocurrió otra cosa que ponerse a afilar el cuchillo con la correa del cinturón.
—Pero alguna excusa tendrás que dar —le dijo el capataz a la media cara que asomaba al otro lado de la superficie de su escritorio—. ¿Te encuentras mal? ¿Estás enfermo…?
—No —dijo Willy.
—Entonces, ¿está enferma tu mujer…?
—Tampoco.
—O quizá algún pariente…
—No —dijo Willy—. No tengo parientes. —Oculto por la mesa, Willy se limitó a pasar la hoja del cuchillo por el cinturón con más energía incluso, y como el capataz no veía qué estaba haciendo, dedujo que estaba dedicándose a otra cosa bastante diferente.
—Mira, Willy —le dijo, inclinándose hacia él—. Estoy dispuesto a permitirte que tomes un día libre, pero a condición de que me des alguna razón convincente para hacerlo. Lo que no puede ser es que vengas a verme, me digas que quieres el día libre, te pongas a hacer eso que estás haciendo ahí debajo, y te juro que preferiría que parases de una vez, y encima pretendas que acepte así, por las buenas.
Willy meditó un momento en torno a la petición que le habían formulado, pero no logró sacar ninguna conclusión. En la jerarquía de las personas que le merecían respeto, Mr. Frederick ocupaba un lugar mucho más elevado que el capataz del matadero, y aunque Mr. Petrefact no había llegado a decirle que mantuviera el asunto en secreto, le parecía que no estaba bien confesar que él le había pedido que espiara a Yapp.
—No puedo —dijo por fin, y, sin pensarlo, probó el filo del cuchillo en la yema del pulgar. Al capataz le pareció que aquel ademán era una razón suficiente.
—De acuerdo. Pondré que necesitabas el día libre por motivos familiares.
—Eso es —dijo Willy. Y dejó al capataz más desconcertado que antes. Subió a buen trote por Rabbitry Road, y llegó justo a tiempo para encontrar a Yapp, que bajaba caminando a grandes zancadas en dirección contraria. Willy se fundió con el cochecito de niños que empujaba una mujer, y sólo emergió cuando Yapp ya había pasado de largo. A partir de entonces siguió los pasos del catedrático, aunque le costó un gran derroche de energías no quedarse rezagado, y sintió un gran alivio cuando Yapp entró en el Museo y pudo permitirse un descanso para respirar. A través de las puertas de cristal vio que Yapp se dirigía al Conservador, y luego entró para oír la conversación.
—¿Los Archivos Petrefact? —dijo el Conservador—. Sí, están aquí, en efecto, pero no puedo permitirle que los vea.
—Ya le he explicado cuáles son mis credenciales —dijo Yapp, y traigo una carta de Lord Petrefact…
Willy anotó de memoria este dato, así como el hecho de que el Conservador no se mostraba muy impresionado por lo de la carta.
—De todos modos, sigo diciéndole que no. Miss Emmelia me ha dado instrucciones muy claras al respecto. No debo permitir que nadie vea los documentos de la familia a no ser que ella lo haya autorizado. Tendrá que conseguir su permiso.
—Ya. En ese caso, lo obtendré —dijo Yapp, y tras echar una ojeada al Museo y felicitar al Conservador por las muestras de antiguos aperos de labranza, salió a la calle. Willy le siguió. Esta vez bajaron a la fábrica, donde ante la sorpresa de Willy y la prematura aprobación de Yapp, se encontraron con un piquete armado de pancartas que exigían sueldos más elevados por jornadas más breves, y que contenían frases amenazadoras contra los esquiroles. Por lo que Willy sabía, los sueldos que se cobraban en la fábrica eran elevados, y la jornada laboral bastante corta, de modo que, a pesar de sus esfuerzos, no consiguió entender qué estaba pasando allí. Yapp, en cambio, creyó que sí lo entendía, pero no le gustó que insinuaran que él era un esquirol.
—Me llamo Yapp. Doctor Yapp. Es posible que hayan oído hablar de mí —le dijo al jefe del piquete, un tipo grandote con una pancarta más pequeña que la de los demás, sujeta a un palo muy grueso que blandía de forma amenazadora—. Jamás en la vida se me ocurriría entorpecer la marcha de una huelga.
—Entonces, no cruce este piquete.
—Pero ¡si ni siquiera lo he intentado! —dijo Yapp—. He venido justamente para estudiar las condiciones de trabajo de los obreros de la fábrica.
—¿Y quién le ha encargado ese estudio?
Aquí Yapp vaciló. La verdad, el hecho de que estuviera trabajando para Lord Petrefact, no sería bien recibida, pero no era una persona acostumbrada a mentir descaradamente, sobre todo ante un obrero.
—Pertenezco al claustro de la Universidad de Kloone —dijo, tratando de engañar al proletario—. Soy el catedrático de Historia Demótica, y me interesa especialmente…
—Cuéntaselo a los patronos, tío. A nosotros no.
—¿No qué?
—No nos interesa en lo más mínimo lo que pueda hacer usted. Y ahora, largo.
Y para confirmar que hablaba en serio, alzó su pancarta como si estuviera a punto de rompérsela a Yapp en la cabeza. Yapp se largó, y Willy se puso a seguirle otra vez, muy contento pensando que, por muchos extras que hubiese podido conseguir el profesor la noche pasada, esta mañana estaba saliéndole todo mal. Y a él también, en parte, porque Yapp caminaba a una velocidad increíble. Recorrieron, el profesor andando a grandes zancadas y Willy corriendo con todas sus fuerzas, un par de kilómetros a lo largo de la orilla del río, luego subieron toda una calle de casa de obreros y bajaron por otra igual, sin jardines en donde el enano pudiera esconderse, de modo que tenía que permanecer oculto en una esquina y, cuando Yapp volvía la siguiente, lanzarse como una bala calle abajo para no perder su pista, y encima tuvo que plantarles cara a unos niños abusones que trataron de cortarle el paso, y poco a poco Willy empezó a pensar que las diez libras estaban saliéndole muy caras. Para complicarle las cosas todavía más, Yapp se detuvo varias veces a hablar con algunos transeúntes, y Willy tuvo que hacerse contar lo hablado para poder enterarse.
—Me ha preguntado si sabía algo de esos condenados Petrefact —le gritó un tipo cuando Willy logró convencerle de que no estaba tratando con un mequetrefe fisgón sino con un detective enano—. Y le he dicho que esos maricones me la soplan.
—¿Algo más?
—Que qué tal van las cosas en la fábrica, que cuánto me pagan y cosas de esas.
—¿Y qué le ha dicho?
—¿Qué iba a decirle? Jamás he pisado la fábrica. Me he pasado la vida entera trabajando en el ferrocarril de Barnsley. No he venido aquí más que a ver a mi hija.
Willy salió corriendo, volvió la esquina, y sintió cierto alivio parcial al comprobar que no había perdido a su presa. Yapp se había sentado en un banco frente al río, y estaba charlando —o, mejor dicho, haciendo preguntas a voz en grito— con un viejo retirado que usaba audífono. Willy se escondió detrás de un buzón de correos y escuchó.
—¿Ha vivido siempre aquí? —aulló Yapp. El viejo encendió su pipa con mano temblorosa e hizo un gesto de asentimiento.
—¿Y trabajaba usted en la fábrica?
El hombre siguió haciendo gestos de asentimiento.
—¿Podría explicarme cómo eran las cosas allí? Seguro que se trabajaban muchísimas horas por un sueldo miserable, ¿verdad?
El hombre siguió repitiendo el mismo gesto. Pero era obvio que esta vez Yapp estaba convencido de haber encontrado al informador que andaba buscando. Ahora abrió la fiambrera y sacó un bocadillo.
—Verá usted, estoy haciendo un estudio sobre la explotación de la clase obrera por parte de los patronos de las fábricas durante la Depresión, y tengo entendido que los Petrefact son unos empresarios verdaderamente detestables. Me gustaría que me facilitase toda la información posible.
Willy escuchó muy interesado desde su escondite. Por fin tenía algo de que informar, y como había reconocido al viejo, que era Mr. Teedle —un anciano que no sólo era sordo como una tapia sino que había además adquirido la costumbre de asentir a todo con la cabeza, debido a su larga vida matrimonial con una mujer de carácter dominante y tremendo vozarrón—, Willy comprendió que el profesor estaba ahora muy bien acompañado, ya que se trataba de un hombre inofensivo que no le diría absolutamente nada. Así que Willy abandonó su escondite y se fue a la posada de enfrente, donde podía tomarse una empanada de cerdo y varias jarras de cerveza mientras vigilaba de lejos su presa. Pero lo primero que hizo fue telefonear a Mr. Frederick. Con la libertad que le proporcionaba el hecho de ser el único enano del pueblo, arrastró una caja de cerveza hasta el teléfono, se encaramó sobre ella, marcó el número de la fábrica y preguntó por Mr. Frederick.
—¿Así que lo único que hace es preguntarle a la gente qué es lo que está pasando aquí? —preguntó Frederick cuando Willy hubo terminado su informe. Willy hizo un gesto de asentimiento, y Frederick tuvo que repetir la pregunta a fin de conseguir que el enano abandonase su muda deferencia.
—Sí —musitó por fin.
—¿Y no pregunta nada sobre otras cosas?
—No.
—¿Sólo sobre lo que hacemos aquí?
—Sí —dijo Willy, que prefería mantener la nueva posición que ocupaba en relación con Mr. Frederick, y se abstuvo de referirse a lo de los sueldos bajos y las largas jornadas laborales. Esta vez fue Frederick quien se quedó en silencio. No sabía qué hacer. Tenía varias posibilidades, y ninguna de ellas le resultaba agradable.
—Bien, habrá que quemar las naves.
—¿Cómo? —preguntó Willy.
—¿Cómo que cómo?
—¿Qué naves?
—¿De qué diablos estás hablando?
Willy volvió a caer en su anterior silencio temeroso, y antes de que hubiese podido proseguir el diálogo se le acabaron las monedas y se cortó la línea. Soltando un suspiro de alivio, Willy bajó de la caja y volvió a la barra. Yapp seguía interrogando a Mr. Teedle y Willy se tomó su cerveza y se comió su empanada.
En su oficina, Frederick se sirvió un whisky solo y maldijo a su padre por enésima vez. El viejo diablo debía de saber lo que se hacía, debía de saber que no sólo estaba poniendo en peligro al resto de la familia sino que también arriesgaba su propia situación social con aquel empeño suyo de que Yapp husmease por Buscott. Era absurdo. Menos mal que la idea de la huelga había sido acertada, y que el piquete había hecho retroceder a aquel tipo. Y consolándose con la idea de que era una suerte que tía Emmelia viviera enclaustrada en su cama y no abandonara nunca la oscuridad de su jardín, salió a comer.